sábado, 30 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 18



La oficina del señor Pleasant estaba situada en la última planta de un edificio de dos pisos. Miley subió las escaleras esperando, contra toda esperanza, encontrarlo allí, que tuviera el teléfono estropeado, que se encontrara bien. Lo del teléfono averiado no era muy probable, porque si no hubiera podido llamar, lo sabría y simplemente habría ido a otro teléfono. Además, se habría dado cuenta de que no recibía llamadas. A lo mejor se había puesto a trabajar en otro caso y se había olvidado de ella.
Pero dudaba de que Francis P. Pleasant se olvidase de algo.

Su oficina era la primera puerta de la izquierda. La mitad superior de la puerta era de cristal, pero las persianas interiores estaban cerradas y no dejaban ver nada. El día en que lo conoció, tenía las persianas abiertas. Intentó empujar la puerta, pero vio que estaba cerrada con llave. Aunque en realidad no esperaba recibir respuesta, llamó con los nudillos y acercó el oído al cristal. La estancia al otro lado estaba en silencio.

En la puerta había una ranura para el correo. Miley abrió la pequeña pestaña y ladeó la cabeza para espiar el interior. Su campo de visión era sumamente limitado, pero distinguió el correo, bastante abundante, desparramado en el suelo.
El detective no se encontraba allí, y aquella cantidad de correo indicaba que llevaba varios días fuera.
Cada vez más preocupada según pasaban los minutos, Miley fue hasta la oficina de al lado.
Según rezaba el letrero de la puerta, aquél era el bufete de Houston H. Manges. Oyó el ruido de una máquina de escribir y de gente hablando, así que abrió la puerta y entró.

La oficina de Houston H. Manges era pequeña y estaba abarrotada, con los archivos encajados en cualquier espacio disponible. Ella estaba en la zona de recepción, poblada por una mujer diminuta y de pelo blanco y tres ficus, uno de los cuales había alcanzado un tamaño gigantesco. La habitación siguiente, que se veía a través de una puerta abierta, era más o menos del mismo tamaño y estaba forrada de libros desde el suelo hasta el techo. Había un hombre corpulento repantigado detrás de una gastada mesa, hablando con un cliente sentado en uno de los dos desvencijados sillones de imitación de cuero que había frente a la mesa. Lo único que se veía del cliente era la parte de atrás de su cabeza.

La mujer diminuta levantó la vista y sonrió interrogativa, pero no hizo ningún movimiento para cerrar la puerta y así proporcionar un poco de intimidad a su jefe y al cliente. Miley se encogió de hombros mentalmente y se acercó.
–Soy una clienta del señor Pleasant, de la oficina de al lado –dijo–. Llevo varios días tratando de localizarlo, pero no lo he conseguido. Por casualidad, ¿no sabrá usted dónde se encuentra?
–Pues no –respondió la mujer–. Hace como una semana se fue a ese pueblo que está tan cerca de Mississipi, no recuerdo cómo se llama, Perkins o algo así. Suponía que aún estaba allí.
–No, se marchó al día siguiente. Está mal del corazón, y me tiene preocupada.
–Oh, cielos. –Su pequeño rostro adoptó una expresión de angustia–. No me acordaba de su corazón. Estoy al corriente, por supuesto. Su mujer, Virginia, y yo solíamos comer juntas; fue muy triste cuando murió; ella me habló de su problema. Decía que era grave de verdad. Pero nunca se me ha ocurrido ver si se encontraba bien. –Cogió inmediatamente la agenda de teléfonos y pasó las páginas hasta llegar a la P–. Probaré con el número de su casa. No figura en la guía, ¿sabe usted? No le gustaba que el trabajo se inmiscuyera en su vida privada.

Miley ya lo sabía. Había llamado a información tratando de conseguir el número. Precisamente, al no tener éxito, sintió el impulso de coger el coche e intentar dar con él.
Al cabo de un minuto la mujer colgó el teléfono.
–No contesta nadie. Dios mío, ahora soy yo la que está preocupada. No es propio de Francis no decir a nadie dónde está.
–Voy a llamar a todos los hospitales –dijo Miley con decisión–. ¿Puedo usar su teléfono?
–Naturalmente, querida. Tenemos dos líneas para que la gente pueda llamar. Pero si recibo una llamada, necesitaré que usted cuelgue para poder atenderla.

Dando gracias a Dios por la hospitalidad sureña, Miley aceptó la guía de Nueva Orleans y buscó los hospitales. Había más de los que imaginaba. Empezó por el principio y se puso a marcar.
Al cabo de treinta minutos y tres interrupciones debido a llamadas que se recibían, colgó dándose por vencida. El señor Pleasant no era paciente de ninguno de los hospitales locales. Si se había puesto enfermo mientras regresaba conduciendo de Prescott, podría encontrarse en un hospital de otro sitio, pero, ¿en dónde?

O también podría haberle ocurrido algo peor. Era una posibilidad que no quería tomar en cuenta, pero debía aceptarla. Si Guy Rouillard había sido asesinado y el señor Pleasant había estado haciendo preguntas que incomodaban a algunas personas... Se sintió enfermar al pensarlo. Si le había sucedido algo a aquel encantador viejecito, sería culpa de ella por haberlo involucrado. Al parecer, no tenía nada, aparte de la declaración de Renée de que Guy no había estado con ella en absoluto, que no lo había visto desde aquella noche doce años atrás.

La mayoría de la gente no habría sospechado un asesinato; la mayoría de la gente no temería ahora que el pobre señor Pleasant se hubiera visto con la misma persona que mató a Guy. Pero la mayoría de la gente tampoco había sido sacada a rastras de su casa en medio de la noche y arrojada al suelo. Hasta que Renée y Guy desaparecieron, la vida de Miley había sido predecible, aunque un tanto penosa; pero aquella noche quedó destrozada su confianza en aquella consoladora mediocridad y nunca había recuperado la sensación de seguridad, de permanecer ajena a las cosas que simplemente no les ocurrían a las personas normales. Era como si se hubiera descorrido una cortina y después de aquella noche hubiera tomado clara conciencia de todos los peligros e incertidumbres. Lo malo no sólo era posible; según su experiencia, tenía muchas posibilidades de suceder. Había sostenido la mano de Scottie al morir, había identificado el cadáver de Kyle en un depósito... Sí, lo malo sucedía.
–¿Qué va a hacer? –preguntó la diminuta secretaria, suponiendo automáticamente que Miley iba a hacer algo.
–Denunciar la desaparición de una persona –contestó Miley, porque era lo único que se le ocurría hacer. El señor Pleasant había desaparecido de forma tan repentina y total como Guy Rouillard.
Había estado haciendo preguntas sobre Guy; ¿coincidencia? Probablemente, no, pero tampoco tenía pruebas que justificasen una investigación criminal. Lo mejor que podía hacer era denunciar su desaparición. Por lo menos, eso pondría en marcha algún tipo de investigación.

Preguntó cómo se iba a la comisaría de policía y logró dar con ella equivocándose sólo dos veces. Un agente de recepción le indicó el despacho apropiado, y pronto estuvo sentada en una silla de respaldo recto recitando la información que poseía ante un detective cansado vestido con un traje cansado, que de todos modos conseguía mostrar interés.
–¿Llamó usted al motel en el que él se alojaba y le dijeron que se había marchado? –quiso saber el detective Ambrose. Sus ojos mundanos se ablandaron un poco al mirar a Miley.
–El empleado no llegó a ver al señor Pleasant. Dijo que la llave estaba en la mesita de noche y que sus cosas habían desaparecido.
–¿La habitación fue pagada por adelantado?
Miley afirmó con la cabeza.
–Entonces no hay nada fuera de lo habitual. Veamos. No lo ha visto nadie desde que se fue de Prescott, en su despacho se está acumulando el correo, en el teléfono de su casa no contesta nadie y tiene el corazón hecho polvo. –El detective sacudió la cabeza negativamente–. Me daré una vuelta por su casa a ver qué me encuentro, pero... –titubeó, con expresión compasiva.

Pero probablemente al pobre hombre le había fallado el corazón, eso era lo que estaba pensando. Miley hundió los hombros en un gesto de desolación. Odiaría que el señor Pleasant hubiera muerto sin que ella estuviera allí para cogerle la mano o ni siquiera asistir a su funeral.

Había comprobado sólo los ingresos actuales en los hospitales, no que hubiera sido un paciente ingresado durante la semana anterior. Pero él sabía que estaba mal del corazón, estaba preparado, incluso estaba esperando a reunirse con su esposa. Miley lo lamentaría, pero si había muerto de aquella forma, parecía justo. La verdadera pesadilla sería que el detective no consiguiera localizarlo; entonces se temería lo peor y no tendría modo de saberlo con seguridad.

Extrajo una tarjeta de visita del bolso y la puso sobre la mesa.
–Por favor, llámeme si se entera de algo –dijo–. Yo no lo conocía muy bien, pero lo apreciaba mucho. Era un viejecito encantador. –Para horror suyo, cayó en la cuenta de que se estaba refiriendo a él en tiempo pasado, y se encogió.
El detective cogió la tarjeta y acarició el delgado borde con los dedos.
–Hay una cosa que me gustaría saber, señora Hardy. ¿Qué estaba investigando para usted el señor Pleasant?
Sabía que se lo preguntaría, y le dijo la verdad.
–Hace doce años, mi madre se fugó con su amante. Quería que el señor Pleasant los encontrara, si le era posible.
–¿Y los había encontrado?
Miley negó con la cabeza.
–La última vez que hablé con él, no.
–¿Y cuándo fue eso?
–Cené con él la noche antes de que abandonara el motel.
–¿Lo vio alguien después de esa ocasión?
–No lo sé. –Resultaba fácil adivinar hacia dónde se encaminaba el interrogatorio. Por lo menos, el detective la estaba tomando en serio.
–¿Parecía encontrarse bien cuando se marchó?
–Sí. Yo tuve una visita inesperada, y el señor Pleasant se fue nada más cenar.
–¿De modo que usted fue la única persona que lo vio?
Miley sonrió levemente.
–No.
–¿Quién era esa visita?
–Un vecino, Nick Rouillard. Vino a hablar de comprarme la casa. –Era asombroso el modo en que los hechos desnudos podían ser tan diferentes de lo que había sucedido en realidad. Se estaba convirtiendo en una experta en exponer la punta del iceberg y mantener sumergido el resto.
–Nick Rouillard –repitió el detective Ambrose, cuyos ojos cansados se iluminaron al reconocer el nombre–. ¿No será el mismo Rouillard que jugaba al fútbol para la LSU hará... unos diez años o así?
–Casi trece años –repuso Miley–. Sí, es el mismo.
–En esta parte del estado los Rouillard son peces gordos. Bien, bien. ¿Así que va a venderle a él su casa?
–No. Él me propuso comprarla, pero yo no deseo vender.
–¿Se lleva bien con él?
–No exactamente.
–Oh. –Parecía decepcionado. Miley lo miró fijamente durante unos instantes y luego curvó la boca en una ligera sonrisa. Después de todo, aquello era el sur. 

El fútbol profesional hacía alguna que otra incursión, pero era el fútbol universitario el que seguía reinando.
–No, no tengo influencia en él para conseguir entradas para los partidos –dijo.
El otro se encogió de hombros y frunció los labios en una sonrisa.
–Merecía la pena intentarlo. –Cerró el bolígrafo y se puso de pie, indicando así que no tenía más preguntas que hacer–. Veré lo que puedo averiguar sobre el señor Pleasant. ¿Va a estar en la ciudad mucho tiempo, o se marcha ya a su casa?
–Me voy a casa. La única razón de haber venido hasta aquí era ver si podía encontrarlo. –Agradecida, se levantó de su silla de respaldo recto y se abstuvo de estirarse.
El detective le puso una mano en el hombro, un ligero contacto.
–Ya sabe que lo primero que revisaré serán las esquelas –dijo con suavidad.
Miley se mordió el labio y asintió.
La mano de él la acarició dos veces.
–La tendré informada.

Fue llorando durante la mayor parte del camino de vuelta a Prescott. En los doce últimos años había llorado muy poco; algunas lágrimas fueron para Kyle, y algunas más para Scottie, pero la idea de perder al señor Pleasant le resultaba muy dolorosa. No disponía de mucho espacio para el optimismo en su vida, y se esperaba lo peor.

El detective Ambrose demostró estar muy atento. Cuando escuchó el contestador, nada más llegar a casa, se encontró un mensaje de él: «He ido al domicilio del señor Pleasant y no hay ni rastro de él. Allí también se ha acumulado el correo y los vecinos no lo han visto». Una pausa.
«Tampoco figura en las esquelas. Seguiré investigando y volveré a llamarla.» No estaba. Aquella idea no dejó de repetirse en su cabeza. Nadie lo había visto desde que se fue de Prescott.
Suponiendo que se hubiera ido.


Comenzó a sentir que la invadía la rabia y apartó la pena hacia un lado. Su madre y Guy habían creado una maraña, doce años atrás, que aún seguía causando destrucción. Tenía que absolver a Renée de toda participación en la desaparición del señor Pleasant, ya que ni siquiera sabía de su existencia, pero continuaba formando parte de la causa inicial.
Para Miley, los hechos seguían muy de cerca a los pensamientos. Furiosa, cogió el teléfono y marcó el número de su abuela. Sin embargo, se vio frustrada al oír el timbre una y otra vez al otro extremo de la línea. No había nadie en casa.

Llamó cuatro veces más antes de obtener respuesta, y por fin oyó la voz rota de su abuela, que llamó a Renée para que se pusiera al teléfono.
–¿Quién es? –oyó que preguntaba Renée al fondo.
–Esa hija tuya, la pequeña.
–No quiero hablar con ella. Dile que no estoy.
Miley apretó con más fuerza el auricular y entrecerró los ojos. Oyó que su abuela volvía a debatirse con el aparato. No aguardó a oír la excusa repetida como un loro.
–Dile a mi madre que si no habla conmigo acudiré al sheriff. –Era un farol, al menos de momento, pero muy calculado. La reacción de Renée seria muy significativa; si su madre no tenía nada que ocultar, el farol no serviría de nada, pero en caso contrario...

Se produjo una pausa mientras el mensaje era transmitido, y después más manoteos con el auricular.
–¿De qué demonios estás hablando, Miley, querida? ¿Qué tiene que ver el sheriff? –El tono era demasiado animado, demasiado alegre.
–Estoy hablando de Guy Rouillard. Mamá...
–¿Quieres dejar de una vez de hablar de Guy Rouillard? Ya te dije que no lo he visto.

Miley suprimió la náusea que le rondaba el estómago y continuó en un tono más suave.
–Ya lo sé, mamá. Te creo. Pero me parece que aquella noche le ocurrió algo, después de que te fueras tú. –No quería que pensara que era sospechosa de algo, pues en ese caso se cerraría como una ostra.
–Yo no sé nada de eso, y si eres tan lista como te crees, dejarás de meter las narices en los asuntos de los demás.
–¿Dónde te encontraste con él aquella noche, mamá? – le preguntó Miley, haciendo caso omiso del consejo materno.
–No sé por qué te preocupas tanto por él –dijo Renée en un tono hosco–. Si hubiera hecho lo que tenía que hacer, yo habría estado mejor atendida. Y también mis hijos –agregó, pensándolo mejor–. Pero se empeñaba en aplazarlo, esperó a que Nick terminase el colegio... Bueno, ahora ya da lo mismo.
–¿Fuiste al motel? ¿O te encontraste con él en otra parte?
Renée respiró hondo.
–Cuando se te mete una cosa en la cabeza, eres como un bulldog, ¿sabías eso? Siempre has sido la más terca de todos mis hijos, siempre decidida a salirte con la tuya aunque supieras que tu padre te iba a dar un bofetón por hacerlo. ¡Por si quieres saberlo, nos encontramos en la casa de verano, donde siempre! ¡Ve fisgoneando por ahí, y ya verás enseguida que Nick no tiene tan buen carácter como su padre!

Miley hizo una mueca de dolor cuando Renée colgó el teléfono de golpe y a continuación dejó escapar un suspiro tembloroso y colgó a su vez. Fuera lo que fuera lo que sucedió aquella noche, Renée lo sabía. Tan sólo su propio interés egoísta podía impulsarla a hacer algo que no quería hacer, por eso tenía un motivo para no querer que Miley acudiera al sheriff. No obstante, lograr que lo reconociera requeriría cierto esfuerzo.

Tenía que ser la casa de verano, por supuesto, pensó Miley con resignación. ¿Por qué no podían 
Guy y Renée citarse en un motel, siguiendo la tradición americana? Los recuerdos que tenía de aquella casa de verano eran agridulces, igual que todo lo demás relacionado con Nick Rouillard. No quería verla de nuevo, pues el hecho de hacerlo le recordaría demasiado vívidamente la niña que fue, las largas horas que pasó escondida en la linde del bosque, con la esperanza de tener un breve atisbo de Nick. Se tumbaba boca abajo entre las agujas de los pinos y se contentaba con observarlo a él y a sus amigos bañarse en el lago, escuchaba sus gritos y carcajadas y tejía fantasías de que un día se uniría a ellos. Un tonto sueño. Una niña tonta.

Allí también había visto a Nick haciendo el amor con Lindsey Partain. Sintió un retortijón en el estómago al pensar en ello y cerró las manos con una mezcla impotente de rabia y celos. En aquella época se había limitado a pensar lo guapo que era; pero ahora era una mujer con las necesidades y deseos propios de las mujeres, y no quería ni siquiera imaginarlo haciendo el amor con otra mujer, y mucho menos verlo.

Aquello había sucedido quince largos años antes, pero aún conservaba la imagen fresca en su mente como si fuera del día anterior. Aún oía la voz profunda y aterciopelada de Nick murmurando palabras de amor en francés y frases tranquilizadoras, aún veía su cuerpo joven y poderoso moviéndose entre las piernas abiertas de Lindsey.
Maldito fuera. ¿Por qué la habría besado aquel día en Nueva Orleans? Una cosa era soñar con sus besos, y otra saber exactamente a qué sabían, cuán suaves eran sus labios, cómo era estar en sus brazos y sentir su erección presionar con insistencia contra su estómago. No era justo por parte de él alimentar su deseo y luego usarlo contra ella. Pero es que con Nick todo era injusto. ¿Por qué no podía haber perdido algo de pelo con los años, en lugar de conservar aquella melena gruesa y vibrante? ¿Por qué no podía haber engordado y desarrollado una barriga de bebedor de cerveza y llevar los pantalones colgando debajo, en lugar de estilizarse hasta tener aquel cuerpo delgado y musculoso, incluso mejor torneado que en la época en que jugaba al fútbol? Y aunque él no hubiera cambiado, ¿por qué no podía haber cambiado ella? ¿Por qué no podía haberse modificado lo suficiente para que él ya no la afectara de forma tan violenta, o el corazón le latiera con normalidad cuando él estaba presente?
En cambio, todavía era la niña embelesada que había pasado horas, semanas, incluso meses de su infancia tumbada boca abajo entre la arboleda, con la vista atenta para captar cualquier vislumbre de su héroe. Ni siquiera el hecho de descubrir que su héroe podía ser un despiadado hijo de pu/ta cuando quería había conseguido eliminar aquella dolorosa fijación.
No quería volver a la casa de verano, a la escena de su necia juventud. ¿Qué podía encontrar allí, después de doce años? Nada. Pero nadie había visto aquel lugar con sus ojos; nadie había sospechado que Guy Rouillard pudiera haber pasado allí las últimas horas de su vida.

Miley masculló para sí. Estaba cansada y hambrienta tras el largo viaje en coche a Nueva Orleans y vuelta, y además la preocupación por el señor Pleasant la había dejado exhausta. No quería ir a la casa de verano, pero acababa de darse a sí misma un argumento convincente de por qué era necesario que fuera. Y si iba, debería hacerlo ya, mientras aún brillaba con fuerza el sol vespertino.
Cogió las llaves y salió de la casa.
Supuso que el mejor camino para llegar sería el que usaba cuando tenía once años. Había una carretera desde la residencia de los Rouillard hasta el lago, pero no podía tomar aquella ruta. Sin embargo, por su época de merodeadora y espía conocía la finca de los Rouillard tan bien como su propia cara. Fue en coche hasta un lugar apartado cerca de la vieja chabola en la que se había criado, pero cuando alcanzó la última curva antes de que la vivienda apareciera ante sus ojos, detuvo el automóvil y permaneció un momento sentada, con las manos aferradas al volante. No se atrevía a doblar aquella curva. Era probable que a aquellas alturas la chabola estuviera derruida, pero eso no mitigaría sus recuerdos. No quería verla, no quería revivir el recuerdo de aquella noche.
Sintió el dolor como un nudo en el centro del pecho que le impedía respirar y le provocaba un escozor en los ojos. No lloró. Había llorado por el señor Pleasant, por Scottie, por Kyle; no había llorado por sí misma desde la noche en que Renée se marchó.
Bueno, retrasarlo no serviría de nada excepto aplazar la cena, y ya estaba muerta de hambre. Se apeó del coche, cerró las puertas y se guardó la llave en el bolsillo de la falda. Se veía la maleza muy crecida a ambos lados del camino, que ahora era poco más que una pista forestal, pues la vegetación poco a poco iba reclamando su terreno. Tuvo que abrirse paso entre varios arbustos de zarzas, pero una vez que estuvo en el bosque le resultó bastante fácil caminar. Cogió un palo por si se encontraba con una serpiente, pero no estaba en absoluto asustada. En aquellos bosques había crecido y jugado, y se había escondido cuando Amos estaba borracho y se liaba a puñ/etazos con cualquiera que se tropezara en el camino.

La inundaron olores familiares, aromas frescos y potentes de la primavera, y se detuvo un momento para absorberlos, con los ojos cerrados para concentrarse mejor. Estaba el penetrante olor marrón de la tierra, el fresco verdor de las hojas, el perfume dorado y picante de la savia de los pinos. Inhaló este último con un leve estremecimiento. El aroma de Nick contenía una pizca de aquel picor dorado. Le encantaría tenerlo desnudo y a su disposición para poder explorar todos los matices de aquel olor. Se revolcaría en él, bebería con placer...
De pronto abrió los ojos. El delator aumento de temperatura de su cuerpo le indicó hacía dónde se encaminaba aquella fantasía. El hecho de haber vuelto a aquel lugar tenía la culpa; en su mente, los olores del bosque iban inextricablemente unidos a Nick: la esperanza de verlo, la efervescente alegría de verlo.
Reanudó la marcha con gesto resuelto. Si no se sacaba a Nick de la cabeza, acabaría tumbada boca abajo sobre las agujas de pino en la linde del bosque, completamente transportada otra vez a la niñez.
El camino hasta el lago no fue muy largo, unos veinte minutos. El bosque había cambiado, por supuesto; para los árboles el tiempo no se detenía más que para las personas. Tuvo que avanzar sorteando obstáculos que antes no existían, y los viejos puntos de referencia habían desaparecido, pero aún conocía el camino con la exactitud de una paloma mensajera.

Se aproximó a la casa de verano desde el ángulo de siempre, desde el costado posterior derecho. 
Desde allí veía el embarcadero y una esquina del cobertizo para botes. En otro tiempo rezó por ver un Corvette aparcado enfrente, pero ahora se sintió sumamente contenta de no ver el jaguar.
Resultaría demasiado irónico que apareciera Joe. Gracias a Dios, ahora tenía preocupaciones financieras y no se podía permitir el lujo de pasarse días enteros holgazaneando, nadando y pescando.
El tiempo también había dejado su huella en la casa de verano. No estaba ruinosa, Nick se había ocupado de su mantenimiento, pero la rodeaba un aire de abandono. Las cosas que eran utilizadas por los seres humanos de forma habitual poseían un cierto brillo de realización, una pátina que la casa de verano ya no tenía. Se apreciaba una sutil inversión en el orden. Antes, el césped estaba siempre perfectamente cuidado, y aunque ahora el jardín no estaba invadido por los hierbajos, mostraba un cierto descuido que indicaba que el césped llevaba más de una semana sin ser cortado. Por otra parte, la casa de verano siempre tuvo restos de presencia humana esparcidos por ahí, y ahora estaba demasiado limpia, sin la actividad que antes la mantenía desordenada y viva.

Subió los escalones de la parte de atrás, los mismos en los que se había agachado en cuclillas para escuchar cómo Nick le hacía el amor a Lindsey Partain. La puerta de rejilla del porche no estaba cerrada, y crujió ligeramente al abrirse. El ruido la hizo sonreír, tan estrechamente relacionado estaba con la época de su infancia.

A pesar de todas las dificultades, no había tenido una infancia tan desgraciada. Una buena parte de ella había sido claramente divertida, llena de fantasía, sobre todo las largas horas que pasó explorando el bosque. Había chapoteado en los arroyos, había pescado cangrejos de río a mano, se había maravillado con el delicado dibujo de una hoja al trasluz del sol. Nunca había tenido una bicicleta, pero había tenido aire puro y el cielo azul, la emoción de levantar un tronco podrido para ver cuántos insectos y gusanos ocultaba. Había comido bayas silvestres directamente de las ramas, había encontrado alguna que otra punta de flecha y se había construido laboriosamente su propio arco y sus propias flechas con una rama verde, hilo de pescar gastado y palitos afilados. La dicha que le proporcionaron todas aquellas cosas había creado una reserva de fuerza de la que nutrirse cuando llegaban los malos momentos.

Los tablones del porche crujieron bajo sus pies cuando cruzó en dirección a la puerta de atrás.
En los viejos tiempos había unas cuantas mecedoras repartidas por el porche para disfrutar de las noches de verano en las que hacía bueno. Toda la parafernalia para nadar y pescar se suponía que estaba guardada en el cobertizo para botes, pero por alguna razón siempre había parte de ella esparcida por el porche: una llanta que había que parchear, una caña de pescar, un surtido de cebos, anzuelos y corchos. En cambio, ahora el porche estaba vacío, ya no era un lugar al que acudían adolescentes ruidosos ni donde se citaban los adultos.

Fue hasta la ventana desde la que había observado a Nick y Lindsey haciendo el amor; ahora la habitación estaba vacía, y los suelos de madera desnudos y cubiertos de una ligera capa de polvo.
Permaneció allí de pie por espacio de unos instantes, recordando aquel día de verano, hacía tanto tiempo, idealizado por la magia de la niñez.

Se volvió y probó la puerta trasera, y se sorprendió al ver que la manilla giraba dócilmente en su mano. Nunca había estado en el interior de aquella casa, lo más cerca que había estado fue en el porche, aquella vez. Entró en la cocina y miró a su alrededor con interés. En otro tiempo había habido allí un frigorífico y un horno, porque se veían los espacios vacíos y las tomas de electricidad que señalaban el sitio que ocuparon. Abrió armarlos y cajones, pero todo estaba vacío.
Cada ruido que hacía levantaba eco en las habitaciones.

Todo estaba bastante limpio y no olía a ratones, aunque era obvio que llevaba un par de semanas sin repasar. Al pasear por las otras estancias de la casa vio que ninguno de los apliques de luz tenía una sola bombilla. En cada uno de los dos dormitorios había un pequeño armario ropero, y fisgó el interior de ambos. Nada, ni siquiera una percha para la ropa. La casa de verano estaba completamente vacía.
¿Cuál de aquellos dormitorios habrían utilizado Guy y Renée? No importaba; allí no había nada que encontrar, ningún escondrijo en el que se hubiera podido ocultar un cadáver. En la casa no había absolutamente nada sospechoso. Cualquier prueba hacía tiempo que había sido borrada, limpiada o eliminada pintando encima. Se maravilló de que no hubiera rastro alguno de vagabundos, teniendo en cuenta que la casa no estaba cerrada con llave, pero como estaba en medio de la finca de los Rouillard, supuso que por allí no pasaría mucha gente.
Todavía quedaba por explorar el cobertizo para botes, aunque en realidad no esperaba encontrar nada. Había ido allí sólo para poder decirse a sí misma que había hecho todo lo posible para averiguar lo que le había sucedido a Guy y también al señor Pleasant. Salió por la puerta principal y se encaminó hacia el embarcadero. Tanto éste como el cobertizo para botes se encontraban a un costado de la casa, ligeramente a la izquierda, en la curva de un pequeño cenagal. Desde la última vez que estuvo allí, doce años atrás, se había dejado que creciera la vegetación por encima de las orillas. Los jóvenes sauces que crecían en grupos a lo largo de la ribera habían madurado y ahora proporcionaban mucha más sombra de la que ella recordaba. En otro tiempo, desde allí se disfrutaba de un panorama del lago prácticamente sin obstáculos, excepto el cobertizo para botes, pero ahora arbolitos y arbustos se habían aprovechado del sutil abandono para hundir sus raíces en el rico suelo.

Sin embargo, el embarcadero seguía estando bien cuidado, y lo recorrió hasta el final. Hacía un día apacible, con una imperceptible brisa que formaba débiles rizos en la superficie del agua, la cual a su vez acariciaba los pilotes del embarcadero con una cadencia rítmica. Era uno de aquellos días calurosos y perezosos que la instaban a tenderse de espaldas y contemplar las gruesas nubes blancas que flotaban en un cielo de intenso color azul. Se oía cantar a los pájaros en los árboles, y en algún lugar saltaba un pez, con un leve chapoteo que no alteraba la paz. A la izquierda, un corcho rojo y blanco se mecía feliz sobre los rizos del agua...

De pronto se puso rígida y sus ojos se agrandaron por el miedo al tiempo que se volvía lentamente. Un corcho de pesca significaba que había alguien pescando, alguien que estaba oculto a su vista debido a la esquina del cobertizo para botes. Igual que un delincuente acercándose al patíbulo, siguió con la mirada el sedal que se arqueaba elegantemente desde el corcho, a través del agua, hasta donde estaba enhebrado a la caña de pescar. 

Una caña sostenida por las manos de Nick Rouillard, que estaba de pie y desnudo de cintura para arriba en la orilla, al otro lado del cobertizo, mirándola a ella con los ojos entrecerrados.
Se miraron el uno al otro por espacio de un minuto a través del pequeño trecho de agua. La mente de Miley, presa del pánico, trabajaba a toda velocidad, buscando una buena razón para justificar su presencia, pero su habitual agilidad mental ahora estaba paralizada causa de la impresión. Creía que estaba completamente sola, y de pronto se topó con Nick, precisamente...

Nick semidesnudo, además. No era justo. Cuando trataba con él necesitaba estar plenamente cabal, no podía permitirse que la distrajera la visión de aquel pecho ancho y desnudo y aquel cabello largo suelto sobre los hombros.
Él empezó a recoger el corcho con movimientos rápidos y precisos. Prefiriendo la precaución al valor, Miley echó a correr por el embarcadero haciendo crujir los tablones. Nick tiró la caña de pescar y rodeó a toda velocidad el cobertizo para botes. 

Miley, jadeando, apretó la zancada; si lograra llegar al inicio del bosque antes que él, ya no podría atraparla. Ella era más pequeña, más esbelta, y podría avanzar regateando entre árboles que él tendría que rodear. Pero por muy rápida que fuera, Nick seguía teniendo la velocidad de un defensa de fútbol. Lo vio por el rabillo del ojo, demasiado cerca, ganando terreno a cada zancada. La venció por una fracción de segundo bloqueándole el paso con su gran cuerpo justo al final del embarcadero. Miley intentó parar, pero ya lo tenía encima, y los zapatos que llevaba no estaban diseñados para la acción. Chocó de frente contra su pecho, y el impacto hizo que se le escapara el aire de los pulmones con una exclamación. Nick soltó un gruñido y retrocedió unos pasos, pero sus brazos llegaron justo a tiempo de aferrar a Miley contra él e impedir que cayera de bruces. Recuperó el equilibrio y dejó escapar una risa amortiguada al tiempo que rodeaba a Miley con sus brazos, sin dejar que hiciera contacto con el suelo.
–No ha estado mal el golpe, para un peso ligero. Y también ha sido buena la velocidad. ¿Adónde ibas con tanta prisa, pelirroja? Y antes que nada, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

Miley forcejeó intentando respirar, aspirando aire a bocanadas para llenar sus doloridos pulmones. ¡Dios, era más duro que una roca! Probablemente se habría causado alguna magulladura al estamparse contra él de aquel modo. Al cabo de unos instantes logró decir:
–Recordar viejas historias –y empujó contra los hombros desnudos de Nick para darle a entender que la dejara en el suelo.
Él soltó un bufido y no hizo caso.
–Estás violando una propiedad privada. Tendrás que buscar una razón mejor que ésa.
–Curiosidad –propuso sin aliento, pues todavía el oxígeno que le llegaba era más bien poco. La fuerza de los brazos de Nick estorbaba sus esfuerzos por inhalar aire. Se debatió contra él, pero se rindió de inmediato. La fricción de su piel desnuda resultaba una distracción demasiado peligrosa.
–Eso sí me lo creo –musitó Nick–. ¿Qué te traes ahora entre manos? –Decidió depositarla en el suelo y aflojó el abrazo para que ella pudiera zafarse.
Miley tenía las mejillas arreboladas al apartarse de él, y el color no se debía sólo a las profundas aspiraciones que estaba haciendo. Nick llevaba sólo unos vaqueros blandos y unas botas desgastadas, y contempló fascinada su torso desnudo. Aquellos hombros tenían sus buenos sesenta centímetros de anchura y eran todo músculo en poderosas capas que se extendían por el pecho. Allí le crecía una mata de vello negro y rizado que casi ocultaba totalmente las tetillas, minúsculas y planas, y que bajaba por el centro del abdomen en forma de flecha hasta hacerse más liso y abundante alrededor del ombligo, que quedaba al descubierto debido a aquellos vaqueros de cintura perversamente baja. 

Una ligera capa de sudor daba brillo a su piel dándole el aspecto resplandeciente de una estatua esculpida en puro músculo y nervio.
–¿Cómo has llegado aquí? –le espetó ella, sin responder a su pregunta–. No he visto ningún coche.
–A caballo. –Señaló con la cabeza el prado que había al otro lado del cenagal–. Está allí, comiendo sin parar.
–¿Es Maximilian? –preguntó Nick, recordando el nombre del bello semental que poseía Guy.
–Uno de sus hijos. –Nick frunció el entrecejo–. ¿Cómo es que conoces a Maximilian? ¿Y cómo has llegado tú aquí?
–Imagino que la mayoría de la gente de la zona sabe que tienes caballos. –Mientras hablaba se fue desviando hacia un costado.
Nick le aferró un brazo.
–Espera. Sí, mucha gente sabe que tengo caballos, pero no hay muchas personas que conozcan el nombre de nuestro semental. Has vuelto a hacer preguntas por ahí, ¿verdad? –Apretó con más fuerza–. ¿Con quién has estado hablando ahora? ¡Dímelo, maldita sea! –Subrayó su exigencia con una ligera sacudida.
–Con nadie –respondió Miley furiosa–. Me acordaba del nombre de antes.
–¿Y cómo ibas a saberlo antes? Renée no se reprimía precisamente, pero no creo que al llegar a casa se pusiera a regalar a su familia con detalles de la vida de su amante.
Miley apretó los labios. Conocía el nombre del semental porque ella era como una esponja que absorbía el más nimio detalle de toda conversación que oía, si tenía que ver con Nick. Pero no estaba dispuesta a admitir aquello delante de él.
–Lo recordaba de antes –repitió finalmente.
Nick no la creyó, y se le oscureció el semblante.
–¡No he hablado con nadie! –exclamó Miley, intentando zafarse de él–. Me acordaba del nombre del caballo, eso es todo. –¿Por qué cada encuentro con él tenía que implicar un tira y afloja con sus brazos?




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