jueves, 1 de mayo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 67



Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Miley fue convocada por el consejo, que llevaba horas deliberando. Se trataba de una reunión de emergencia.

Al entrar en la sala 
Miley quedó sorprendida al darse cuenta de que se le había reservado la presidencia de la mesa. Una mirada rápida a los rostros, entre los que estaba el de su padre, le bastó para comprobar que la atmosfera era tensa y lúgubre. Trató de no sentirse demasiado alarmada y de mostrarse a la altura de las circunstancias.

–Buenas tardes, señores.

Respondieron el saludo con frialdad, salvo el anciano  Fortell, al parecer estaba dispuesto a apoyarla y no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo.

–Buenas tardes, 
Miley –le dijo el anciano–. Déjame decirte que estás más bonita que nunca.
Miley tenía mal aspecto y lo sabía, pero aun asi esbozó una encantadora sonrisa a Fortell. Ella daba por sentado que al menos una parte de la reunión estaría dedicada al «tema Farrell» y que sin duda tendría que dar explicaciones. No obstante, se sorprendió cuando comprobó que su marido era el objeto exclusivo de tan prolongada reunión.

El ejecutivo sentado a su derecha le señaló unos documentos y dijo con voz fría:

–Están preparados para tu firma, 
Miley. Al terminar esta reunión los presentaremos a las autoridades competentes. Tómate un momento para leerlos. Nosotros no lo haremos, porque casi todos hemos participado en su redacción.

–Yo no los he visto –objeté Fortell, empezando a leer su copia.

Al principio, 
Miley no dio crédito a sus oídos, pero luego empezó a leer con rapidez. A medida que lo hacía notaba una sensación amarga, sofocante, subiéndole por la garganta. El primer documento era una denuncia oficial ante la Comisión Controladora de Acciones y Valores en la que se declaraba que ella tenía conocimiento de que Nicholas Farrell estaba manipulando las acciones de Bancroft & Company y de que este utilizaba la información que le había sonsacado para conseguir sus propósitos. Finalmente, se pedía que Farrell fuera investigado y que sus actividades delictivas fueran detenidas.

El segundo documento iba dirigido al FBI y a los jefes de policía de Dallas, Nueva Orleans y Chicago, y en él se declaraba que 
Miley tenía razones fundadas para creer que Nicholas Farrell era responsable de los atentados contra Bancroft. La tercera denuncia iba dirigida también al departamento de policía. Miley declaraba haber oído decir a Nicholas Farrell, durante una llamada a su abogado, que eliminaría a Stanislaus Spyzhalski; por ese motivo, y renunciando a su derecho de esposa, hacía una declaración pública según la cual consideraba culpable a su marido de la muerte del falso abogado.
Miley estaba atónita ante tan grotesca infamia. Aquellas perversas acusaciones no eran más que medias verdades cuidadosamente elaboradas. ¿Y ella? Había sido una est/úpida, una traidora por haber creído un solo instante que había algo de verdad en todo aquel montón de basura contra su marido. Durante dos días vivió como eclipsada por la sospecha y la impotencia. De pronto se disipaba el velo y veía con claridád meridiana los propios errores, los motivos del directorio y la mano de su padre.

–Firma, 
Miley –le ordenó Nolan Wilder, pasándole una pluma.

Entonces tomó una decisión irrevocable y quizá tardía. Lentamente se levantó de la silla.

–¿Firmar? –le espetó a Wilder con desprecio–. ¡Ni pensarlo!

–Teníamos la esperanza de que apreciaras en lo que vale esta oportunidad para salir ilesa del escándalo y a la vez ver cómo se aclara la verdad y se hace justicia –dijo Wilder con voz gélida.

–¿Eso es lo que les interesa? ¿La verdad y la justicia? –
Miley se inclinó y apoyó las manos en la mesa, mirando a los consejeros con desprecio. Varios de ellos desviaron la mirada, mostrando su desacuerdo con los documentos que se habían visto poco menos que obligados afirmar–. ¡Pues les diré la verdad! –prosiguió Miley con absoluta convicción–. Nicholas Farrell no tiene nada que ver con los atentados ni con la muerte de ese falso abogado y tampoco es culpable de violar las normas de la Comisión Controladora. La verdad es –añadió con desdén– que todos ustedes sienten terror ante la sola mención de Nick. En comparación con sus éxitos, los de ustedes son insignificantes y el hecho de que se haya convertido en un accionista importante en esta empresa y de que pueda reclamar un asiento en este consejo les hace sentirse muy pequeños. Ustedes están aterrados, y si creen que voy a firmar esta basura porque así me lo ordenan, además son unos perfectos idi/otas.

–Sugiero que reconsideres tu actitud muy cuidadosamente y ahora mismo, 
Miley –intervino uno de los miembros con expresión ofendida–. O actúas en beneficio de Bancroft y por tanto firmas esos documentos, como es tu deber como presidenta interina de la corporación, o de lo contrario daremos por sentado que te has aliado con el enemigo.

–Me hablas de mi deber para con Bancroft y al mismo tiempo me pides que firme esos papeles. –De repente, sintió grandes deseos de reír. Por fin se había definido, había adoptado una postura irrevocable (vadeando el río de aguas profundas) y además estaba segura de que su postura era la justa y correcta–. Eres peligrosamente inepto si no se te ha ocurrido pensar lo que Nicholas Farrell le hará a esta compañía en represalia por haberlo calumniado y difamado con esta basura. Cuando termine su acción ante los tribunales será dueño de Bancroft y de todos ustedes –concluyó casi con orgullo.

–Corremos el riesgo. Firma.

Sin reparar en que había eiecutivos en cuyos rostros se reflejaba la duda, el temor a un futuro enfrentamiento con Nicholas Farrell, Nolan Wilder la miró y añadió con acritud:

–Por lo visto tu lealtad está en otra parte y consecuentemente no estás capacitada para actuar en el mejor interés de esta empresa y como presidenta de la misma.
Miley lo desafió mirándolo a la cara y exclamó:

–¡Vete al diablo!

–¡Bravo, muchacha! –la vitoreó Forell rompiendo el tenso silencio que se había producido en la sala–. Ya sabía yo que tenías algo más que un par de magníficas piernas.
Miley apenas lo oyó mientras se dirigía con decision hacia la puerta, que cerró tras de sí dando un portazo. Cerraba una vida de sueños, de mimadas esperanzas.

Recordó las palabras de Nick, alentadoras, enérgicas. Cuando ella le preguntó qué haría si el consejo le presionaba, su marido le había contestado: «Los mandaría a la mie/rda». Casi se echó a reír. Bueno, ella no había pronunciado las mismas palabras –no solía expresarse en tales términos–, pero aun así se sentía orgullosa. Esa noche era la fiesta de Nick y tenía prisa por volver a casa y cambiarse de ropa. Cuando entró en su despacho sonaba el teléfono, y como Phytlis ya se había ido, contestó ella.

–Seflorita Bancroft –dijo una voz fría y arrogante–, soy William Pearson, el abogado del señor Farrell. He intentado ponerme en contacto con Stuart Whitmore, pero no he dado con él, así que me he tomado la libertad de llamarla a usted.

–Está bien –respondió 
Miley, y utilizando el hombro a modo de horquilla se colocó el auricular y empezó a guardar sus cosas personales en el maletín–. ¿Qué quería?

–El señor Farrell ya no está interesado en el pacto de las once semanas –informó Pearson con tono amenazador–. Nos pidió que la avisáramos que tiene usted un plazo de seis días para pedir el divorcio, de lo contrario, él lo hará al séptimo día.
Miley ya había tenido demasiado por ese día. La voz autoritaria y ominosa de Pearson fue la gota que colmó el vaso. Se acercó el auricular a la boca, le lanzó unos improperios a Pearson y colgó sin más.

Pero el impacto de la llamada de Pearson se hizo sentir cuando, sentada, garabateaba su renuncia. Le entró el pánico. ¡Nick quería el divorcio! Había agotado la paciencia de su marido. No puede ser cierto, se dijo con desesperación. Firmó, se levantó y leyó lo que había escrito. Sintió una vez más el peso terrible de la realidad. En ese momento apareció Philip y 
Miley comprendió que había roto con todo, incluso con su padre.

–No lo hagas –le advirtió él con voz ronca, cuando ella le tendió la carta.

–Tú me has obligado. Los convenciste de que redactaran esos documentos y luego me hiciste entrar en la sala como un cordero que va al matadero. Me has obligado a elegir.

–Lo has elegido a él, no a mí ni a tu herencia.
Miley colocó las manos sobre la mesa y habló con voz angustiada.

–No debió haber existido la necesidad de una eleccion, papá. ¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué tuviste que destrozar así mi vida? ¿Por qué no pude quereros a los dos, a ti y a él?

–No se trata de amor –le respondió Philip–. Farrell es culpable, pero no quieres verlo. Prefieres culparme a mí de celos, de manipulaciones, de espíritu de venganza...

–Porque es así–le interrumpió su hija, incapaz de soportarlo–. No me quieres, no lo suficiente para desear mi felicidad. Y eso no es amor, es la posesión egoísta de otro ser humano. –Cerró el maletín, cogió el bolso y el abrigo y se encaminó a la puerta.

–¡
Miley, no lo hagas!

Se detuvo, giró sobre sus talones y a través de una nube de lágrimas observó el cansado rostro de su padre.

–Adiós –dijo en voz alta–. Papá –añadió en un susurro.

Cruzaba la zona de recepción cuando Mark Braden le salió al encuentro. Se la llevó a un lado, mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa triunfal.

–Tienes que venir a mi despacho inmediatamente, Gordon Mitchell está allí, derramando lágrimas de cocodrilo. ¡Lo he sorprendido con las manos en la masa! Estábamos en lo cierto, el tipo aceptaba sobornos.

–Eso es un asunto confidencial de la empresa, Mark. Yo he presentado mi renuncia.

La expresión de Mark cambió al instante. Su tristeza era tan auténtica y conmovedora que 
Miley tuvo que esforzarse para mantener la compostura. Mark solo añadió, con intensa amargura, dos palabras:

–Te comprendo.

La joven intentó sonreír.

–Estoy segura de que es así. –Se volvió para marcharse, pero Mark la tomó por un brazo. Por primera vez en quince años de rígida lealtad a los intereses de Bancroft rompió sus propias reglas: dio información de la compañía a una persona que no era la apropiada, y lo hizo porque creía que 
Miley tenía derecho a saberlo.

–Mitchell ha estado aceptando dinero de muchos proveedores, y uno de ellos lo chantajeó para que rechazara la presidencia.

–¿Y la secretaria se enteró y lo ha denunciado?

–No exactamente –replicó Mark con tono sarcastico–. Ella hace tiempo que estaba en el asunto. Tenían una relación y Mitchell se echó atrás en su promesa de casarse con ella.

–Y por eso la chica lo ha denunciado.

–No por eso, sino porque Gordon, en su informe anual, entregado esta mañana, le puso una calificacion de suficiente. ¿Puedes creerlo? –resopló Mark–. El muy est/úpido le pone un suficiente y se desdice de su promesa de darle un ascenso. Por eso lo denunció. Ella ya sabía que no se casarían, pero al menos quería ser adjunta de compras.

–Gracias por informarme –dijo 
Miley, y le dio un beso cariñoso en la mejilla–. Siempre me habría quedado con el malestar de no saberlo.

Miley, quiero que sepas cuánto siento...

–¡No lo digas! –le interrumpió ella, temerosa de que unas palabras amables derrumbaran sus frágiles defensas. Comprobó la hora, llamó el ascensor y mirando a Mark con una sonrisa encantadora, agregó–: Tengo que asistir a una fiesta de suma importancia y temo llegar tarde. En realidad, seré un huésped mal recibido y sin invitación. –Se abrieron las puertas del ascensor y entró mientras le pedía a Mark–: Deséame suerte.



–Suerte –le respondió él con voz sombría.

Frente al espejo, Nick se hizo el nudo de la corbata del esmoquin con la misma fría indiferencia con que lo había hecho todo en los dos últimos días. Poco tiempo antes abrigaba la ilusión de tener a 
Miley esa noche a su lado, desempeñando el papel de anfitriona. Pero ya no. Ahora no. No se permitiría pensar en ella, no se permitiría recordarla ni sentir nada. La había arrancado de su mente y su corazón, y esta vez era para siempre. Lo más doloroso había sido instruir a Pearson para que tramitara el divorcio. ¡Qué paso tan cruel! Pero una vez dado, el resto era mucho más fácil.

–Nick –dijo su padre entrando en el dormitorio con expresión de evidente inquietud–, alguien quiere verte. He permitido que el guardia de seguridad la deje pasar. Afirma llamarse Caroline Bancroft y ser la madre de 
Miley. Al parecer necesita hablar contigo.

–Líbrate de ella. No tengo nada que ver con nadie cuyo nombre sea Bancroft.

Patrick desafió la actitud de su hijo, y añadió:

–La he hecho subir porque quiere hablarte de las amenazas de bomba en los grandes almacenes. Dice que sabe quién es el responsable.

Nick se quedó perplejo, pero solo fue un momento, porque enseguida sc encogió de hombros y empezó a ponerse la chaqueta.

–Dile que informe a la policía.

–Demasiado tarde. Está aquí.

Maldiciendo algo ininteligible, Nick se volvió y descubrió que su padre había llevado a la mujer hasta la misma puerta de su dormitorio. Por un instante sintió una punzada de dolor, porque la madre le recordaba a la hija. Era una mujer rubia y esbelta que ocultaba su inseguridad tras una apariencia de fría determinación. Tenía los ojos y el pelo de 
Miley pero no alcanzaba la misma elegante perfección de rasgos y silueta. No obstante, madre e hija se parecían lo bastante para que Nick deseara arrojar a aquella mujer a la calle, empujándola con sus propias manos.

–Sé que tiene que atender a sus huéspedes y que soy una intrusa –dijo Caroline con cautela, pasando junto a Patrick, que permanecía en silencio–. Verá, mi avión ha llegado tarde y no tenía otra opción que venir aquí. Tomé el vuelo en Roma y ya estábamos en el aire cuando comprendí que Philip tal vez no querría verme, y mucho menos creerme; y en cuanto a 
Miley, no puedo imaginar cuál habría sido su reacción, pero de qué sirve especular si ni siquiera sé dónde vive.

–¿Cómo diablos supo dónde vivo yo?

–¿Acaso no es usted el marido de 
Miley?

–Pronto dejaré de serlo –afirmó él implacable.

–Entiendo –dijo Caroline, escrutando sin disimulo las facciones de aquel hombre inabordable con el que se había casado su hija–. Creo que lamento esta noticia. Sin embargo, contestando a su pregunta, le diré que leo los periódicos de Chicago, allá en Italia, y no hace mucho publicaron fotos de este apartamento a todo color y a doble página. Y la dirección...

–Bien –dijo Nick con impaciencia–. Ahora que me ha encontrado y ha conseguido llegar hasta mí, diga lo que tenga que decir.

Su tono la intimidó un poco, pero se repuso y esbozó una amplia sonrisa.

–Supongo que ha tenido encontronazos con Philip. Mucha gente que lo ha conocido suele reaccionar mal ante la sola mención del nombre Bancroft.

Estas palabras arrancaron a Nick una breve y triste sonrisa.

–¿Qué ha venido a contarme? –le preguntó a Caroline, esforzándose por ser cortés.

–Philip estuvo en Italia la semana pasada –comentó ella, y empezo a desabrocharse el abrigo de lana y a aflojarse la bufanda–. Por lo que me dijo, sé que sospecha que usted es el autor de los atentados contra los almacenes. Y además cree que tiene la intención de hacerse con el control de la empresa a través de una compra hostil. Pero está equivocado.

–Es agradable saber que alguien piensa que eso es posible –ironizó Nick.

–Yo no lo pienso, lo sé. –Nerviosa por la desalentadora actitud de aquel hombre pero dispuesta a hacerse oír, Caroline se apresuró a añadir–: Señor Farrell, poseo un gran paquete de acciones de Bancroft y hace seis meses Charlotte Bancroft, la segunda mujer del padre de Philip, me llamó a Italia. Me preguntó si me gustaría tener la oportunidad de vengarme de Philip por haberme sacado de su vida y separado de mi hija. Esa mujer es la presidenta de Industrias Seabord, en Florida.

Nick recordó que 
Miley había mencionado a su abuelo y a su segunda mujer.

–Heredó la empresa de su marido –comentó Nick, interesándose muy a su pesar.

–Sí. Y ha sabido convertirla en un poderoso holding que agrupa a numerosas compañías.

–¿Y qué? –preguntó él al verla vacilar.

Caroline lo miró tratando de descifrar sus emociones, pero aquel hombre no parecía tenerlas.

–Pues que ahora –declaró– se está preparando para incorporar Bancroft a Seabord. Me preguntó si cuando poseyera el número suficiente de acciones para adquirir parte del control uniría las mías a las suyas para entre ambas... Ella también odia a Philip, aunque no sabe que yo conozco sus motivos.

–Estoy seguro de que él se los dio –declaró Nick irónicamente, volviéndose hacia el espejo para arreglarse la chaqueta. Fuera se oían incesantes llamadas a la puerta y el rumor de conversaciones.

–Odia a Philip –insistió Caroline– porque era a él a quien quería, no a su padre; e hizo todo lo que estuvo en su mano para seducirlo, incluso cuando ya estaba comprometida con el padre. Él la rechazó una y otra vez, pero puesto que Charlotte no cejaba en su empeño le contó la historia al viejo Cyril, añadiendo que esa mujer era una zo/rra mercenaria que solo quería su dinero y acostarse... con su propio hijo. Era verdad –añadió Caroline sombríamente–, pero Cyril estaba enamorado y se lo tomó a mal. Creyó a Philip, pero le guardó rencor. Rompió con Charlotte y la dejó en su puesto de secretaria particular. Al cabo de unos años se reconcilió con ella. Después se casaron. En fin, hace unos meses le dije a Charlotte que consideraría su propuesta, pero con el tiempo fui cambiando de idea. Phihp es un idi/ota capaz de desquiciar a cualquiera, pero Charlotte es mala, realmente mala. No tiene corazón. Me llamó hace unas semanas para decirme que otro comprador andaba a la caza de las acciones de Bancroft, por lo que estas estaban subiendo de precio.

Nick se sabía responsable de eso, pero no dijo nada y la dejó seguir.

–Charlotte estaba aterrada. Me confesó que iba a hacer algo para bajar la cotización y cuando lo consiguiera lanzaría de inmediato su ofensiva. Poco después supe lo de las bombas y sus efectos sobre has ventas y sobre el precio de las acciones.

Le había dado a Nick las piezas que le faltaban al rompecabezas: por qué con las bombas pretendían provocar un descenso del negocio pero dejando las instalaciones intactas, y por qué alguien quería lanzar una compra hostil sobre una empresa que a corto plazo suponía una mala inversión. Charlotte Bancroft tenía motivos y era dueña de una enorme fortuna que le permitía apropiarse de una firma endeudada y esperar el tiempo necesario para que se recuperara.

–Tiene que llamar a la policía –le dijo a Caroline, volviéndose hacia ella.

Caroline hizo un gesto de asentimiento.

–Lo sé. –Al ver que Nick tomaba el teléfono, preguntó–: ¿Va a llamar a la policía?

–No. Llamo a un hombre llamado Olsen que tiene contactos con la policía local. Irá con usted mañana, para asegurarse de que la atienden bien y no la convierten en la última sospechosa de esta historia.

Caroline permaneció inmóvil, con el asombro reflejado en el rostro, mientras Nick hacía una llamada de larga distancia y ordenaba a un hombre llamado Olsen que tomara el primer avión hacia Chicago... para facilitarle a ella la salida de una difícil situación. Caroline rectificó su impresión inicial acerca de Nick y pensó que simplemente no deseaba tener nada que ver con los Bancroft, incluyendo a 
Miley, a juzgar por la frialdad con que había anunciado que iba a divorciarse de ella.

Nick colgó y escribió dos números de teléfono en la libreta que había sobre la mesita. Arrancó la hoja y se la entregó a Caroline.



–Aquí está el número de Olsen. Llámelo y dígale dónde van a encontrarse. El segundo número es el mío por si surge algún problema. –Alzó la mirada y Caroline no vio en su expresión el menor rastro de la hostilidad anterior. Todavía se mostraba distante, como si no quisiera un mayor acercamiento, pero agregó con tono afable–: 
Miley me dijo que usted fue actriz de cine. Esta noche vendrán los actores de El fantasma de la ópera junto con otras ciento cincuenta personas.

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