jueves, 1 de mayo de 2014
Paraíso Robado - Cap: 69
Con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, Miley se despertó lentamente en la cama de Nick y permitió que los recuerdos de la noche anterior la embargaran como música suave. Juntos se habían mezclado con los invitados, habían aguantado las bromas suscitadas por su explosivo beso y su reconciliación. Ella disfrutó de su papel de anfitriona. Más tarde, en la cama con su marido, gozó de su cuerpo. Decidió, soñolienta, que la confianza y los lazos de compromiso tenían un profundo efecto sobre las caricias de los amantes. Sabía por otras veces lo que era hacer el amor con Nick, pero nunca como la noche anterior.
Por las cortinas se filtró la luz del sol y Miley se volvió en la cama y abrió los ojos. Un rato antes Nick la había besado susurrándole que se iba a comprar unos bollos para el desayuno. Miley se incorporó y cogió la taza de café que él le había dejado en la mesita de noche.
Apenas había bebido un sorbo cuando entró Nick llevando una bolsa de papel de la panadería y un diario bajo el brazo. Su expresión era un tanto extraña, tensa.
–Buenos días –le dijo ella, sonriente, cuando se inclinó para besarla–. ¿Qué es eso? –preguntó, dirigiendo la vista al diario.
Nick le había prometido la noche anterior que nunca le ocultaría nada, pero en ese momento habría preferido una tanda de azotes en público a mostrar el periódico a su mujer.
–Es el Tattler –dijo–. Lo he visto cuando estaba pagando los bollos. De algún modo –continuó tendiéndole remisamente el periódico– han descubierto las condiciones de nuestro contrato de once semanas y lo han interpretado a su inimitable manera.
Observó cómo Miley tomaba el diario. Estaba nervioso, porque sabía lo que su mujer sentía acerca de la clase de publicidad que él había recibido de los medios de comunicación a lo largo de los años. Miley iba a pensar que en el futuro ella misma sería víctima de ese sensacionalismo que tanto la molestaba. Estaba casada con él y, además, el asunto de su abortado divorcio fascinaba a los lectores. Preparándose para una condena o un reto furioso, Nick la vio desplegar el periódico y leer el titular: «JOVEN HEREDERA COBRA DE SU MARIDO CIENTO TRECE MiL DÓLARES POR CADA NOCHE DE AMOR».
–Al principio no pude imaginar cómo han calculado esa cifra, pero después me he dado cuenta. Han multiplicado cuatro citas semanales por once semanas, luego han dividido el resultado por los cinco millones que te prometí. Lo siento. Si pudiera cambiarlo...
Se interrumpió al oír la carcajada de Miley, que se cubría la cara con el diario. Reía tanto que se dejó caer sobre las almohadas mientras la habitación se llenaba de su musical hilaridad.
–Ciento trece mil do... dólares... –repetía saltando en la cama.
Nick le sonrió con una profunda gratitud que fue convirtiéndose en ternura. Comprendía lo que su mujer pretendía: enfrentarse a algo para ella odioso y encontrar el modo de parar el golpe sin que ninguno de los dos sufriera los efectos.
–¿Te he dicho alguna vez que estoy muy orgulloso de ti? –le preguntó él con voz ronca, asiéndola por los hombros.
Ella meneó la cabeza como una niña, aún riendo, y su marido le apartó el diario de la cara, le besó las mejillas y luego los labios.
–¿Estás seguro de que pu... puedes hacerlo otra vez? –susurró ella de nuevo entre risas. Le había echado los brazos al cuello, y consciente de que él quería hacer otra vez el amor.
–Creo que está al alcance de mi presupuesto–bromeó Nick.
–Sí, pero ahora esto se ha convertido en un trabajo fijo. ¿Me darás aumentos periódicos de sueldo? –Le acunaba el rostro con las manos y lo miraba con ojos húmedos y brillantes–. ¿Y qué hay de los beneficios adicionales tales como seguro de enfermedad, horas extra...?
–Todo garantizado –le prometió Nick, y tomándole una mano le besó la palma.
–¡Oh, no! –gimió ella–. Me harás pagar impuestos más altos.
Él ahogó una carcajada, los labios rozando el cuello de su mujer, que lo envolvió en sus brazos.
El lunes por la noche la noticia más importante del telediario de las seis fue el arresto de Ellis Ray Sampson, acusado del asesinato de Stanislaus Spyzhalski. Según la policía del condado de Saint Clair, el falso abogado no fue asesinado por un cliente estafado, sino por un marido a quien Stanislaus había estado engañando con su mujer. El señor Sampson se entregó a las autoridades y aseguró haber arrojado a Spyzhalski con vida a la zanja, después de haberle propinado una paliza. Como en el informe del juez de primera instancia constaba que el difunto había sufrido un ataque cardíaco aquella misma noche, existía la posibilidad de que el marido ultrajado saliera del atolladero con el único cargo de homicidio involuntario.
Nick y Miley estaban escuchando las noticias. Él comentó con sarcasmo que a Sampson deberían darle una medalla por haber librado al mundo de un parásito. Miley, que sabía lo que era ser víctima de gentuza como Stanislaus, expresó su confianza en que a Sampson le redujeran al mínimo la pena.
Su marido descolgó el auricular y envió a Pearson y a Levinson a Belleville, para que consiguieran lo que Miley había sugerido.
El martes de la semana siguiente fueron llamados a declarar Charlotte Bancroft y su hijo Jason. Sucedió en Palm Beach, Florida. El interrogatorio estaba relacionado con las amenazas de bomba contra los grandes almacenes Bancroft y la manipulación de las acciones de esa empresa. Ambos negaron acaloradamente los hechos. Sin embargo, el miércoles Caroline Bancroft se presentó de forma voluntaria ante un gran jurado de Florida y declaró que, en efecto, Charlotte había planeado la adquisición de Bancroft, para lo cual estaba dispuesta a llevar a cabo un tipo de acción que provocara la caída del precio de las acciones de la compañía.
En las islas Caimán, Joel Bancroft, antiguo tesorero de Industrias Seabord, pasaba unas vacaciones con su amigo. Allí leyó la noticia de la acusación que se cernía sobre su madre y su hermano. Joel había renunciado hacía seis meses, cuando ellos lo presionaron para que abriera cuentas ficticias bajo nombre falsos con cierto agente de bolsa dispuesto a colaborar, para luego comprar paquetes de acciones de Bancroft a nombre de las falsas cuentas.
Tumbado en la playa, mirando el mar, Joel pensó en su madre, en la mortificante obsesión que fueron para ella los treinta años de espera para vengarse de Philip, y en su hermano, que al igual que su madre lo despreciaba por ser homosexual.
El día siguiente, Charlotte y Jason fueron arrestados y acusados de varias actividades ilícitas, descubiertas gracias a los informes proporcionados por una llamada anónima. La voz enumeró los nombres de las cuentas fraudulentas. Charlotte negó estar enterada de nada. Jason, que fue quien abrió las cuentas y quien siguiendo las instrucciones de su madre pagó al fabricante de las bombas, pronto empezó a temer que sería el chivo expiatorio de su propia madre, así que a cambio de inmunidad declaró contra ella.
El consejo directivo de Seabord asumió la necesidad inmediata de poner a salvo la imagen de la sociedad, y actuando según las instrucciones de Charlotte, nombró a Joel presidente y jefe de operaciones.
En Chicago, Miley siguió por televisión todos estos acontecimientos, junto con su marido. El dolor que sentía cada vez que se mencionaba el nombre de Bancroft era casi tan intenso como el impacto que suponía descubrir quiénes eran los autores de los hechos que durante dos días terribles había creído obra de Nick.
Sentado a su lado, Nick comprendía la tristeza de su mujer cada vez que se mencionaba a Bancroft. Entrelazando sus dedos con los de ella, le pregunto:
–¿Has pensado en lo que quieres hacer ahora que tienes tanto tiempo libre?
Miley sabía que se refería a su futuro profesional, pero tenía el presentimiento de que su respuesta alarmaría a Nick. Fingió no entender la pregunta y, mirando las manos entrelazadas de ambos, sonrió al ver el diamante esmeralda de catorce quilates y la alianza de platino que él le había puesto en el dedo.
–Podría haber considerado la posibilidad de ir de compras todos los días, pero ya me has regalado joyas y un coche de lujo. ¿Qué queda que no sea insignificante en comparación?
–Un pequeño avión privado –respondió él al tiempo que le daba un beso en la nariz–. O un gran yate.
–¡No te atrevas! –le advirtió Miley, y Nick se rió de su mirada escandalizada.
–Debe de haber algo que desees –insistió él.
Miley se puso seria y decidió decirle la verdad.
–Claro que sí. Algo que deseo mucho, Nick.
–Suéltalo. Es tuyo.
Miley vaciló, tocó la alianza matrimonial de su marido y por fin lo miró a los ojos.
–Quiero intentar... tener otro bebé.
Nick reaccionó inmediatamente de forma airada.
–No. Rotundamente no. No te hubieras arriesgado de haberte casado con Parker y no te arriesgarás por mí.
–Parker no quería niños. Y tú has dicho que me darías cualquier cosa que te pida. Cualquier cosa, ¿recuerdas?
En otras circunstancias, la sola mirada de su mujer habría bastado para vencer sus defensas, pero ella le había explicado una noche, en la cama, que las posibilidades de otro aborto eran muy altas. Puesto que la primera vez casi le había costado la vida a Miley, la idea de que algo semejante volviera a ocurrir descartaba totalmente el embarazo.
–No me hagas eso –le advirtió Nick con voz suave e implorante.
–Hay ginecólogos especializados en mujeres con problemas de embarazo. Ayer fui a la biblioteca y leí mucho acerca de eso. Existen también nuevas medicinas y nuevas técnicas en período experimental...
–¡No! –interrumpió Nick, tenso–. Descartado. Pídeme cualquier otra cosa, pero no eso. No podría soportar la preocupación. Te lo digo en serio.
–Hablaremos de ello más tarde –dijo Miley con una sonrisa terca pero serena.
–Mi respuesta será la misma.
Habría seguido hablando, pero la televisión anunciaba entonces otro acontecimiento referido a Bancroft y la mirada de Miley se había quedado clavada en la pantalla.
«–Philip A. Bancroft –dijo el locutor– ha convocado una conferencia de prensa esta tarde para comentar los rumores acerca de que su hija haya sido despedida de la presidencia a causa de su relación con el industrial Nicholas Farrell.»
Miley, temerosa al ver en la pantalla el rostro sombrío de su padre, apretó la mano de su marido. Philip aparecía de pie, rígido, en el podio del auditorio de Bancroft. Empezó a dar lectura a una declaración:
«–Como respuesta a rumores de que el matrimonio de mi hija con Nicholas Farrell ha sido la causa de su renuncia a la presidencia interina de esta empresa, el directorio que presido lo niega categóricamente. Mi hija goza de una breve y bien merecida luna de miel con su marido, al término de la cual se hará cargo nuevamente de la presidencia de Bancroft. –Hizo una pausa, miró directamente a la cámara y solo Miley supo que su padre no estaba haciendo una declaración, sino dando una orden. Una orden dirigida a ella. Medio desvanecida por la impresión, las siguientes palabras de su padre la llenaron de asombro–. En respuesta a rumores aparecidos estos días en la prensa según los cuales existe un antiguo antagonismo entre Nicholas Farrell y yo, quiero declarar que hasta fecha muy reciente no he conocido a mi... –Hizo una pausa para aclararse la garganta–. A mi hijo político.»
Miley comprendió lo que estaba haciendo su padre.
–Nick –dijo, apretándole el brazo con hilarante incredulidad–, ¡te está pidiendo perdón!
Dubitativo, Nick miró a su esposa y luego de nuevo a la pantalla al oír la voz de Philip.
«–Como ya sabe todo el mundo, Nicholas Farrell y mi hija estuvieron casados durante unos meses hace muchos años, matrimonio que creíamos acabado por un divorcio prematuro e infortunado. Sin embargo, ahora que se han vuelto a unir, afirmo que tener como hijo político a un hombre del calibre de Nick Farrell... –Se aclaró de nuevo la garganta, luego miró con furia a la pantalla y concluyó enérgicamente–. Tener como yerno a un hombre como Nick Farrell es, para cualquier padre... un honor.»
Desapareció la imagen de Philip y la risa de Miley también al mirar a su marido.
–Le hice prometer que cuando tu inocencia estuviese demostrada se disculparía ante el mundo por lo que te ha hecho. –Le colocó los dedos en la mejilla, en un gesto inconscientemente implorante, y susurró–: ¿Puedes encontrar la generosidad necesaria en tu corazón para dejar atrás el pasado y hacerte amigo de Philip?
Nick pensaba que nada que hiciera Philip bastaría para borrar, ni remotamente, el daño que les había causado. Sin embargo, al mirar a su esposa, al ver aquellos ojos verdes, húmedos y brillantes, no se atrevió a declarar sus sentimientos.
–Podría intentarlo –dijo al fin. A pesar de la aversión que le producía la idea de hacer las paces y convertirse en amigo de su suegro, añadió–: Ha sido un buen discurso. –Con estas palabras poco sinceras y enérgicas quiso tranquilizar a su esposa.
Caroline Edwards Bancroft también pensaba que había sido una buena alocución. Sentada frente a Philip en el salón de la casa que antaño compartiera con él, esperó a que desapareciera la imagen y luego apagó el vídeo.
–Philip –susurró–, ha sido una excelente declaración.
Con expresión escéptica, él le tendió un vaso de vino.
–¿Qué te hace pensar Miley opinará lo mismo?
–Que, en su lugar, yo lo pensaría.
–Claro, ¡tú escribiste el texto!
Caroline bebió un sorbo de vino y, serenamente, lo observó deambular por la estancia.
–¿Crees que me habrá visto? –preguntó Philip, volviéndose de pronto hacia ella.
–Por si acaso, puedes llevarle la cinta. Mejor aún, podrías pedirles permiso para quedarte con ellos y verla juntos. –Hizo un gesto de satisfacción ante su propia idea–. Me parece mejor, seria más personal.
Philip se acobardó.
–No, no podría hacerlo. Es probable que Miley me odie y que Farrell me eche a patadas. No es ningún idi/ota y sabe que unas palabras no compensan todos mis errores. No aceptará mis excusas.
–Las aceptará –insistió Caroline en voz baja–, porque ama a Miley. –Al verlo vacilar, Caroline le tendió la cinta y agregó con firmeza–: Cuanto más esperes, más difícil será para todos. Ve a su casa ahora mismo, Philip.
Él se metió las manos en los bolsillos y suspiró.
–Caroline –dijo con cierta brusquedad–. ¿Me acompañas?
–¡No! –exclamó ella, asustada por la idea de presentarse ante su hija por primera vez–. Además, mi avión sale dentro de tres horas.
La voz de Philip se suavizó y por un momento ella recordó el irresistible poder de persuasión del hombre al que había amado hacía treinta años.
–Ven conmigo –insistía él, convincente– y te presentaré a nuestra hija.
El desgraciado corazón de Caroline dio un vuelco al oír las palabras de su ex marido, pero aun así meneó la cabeza, sonriendo.
–Sigues siendo el más manipulador de los hombres.
–También soy el único con el que te has casado –le recordó él con una sonrisa–. Debía de tener algunas buenas cualidades.
–No insistas, Philip.
–Podríamos ir a visitar a Miley y a Farrell...
–Empieza a llamarlo Nick.
–Está bien. Nick. Y luego podríamos volver aquí. Podrías quedarte una temporadita y así volveríamos a conocernos. ¿Qué te parece?
–Yo te conozco muy bien–respondió Caroline–. Y si tú quieres conocerme a mí tendrá que ser en Italia.
–Caroline –insistió él, respirando hondo–. Por favor. –La vio dudar y añadió–: Por lo menos ven conmigo esta noche. Puede ser tu última oportunidad de conocer a nuestra hija. Te gustará. Es como tú en algunos aspectos... Tiene mucho valor.
Cerrando los ojos, Caroline intentó evadirse de las palabras de Philip y de los impulsos de su propio corazón, pues ambos factores, sumados, daban el mismo resultado.
–Llámala primero –indicó por fin a Philip con voz temblorosa–. Después de treinta años no voy a presentarme ante ella sin aviso. No te sorprenda si no quiere verme. –Sacó de la cartera el número de teléfono que Nick le había dado.
–Es posible que no quiera vernos a ninguno de los dos –comentó él–. Y no podría reprochárselo.
Entró en la habitación contigua para hacer la llamada y salió tan pronto que Caroline dio por sentado que Miley le había colgado. Se sintió abatida.
–¿Qué ha dicho? –preguntó a Philip con el alma en vilo.
Él se aclaró la garganta y luego respondió con voz muy ronca.
–Ha dicho que nos espera...
Miley abandonó la clínica con el absurdo deseo de levantar los brazos y ponerse a bailar en la acera. Miré al cielo, gozando de la fresca brisa otoñal acariciándole el rostro, sonrió a las nubes.
–Gracias –susurró.
Después de casi un año y tras dos largos exámenes con ginecólogos especializados en partos difíciles, logro convencer a Nick de que su vida apenas corría más peligro que la de cualquier otra mujer, con tal que no se desviara un ápice del tratamiento y pasara una parte del embarazo en cama.
Después transcurrieron casi otros nueve meses antes de que escuchara las palabras mágicas que acababan de decirle: «Felicitaciones, señora Farrell. Está embarazada».
Impulsivamente cruzó la calle y compró un ramo de rosas en una floristería, luego se encaminó hacia donde Spencer la esperaba con el coche, sorprendiéndolo al verla venir en la dirección opuesta, Abrió ella misma la portezuela y se sentó en el asiento trasero.
Spencer colocó un brazo en el respaldo y la miró.
–¿Qué ha dicho el médico?
Miley lo miró con rostro resplandeciente de ilusión. En sus labios se dibujó una amplia sonrisa, y Spencer también sonrió.
–¡Nick será feliz! –profetizó–. ¡Cuando deje de estar asustado! –Volviendo la vista al volante puso en marcha la limusina.
Miley se preparó para la habitual brusquedad de la arrancada. Sin embargo, atónita comprobó que Spencer dejaba pasar tres oportunidades de internarse en el tráfico y luego otras dos, perfectamente razonables, para finalmente arrancar con suavidad. Hasta que vio que tras él toda una manzana estaba despejada no salió a la calle, y entonces lo hizo como si estuviera arrastrando el cochecito de un bebé. En su asiento Miley lanzó una carcajada.
Nick la esperaba, recorriendo el salón de un lado a otro, mirando por la ventana, maldiciéndose por haber sucumbido y haberla dejado embarazada. Sabía que Miley creía estarlo y esperaba que estuviera equivocada. No tenía fuerzas para soportar el temor de verla en peligro.
Corrió hacia la puerta cuando oyó que la abrían y vio a v, escondiendo un brazo detrás de la espalda.
–¿Qué ha dicho el médico? –le preguntó con impaciencia.
Ella le mostró un ramo de doce rosas de largo tallo y se lo tendió. Su sonrisa irrumpía como la luz del sol.
–Felicitaciones, señor Farrell. Estamos embarazados.
Él la atrajo hacia sí, aplastando las flores.
–¡Dios me ayude! –masculló.
–Te ayudará, querido.
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