jueves, 1 de mayo de 2014

Paraíso Robado - Cap:63



Con una mano en la puerta de hierro, Philip miraba la pequeña y pintoresca villa en la que Caroline Edwards Bancroft había vivido durante los últimos treinta años. La casa estaba situada sobre una colina escarpada, desde la que se divisaba el rutilante puerto en el que el transatlántico había fondeado aquella mañana temprano.

Las flores crecían anárquicamente en macetas muy cuidadas, bañadas por el sol del atardecer. El lugar estaba impregnado de belleza y tranquilidad; a Philip le resultaba muy difícil creer que la frívola estrella de la pantalla que había sido su esposa viviera recluida allí.

Aquella casita había sido un regalo de Dominico Arturo, el italiano que había tenido una aventura con Caroline antes del matrimonio de esta. Philip se dijo que su ex esposa debía de haber malgastado hasta el último céntimo del dinero que obtuvo por el divorcio, porque de lo contrario no viviría en aquel lugar. El gran paquete de acciones de Bancroft en manos de Caroline rendía dividendos, pero ella tenía prohibido por ley la venta o transferencia de una sola acción a nadie que no fuera su ex marido. Más allá de eso, Caroline no tenía más derecho que votar por sus participaciones, y siempre lo hizo según las instrucciones del directorio de la empresa. Philip estaba seguro de ello, pues nunca había dejado de vigilar el voto de Caroline en todos aquellos años.

Contemplando la modesta casa, dio por sentado que Caroline estaría intentando subsistir con los dividendos, pues solo la pobreza induciría a vivir así a una mujer amante de las fiestas.

Retiró la mano de la puerta. No tenía intención de ir allí, pero la est/úpida mujer sentada a la mesa del capitán le había preguntado si visitaría a su ex esposa. Esta idea empezó a rondarle por la cabeza hasta que le resultó imposible librarse de ella. Se daba cuenta de que ya no era joven y de que no sabía cuánto iba a durar. El corazón podía traicionarlo en cualquier momento. Así pues, hacer las paces con la mujer a la que había amado... quizá no era tan mala idea. Había sido una esposa adúltera y él la castigó alejándola de su mundo y de su propia hija, obligándola a prometer que nunca se acercaría a ninguno de los dos. En aquella época él creía haber procedido bien. Ahora que se enfrentaba a una muerte sin aviso, le parecía un poco... duro.

Sin embargo, al comprobar cómo vivía Caroline desechó la idea de cruzar el patio y llamar a su puerta. Curiosamente, ahora era la piedad el sentimiento que le inducía a no hablar con ella. Sabía que era una mujer orgullosa y que se sentiría terriblemente humillada si él la veía viviendo en la pobreza. Durante los últimos treinta años, siempre que había pensado en Caroline la imaginó viviendo a todo tren, tan hermosa como siempre y en el centro del remolino social que tanto había amado antes del matrimonio. La mujer que habitaba aquella modesta casa sería, seguramente, un viejo adefesio y una eremita, sin nada que hacer más que observar el movimiento del puerto o ir de compras a la aldea.

Con los hombros hundidos por un sentimiento extraño de desesperación –sueños olvidados, vidas destrozadas–, Philip se volvió e inició el regreso por el tortuoso sendero que lo había conducido allí. Pero apenas había dado un paso cuando se detuvo en seco al oír la voz inconfundible de Caroline.

–Has andado mucho, Philip, para volverte así.

Volvió la cabeza y la vio, inmóvil, bajo un árbol en la ladera de la colina a su izquierda; llevaba una canasta de flores bajo el brazo.

Caroline echó a andar hacia él. Philip advirtió que sus pasos eran largos y elegantes, y que su pelo rubio, oculto balo una tela rústica de campesina, de algún modo la favorecía. Cuando estuvo muy cerca, se dio cuenta que no llevaba maquillaje, de que en efecto parecía mucho más vieja, pero en algunos aspectos más atractiva que antes. De su rostro había desaparecido la inquietud, dando paso a una tranquila serenidad que nunca tuvo en su juventud. Curiosamente a Philip le recordó a Miley, mucho más que cuando tenía la edad de su hija. Y aún conservaba unas hermosas piernas.

Clavó en ella su mirada y su corazón enfermo latió más deprisa. Quiso hablar, pero no supo qué decir, lo que le hizo sentirse torpe y, por lo tanto, furioso consigo mismo.

–Has envejecido –comentó por fin, sin rodeos.

Caroline sonrió sin rencor y le respondió:

–¡Qué amable de tu parte!

–Andaba por aquí... –Con la cabeza señaló el barco, pero enseguida arqueó las cejas, porque creyó que ella se reía de su desconcierto.

–¿Qué te aleja de Bancroft? ––preguntó ella con la mano en la puerta, pero sin abrirla.

–Estoy de vacaciones. Problemas cardíacos.

–Sé que has estado enfermo. Todavía leo la prensa de Chicago.

–¿Puedo entrar? –inquirió él instintivamente, pero se acordó que Caroline siempre estaba rodeaba de hombres– ¿O acaso esperas compañía? –añadió sin ocultar el tono sarcástico de sus palabras.

Ella replicó con ironía:

–Es bueno saber que mientras todos y todo parecen haber cambiado en el mundo, tú y solo tú sigues siendo el mismo. Tan receloso y celoso como siempre. –Abrió la puerta y él la siguió, lamentando de pronto haber ido.

El suelo de la casa era de piedra, cubierta con vivos retazos de alfombra y grandes jarrones de flores cortadas del jardín. Caroline señaló una silla en la habitación que hacía las veces de comedor y sala de estar.

–¿Quieres beber algo?

Philip respondió con un gesto de asentimiento, pero en lugar de sentarse se acercó a la ventana y miró el mar. Así permaneció hasta que se volvió para tomar el vaso de vino que Caroline le ofrecía.

–¿Estás...bien?–le preguntó Philip con voz queda.

–Muy bien, gracias.

–Me sorprende que Arturo no pudiera darte algo mejor que esto. El lugar es poco más que una cabaña. –En vista de que ella no hizo comentario alguno, Phihp sacó a colación el nombre del último amante de su ex esposa, el que había sido la causa de su divorcio–. Spearson nunca llegó a ser nada. ¿Lo sabías, Caroline? Aún intenta ganarse la vida dando clases de equitación.

Increíblemente, ella sonrió al oír estas palabras. Luego se sirvió un vaso de vino. Bebió un sorbo y se quedó mirándolo con sus ojos azules. Tomado por sorpresa y sintiéndose est/úpido y grosero, Philip sostuvo con valor la mirada de su ex esposa.

–¿Seguro que has terminado? –inquirió ella en un susurro al cabo de un momento–. Debes de tener en la memoria docenas de mis presuntas indiscreciones e infidelidades que arrojarme a la cara. Es obvio que treinta años después aún te molestan.

Philip respiró hondo, inclinó hacia atrás la cabeza y por fin dijo con sinceridad:

–Lo siento. No sé por qué te he dicho eso. Lo que hagas no es asunto mío.

Caroline esbozó la sonrisa serena que tanto alteraba el ánimo de Philip.

–Lo has dicho porque todavía no sabes la verdad.

–¿Qué verdad? –le preguntó él con sarcasmo.

–Ni Dennis Spearson ni Dominic fueron la causa de nuestra ruptura, Philip. Fuiste tú. –Al notar el enojo de su mirada, meneó la cabeza y prosiguió con voz dulce–: No podías evitarlo. Eras como un chiquillo asustado ante la posibilidad de que alguien o algo te quitara lo que te pertenecía, y no soportabas el temor o la incertidumbre de que eso ocurriera. Así eras y me temo que sigues siendo. Así que antes que sentarte y esperar que ocurra la catástrofe, tomas el asunto en tus manos y la provocas, para sufrir y olvidar cuanto antes. Empiezas por poner restricciones tan severas a los que amas que no pueden resistirlas, y cuando vulneran una sola de ellas, te sientes traicionado y furioso. Después te vengas de ellos por la transgresión que tú mismo has provocado; y como no eres un niño, sino un hombre rico y poderoso, tu venganza es terrible. En realidad, haces a los demás lo mismo que tu padre hizo contigo.

–¿De dónde has sacado toda esa basura psicológica? ¿De algún psiquiatra loco con el que has tenido un devaneo? –preguntó evasivo.

–La he sacado de muchos libros que he leído para intentar comprenderte –replicó ella sin desviar la mirada.

–¿Y eso es lo que quieres que crea que pasó con nuestro matrimonio? ¿Que eras inocente y yo un tipo celoso y posesivo hasta la irracionalidad? –le preguntó Philip, y apuró el vaso de vino.

–Me gustaría contarte toda la verdad si crees que estás lo suficiente bien para soportarla.

Philip arqueó las cejas, vencido por la calma inalterable y la belleza de aquella sonrisa.

En su juventud, Caroline había sido hermosa y encantadora; ahora, a los cincuenta, tenía unas ligeras arrugas en la frente y alrededor de los ojos; su rostro había adquirido personalidad, siendo incluso más atractivo que antes... e irresistible.

–Hay que darle una oportunidad a la verdad –aseguró él con tono burlón.

–Está bien –aceptó ella, acercándosele–. Veamos si eres lo bastante maduro y lo bastante sensible para creerme. Tengo el presentimiento de que sí.

Philip había llegado a la conclusión opuesta.

–¿Por qué?

–Porque –respondió Caroline apoyándose en la ventana– comprenderás que sincerándome no tengo nada que ganar ni nada que perder. ¿No es cierto?

Esperó hasta que él lo admitiera.

–Así es. No tienes nada que ganar ni nada que perder.

–Entonces, aquí tienes la verdad –empezó ella con calma–. Cuando nos conocimos, me deslumbraste. No eras uno de esos monigotes vacíos de Hollywood, no eras como ninguno de los hombres que había conocido antes. Tenías educación, clase y estilo. Me enamoré de ti la segunda vez que salimos, Philip. –Vio que por el rostro de Philip cruzaba una expresión de sorpresa primero, luego de incredulidad, pero no se interrumpió–. Te quería tanto y era tan grande mi inseguridad, mi sentimiento de inferioridad, que cuando estábamos juntos apenas podía respirar por miedo a equivocarme. En lugar de contarte la verdad de mi pasado, incluidos los hombres con los que me había acostado, te conté la misma ficción de mi vida invertida por los agentes de publicidad de mi estudio. Te dije que había crecido en un orfanato y que solo había tenido un pequeño y est/úpido desliz en mi adolescencia.

Philip siguió callado y ella suspiró entrecortadamente. Luego agregó:

–La verdad es que mi madre fue una pu/ta que no tenía la más ligera idea de quién era mi padre, y que me escapé de casa a la edad de dieciséis años. Tomé un autobús con destino a Los Ángeles y conseguí un empleo de camarera en un restaurante barato. Allí me descubrió un tipo que trabajaba de mensajero en una compañía cinematográfica. Aquella misma noche me hizo una prueba en el sofá del despacho de su jefe. Dos semanas después conocí al jefe y de nuevo tuve que hacer lo mismo, en el sofá. No era actriz, pero sí fotogénica, de modo que el jefe me concertó una cita con una agencia de modelos y empecé a ganar dinero haciendo anuncios para revistas. Fui a una escuela de interpretación y con el tiempo me dieron papelitos en algunas películas, naturalmente después de pasar el examen de alguien... en la cama. Después interpreté papeles más importantes y un día te conocí.

Caroline esperó a ver el efecto de sus palabras, pero Philip replicó con frialdad:

–Todo eso ya lo sé, Caroline. Mandé que te investigaran un año antes de pedir el divorcio. No me cuentas nada que no sepa o que en su momento no diera por sentado.

–Es cierto, pero estoy a punto de decirte algo que no sabes. Cuando te conocí ya había adquirido cierto orgullo y cierta confianza en mí misma, ya no me acostaba con hombres por desesperación o por falta de carácter para decir que no.

–Entonces lo hacías porque te gustaba –le escupió Philip–. Y no con unos sino con cientos.

–No exageres –le corrigió ella con una sonrisa triste–. Pero hubo muchos. Era algo que una hacía. Formaba parte del ritual, así como para los hombres de negocios lo son los apretones de manos. –Percibía el desprecio de Philip, pero siguió hablando–. Entonces te conocí, me enamoré y por primera vez en la vida sentí vergüenza y asco de mí misma; de todo lo que había sido, de todo lo que había hecho. Por eso intenté cambiar mi pasado reinventándolo, para hacerlo encajar con tus patrones. Lo que, naturalmente, era un empeño inútil.

–Inútil –confirmó él, sintiendo, no obstante, la blanda mirada de Caroline y el tono sincero de su voz.

–Sí, así es –continuó ella–. Pero podía cambiar el presente y lo cambié. Philip, desde el día que te conocí no me ha tocado ningún hombre.

–No te creo –repuso él enseguida.



Caroline sonrió y negó con la cabeza.

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