sábado, 3 de mayo de 2014

Simplemente Irresistible - Cap: 2



1989

La noche anterior a la boda de Virgil Duffy, una tormenta de verano asoló la bahía de Puget Sound, en Seattle, estado de Washington. Pero a la mañana siguiente ya habían desaparecido las nubes grises, dejando paso a la espectacular vista de Elliot Bay y la silueta de la ciudad de Seattle. Algunos de los invitados de Virgil levantaron la mirada hacia el cielo despejado, y se preguntaron si Virgil controlaría a la madre naturaleza de la misma forma que controlaba su imperio naviero. Se preguntaron si podría controlar a su joven prometida o si sería para él otro más de sus juguetes, como el equipo de hockey.

Mientras los invitados esperaban a que diera comienzo la ceremonia, bebían de las copas aflautadas de champán y especulaban sobre si el matrimonio duraría hasta diciembre. La mayoría opinaba que no duraría tanto.

Nick Jonas ignoró los murmullos que había a su alrededor. Tenía preocupaciones más importantes. Se llevó la copa de cristal a los labios y dio cuenta del escocés de cien años como si fuera agua. Sentía un zumbido en la cabeza. Le palpitaban los ojos y le dolían los dientes.

Probablemente había estado en el infierno la noche anterior, aunque no lograba recordarlo.

Desde su posición en la terraza, bajó la mirada hacia el brillante césped verde recién cortado, los macizos de flores inmaculados y las fuentes burbujeantes. Los invitados vestidos de Armani o Donna Karan caminaban sin rumbo entre las sillas blancas adornadas con flores y cintas con algún tipo de capullos rosas.

La mirada de Nick se movió hacia un grupo de compañeros de equipo que, incómodos con los trajes azul marino y los mocasines, parecían fuera de lugar. Daba la impresión de que no tenían más ganas que él de alternar con la alta sociedad de Seattle.

A su izquierda, una mujer delgada con un elegante vestido color lavanda y zapatos a juego se sentó detrás de un arpa, se apoyó el instrumento en el hombro y comenzó a tocar; los sonidos apenas disimulaban los ruidos provenientes de la bahía de Puget Sound. Lo miró y le dedicó una sonrisa invitadora que él reconoció de inmediato. No le sorprendió el interés de la mujer y, a propósito, dejó vagar la mirada por su cuerpo. A los veintiocho años, Nick había estado con mujeres de todas las formas y tamaños, de todas las clases sociales y diferentes grados de inteligencia. No era reacio a nadar en todas las aguas, pero no le gustaban demasiado las mujeres huesudas. Aunque la mayoría de sus compañeros de equipo ligaban con modelos, a Nick le gustaban más las curvas suaves. Cuando tocaba a una mujer, le gustaba palpar carne no hueso.

La sonrisa de la arpista se hizo más coqueta y Nick apartó la mirada. No era sólo que la mujer fuera flaca, sino que además odiaba la música de arpa casi tanto como las bodas. Había sufrido el matrimonio dos veces en sus propias carnes y en ninguno de los dos casos había sido una experiencia agradable. De hecho, la última vez que lo había intentado había sido en Las Vegas hacía seis meses, cuando se había despertado en una suite de luna de miel rodeado de terciopelo rojo y casado con una artista de striptease llamada DeeDee Delight. El matrimonio no había durado más que la noche de boda. Y la pu/ta realidad era que no podía recordar si DeeDee había sido encantadora.

—Gracias por venir, hijo. —El dueño de los Seattle Chinooks se acercó a Joe desde atrás y le palmeó el hombro.

—Creía que no tenía otra elección —respondió, bajando la mirada a la cara arrugada de Virgil Duffy.

Virgil se rió y continuó caminando por el ancho camino de adoquines. Con su esmoquin gris plata era el vivo retrato de la opulencia. Bajo el sol del mediodía Virgil parecía exactamente lo que era: un miembro del «Fortune 500» que podía permitirse el lujo de poseer un equipo profesional de hockey y comprarse una esposa mucho más joven que él.

—¿Te presentó ayer por la noche a la mujer con la que va a casarse?

Nick miró por encima del hombro al más novato de sus compañeros de equipo, Hugh Miner. Los cronistas deportivos habían comparado a Hugh con James Dean por su aspecto y por el temerario comportamiento que exhibía sobre el hielo. Era eso último lo que más valoraba Nick.

—No —contestó mientras sacaba las Ray-Ban del bolsillo de la camisa—. Me fui temprano.

—Pues es bastante joven. Unos veintidós años.

—Es lo que había oído. —Se apartó para dejar paso a un grupo de señoras mayores camino de las escaleras. Siendo como era un mujeriego empedernido, no podía dárselas de moralista arrogante, pero le resultaba patético y enfermizo que un hombre de la edad de Virgil se casara con una mujer a la que le llevaba más de cuarenta años.

Hugh le hincó a Nick el codo en el costado.

—Y tiene unos pechos que podrían hacer que un hombre mendigara por el suero de su leche.

Nick se puso las gafas de sol y sonrió a las señoras que volvieron la mirada hacia Hugh. No había sido demasiado discreto al describir a la prometida de Virgil.

—Te criaste en una granja, ¿no?

—Sí, a cincuenta millas de Madison —dijo el joven con orgullo.

—Ya, pues yo no diría esas cosas sobre el suero de la leche si fuera tú. Las mujeres tienden a tomarse bastante mal que las compares con vacas lecheras.

—Sí. —Hugh se rió y negó con la cabeza—. ¿Qué crees que ve esa chica en un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo? Quiero decir que no es fea, ni gorda, ni nada parecido. De hecho, está muy buena.

Con veinticuatro años, Hugh no sólo era menor que Nick, sino que era, obviamente, más ingenuo. Iba camino de ser el mejor portero de la NHL, la Liga Nacional de Hockey, pero tenía la mala costumbre de parar el disco con la cabeza. En vista de la última pregunta estaba claro que necesitaba un casco más grueso.

—Echa un vistazo alrededor —contestó Nick—. La última noticia que tuve fue que la fortuna de Virgil rondaba los seiscientos millones.

—Sí, pero el dinero no puede comprarlo todo —refunfuñó el portero mientras empezaba a bajar las escaleras. Se detuvo para preguntarle por encima del hombro—: ¿Vienes?

—No —respondió Nick. Se metió un cubito de hielo en la boca, luego dejó el vaso sobre una maceta, mostrando el mismo desinterés por el caro cristal de Baccará que había mostrado por el whisky. Había hecho acto de presencia en la fiesta de la noche anterior; había dado la cara ese mismo día. Por su parte ya había cumplido, no tenía pensado quedarse durante mucho más tiempo—. Tengo una resaca impresionante —dijo mientras descendía las escaleras.

—¿Adónde vas?

—A la casa que tengo en Copalis.

—Al señor Duffy no va a gustarle.

—Qué pena —fue el comentario despreocupado de Nick cuando rodeó la mansión de ladrillo de tres pisos dirigiéndose hacia el Corvette del 66 que estaba aparcado enfrente. El descapotable había sido el regalo que se había hecho a sí mismo un año antes, al fichar por los Chinooks firmando un contrato millonario con el equipo de hockey de Seattle. Nick amaba su Corvette clásico. Adoraba aquella gran máquina y todo su poderío. Ya se imaginaba quemando rueda sobre la autopista.

Cuando se despojó de la chaqueta azul, un destello rosado en lo alto del camino adoquinado reclamó su atención. Lanzó la chaqueta al asiento de atrás del brillante coche rojo y se detuvo para observar a la mujer que, con un corto vestido rosa, se escabullía entre las macizas puertas dobles. Golpeó el neceser beige contra la dura madera y una corriente de aire le alborotó docenas de tirabuzones oscuros sobre los hombros desnudos. Parecía envuelta en raso desde las axilas hasta la mitad de los muslos. El largo lazo blanco que adornaba el corpiño del traje hacía poco por ocultarle el pecho. Tenía las piernas largas y bronceadas, y calzaba unas sandalias de tacón alto sin correas.

—Oiga, señor, espere un momento —lo llamó jadeante con un acento claramente sureño. Los tacones de sus ridículos zapatos hacían un ligero «clic-clic» mientras bajaba a saltitos la escalera. El vestido era tan ceñido que tenía que descender de lado y, con cada paso apresurado, le presionaba los pechos que sobresalían por la parte superior.

Nick pensó en decirle que se detuviera antes de lastimarse. Pero lo único que hizo fue cambiar el peso de un pie a otro, cruzar los brazos y esperar hasta que se paró al otro lado del coche.

—Creo que no debería correr con eso —aconsejó.

Bajo dos cejas perfectamente arqueadas, unos ojos verde pálido se clavaron en los de él.

—¿Es usted uno de los jugadores de hockey de Virgil? —preguntó, quitándose las sandalias y agachándose para recogerlas. Algunos de los brillantes rizos oscuros se le deslizaron sobre los hombros bronceados y le rozaron la parte superior de los pechos y el lazo blanco.

—Nick Jonas —se presentó. Con esos labios exuberantes que invitaban a besarlos y ojos brillantes, le recordaba al mito sexual favorito de su abuelo: Rita Hayworth.

—Necesito salir de aquí. ¿Puedes llevarme?

—Claro. ¿A dónde te diriges?

—A cualquier sitio lejos de aquí —contestó ella, lanzando el neceser y los zapatos al suelo del coche.

Una sonrisa se insinuó en los labios de Nick mientras se deslizaba en el Corvette. No había planeado tener compañía, pero tener a Miss Enero en el coche no era tan malo. Cuando ella se acomodó en el asiento del pasajero, arrancó el motor y se puso en marcha. Se preguntó quién era y por qué tenía tanta prisa.

—Oh, Dios —gimió ella mientras miraba cómo se alejaban de la casa de Virgil—. Dejé a Sissy allí sola. Fue a recoger su ramo de lilas y rosas, ¡y salí corriendo!

—¿Quién es Sissy?

—Mi amiga.

—¿Estabas invitada a la boda? —preguntó. Cuando ella asintió con la cabeza, Nick imaginó que sería una dama de honor o algo por estilo. Aceleró al llegar a los abetos y cuando atravesaron un camino de granjas con rododendros rosados, la estudió por el rabillo del ojo. Un bronceado saludable le teñía la piel suave y, al mirarla bien, se dio cuenta de que era más bonita de lo que había pensado en un principio, y bastante más joven.

Ella miró hacia delante otra vez, el viento le alborotó el pelo que le revoloteó sobre la cara y los hombros.

—Oh, Dios mío. Esta vez he metido bien la pata —gimió, alargando las vocales.

—Si quieres te llevo de vuelta —ofreció él, preguntándose qué habría sucedido para que esa mujer dejara plantada a su amiga.

Ella negó con la cabeza, y las perlas que colgaban de sus pendientes le rozaron suavemente la mandíbula.

—No, es demasiado tarde. Ya lo hice. Quiero decir, hace un rato que lo hice... o sea, esto... es algo que ya está hecho.

Nick centró la atención en la carretera. En realidad, que la mujer derramara lágrimas no le molestaba demasiado, pero odiaba la histeria y tenía el mal presentimiento de que esa mujer estaba a punto de ponerse histérica en su presencia.

—Eh... ¿cómo te llamas? —preguntó, esperando evitar una escena.

Ella inhaló profundamente, tratando de soltar el aire lentamente mientras se apretaba el estómago con una mano.

—Miley, pero todo el mundo me llama Miles.

—Bien, ¿
Miley qué?

Ella se colocó la palma de la mano en la frente. Llevaba la manicura francesa.

—Howard.

—¿Y dónde vives, 
Miley Howard?

—En McKinney.

—¿Justo al sur de Tacoma?

—Acabaré por lamentarlo —gimió, respirando agitadamente—. No puedo creer lo que he hecho. No quiero creerlo.

—¿Te estás mareando?

—Creo que no —sacudió la cabeza y tomó aire—. Pero no puedo respirar.

—¿Estás hiperventilando?

—No... Sí... ¡No lo sé! —Lo miró con ojos asustadizos y húmedos. Comenzó a arañar con los dedos la tela de raso que le cubría las costillas y el dobladillo del vestido se le subió un poco más por los muslos suaves—. No me lo puedo creer. No me lo puedo creer —gimió entre grandes hipidos entrecortados.

—Pon la cabeza entre las rodillas —le ordenó, mirando brevemente a la carretera.

Ella se inclinó un poco hacia adelante, luego se dejó caer hacia atrás en el asiento.

—No puedo.

—¿Por qué demonios no puedes?

—¡Tengo el corsé demasiado apretado... ¡Dios mío! —Su arrastrado acento sureño se hizo más acusado—. La he liado bien esta vez. No me lo puedo creer... —continuó con la letanía ya familiar.

Nick empezaba a pensar que ayudar a 
Miley no había sido tan buena idea después de todo. Pisó hasta el fondo el acelerador, impulsando el Corvette a través del puente que cruzaba por encima de la bahía de Puget Sound y rápidamente dejaron atrás Bainbridge Island. Las sombras verdes se deslizaron cada vez más rápido mientras el Corvette recorría la autopista 305.

—Sissy no me lo perdonará nunca.

—No me preocuparía por tu amiga —dijo, un tanto decepcionado de que su acompañante fuera tan blandengue como un cruasán—. Virgil le comprará algo bonito y se olvidará de todo lo demás.

Ella frunció el ceño.

—Creo que no —dijo.

—Seguro que lo hará —infirió Nick—. Probablemente la llevará a uno de esos sitios tan caros...

—Pero a Sissy no le gusta Virgil. Piensa que es un viejo verde.

Nick se le erizaron los pelos del cogote y tuvo un presentimiento muy, pero que muy malo.

—¿Pero Sissy no es la novia?

Ella clavó los ojos grandes y verdes en él y sacudió la cabeza.

—La novia soy yo.

—No tiene gracia, 
Miley.

—Lo sé —gimió—. ¡No puedo creer que plantara a Virgil en el altar!

El nudo en la garganta de Nick se le subió a la cabeza, recordándole la resaca. Pisó el freno y desvió el Corvette a la derecha, deteniéndolo a un lado de la carretera. 
Miley cayó contra la puerta donde se sujetó con ambas manos.

—¡Jesús! —Nick aparcó de forma brusca el coche en el arcén y se quitó las gafas de sol—. ¡Dime que estás bromeando! —exigió, lanzando las Ray-Ban al salpicadero. No quería ni imaginar qué pasaría si realmente estaba atrapado con la novia fugitiva de Virgil. Pero entonces supo que ni siquiera tenía que imaginárselo, sabía lo que pasaría. Lo traspasarían a otro equipo en menos que canta un gallo. Y a él le gustaban los Chinook. Le gustaba vivir en Seattle. Lo último que quería era que lo traspasaran.
Miley se enderezó y negó con la cabeza.

—Pero no vas vestida de novia. —Se sentía estafado y la apuntó con un dedo acusador—. ¿Qué clase de novia no lleva puesto un maldito vestido de novia?

—Éste es un vestido de novia —cogió el dobladillo y, con modestia, trató de tirar de él hacia abajo. Pero el vestido no había sido creado para ser modesto. Cuanto más tiraba hacia las rodillas, más se deslizada sobre sus senos—. Sólo que no es un vestido de novia tradicional —explicó mientras agarraba el lazo blanco y tiraba del corpiño hacia arriba otra vez—. Después de todo, Virgil ha estado casado cinco veces y pensó que un traje blanco sería de mal gusto.

Aspirando profundamente, Nick cerró los ojos y se pasó una mano por la cara. Tenía que deshacerse de ella, y rápido.

—Vives al sur de Tacoma, ¿no?

—No. Soy de McKinney, McKinney, Texas. Hasta hace tres días no conocía Oklahoma City.

—Esto se pone cada vez mejor —se rió sin humor y empezó a considerarla como un paquete bomba a punto de estallarle en la cara—. Tu familia está aquí para la boda, ¿no?

De nuevo ella negó con la cabeza.

Nick frunció el ceño.

—Naturalmente.

—Creo que sí que estoy mareada.

Nick saltó del coche y corrió al otro lado. Si iba a vomitar, prefería que no lo hiciera en su Corvette nuevo. Abrió la puerta y la agarró por la cintura, y si bien Nick medía uno noventa, pesaba noventa y cinco kilos y placaba fácilmente a cualquier jugador contra la barrera, transportar a 
Miley Howard desde el coche no fue tarea fácil. Era más pesada de lo que parecía y, al sentirla bajo las manos, le dio la impresión de que la habían metido a presión en una lata de sopa.

—¿Vas a vomitar? —le preguntó por encima de la cabeza.

—Creo que no —contestó, y lo contempló con ojos suplicantes. Había estado con las suficientes mujeres para saber cuándo tenía la rabia en casa. Reconoció la casta «ámame-aliméntame-encárgate de mí». Ronroneaban y se rozaban como gatas en celo y, aparte de hacer aullar a un hombre, no eran buenas para nada más. La ayudaría a llegar a donde quisiera ir, pero lo último que deseaba era cuidar y alimentar a la mujer que había dejado plantado a Virgil Duffy.

—¿Dónde puedo dejarte?
Miley se sentía como si hubiera tragado docenas de mariposas y tuviese dificultad para respirar. Se había embutido en un vestido dos tallas menor y apenas conseguía que le llegara aire a los pulmones. Levantó la vista y vio unos ojos azul oscuro enmarcados por largas y gruesas pestañas y supo que prefería cortarse las venas antes que vomitar delante de un hombre tan escandalosamente guapo. Las espesas pestañas y la boca llena deberían haberlo hecho parecer algo femenino, pero no era así. Aquel hombre era demasiado viril para ser confundido con otra cosa que no fuera un varón cien por cien heterosexual. Miley que medía uno setenta y cinco y pesaba casi sesenta y cinco kilos —los días buenos que no retenía líquido— se sentía pequeña a su lado.

—¿Dónde te dejo, 
Miley? —preguntó otra vez. Un mechón del espeso pelo castaño le caía sobre la frente, desviando la atención de la delgada cicatriz blanca que le atravesaba la ceja izquierda.

—No sé —susurró. Durante meses había vivido con un horrible peso en el pecho. Un peso que había estado segura que un hombre como Virgil podría hacer desaparecer. Con Virgil nunca habría tenido que capear acreedores o arrendadores enfadados otra vez. Tenía veintidós años y había tratado de ocuparse de sí misma, pero, como siempre, había fallado miserablemente. Siempre había sido un fracaso. Había fracasado en la escuela y en cada trabajo que había tenido, y había estado convencida que podría amar a Virgil Duffy. Hasta ese día. Mientras miraba su reflejo en el espejo y examinaba el vestido de novia que él había escogido para ella, el dolor en el pecho amenazaba con ahogarla y supo que no podía casarse con Virgil. Ni siquiera todo ese maravilloso dinero podía conseguir que ella se acostara con un hombre que le recordaba a H. Ross Perot.

—¿Dónde vive tu familia?



Pensó en su abuela.

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