jueves, 1 de mayo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 66



A la mañana siguiente aún tenía el corazón alegre cuando recogió el periódico que el repartidor había dejado junto a su puerta. En primera página y en grandes titulares leyó algo que casi la hizo trastabillar: «Nicholas Farrell interrogado por el asesinato de Stanislaus Spyzhalski».

Leyó el artículo ávidamente, sintiendo los intensos latidos de su corazón. Empezaba mencionando el falso divorcio procurado por el presunto abogado y terminaba con el siniestro anuncio de que Nick había sido llamado a declarar la tarde anterior.

Miley no podía apartar la vista de la última frase. Estaba traumatizada. ¡Nick había sido interrogado el día anterior! ¡El día anterior! Y no solo no le había dicho nada, sino que había actuado como de costumbre: comieron juntos, hicieron el amor... Atónita ante la extraordinaria capacidad de Nick para ocultar sus emociones (para ocultárselas incluso a ella), 
Miley entró en su apartamento y empezó a vestirse. Lo llamaría desde la oficina.

Cuando llegó a Bancroft, Lisa la esperaba con evidente nerviosismo.

Miley, tengo que hablar contigo –dijo al tiempo que cerraba la puerta.
Miley miró a su vieja amiga y esbozó una sonrisa vacilante, que expresaba la duda acerca de la lealtad de Lisa.

–Me preguntaba cuándo ibas a decidirte a hablar del asunto.

–¿Qué quieres decir?
Miley la miró con firmeza.

–Me refiero a Parker.

Esas palabras conmocionaron a Lisa.

–¿Parker? ¡Oh, Dios mío! Quería hablarte de él, pero hasta ahora no he tenido el valor suficiente. 
Miley –imploró levantando las manos y luego dejándolas caer con gesto desvalido–, sé que pensarás que soy la embustera más grande del mundo, porque siempre me burlaba de él. Pero te juro que no lo hacía para romper vuestra relación. Lo hacía para tratar de ahogar mis propios sentimientos, para convencerme de que Parker no era más que un banquero pomposo. Maldita sea, tú no estabas enamorada de él, y si no piensa con que rapidez caíste en brazos de Nick en cuanto él apareció. –Abatida, suplicó–: ¡Oh, por favor, no me odies! ¡No me odies, Miley! –Se le quebró la voz–. Te quiero más que a mis propias hermanas y me he despreciado por amar al hombre con el que estabas comprometida.

De pronto volvían a ser dos niñas de la escuela elemental que habían reñido en el patio de Saint Stephen, pero los años no habían pasado en balde, y habían aprendido a valorar su amistad. Lisa miró a 
Miley con lágrimas en los ojos, desolada.

–Por favor –susurró–, no dejes de quererme.
Miley exhaló un largo y entrecortado suspiro.

–No podría dejar de quererte –dijo con una sonrisa temblorosa–. Te quiero y además no tengo otras hermanas. –Lisa se lanzó a los brazos de su amiga riendo y se abrazaron, tratando de no llorar.

–Pero ¿no te parece un poco... incestuoso? –preguntó Lisa con voz queda al cabo de unos segundos–. Me refiero a mi relación con Parker.

–Me lo pareció... la mañana que te llamé y estabas en la cama con él.

Lisa rompió a reír, pero se detuvo bruscamente.

–En realidad, no he venido a hablarte de Parker. He venido a preguntarte por el interrogatorio de la policía. Lo leí en el diario y... –Su mirada se paseó por la estancia–. Bueno, supongo que he venido para que me tranquilices. ¿La policía cree que Nick mató a ese hombre?

Reprimiendo un acceso de rabiosa lealtad, 
Miley preguntó con voz serena:

–¿Por qué van a creer eso? Y lo que es más importante, ¿por qué lo crees tú?

–Yo no lo creo –protestó Lisa, abatida–. Lo que pasa es que no puedo olvidar una escena que se produjo en este despacho, el día de la conferencia de prensa. Nick hablaba con su abogado por el teléfono con altavoces. Estaba furioso con Spyzhalski, y desesperadamente decidido a protegerte del escándalo. Y dijo algo que sonó... extraño... y amenazador, incluso entonces.

–¿De qué hablas? –inquirió 
Miley, más impaciente que alterada.

–De lo que contestó Nick cuando su abogado le habló de Spyzhalski diciéndole que era un loco que pretendía montar un espectáculo ante el juez. Entonces Nick ordenó a su abogado que hiciera cambiar de idea a ese hombre y que lo sacara de la ciudad. Y añadió que más tarde «se encargaría de él». –Lisa miró con aprensión el rostro de 
Miley–. No crees que la manera «encargarse de él» pueda haber sido ordenar que le dieran una paliza de muerte y tirarlo a una zanja, ¿verdad?

–¡Eso es lo más absurdo y ultrajante que he oído en mi vida! –replicó 
Miley en un susurro sibilante.

Entonces, las palabras de Philip hicieron volverse a ambas mujeres.

–No creo que la policía piense que sea absurdo –anunció desde la puerta de la sala de conferencias– Y es tu deber comunicárselo.

–¡No! –exclamó su hija, presa de pánico al pensar en la interpretación que darían a las palabras de Nick. Pero enseguida se le ocurrió algo que le causó tanto alivio que la hizo sonreír–. Soy la esposa de Nick y no tengo la obligación de repetir eso, ni siquiera ante los tribunales.

Philip miró a Lisa.

–Tú lo oíste, y no estás casada con ese hijo de pu/ta.

Lisa miró a 
Miley y vio dos ojos implorantes. Sin vacilar un solo momento, se puso de su parte.

–En realidad, señor Bancroft –mintió con una sonrisa evasiva–, pensándolo bien no creo que esas fueran las palabras de Nick. No, estoy segura de que no lo fueron. Ya sabe que tengo una gran imaginación –añadió dirigiéndose a la puerta–. Por eso soy una gran diseñadora... Tengo una imagináción muy vívida. –Abandonó el despacho.

Cuando Philip fijó su furiosa mirada en 
Miley, a esta se le había ocurrido un poderoso razonamiento.

–¿Sabes una cosa? En tu desesperación por culpar de todo a Nick tropiezas con tus sofismas. Por una parte lo acusas de no quererme, de utilizarme únicamente como instrumento de su venganza contra ti. Pero si eso es verdad, ¿cómo explicas que haya hecho asesinar a Spyzhalski con el fin de protegerme de un escándalo? –Se dio cuenta de que había dado en el blanco, pues su padre maldijo entre dientes y se marchó. Sin embargo, al cabo de un momento, se sobresaltó al recordar algo que Nick le había dicho la noche en que encontraron el cuerpo del falso abogado. Ella había bromeado acerca de la molestia que suponían los periodistas: «¿Harías eso por mí?», le había pedido en respuesta a su ofrecimiento de salir y enfrentarse con la prensa mientras ella subía al apartamento desde el aparcamiento. Nick le contestó: «No tienes idea de lo que haría por ti».
Miley dio unos pasos hacia la mesa y meneó la cabeza como tratando de desprenderse de sus fantasmas.

–Un momento –se advirtió a sí misma en voz alta–. Estás permitiendo que te afecten las sospechas de los otros.

Sin embargo, a las seis de esa misma tarde, le fue casi imposible sustraerse a las sospechas ajenas.

–Aquí están los primeros datos, 
Miley –le anunció su padre entrando en compañía de Mark Braden, y arrojó dos informes sobre el escritorio.

Con un repentino presentimiento, 
Miley apartó el presupuesto de publicidad que estaba estudiando, miró los rostros sombríos de ambos hombres y luego empezó a repasar los informes que supuestamente implicaban a su marido en actos criminales.

El primer informe era una larga lista de las actividades de Nick, obra de Braden. Este había puesto círculos rojos junto a cada compañía propiedad de Nick, de cada empresa en la que tenía intereses. Eran docenas y docenas. Ocho de los nombres, sin embargo, se distinguían del resto por llevar una equis mayúscula a un lado. 
Miley repasó el otro informe, referido a los particulares, las instituciones y compañías que habían adquirido recientemente más de mil acciones de Bancroft. Empezó a acelerársele el pulso cuando comprobó que los nombres marcados en la otra lista figuraban entre los nuevos compradores de Bancroft. Miley sumó mentalmente y se dio cuenta de que su marido poseía un enorme paquete de acciones, siempre bajo nombres distintos al de Intercorp.

–Es solo el principio –dijo Philip–. La lista no está actualizada y la investigación sobre Farrell aún no ha terminado. Dios sabe cuántas acciones habrá comprado o bajo qué nombres. Cuando los precios subieron, Farrell decidió poner unas bombas en nuestros almacenes para hacerlos bajar. Bien –concluyó apoyando las manos en el escritorio–. ¿Admites ahora que ese hombre está detrás de lo que nos está ocurriendo?

–¡No! –replicó 
Miley con voz pétrea, aunque no sabía si negaba los hechos o su propia capacidad para asumirlos–. Todo lo que prueba eso es que Nick decidió comprar acciones de nuestra compañía. Puede haber varias razones que lo expliquen. Tal vez considere que somos una buena inversión a largo plazo y, además, le divirtió la idea de ganar dinero con nosotros. –Se levantó con las piernas temblorosas y miró a ambos hombres–. Eso no tiene nada que ver con las bombas y el asesinato.

–¿Por qué habré llegado a creer que tenías sentido común? –profirió Philip con frustración–. Ese hijo de pu/ta posee ya el terreno de Houston que tanto deseamos y Dios sabe qué otros bienes. En sus manos tiene un paquete de acciones suficiente para otorgarle un asiento en nuestro directorio...

–Es tarde –le interrumpió 
Miley con voz tensa, y empezó a meter papeles en su portafolios–. Me voy a casa e intentaré trabajar allí. Tú y Mark podéis continuar esta caza de brujas sin mí.

–¡Apártate de él, 
Miley! –le advirtió su padre cuando ella ya se acercaba a la puerta–. Si no lo haces, terminarás por parecer su cómplice. El viernes a más tardar tendremos pruebas suficientes para poner el asunto en manos de las autoridades...
Miley se volvió e hizo un esfuerzo tar con sarcasmo.

–¿Qué autoridades?

–Para empezar, la Comisión Controladora de Acciones y Valores. Si Farrell ha adquirido el cinco por ciento de nuestras acciones, y tengo la absoluta certeza de que lo ha hecho, está violando las normas de ese organismo, porque no ha enviado la notificación correspondiente. Y si ha violado esa ley, la policía lo considerará más sucio que la nieve pisoteada en lo referente a las amenazas de bomba y la muerte de ese abogado.
Miley salió dando un portazo. Como pudo, las arregló para sonreír y dar las buenas noches a ejecutivos que le salían al paso, pero cuando estuvo sentada en el Jaguar, apoyó la cabeza en el volante, desolada y descompuesta. El cuerpo le temblaba de un modo incontrolable. Se dijo que no existía razón alguna para aquel pánico, que Nick podría explicarlo todo de manera lógica y convincente. Ella no iba a condenarlo basándose en unos datos poco concluyentes. Se lo repitió una y otra vez, como una letanía. O como una oración. Poco a poco se calmó y logró poner en marcha el vehículo. Nick era inocente, tenía que serlo. No lo deshonraría con la duda. Ni un solo momento más.

Sin embargo, contra esta noble resolución se estrellaban sus temores y sus recelos. Ya en su casa, se sentía tan turbada que no podía pensar en otra cosa que no fuera Nick y la evidencia acusadora. Abrió el portafolios y sacó el presupuesto para publicidad, consciente de que sería incapaz de concentrarse en nada salvo el problema que amenazaba con destruir su vida. Si pudiera ver a Nick, si solo pudiera mirar aquel rostro amado, aquellos ojos, oír su voz, se tranquilizaría, asumiría la certeza de que era inocente de las acusaciones de Philip.

Enfrascada en tales pensamientos llamó a la puerta de Nick. Este le había conseguido un pase en portería que le daba libre acceso al edificio, por lo que no estaba al corriente de su imprevista llegada.

Le abrió Spencer O’Hara, un rostro ya familiar que ahora exhibía una amplia sonrisa ante la agradable visión.

–Eh, señora Farrell. Nick estará muy contento de verla. Nada lo haría más feliz –profetizó, y al ver que no llevaba equipaje, añadió en voz más baja–: Salvo que viniera con sus maletas.

–Me temo que no las traigo –repuso 
Miley, incapaz de evitar sonreír ante la frescura de Spencer. En aquella casa de soltero de Nick, Spencer se encargaba de todo cuando no estaba ejerciendo de chófer y de guardaespaldas. Contestaba el teléfono, abría la puerta, incluso se metía de vez en cuando en la cocina. Ahora que Miley estaba acostumbrada a su imponente presencia, coronada por una cara siniestra, Spencer le recordaba a un oso de peluche, aunque eso sí, letal.

–Nick está en la biblioteca –informó Spencer al tiempo que cerraba la puerta–. Ha traído mucho trabajo de la oficina, pero no le importará esta interrupción. ¿Quiere que la acompañe?

–No, gracias –respondió ella, sonriéndole–. Conozco el camino.

–Voy a salir un par de horas –comentó Spencer, y 
Miley reprimió un absurdo sentimiento de vergüenza al imaginar lo que pensaba aquel apéndice de Nick: que ella había venido para acostarse con su marido.

Se detuvo en el umbral de la biblioteca, sintiéndose fortalecida y alegre ante la visión que le ofrecían sus ojos: Nick. Sentado en un sofá de cuero, con las piernas cruzadas, leía un documento y hacía anotaciones en los márgenes. La mesita que tenía enfrente estaba cubierta de papeles de trabajo. En un momento dado, Nick levantó la vista, vio a su mujer y en su rostro se dibujó una lenta y cálida sonrisa.

–Debe de ser mi día de suerte –dijo él, poniéndose de pie saliendo al encuentro de su mujer–. Creí que no podrías venir esta noche porque estarías cansada después de tanto trabájo. Supongo que es esperar demasiado –añadió ampliando la sonrisa– que hayas venido con maletas.
Miley rió, pero incluso a ella la risa sonaba vacía.

–Spencer me comentó lo mismo.

–Debería despedirlo por impertinente –bromeó Nick, y la atrajo hacia sí para besarla. Ella le respondió sin el entusiasmo de siempre y su marido lo notó casi instantáneamente. Se quedó mirándola desconcertado–. ¿Por qué presiento que tu mente está en otra parte? –le preguntó.

–Obviamente, tu intuición es más profunda que la mía.

Nick se separó un paso de ella, las cejas arqueadas.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Que yo soy incapaz de adivinar lo que pasa por tu mente tan bien como tú adivinas lo que pasa por la mía –le respondió 
Miley con más vigor del necesario, y sobresaltada, recordó que no había ido para que la presencia de Nick la tranquilizase, sino para buscar respuestas.

–¿Por qué no vamos al salón? Allí estaremos más comodos. Vamos, quiero que me expliques eso.
Miley asintió y lo siguió,pero una vez allí se sintió demasiado inquieta para sentarse y desafiarlo con sus tácitas acusaciones. Nerviosa ante el escrutinio a que ahora la sometía Nick, dejó vagar la mirada... Vio la colección de viejas fotografías de Julie, de Patrick, de la madre muerta, todas enmarcadas y expuestas en una mesa espléndidamente tallada, el álbum encuadernado en piel...

Nick presintió que su mujer estaba tensa, y cuando habló lo hizo con una mezcla de confusión y brusquedad.

–¿Qué pasa por tu cabeza?

Sorprendida, lo miró y le dijo lo que estaba pensando en aquel momento.

–Anoche no me informaste de que la policia te interrogó acerca de la muerte de Spyzhalski. ¿Por qué? ¿Cómo pudiste pasar casi toda la noche conmigo sin decirme que eres... un sospechoso?

–No te dije nada porque ya tenías bastantes problemas. Además, la policía está interrogando a muchos de los clientes de ese farsante. Yo no soy un sospechoso. –Advirtió que 
Miley trataba de ocultar el alivio y la duda que la embargaba y apretó los dientes y luego inquirió–: ¿O lo soy?

–¿Qué?

–¿Me consideras sospechoso de asesinato?

–¡Por supuesto que no! –Retirándose el pelo de la frente en un gesto de nerviosa confusión, miró a otro lado, incapaz de no seguir odiándose por el sentimiento de desconfianza que la inducía a insistir en el asunto–. Lo siento, Nick. Ha sido un día horroroso. –Observó su reacción mientras pronunciaba las siguientes palabras–. Mi padre está convencido de que alguien está a punto de lanzar una compra hostil contra nosotros. –El rostro de Nick no se alteró en lo más mínimo. Inescrutable. ¿Tal vez en guardia?–. Cree que quien ha puesto las bombas en nuestras instalaciones es la misma persona o grupo que intenta controlamos.

–Es posible que tenga razón –convino Nick. Por el tono frío y cortante de su voz, 
Miley supo que Nick estaba empezando a pensar que no solo su padre, sino también ella sospechaba de él. La despreciaría por ello. Profundamente afligida, desvió la mirada y contempló la foto de los padres de Nick el día de su boda. Había visto una fotografía igual en uno de los álbumes de la casa de Edmunton. Las fotos, los nombres al pie... ¡Los nombres! El nombre de soltera de la madre de Nick era Collier. Y Collier Trust había comprado los créditos de Bancroft. De no haber estado asediada por tantos problemas, habría establecido la conexión cuando Parker se refirió por primera vez al Collier Trust.

Miró a Nick acusadoramente, mientras que el sentimiento de la traición crecía en su interior.

–El apellido de tu madre era Collier, ¿verdad? –preguntó con voz devastada por la angustia–. Tú eres Collier Trust, ¿no es así?

–Sí –admitió él, observándola como si no entendiera por qué 
Miley reaccionaba así.

–¡Oh, Dios mío! –exclamó la joven dando un paso atrás–. Estás adquiriendo nuestras acciones y has comprado nuestros créditos. ¿Qué intentas hacer, hipotecar y lanzar una compra hostil sinos retrasamos en un pago?

–¡Eso es ridículo! –replicó Nick, con voz llena de ansiedad. Avanzó hacia ella–. 
Miley, intentaba ayudarte.

–¿Cómo? –gritó cruzando los brazos sobre el pecho y apartándose de su marido–. ¿Comprando nuestros créditos o nuestras acciones?

–De las dos maneras...

–¡Mientes! –le espetó ella, comprendiendo que por fin las piezas del rompecabezas encajaban. Su ciega obsesión dio paso a la agónica y lamentable realidad. Nick era su enemigo–. Empezaste a adquirir nuestras acciones al día siguiente de que almorzáramos juntos, es decir, cuando te enteraste de que mi padre había bloqueado tu demanda de recalificación. He visto las fechas. ¡No me estabas ayudando!



–No, entonces no te estaba ayudando –puntualizó Nick con desesperada sinceridad–. Compré las acciones con la intención de acumularlas hasta tener el número suficiente para hacerme acreedor a una silla en tu consejo directivo. Es más, si podía quería controlar la firma.

–Y desde entonces has seguido comprándolas –replicó 
Miley–. Solo que ahora te cuestan menos, porque las amenazas de bomba hacen bajar los precios. Nick –prosiguió con voz temblorosa–, por una vez, dime la verdad. ¿Ordenaste la muerte de Spyzhalski? ¿Tienes algo que ver con las bombas?

–¡Maldita sea! ¡No!

Temblando de angustia e ira, 
Miley ignoró las protestas airadas de su marido.

–La primera amenaza de bomba se produjo la misma semana en que almorzamos juntos y tú te enteraste de las maniobras de mi padre para echar por tierra tu proyecto de Southville. ¿No te parece demasiada coincidencia?

–No soy culpable de nada de eso –repuso Nick precipitadamente–. Escúchame. Si quieres saber toda la verdad, te la contaré. –Su voz se suavizó–. ¿Me escucharás, querida?

Sus amables palabras y su rostro estaban llenos de ternura, sin duda tratando desesperadamente de lograr que 
Miley se ablandara. Asintió, consciente de que nunca podría creerlo del todo, pues ya le había ocultado demasiadas cosas en el pasado.

–Ya he admitido que empecé a comprar las acciones en represalia contra tu padre. Pero después, cuando viniste a mi casa de Edmunton, me di cuenta de lo mucho que Bancroft significa para ti. Pero también sabía que cuando tu padre regresara de su crucero y nos encontrara juntos de nuevo, haría cualquier cosa con tal de separarte de mí. Supuse que tarde o temprano te pondría en la disyuntiva: o él o yo; Bancroft y la presidencia, o nada, si te quedabas conmigo. Por eso decidí seguir comprando acciones, para que tu padre no pudiera hacer eso. Estaba dispuesto a adquirir el número necesario para eliminar la amenaza de despojarte de la presidencia, puesto que yo sería quien controlara la empresa.
Miley lo miró fijamente. El secretismo con que Nick había llevado este y otros asuntos no era la mejor forma de cultivar la confianza.

–¿Y no podrías haber compartido conmigo esas nobles motivaciones? –inquirió con rencor.

–No sabía cómo reaccionarias.

–Y ayer permitiste que me comportara como una idi/ota contándote lo de los créditos, diciéndote que nuestro prestamista es ahora Collier Trust, cuando en realidad tú estás detrás de esa sociedad.

–Temía que lo interpretaras como... una obra de caridad.

–¡No soy tan est/úpida! –le espetó 
Miley, pero su voz temblaba, y las lágrimas pugnaban por llenarle los ojos–. No fue caridad, sino un brillante movimiento táctico. Le prometiste a mi padre que un día serías su dueño y ahora lo eres... con la ayuda de unas bombas y de mi colaboración inconsciente.

–Sé que parece así...

–¡Porque es así! –lo interrumpió–. Desde que fui a verte a Edmunton para contarte lo ocurrido hace once años has estado utilizando cruelmente todo lo que te he dicho para manipular el rumbo de los acontecimientos según tu conveniencia. Me has mentido...

–¡No! ¡No te he mentido!

–Con toda deliberación me has inducido al error y eso equivale a mentir. Tus métodos son deshonestos, pero pretendes que crea que tus motivos son nobles. Bueno, pues no puedo.

–No nos hagas esto –le advirtió él desolado, consciente de que estaba perdiendo a 
Miley–. Permites que once años de desconfianza afecten todo lo que has descubierto, desvirtuando así mis razones.

En un rincón de su ser 
Miley no estaba segura de sus propias conclusiones. Sin embargo, sabía que un falso abogado que se había interpuesto en el camino de Nick había muerto; y que su padre, otro molesto intruso, pronto se convertiría en una marioneta que tendría que bailar al son que le tocaran los hilos financieros de Nick. ¿Y qué sería ella? Otra marioneta.

–¡Demuéstramelo! –exigió la joven al borde de la histeria–. ¡Quiero pruebas!

Las facciones de Nick se endurecieron.

–Alguien tiene que demostrarte que no soy un incendiario ni un asesino, ¿no? Necesitas la prueba de que soy inocente, y si no puedo dártela, creerás lo peor.

Golpeada por la veracidad de sus palabras,
Miley lo miró, sintiendo que el corazón se le hacía pedazos. Cuando Nick volvió a hablar, su voz estaba impregnada de emoción.

–Solo tienes que confiar en mí durante unas semanas, hasta que las autoridades despejen todas las incógnitas. –Le tendió la mano–. Confía en mí, querida.

Sintiendo el zarpazo de la más cruel incertidumbre, 
Miley observó la mano extendida de su marido, pero fue incapaz de aceptarla. Las amenazas de bomba eran tan oportunas... Además, la policía no estaba interrogando a todos los clientes de Spyzhalski, puesto que ella no había sido llamada.

–O me estrechas la mano –agregó Nick– o terminamos ahora mismo y nos libramos de tanta angustia.
Miley se esforzó por tenderle la mano y confiar en él, pero fue inútil.

–No puedo –murmuró con voz quebrada–. ¡Quiero, pero no puedo! –Nick retiró la mano y su rostro se volvió inexpresivo. Incapaz de sostenerle la mirada, ella se volvió para marcharse. Cuando al meter la mano en un bolsillo sus dedos tocaron las llaves del Jaguar, las sacó y se las tendió–. Lo siento –musitó con un gran esfuerzo para que su voz no temblara–, pero no me está permitido aceptar regalos de un valor superior a veinticinco dólares de alguien con quien mi empresa hace negocios.

Nick no se movió ni siquiera cogió las llaves. Solo el temblor de un músculo de su rostro delataba su emoción. 
Miley se sintió morir por dentro. Dejó las llaves sobre la mesa y huyó. Ya en la calle llamó un taxi.





Al día siguiente las ventas experimentaron un inesperado aumento en las sucursales de Dallas y Nueva Orleans, así como en la central de Chicago. En su despacho, 
Miley observó en las pantallas el baile de cifras y se sentía aliviada, pero no feliz. Lo que sintió once años atrás no podía compararse con sus sentimientos actuales. Entonces ella no había podido hacer nada para cambiar el curso de los acontecimientos. En cambio, ahora la elección había sido suya; y no podía quitarse de encima la agónica incertidumbre que la asediaba. ¿No habría cometido un terrible error? Cuando Sam Green le presentó una nueva lista que demostraba que Nick había adquirido un paquete de Bancroft mayor del que suponían, la posibilidad de haberse equivocado siguió atormentándola.

Durante el día, Mark tuvo que llamar dos veces a la policía de las tres ciudades afectadas por las amenazas de bomba contra Bancroft. A instancias de 
Miley, Mark llamó varias veces más, pero la policía no tenía pistas. Nada que justificara una llamada a Nick para disculparse.

Pasó el día sin hacer nada útil, como ausente. Le dolía la cabeza porque en toda la noche no había podido pegar ojo.

En el umbral de la puerta de su apartamento encontró el diario de la tarde, y 
Miley, sin quitarse el abrigo, lo recogió y lo repasó ávidamente, con la esperanza de leer la noticia de la detención del autor de la muerte de Spyzhalski. Nada. No tenían al asesino ni a un sospechoso. Encendió la televisión para escuchar las noticias de las seis. No hablaron del caso.

En un intento inútil de evadirse de su infortunio, 
Miley decidió decorar el árbol de Navidad. Cuando terminó y mientras estaba arreglando la escena del nacimiento al pie, empezaron a dar las noticias de las diez. Sintiendo los esperanzados latidos de su corazón, se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, la mirada fija en la pantalla.

Hablaron de la muerte de Spyzhalski y de las amenazas de bomba, pero no dijeron nada que exculpara a Nick.

Desesperada, apagó la televisión y se quedó allí sentada, contemplando embobada las luces centelleantes del árbol de Navidad. En su mente oía la voz de Nick, dolorosamente familiar, serena y profunda. «Tarde o temprano, 
Miley, tendrás que arriesgarte y confiar en mí ciegamente. Hasta entonces me engañas y te engañas a ti misma. No puedes burlar el destino quedándote en la platea viendo pasar la vida. O cruzas el río y lo arriesgas todo, o no lo haces y lo ves pasar desde la orilla. Si eso es lo que prefieres, bueno, no te ahogarás, pero tampoco obtendrás una victoria.» El que no arriesga no gana. Cuando llegó el momento de tomar una decisión, no fue capaz de arriesgarse.

Pensó en muchas otras cosas que Nick le había dicho. Cosas hermosas, dichas con solemnidad e impregnadas de ternura. «Si vienes a vivir conmigo, te entregaré el paraíso en bandeja de plata. Cualquier cosa que quieras, todo lo que quieras...» Con solo una condición: él estaba incluido en la oferta.

Palabras punzantes cuyo recuerdo atenazaba el pecho de 
Miley. Se preguntó qué estaría haciendo él en ese momento; si aguardaba esperanzado su llamada. Pero la respuesta a este interrogante estaba implícita en las palabras de despedida de Nick. De pronto, el significado completo de esas palabras se abrió paso en su mente: había sido un ultimátum. Él no esperaba su llamada, ni ahora ni nunca. La noche anterior la había obligado a tomar una decisión irreversible. «O me estrechas la mano o terminamos y nos libramos así de tanta angustia.»

Cuando lo dejó allí de pie, comprendió que su decisión era para él definitiva, que no tenía intención de concederle otra oportunidad cuando llegara el momento (si llegaba) en que se comprobara su inocencia. Ahora lo entendía. Debería haberlo comprendido la noche anterior. Pero aun así, no era capaz de confiar en él y tenderle la mano. Todo estaba contra Nick. Los hechos eran apabullantes.

Las figuritas de la escena del nacimiento oscilaban, borrosas, porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Hundió la cabeza entre los brazos.



–Oh, Dios –sollozó–, no permitas que me ocurra esto. Por favor, no lo permitas.

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