sábado, 30 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 20


Al día siguiente, Miley encontró la nota dentro del coche, en el asiento del conductor. Vio el papel doblado y lo cogió, preguntándose qué se le habría caído. Cuando lo desdobló, vio el texto siguiente escrito en letras mayúsculas:
NO HAGAS MÁS PREGUNTAS ACERCA DE GUY ROUILLARD CIERRA LA BOCA SI SABES LO QUE TE CONVIENE
Se apoyó contra el coche mientras una brisa ligera agitaba el papel en su mano. No había cerrado el coche con llave al llegar a casa, de modo que no tenía que preguntarse cómo había llegado hasta allí la nota. Se quedó mirando el papel, volvió a leerlo y se preguntó si la estaban amenazando o si el que había escrito aquello simplemente había utilizado una frase familiar. Cierra la boca si sabes lo que te conviene. Había oído variaciones de aquello mismo cientos de veces, y sólo cambiaba la orden. La nota podía ser o no una amenaza; probablemente sería más bien una advertencia. Había alguien a quien no le gustaba que anduviera preguntando por Guy.
No había sido Nick. No era propio de él, él profería sus amenazas en persona, y bien a las claras. La última de ellas todavía la hacía temblar. ¿Quién más podría haberse molestado por las preguntas que hacía? Había dos posibilidades: alguien que tuviera algo que ocultar o alguien que buscara el favor de Nick.

Precisamente se dirigía a la ciudad para llevar a cabo otra misión de investigación, esta vez para intentar hablar con Yolanda Foster, de modo que había una cierta ironía en lo oportuno de la aparición de la nota. Tras reflexionar un momento, decidió que iba a intentarlo de todas maneras. Si el que la había escrito quería que se tomase la amenaza en serio, tendría que ser más específico.

Con todo, lo primero que hizo fue guardar la nota en la guantera bajo llave, para cerciorarse de no manipular demasiado aquel papel. En sí mismo, no era algo que justificase notificarlo al sheriff, pero si recibía otra nota quería poder exhibir las dos como prueba. En cualquier caso, no estaba precisamente ansiosa por ver al sheriff; tenía un vivo recuerdo de él de pie junto a su coche patrulla, con sus gruesos brazos cruzados mientras observaba con mirada satisfecha cómo sus agentes sacaban de la chabola las pertenencias de los Devlin. Nick tenía al sheriff Deese completamente en el bolsillo; la cuestión era si haría algo o nada incluso aunque ella recibiera una amenaza de muerte.

Una vez que la nota estuvo debidamente guardada, se fue a la ciudad. Aquella noche, en la cama, sin poder dormir, había planeado su estrategia. No iba a llamar a la señora Foster, pues eso le daría la oportunidad de rechazar la cita. Lo mejor sería pillarla por sorpresa, cara a cara, y dejar caer unas cuantas preguntas antes de que se le pasara la primera impresión. Pero no sabía dónde vivían los Foster, y la dirección que figuraba en el listín telefónico no le resultó familiar.

La primera parada fue en la biblioteca. Para desilusión suya, la parlanchina Carlene DuBois no estaba detrás del mostrador; en su lugar se encontraba una rubia diminuta e insustancial que apenas parecía tener edad suficiente para haber terminado la escuela secundaria. Masticaba chicle mientras pasaba las páginas de una revista de música rock. ¿Qué le habría sucedido a aquella estereotipada bibliotecaria de cabello recogido en un moño y gafas de leer apoyadas en la nariz afilada? La rockera del chicle no representaba ninguna mejora.
Miley sabía, siendo realista, que ella misma probablemente sólo tenía cuatro o cinco años más que aquella pequeña bibliotecaria. Sin embargo, mental y emocionalmente, ni siquiera era de su misma generación. Ella nunca había sido joven en el sentido en que lo era aquella chica, y no pensaba que tuviera nada de malo. Ella había tenido responsabilidades desde muy temprana edad; recordaba que ya cocinaba cuando la sartén de hierro pesaba demasiado para ella y que tenía que subirse a una silla para remover las alubias. Barría con una escoba que era el doble de alta que ella.


Luego tuvo que ocuparse de Scottie, la mayor responsabilidad de todas. Pero cuando terminó el instituto, ya estaba preparada para la vida, a diferencia de las niñas que jamás habían hecho nada y no tenían ni idea de cómo enfrentarse a ello. Con veinticinco años, aquellas «niñas» aún volvían corriendo a sus padres para que las socorriesen.
La muchacha levantó la vista de la revista para transformar sus labios rosados de chicle en lo que pasó por ser una sonrisa profesional. Llevaba los ojos tan pintados con perfilador negro que parecían dos almendras en un pozo de polvo de carbón.
–¿En qué puedo servirla?
El tono era competente, pensó Miley con alivio. A lo mejor la muchacha simplemente estaba en el limbo del maquillaje.
–¿Tienen mapas de la ciudad y de la parroquia?
–Claro. –Condujo a Miley hasta una mesa en la que había un gran globo terráqueo–. Aquí están todos los mapas y atlas. Se actualizan todos los años, así que si necesita uno más antiguo tendrá que acudir a los archivos.
–No, necesito uno actual.
–Entonces lo tiene aquí. –La chica sacó un libro enorme que fácilmente mediría un metro de largo por más de medio de ancho, pero lo manejó con facilidad al posarlo sobre la mesa–. Tenemos que sellar los mapas con plástico y ponerlos en el libro –explicó–. Si no, los roban.

Miley sonrió y la chica se fue. Aquella solución tenía su lógica. Una cosa era plegar un mapa y metérselo en el bolsillo, pero hacer desaparecer una enorme hoja plastificada requeriría cierto ingenio.
No sabía si los Foster vivían en la ciudad o en la parroquia. Miró primero el mapa urbano pasando el dedo por la lista de calles impresa en el reverso. Bingo. Anotó las coordenadas, buscó la página y rápidamente localizó MeadowIark Drive, en una subdivisión que no existía cuando ella vivía allí. Con un nombre así, debería haberlo supuesto. Los urbanistas formaban un colectivo que carecía de imaginación. Después de memorizar cómo llegar, volvió a dejar en su sitio el libro de mapas y se fue. 

La bibliotecaria estaba de nuevo enfrascada en su revista y no levantó la mirada cuando Miley pasó junto al mostrador.
Con lo pequeño que era Prescott, le llevó menos de cinco minutos dar con MeadowIark Drive.
Aquella subdivisión incluía fincas de terreno vacío, en vez de solares solamente, de modo que había menos casas y estaban más separadas entre sí de lo normal. Probablemente en Prescott tampoco habría muchas personas que pudieran permitirse construir allí, pues las viviendas parecían ser de la franja de los doscientos mil dólares. En el noreste y a lo largo de la costa oeste, valdrían fácilmente un millón.
La casa de los Foster había sido diseñada al estilo de una villa mediterránea, cómodamente instalada entre enormes robles cubiertos de musgo español. Miley aparcó en la entrada y subió a pie por el sendero de ladrillos de color pardo que conducía a las dobles puertas de la vivienda. El timbre estaba disimulado entre unas volutas pero discretamente iluminado para que la gente lo viera. Lo apretó, y oyó cómo un sonido de campanas hacía eco por toda la casa.
Al cabo de unos instantes se oyó un rápido taconeo sobre suelo de baldosas, y se abrió la mitad derecha de la puerta revelando a una mujer muy guapa de mediana edad, elegantemente ataviada con unos pantalones entallados de ante y una túnica blanca. Tenía el cabello corto, de color castaño ceniza, una mata de rizos peinada hacia un lado, y llevaba unos pendientes de oro. En sus ojos azul oscuro se reflejó la sorpresa de reconocerla.
–Hola, soy Miley Hardy –dijo Miley, apresurándose a corregir la horrible suposición de la otra mujer de que se trataba de Renée–. ¿Es usted la señora Foster?
Yolanda Foster asintió con la cabeza, evidentemente sin habla debido a la impresión. Seguía mirando fijamente a Miley.
–Quisiera hablar con usted, si no tiene inconveniente. –Para inclinar la respuesta a su favor, dio un paso adelante. Yolanda retrocedió, en un gesto involuntario de admisión.
–En realidad, no tengo mucho tiempo –dijo Yolanda en tono de disculpa más que de impaciencia–. Voy a comer con una amiga.

Aquello resultaba creíble, a no ser que Yolanda siempre se vistiera para estar en casa como si fuera la versión de June Cleaver en los años noventa.
–Diez minutos –prometió Miley.
Con una expresión de desconcierto, Yolanda la condujo hasta un espacioso salón y ambas tomaron asiento.
–No es mi intención mirarla tanto, pero es que usted es la hija de Renée Devlin, ¿no es así? Había oído decir que estaba aquí, y el parecido... Bueno, estoy segura de que ya le habrán dicho que es asombroso.
A diferencia de mucha gente, en el tono de Yolanda no había censura, y Miley descubrió que aquella mujer le caía bien.
–Me lo han mencionado algunas personas –dijo secamente, con lo cual provocó en su anfitriona una leve risa que hizo que le cayera aún mejor. Sin embargo, el hecho de que le gustase no la desvió de su intención–. Quisiera hacerle algunas preguntas sobre Guy Rouillard, si me lo permite.
Las mejillas sonrosadas de colorete palidecieron un poco.
–¿Sobre Guy? –Le temblaron ligeramente las manos, y las entrelazó sobre el regazo–. ¿Por qué quiere preguntarme a mí?
Miley hizo una pausa.
–¿Está usted sola? –preguntó por fin, pues no deseaba que su interlocutora tuviera ningún problema si alguien podía estar escuchando la conversación.
–Pues sí. Lowell está en Nueva York esta semana.
Aquello era una suerte en cierto sentido, y no lo era en otro, porque, dependiendo de la conversación con Yolanda, tal vez quisiera hablar también con Lowell. Respiró hondo y fue directamente al meollo de la cuestión.
–¿Tenía usted una aventura con Guy aquel verano, antes de que se fuera?
Los ojos azules se oscurecieron de angustia, y las mejillas palidecieron aún más. Yolanda la miró fijamente mientras iban transcurriendo en silencio los minutos. Miley esperó una negativa, pero en vez de eso Yolanda lanzó un suspiro extrañamente suave.
–¿Cómo lo ha descubierto?
–Haciendo preguntas. –No dijo que obviamente era de conocimiento común, para que lo supiera Ed Morgan. Si Yolanda quería pensar que había sido discreta, pues que tuviera aquel dudoso consuelo.
–Ésa fue la única vez que le he sido infiel a Lowell. –La mujer desvió la mirada y se tiró nerviosamente de los pantalones.
–Estoy segura de ello –dijo Miley, porque Yolanda parecía necesitar que la creyeran–. Por lo que me han dicho de Guy Rouillard, era un experto en seducción.
Una leve sonrisa triste, involuntaria, tocó los labios de Yolanda.
–Y lo era, pero no puedo echarle la culpa a él. Yo estaba decidida a acostarme con él antes incluso de trabar contacto. –Seguía haciendo movimientos nerviosos con los dedos, ahora acariciando el brazo del sillón–. Descubrí que Lowell se entendía con su secretaria y que llevaba años haciéndolo. Me puse furiosa, qué quiere que le diga. Lo amenacé con toda clase de cosas si no la dejaba inmediatamente, y el divorcio fue la única que no suponía un daño físico. Él me rogó que no lo dejara, me juró que aquella mujer no significaba nada para él, que sólo era sexo y que no volvería a hacerlo... Ya sabe, esa clase de paparruchas. Pero lo pillé, ni tres semanas habían pasado. Hay que ver por qué tonterías se descubre a la gente. Una noche, al desvestirse, vi que tenía los calzoncillos vueltos del revés, con la etiqueta por este lado. La única manera en que podía llevarlos así era habiéndoselos quitado.
Sacudió la cabeza en un gesto negativo, como si no entendiera por qué no había sido más cuidadoso. Ahora las palabras fluían como un torrente de ella, como si las hubiera contenido durante doce años.
–No le dije nada. Pero al día siguiente llamé a Guy y le pedí que se encontrara conmigo en la casa de verano que tenía él junto al lago. Lowell y yo, y algunos amigos más, habíamos estado allí haciendo barbacoas y meriendas, así que conocía el sitio.
¡Otra vez la casa de verano!, pensó Miley irónicamente. Entre padre e hijo, las sábanas de aquellos dos dormitorios debieron de estar siempre calientes.
–¿Por qué eligió a Guy? –inquirió.
Yolanda la miró con sorpresa.
–Bueno, no iba a elegir a alguien repulsivo, ¿no? –explicó–. Si iba a tener una aventura, por lo menos quería que fuera con alguien que supiera lo que hacía, y a juzgar por la reputación que tenía Guy, me pareció que él cumplía los requisitos. Además, Guy era seguro. Tenía la intención de decirle a Lowell lo que había hecho, porque, ¿de qué sirve la venganza si nadie se entera de ella?, y Guy era lo bastante poderoso para que Lowell no pudiera hacerle nada, si es que descubría su identidad. Por lo menos, yo pretendía mantener eso en secreto. Así que me encontré con Guy en la casa de verano y le dije lo que quería. Él fue muy amable, muy razonable. Trató de convencerme de que no lo hiciera, ¡imagínese! ¡Fue una herida a mi ego! –Yolanda sonrió y los ojos se le enturbiaron con los recuerdos–. Un hombre que ejercía de donjuán por todo el estado, y me rechazaba. Yo siempre me he considerado atractiva, pero era evidente que él no pensaba lo mismo. Me entraron ganas de gritar. Efectivamente, lloré un poquito, y Guy se puso frenético. Era muy amable, un auténtico encanto con las mujeres. Las lágrimas lo ablandaban hasta convertirlo en papilla. Empezó a palmearme el hombro y explicarme que en realidad le parecía muy guapa y que le encantaría llevarme a la cama, pero que yo se lo estaba pidiendo por razones equivocadas y Lowell era amigo suyo. Siguió hablando y hablando.
–¿Pero por fin logró convencerlo?
–Le dije: «Si no es contigo, será con otro». Él me miró con aquellos ojos oscuros que le dan a una la impresión de ahogarse en ellos, y me di cuenta de que estaba preguntándose a quién elegiría yo a continuación. Estaba preocupado por mí, pensaba que iría al Jimmy Jo’s a buscar candidatos. Me cogió la mano, la puso en su entrepierna, y vi que estaba listo. Entonces dijo: «Ya estoy», y me llevó al dormitorio.
Se estremeció ligeramente, con la mirada perdida, retrocediendo en el tiempo. Guardó silencio, y Miley esperó pacientemente a que revolviera entre sus recuerdos.
–¿Se imagina –dijo Yolanda por fin con voz suave– lo que es llevar veinte años casada, querer a tu marido y sentirte satisfecha en la cama, y de pronto descubrir que no tenías ni idea de lo que podía ser la pasión? Guy era... Dios, no puedo decirle lo que era Guy como amante. Me hizo gritar, me hizo sentir y hacer cosas que yo no hacía... Tenía la intención de que fuera sólo aquella única vez. Pero pasamos allí la tarde entera, haciendo el amor. No se lo dije a Lowell. Si se lo hubiera dicho, habría puesto fin a mi venganza, y no podía hacerlo, no podía dejar de ver a Guy. Nos veíamos por lo menos una vez por semana, si yo podía arreglármelas. Entonces fue cuando se marchó. –Miró a Miley como calibrando el efecto de la próxima frase–. Con su madre. Cuando me enteré, me pasé una semana llorando. Y entonces se lo conté a Lowell. Se puso furioso, naturalmente. Rabió y despotricó, y me amenazó con el divorcio. Yo me quedé sentada, mirándolo, sin discutir ni nada, y eso lo puso todavía más furibundo. Entonces le dije: «Deberías cerciorarte siempre de llevar los calzoncillos del derecho antes de volver a ponértelos», y frenó en seco y se me quedó mirando con la boca abierta. Sabía que había vuelto a pillarlo. Me levanté y me fui, y él fue detrás de mí como media hora después, llorando. Por fin hicimos las paces –terminó Yolanda, ya en tono más ligero–. Que yo sepa, no ha vuelto a serme infiel.
–¿Alguna vez ha sabido algo de Guy?
Yolanda negó lentamente con la cabeza.
–Al principio tuve la esperanza, pero... no, nunca me ha escrito ni llamado. –Le temblaron los labios y miró a Miley con una expresión de angustia en el rostro–. Dios mío –susurró–, lo amaba mucho.

Otra vía muerta, pensó Miley mientras conducía de vuelta a casa. Según Yolanda, su marido no supo que tenía una aventura con Guy hasta después de que éste hubiera desaparecido, lo cual dejaba a Lowell fuera de toda sospecha. Yolanda había sido demasiado franca, demasiado inconsciente siquiera de la posibilidad de que Guy hubiera sido asesinado o de que podía haber alguna mínima razón por la que no debía desahogarse con Miley. En cambio, terminó aferrada a las manos de Miley mientras lloraba por un hombre al que no había visto en doce años pero con el que había compartido un verano de pasión.
Finalmente había recuperado su aplomo, avergonzada y confusa.
–Dios mío, fíjese en la hora que es... Voy a llegar tarde. No sé por qué... Quiero decir, usted es una desconocida... Y yo, llorándole de esta manera, sin parar de hablar... Oh, cielo santo. –Esto último lo dijo al darse cuenta de todo lo que le había contado a aquella desconocida. Miró a Miley con consternación y horror.
Miley, sintiendo el impulso de consolarla, le había tocado el hombro y le había dicho:
–Necesitaba hablar de ello. Lo entiendo, y le juro que lo guardaré en secreto.
Tras unos segundos de tensión, Yolanda se relajó.
–La creo. No sé por qué, pero la creo.
De modo que ahora a Miley no le quedaban sospechosos ni pistas, y no porque antes tuviera algo concreto por donde empezar. Lo único que tenía eran preguntas, y sus preguntas estaban molestando a alguien. La prueba se encontraba en la nota que había encontrado aquella mañana. No sabía si aquel papel sería indicativo de una conciencia culpable. Tampoco sabía qué más hacer, excepto seguir formulando preguntas. Tarde o temprano alguien sentiría el aguijón de reaccionar.
Si lograse mantenerse lo bastante ocupada, a lo mejor no pensaría en Nick.
Aquella teoría estaba resultando difícil de llevar a la práctica. Había evitado pensar en Nick sacándolo de su mente a la fuerza después de separarse de él la tarde anterior. Había hecho caso omiso del ansia sin satisfacer que sentía en el cuerpo, y se negaba a pensar en lo que había estado a punto de suceder entre ellos. Pero a pesar de su voluntad, su subconsciente la había traicionado y había introducido a Nick en sus sueños, de forma que a la mañana siguiente se despertó buscándolo con las manos. El sueño había sido tan vívido que terminó llorando de anhelo y desilusión.

Se le había acabado la resistencia; mejor era reconocerlo. Si él no hubiera dicho lo que dijo, ella se le habría entregado sobre la hierba. Su moral y sus principios no servían de nada cuando Nick la tomaba en sus brazos, tigres de papel que se desvanecían al primer beso.
Conforme iba descartando personas de su lista de sospechosos, la torre del móvil se inclinaba cada vez más hacia Nick. Era lógico. Emocionalmente, aquella idea se topaba con un total rechazo.
No podía ser Nick. ¡No podía ser él! No podía creerlo; no quería creerlo. El hombre que ella conocía era capaz de tomarse extraordinarias molestias para proteger a sus seres queridos, pero el asesinato a sangre fría no era una de ellas.

Su madre sabía quién era el asesino. Miley estaba tan segura de ello como jamás lo había estado de ninguna otra cosa. Sin embargo, requeriría esfuerzo conseguir que lo admitiera, pues le iba a suponer problemas. Renée no era dada a actuar en contra de su propio interés, y desde luego menos por algo tan abstracto como la justicia. Miley la conocía bien; si la presionaba demasiado, huiría, en parte por miedo, pero la razón principal sería evitar crearse problemas. Después de haberle sonsacado aquella información acerca de la casa de verano, Miley sabía que tendría que dejar pasar un tiempo antes de volver a llamarla.
La caja le fue entregada al día siguiente.
Regresaba a casa de hacer la compra en la parroquia vecina, y después de transportarlo todo y guardarlo, fue al buzón a recoger el correo del día. Cuando abrió la tapa del enorme buzón vio el habitual surtido de facturas, revistas y publicidad, además de una caja depositada encima. La cogió con curiosidad; no había hecho ningún pedido, pero el peso de la caja resultaba intrigante. Las solapas estaban selladas con cinta adhesiva y en la parte superior habían sido garabateados su nombre y su dirección.

Lo llevó todo al interior de la casa y lo dejó sobre la mesa de la cocina. Extrajo un cuchillo del cajón, cortó la cinta adhesiva de la solapa y abrió las dos mitades, y después apartó el montón de papel de relleno usado para el embalaje.
Después de mirar horrorizada el contenido, se volvió y vomitó en el fregadero.
El gato no sólo estaba muerto, sino que había sido mutilado. Estaba envuelto en plástico, probablemente para que el olor no alertase a alguien antes de abrir la caja.
Miley no pensó, reaccionó de manera instintiva. Cuando cesaron los violentos espasmos, buscó a ciegas el teléfono. Cerró los ojos al oír la voz profunda y grave en el auricular y se aferró a él como si fuera un salvavidas.
–N-Nick –tartamudeó, y luego guardó silencio, con la mente en blanco. ¿Qué podía decirle?
¿Socorro, estoy asustada y te necesito? No tenía derecho a pedirle nada, su relación era una mezcla volátil de enemistad y deseo, y cualquier debilidad por su parte no haría sino proporcionarle otra arma. Pero estaba afectada y aterrorizada a un tiempo, y él era la única persona que se le ocurría a quien pedir ayuda.
–¿Miley? –Algo de aquel terror suyo debió de hacerse evidente en la única palabra que había pronunciado, porque la voz de Nick se había vuelto muy calmada–. ¿Qué sucede?

De espaldas a lo ofensivo que había encima de la mesa, Miley luchó por recobrar el control de la voz, pero aun así le salió como un susurro.
–Hay... un gato aquí –consiguió decir.
–¿Un gato? ¿Te dan miedo los gatos?
Ella negó con la cabeza, y entonces cayó en la cuenta de que Nick no podía verla por el teléfono. No obstante, su silencio debió de hacerle pensar que la respuesta era afirmativa, porque dijo en tono tranquilizador:
–Tírale algo, eso lo espantará.
Miley volvió a sacudir la cabeza, esta vez con más vehemencia.
–No. –Aspiró profundamente–. Ayúdame.
–Está bien. –Evidentemente, había decidido que a ella la aterrorizaban demasiado los gatos para hacerse cargo ella sola de la situación, de modo que adoptó un tono enérgico y tranquilizador–. Voy para allá. Siéntate en alguna parte donde no lo veas, y yo me encargaré de él cuando llegue.
Colgó, y Miley siguió su consejo. No soportaba estar en la casa con aquella cosa, así que salió al porche y se sentó inmóvil en el columpio, esperando insensible a que llegara Nick.

Nick llegó en menos de quince minutos, pero a ella le parecieron una eternidad. Su alta figura se desplegó del interior del jaguar y se dirigió hacia el porche con aquella forma suya de andar, airosa y suelta, y una leve sonrisa de condescendencia masculina en los labios, el héroe que acude a salvar a la damisela en apuros de la bestia feroz. Miley no se ofendió; que pensara lo que quisiera, con tal de que la librase de aquella cosa que tenía en la cocina. Lo miró fijamente, con una palidez tal en la cara que la sonrisa de Nick se esfumó.
–No estarás de verdad asustada, ¿no? –le preguntó con suavidad al tiempo que se agachaba en cuclillas frente a ella y le tomaba una mano en las suyas. Miley tenía los dedos helados a pesar de lo caluroso del día–. ¿Dónde está?
–En la cocina –respondió Miley con los labios tensos–. Encima de la mesa.

Nick le palmeó el hombro para consolarla, se incorporó y abrió la puerta de rejilla. Miley escuchó sus pasos al cruzar el cuarto de estar y entrar en la cocina.
–¡Jod/ido cab/rón hijo de pu/ta! –lo oyó exclamar, y después otra sarta de tacos más. Luego, la puerta trasera que se cerraba de golpe. Se cubrió el rostro con las manos. Oh, Dios, debería habérselo advertido, no debería haber dejado que se llevase la misma impresión que se había llevado ella, pero sencillamente no había sido capaz de decir las palabras correctas.

Minutos más tarde Nick regresó a la parte frontal de la casa y volvió a subir los escalones del porche. Tenía la mandíbula apretada con fuerza y una expresión de frialdad en los ojos que Miley jamás había visto antes, pero esta vez su cólera no iba contra ella.
–Ya está –dijo, todavía en aquel tono amable–. Me he librado de él. Ven adentro, pequeña. –La rodeó con el brazo y la instó a levantarse del columpio y entrar en la casa. La guió hasta la cocina; ella se puso tensa y trató de soltarse, pero Nick no se lo permitió–. No pasa nada –la calmó, y la obligó a sentarse en una silla–. Pareces un poco impresionada. ¿Qué tienes de beber por aquí?
–En el frigorífico hay té y zumo de naranja –contestó Miley con voz débil.
–Me refería a algo que lleve alcohol. ¿Tienes vino?
Ella negó con la cabeza.
–No bebo alcohol.
A pesar de la furia que brillaba en sus ojos, Joe sonrió.
–Puritana –dijo en tono blando–. Está bien, zumo de naranja. –Cogió un vaso del armario y lo llenó, y a continuación se lo puso a Miley en la mano–. Bébetelo entero mientras yo hago una llamada.

Ella bebió obediente, más porque le proporcionaba algo en que concentrarse que porque le apeteciera. Nick abrió el listín telefónico, recorrió la primera página con el dedo y marcó el número.
–Con el sheriff McFane, por favor.
Miley levantó la cabeza, más despejada de pronto. Nick la miró fijamente, con una expresión que la desafiaba a protestar.
–Mike, soy Nick. ¿Podrías venir a casa de Miley Hardy? Sí, es la antigua de los Cleburne. Acaba de recibir una sorpresa un tanto desagradable con el correo. Un gato muerto... Sí, también hay una de ésas.
Cuando colgó el teléfono, Miley se aclaró la garganta.
–¿A qué te refieres al decir una de ésas?
–Una carta de amenaza. ¿No la has visto?
Miley negó con la cabeza.
–No. Lo único que he visto ha sido el gato. –Un escalofrío la recorrió de arriba abajo haciendo que el vaso le temblara en la mano.
Nick empezó a abrir y cerrar puertas.
–¿Qué estás buscando? –quiso saber.
–El café. Después del azúcar para contrarrestar la impresión, necesitas un chute de cafeína.
–Lo guardo en el frigorífico. En la balda de arriba.
Nick cogió la lata y ella le indicó dónde estaban los filtros. Hizo el café con cierta competencia, para ser un hombre rico que probablemente nunca lo hacía en su casa, se dijo Miley sintiendo un ramalazo de diversión por dentro.

Una vez que el café estuvo en marcha, Nick acercó otra silla y se sentó frente a ella, tan cerca que las piernas de ambos se tocaron, las suyas por fuera de las de Miley, en un cálido abrazo. No le preguntó qué había sucedido, pues sabía que pronto se lo contaría todo al sheriff, y ella se sintió agradecida. Se limitó a quedarse sentado, prestándole su calor y el consuelo de su cercanía.
Aquellos Ojos oscuros clavados en su rostro como si estudiara la posibilidad de echarle el zumo por encima si no se lo bebía tan deprisa como él creía que debía hacerlo.

Para prevenir semejante acción, Miley tomó un buen trago del zumo y de hecho notó un ligero alivio de la tensión muscular.
–No te atrevas –musitó–. Estoy haciendo todo lo posible para no tirármelo encima otra vez.
La gravedad del semblante de Nick se aligeró un poco.
–¿Cómo has sabido lo que estaba pensando?
–Por la forma de mirar el vaso y luego a mí. –Bebió otro sorbo–. Pensaba que el sheriff era Deese.
–Se ha jubilado. –Nick tuvo el pensamiento fugaz de que el recuerdo que tenía Miley del sheriff Deese no era agradable, y se preguntó si sería por eso por lo que lo había mirado tan alarmada cuando él llamó al sheriff–. Te va a gustar Michael McFane. ¿Qué tal como nombre irlandés? Es joven para el trabajo, y todavía se interesa por seguir las técnicas modernas.
Mike también había estado presente aquella noche, recordó Nick, pero Miley no lo sabría, probablemente no lo reconocería. En el estado en que se encontraba, seguramente los agentes no eran más que figuras uniformadas sin rostro. Tan sólo él y el sheriff, que estaban apartados a un lado, se le habrían grabado en la memoria.

Aquella desconcertante contradicción tomó forma en su mente. Resultaba obvio que Miley se sentía reacia a ver al sheriff Deese, pero en ningún momento había mostrado esa inquietud al tratar con él mismo. Había sido atrevida, provocativa, enloquecedora, y sobre todo frustrante, pero nunca había mostrado la menor vacilación en estar en su compañía.
La vacilación tampoco era algo que lo preocupase. ¿Por qué, si no, cuando recibió su llamada, supuestamente para sacar un fastidioso gato de su casa, había cancelado enseguida una reunión de trabajo y había ido hasta allí lo más rápido posible, todavía oyendo las airadas protestas de Mónica?
Miley lo había llamado pidiendo que la ayudase, y por nimio que fuese el problema, la ayudaría si estaba en su mano. Resultó que el problema no era ínfimo, y todo su instinto de protección se sintió escandalizado. Tenía la intención de averiguar quién había hecho algo tan asqueroso, porque lo iba a pasar muy mal. Le dolían los puños por la necesidad de estrellarlos contra la cara del culpable.
–¿Por qué no se te ocurrió que podía haber sido yo? –preguntó con suavidad, su atención fija en la cara de Miley para captar cualquier cambio de expresión–. Yo he estado intentando obligarte a que te vayas de aquí, así que sería lógico que yo fuera la persona de quien primero sospechases.

Miley ya estaba negando con la cabeza antes de que él terminara de hablar, y el movimiento hizo que la resplandeciente cortina que formaba su cabello se meciera contra su rostro.
–Tú no harías algo así –dijo con absoluta convicción–. Como tampoco me habrías dejado la primera nota.
Él guardó silencio durante unos instantes, distraído por el placer que le provocaba la confianza que Miley tenía en él.
–¿Qué nota? –Pronunció la última palabra con aspereza.
–Ayer, cuando salí, había una nota en el asiento delantero del coche.
–¿Lo has denunciado?
Ella volvió a negar con la cabeza.
–No era una amenaza concreta.
–¿Qué decía?
La mirada que le dirigió esta vez era ligeramente angustiada, y Nick se preguntó por qué.
–Cito textualmente: Cierra la boca si sabes lo que te conviene.
El café estaba listo. Él se levantó y sirvió una taza para cada uno.
–¿Cómo lo tomas? –preguntó en tono ausente, pues aún seguía pensando en la nota y en el paquete, el cual sí había venido acompañado de una amenaza más concreta. Sintió aletear una furia fría, siniestra, en su interior, apenas controlada.
–Solo.
Le entregó la taza a Miley y volvió a sentarse en la postura original, lo bastante cerca para tocarla. Miley era más experta que nadie en leerle la expresión de la cara, y de hecho debió de ver algo que la alarmó, porque se lanzó a una de aquellas maniobras de desvío típicas de ella.
–Antes tomaba el café con mucho azúcar, pero el señor Gresham es diabético. Decía que era más fácil renunciar a todo lo dulce que hacer el tonto con edulcorantes artificiales, de modo que en aquella casa no había nada que se pudiera usar. Lo habrían comprado para mí si se lo hubiera pedido, pero no quise imponerles...

Si su intención era distraerlo, pensó Nick irritado, lo había conseguido. Incluso reconociendo la maniobra, ésta no perdió efectividad, porque Miley empleó un cebo muy interesante.
–¿Quién es el señor Gresham? –le preguntó, interrumpiendo el torrente de palabras. Sintió el aguijón de los celos y se preguntó si Miley le estaría hablando de algún tipo con el que había vivido antes de mudarse a Prescott.
Aquellos ojos verdes de expresión soñolienta parpadearon al mirarlo.
–Los Gresham eran mis padres adoptivos.
Un hogar adoptivo. Dios santo. Sintió una fría garra que le retorcía las entrañas. Había imaginado que la vida de Miley había continuado de modo muy parecido a como era antes. Siendo realista, un buen hogar adoptivo habría sido preferible con mucho a la clase de vida que había tenido hasta entonces, pero nunca resultaba fácil para los niños perder a su familia, por muy podrida que estuviera, y marcharse a vivir con desconocidos. Encontrar un buen hogar era como echarlo a los dados, en el mejor de los casos. Eran muchos los niños que sufrían abusos en su hogar adoptivo, y para una niña con la apariencia de Miley...
El crujido de la grava indicó la llegada de Mike.
–Quédate aquí –masculló Nick, y salió por la puerta de atrás. Hizo una seña a Mike al tiempo que la forma larguirucha de éste se desdoblaba para apearse del coche patrulla, y fue hasta la parte trasera de la casa, donde había dejado la caja.
Mike fue a su encuentro y contrajo su pecosa cara por el asco al mirar el contenido.



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