martes, 26 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 14


Cuando llegó al coche, Miley chorreaba temblando de arriba abajo, tanto a causa del frío como de la reacción. Le temblaron las manos cuando trató de introducir la llave en la cerradura, y tuvo que hacer varios intentos antes de conseguirlo. Se metió en el coche medio a gatas y se derrumbó contra el volante, con la cabeza apoyada con fuerza contra el frío vinilo. ¡Idi/ota!, pensó violentamente.
¡Tonta!

Tenía que estar loca para haber cedido al ansia de besarlo. Ahora él ya lo sabía, ya no podría ocultárselo durante más tiempo. A cambio de unos pocos instantes de placer, había permitido que viera su debilidad, y ahora Nick sabía que ella lo deseaba. Le ardía la cara por la humillación, sentía como un ácido que le corroía las entrañas. Conocía muy bien a Nick, pues poseía experiencia de primera mano de su carácter despiadado. Era un depredador, y al primer indicio de debilidad se lanzaría directo sobre su presa.

No descansaría hasta hacerla suya; la observación sugerente ocasional se convertiría en verdaderos intentos de seducirla, y lo que acababa de ocurrir demostraba que no podía confiar en su sentido común para resistirse a él. En lo que se refería a Nick, carecía de todo sentido común. Se sintió horrorizada ante la idea de que él pudiera usarla y tirarla, como si se tratara de un Kleenex sexual. Nick la consideraba un clon de su madre, una ramera dispuesta a abrirse de piernas ante cualquiera que estuviera equipado como Dios manda –y a juzgar por lo que había notado, él tenía más que de sobra–, mientras que ella suspiraba por él con aquel enamoramiento infantil que se había transformado en un anhelo muy adulto. No deseaba otra cosa que ser amada por Nick, ser libre de abrir las compuertas de su embalse afectivo; pero él convertiría aquel sueño en una amarga pesadilla, se valdría de su debilidad por él como un medio para herirla, para reducirla a ser, después de todo, otra pu/ta Devlin para ser usada por un Rouillard.

Pese a lo mucho que deseaba quedarse en Prescott, prefería marcharse antes que vivir con aquella humillación, antes que ver el desprecio en sus ojos al mirarla, como ya lo había visto en cierta ocasión. Aún resonaban las palabras de Nick en su mente, una letanía que había oído muchas veces a lo largo de los años: Eres basura. Aquella frase estaba grabada en su subconsciente y con frecuencia afloraba a la superficie para atormentarla.
No. No podría volver a vivir aquello.

Pero por unos instantes había estado en el séptimo cielo. Los brazos de Nick la rodearon y ella fue libre para tocarlo, para acariciarle los hombros y hundir los dedos en la gruesa mata de pelo que llevaba recogida en la nuca. ¿Cómo estaría con el pelo suelto y colgando hasta los hombros? ¿O humedecido de sudor y cayendo hacia adelante al inclinarse sobre ella, con el rostro tenso por la pasión...?

Dejó escapar un gemido, herida por un dulce dolor que sólo él podía aplacar. Miley nunca había sido promiscua; era virgen cuando se casó con Kyle, y éste era el único hombre con el que había hecho el amor. Sin embargo, su castidad era reflejo del horror de ser como Renée, con aquella desagradable asociación de ser la pu/ta del pueblo, más que una falta de interés por el acto en sí. Le gustaba mucho hacer el amor, le gustaba sentir a un hombre dentro de ella, le gustaban los olores y los sonidos, la mezcla de sudor. Cuando disminuyó su pena por la muerte de Kyle, aumentó su deseo de contacto sexual, intensificado por su propia continencia. 

Simplemente no podía tener relaciones sexuales sólo por la satisfacción física, y tras la muerte de Kyle tampoco deseaba una relación emocional. Llevaba cuatro años sin ser abrazada, ni besada, hasta que Nick la tomó en sus brazos y abrió por un instante la puerta del paraíso.

Había en él una fuerte esencia terrenal que avivaba los rescoldos de su fuego sexual. Estaba duro como una piedra, y lo exhibió con descaro; quería que ella lo sintiera, deliberadamente la atrajo hacia sí y la levantó del suelo para hacer presión con su miembro erecto contra el pubis de ella. Estaban en una vía pública, a la luz del día, pero eso no lo había detenido. Aunque aquello fuera Nueva Orleáns, en donde aquellas cosas tal vez no fueran tan insólitas, ella jamás había hecho nada parecido. Siempre se había esforzado por evitar incluso lo que pudiera parecer impropio. Para ella, la respetabilidad y la responsabilidad eran cosas demasiado importantes para permitirse ser acariciada en público, y sin embargo aquello era exactamente lo que había hecho.

Cuando Nick la tocó, se olvidó de todo excepto de la ardiente dicha de estar en sus brazos. Se preguntó con desesperación si, de haber continuado él, lo habría parado o se habría dejado tomar allí mismo, en la calle, como la más vil de las *beep*, ajena a toda decencia, modestia o legalidad siquiera. Le ardía la cara ante la idea de ser detenida por escándalo público o como se dijese.

Estupidez aguda sería un término más apropiado.
Aquello no habría sucedido con nadie que no fuera Nick. Con ningún otro hombre se habría perdido de forma tan total.
Permaneció inmóvil en el asiento del coche, viendo cómo golpeaba la lluvia contra las calles más allá de los pilares de hormigón del aparcamiento, y dejó que el abatimiento le inundara la mente. Quizá siempre había percibido cuál era la verdad, pero la había arrinconado para no verla.
Ya no podía seguir ocultándose del pleno alcance de la realidad.

Había amado a Kyle, había disfrutado de dormir con él, pero era como si sólo se hubiera implicado una mitad de ella misma. Siempre había existido aquella otra mitad, apartada a un lado, que pertenecía, de manera irrevocable, a Nick. A Kyle lo había engañado; tal vez él no lo supo nunca, y sin duda hubo problemas en su matrimonio por culpa de que él bebía, pero desde luego no debería haberse casado con él sin amarlo de verdad. En lo más recóndito de su mente siempre había estado convencida de que algún día volvería a casarse, pero ahora sabia que no podría ser; no podía engañar a otro hombre. Tan sólo existía un hombre al que podría amar plenamente, en cuerpo y alma, sin reservas, y ése era Nick Rouillard. Y precisamente era el hombre al cual no se atrevía a entregarse, porque la destruiría.

Cuando dejó de llover, Nick regresó andando a su hotel y subió a la suite, donde hizo una llamada telefónica a Dallas.
–Truman, búscame una cosa. Tienes ahí una guía de la ciudad, ¿no? Mira a ver si en ella figura una tal Miley Hardy.

Cruzó las piernas a la altura del tobillo y apoyó los pies en la mesita de centro, aguardando mientras su amigo y socio hojeaba el grueso volumen. Un momento después retumbó en su oído el acento de Texas.
–He encontrado dos Miley Hardy, y como diez Hardy más con la inicial E
–¿Alguno de ellos es E D. Hardy?
–Er... No. Hay un F. C. y un F. G., pero no un E D.
–¿Qué ocupaciones tienen?
–Vamos a ver. Una es maestra de escuela, otra está jubilada... –Truman recorrió la lista de ocupaciones. Ninguna encajaba con los escasos datos que Joe poseía de Miley. Quizá Dallas no fuera la ciudad adecuada, después de todo, pero era más probable que Miley se hubiera negado a figurar en la guía de la ciudad.
–Está bien, me parece que por ahí llegamos a una vía muerta. Busca Margot Stanley; se deletrea M-a-r-g-o-t.
Truman soltó un resoplido.
–¿Estás seguro de que no es M-a-r-g-a-u-x? ¿No es así como lo escribe la gente de moda últimamente?
–Búscalo de las dos formas.
Se oyó el ruido de más páginas al pasar y a Truman tarareando por lo bajo. Luego hubo una pausa.
–Aquí hay un montón de Stanleys.
–¿Ves alguna Margot, en la versión americana o en la «de moda»?
–Sí, aquí hay una Margot en versión americana.
–¿Dónde trabaja?
–En Holladay Travel.
–Compruébalo y entérate de si es la propietaria.
Más tarareo.
–Bingo –dijo Truman–. La propietaria es M D. Hardy.
–Gracias –dijo Nick, divertido al ver lo fácil que había sido, después de todo.
–A tu disposición.

Nick colgó el teléfono y reflexionó sobre lo que acababa de descubrir. Miley era la dueña de una agencia de viajes. Bien por ella, pensó, inexplicablemente complacido. Siguiendo una corazonada, cogió del escritorio la guía de Nueva Orleans y consultó las páginas amarillas. Allí estaba el anuncio, discreto y elegante: «Holladay Travel. Usted disfrute de sus vacaciones y déjenos a nosotros las preocupaciones».

Así que tenía por lo menos dos sucursales, y probablemente más, lo cual explicaba que hubiera podido pagar la casa al contado. Sonrió al recordar la sonrisita de satisfacción con que rechazó su oferta de recomprarle la casa. Pero si le iban tan bien las cosas, ¿por qué quería mantenerlo tan en secreto? ¿Por qué no lo publicaba por todo Prescott para demostrar a todo el mundo que una Devlin era capaz de salir de aquel montón de mie/rda? ¿Por qué había interrumpido a Margot de aquella manera tan obvia y le había impedido que diese más información de la que ella ya había dejado que se filtrara?

No hacía falta ser un científico espacial para imaginárselo. Miley tenía miedo de que él hiciera algo para sabotear su negocio. No sólo poseía gran influencia en Luisiana y sus alrededores, sino que además acababa de decirle que era dueño de un hotel en una ciudad que vivía del turismo. Le resultaría fácil causar problemas a su agencia, y era evidente que _Miley esperaba que hiciera precisamente eso. No tenía muy buena opinión de él, pensó con ironía.
Diablos, ¿cómo no iba a tenerla? Doce años atrás, en una calurosa noche de verano, él la había hundido en la mie/rda. Después de aquella noche, probablemente se lo imaginaba como el demonio en persona.

Tan sólo una hora antes la había asustado agarrándola del brazo sin ninguna ceremonia, desde atrás, aunque Caperucita Roja resultó estar más furiosa que asustada; se había puesto a golpearlo, con aquellos ojos verdes entrecerrados y brillantes por la determinación. Y luego a él no se le había ocurrido otra cosa que magrearla en una vía pública, agarrarle el trasero, levantarla del suelo y frotarle su po/lla contra el pubis. No era de extrañar que huyera de él cuando por fin se vio libre.

Excepto... que no había protestado. En lugar de eso se mostró tan ardiente y cariñosa que ahora se sintió embriagado al recordarla en sus brazos, amoldada a la forma de su cuerpo. Estaba tensa y temblando de deseo, vibrante. Su reacción lo noqueó, lo impresionó de tal modo que aún no se había recuperado. Por un momento se vio cegado por la lujuria, insensible a todo excepto la acuciante necesidad de estar dentro de ella. Si no lo hubiera sobresaltado aquel trueno, quizás hubiera intentado tomarla allí mismo, de pie en el portal, con la gente pasando a menos de un metro de ellos. No recordaba haberse sentido nunca tan irracional por una mujer de forma que nada más le importase, pero Miley lo había reducido a aquel nivel con sólo un beso.

Sólo un beso, dulce y picante al mismo tiempo, tan ardiente que lo abrasó. Su lengua, enroscada en la suya en el juego del amor. La sensualidad sin reservas en el modo en que ella lo succionó. La presión de su cuerpo, ávida e instintiva. Miley lo deseaba, con tanta violencia como él la deseaba a ella.

Su memoria recreó la robusta plenitud de las nalgas de Miley en sus manos, y cerró los puños con fuerza para reprimir el hormigueo que sentía en las palmas. Era peor de lo que había pensado, aquel insistente deseo de poseerla. No estaba acostumbrado a reprimir sus apetitos sexuales, pero las barreras que se alzaban entre ellos eran a la vez sólidas y exasperantes. Estaba su madre, que se había retraído totalmente cuando se enfrentó a la humillación de que su marido la dejara por la pu/ta de la ciudad. Mónica, con las muñecas cercenadas y la sangre encharcándose a sus pies; la palidez de su rostro era otra imagen que no olvidaría jamás. 

Luego estaban sus propios sentimientos, la rabia y el dolor de verse abandonado por su padre. Pero las barreras no estaban todas en su lado; entre Miley y él flotaba el recuerdo de aquella noche, un Muro de Berlín mental, demoledor y sin paliativos. Demasiado dolor, demasiadas razones.

Pero a sus cuerpos eso les importaba un comino.
Así era, en resumidas cuentas. Él no era un donjuán, pero estaba claro que siempre le había resultado fácil tener relaciones sexuales. Sin embargo, en su dilatada experiencia nada lo había preparado para aquella... fiebre. No podían mirarse el uno al otro sin sentir aquel calor. Y cuando se tocaban, era como una hoguera.

Paseó nervioso por la habitación, tratando de encontrar un modo de salvar aquellas barreras.
Miley no podía quedarse en Prescott, eso era pedirle demasiado a su familia. No, no podía cejar en su empeño de hacerle la vida imposible a Miley, aunque de todos modos no había mucho que él pudiera, o quisiera, hacer. La había incomodado, y punto. No podía ponerse a acosarla de verdad.

Miley no se lo merecía; ella también era una víctima. Había trabajado con ahínco para ser algo en la vida, y lo había logrado. Si no fuera por la familia, él la recibiría con los brazos abiertos. Y también con la bragueta abierta, pensó con ironía, sintiendo el hormigueo de la excitación en la ingle.
Pero no iba a poder convencer a su familia, no podía cambiar sus sentimientos, de modo que Miley tendría que marcharse. Quizá no muy lejos. Tal vez pudiera persuadirla de que se mudase a Baton Rouge o incluso a alguno de los pueblos que rodeaban Prescott. Un sitio fuera de la parroquia, pero que estuviera lo bastante cerca para poder verse. Miley había cometido un error estratégico al permitirle ver lo mucho que lo deseaba, porque ahora él podría servirse de eso para convencerla de que se mudara. Aquí no podemos estar juntos. Vete a otra parte, y nos veremos tan a menudo como sea posible. Aquello no iba a gustarle a Miley; lo más probable era que lo mandase a la mie/rda, de momento. Pero la fiebre no desaparecería, seguiría bullendo en ella igual que bullía en él. Si aprovechaba cualquier oportunidad para avivar las llamas, ella terminaría viendo las cosas como las veía él, suponiendo que los dos no acabaran quemándose entre tanto.

Miley podría quedarse con la casa de Prescott, si el hecho de venderla le parecía renunciar a demasiado. Él le compraría otra nueva, donde se le antojara.
Se enfrentaba a dos hechos: Miley tenía que marcharse de Prescott, y él tenía que hacerla suya.
Hiciera falta lo que hiciera falta, tenía que poseerla.

–Estoy de acuerdo con usted –dijo el señor Pleasant, bebiendo un sorbo del té helado que le había ofrecido Miley–. Yo creo que Guy Rouillard está muerto, y que lleva así doce años.

Aquel día venía vestido con un traje de crespón de algodón de color azul claro; habría resultado vulgar si no fuera porque le sentaba estupendamente, si la camisa blanca no estuviera inmaculada y la corbata, impecable. En el señor Pleasant, un traje de crespón de algodón parecía elegante. Sus ojos habían perdido parte de aquella tristeza, sustituida por una chispa de interés.

Estaban sentados en el cuarto de estar, refrescado por el aire acondicionado. Miley se sorprendió cuando recibió su llamada; sólo habían transcurrido dos días desde que contrató sus servicios. Pero allí estaba, con un cuaderno apoyado en la rodilla.
–No hay rastro de él desde la noche en que desapareció –informó–. No existen compras con tarjeta de crédito, ni reintegros bancarios, ni pagos de impuestos de la Seguridad Social ni declaraciones de renta. El señor Rouillard no era un delincuente, así que no necesitaba cambiar de nombre ni desaparecer de forma tan fulminante. Así pues, lo más lógico es que esté muerto.

Miley lanzó un profundo suspiro.
–Eso es lo que había pensado yo. Pero quería asegurarme antes de empezar a hacer preguntas.
–Supongo que será consciente de que, si lo asesinaron, las preguntas que haga pondrán muy nervioso a alguien. –Tomó otro sorbo de té–. La situación podría volverse peligrosa para usted, querida. Tal vez sería mejor no levantar la liebre.
–Ya he pensado en la posibilidad de que haya peligro –admitió Miley–. Pero teniendo en cuenta la relación que tenía mi madre con él y el hecho de que todo el mundo cree que se fugaron juntos, a nadie sorprenderá mi interés. Mi descaro, puede, pero no mi interés.

Él rió levemente.

–Supongo que dependerá de cómo sean las preguntas. Si usted se presentara y dijera que en su opinión el señor Rouillard fue asesinado, eso atraería gran atención. –Se puso serio y suavizó el tono–. Mi consejo es que lo olvide. El asesinato, si es que lo hubo, tuvo lugar hace doce años. El tiempo borra muchas huellas, y usted no tiene pruebas que le indiquen por dónde empezar. Es probable que no encuentre nada, pero en cambio puede ponerse en peligro.
–¿Ni siquiera intentar averiguar lo que sucedió? –preguntó Miley con suavidad–. ¿Y dejar impune un asesinato?
–Ah. Está usted pensando en la justicia. Es un concepto maravilloso, si uno dispone de medios para llevarlo a la práctica. Pero en ocasiones hay que sopesar la justicia con otras consideraciones, y por medio está la realidad. Probablemente al señor Rouillard lo asesinaron. Probablemente su madre esté implicada, por el hecho de saberlo, si no de haber tomado parte. ¿Podría asimilar eso? ¿Y si murió de forma accidental pero ella fuera acusada de homicidio? El nombre de Nick Rouillard es muy poderoso; ¿cree usted que él dejaría sin castigar la muerte de su padre? Lo peor que podría pasar, naturalmente, es que su muerte no haya sido accidental. En ese caso, querida, estaría usted claramente en peligro.
Miley suspiró.
–Mis motivos para querer averiguar lo que le ocurrió no son enteramente altruistas. De hecho, son más bien egoístas. Quiero vivir aquí, éste es mi hogar, aquí es donde crecí. Pero no seré aceptada mientras todo el mundo piense que Guy se fugó con mi madre. Los Rouillard no quieren verme aquí, Nick está poniéndome las cosas difíciles. No puedo hacer la compra en Prescott, no puedo ponerle gasolina al coche. A no ser que demuestre que mi madre no tuvo nada que ver con la desaparición de Guy, jamás tendré un amigo en este lugar.
–¿Y si demuestra que ella lo mató? –preguntó suavemente el señor Pleasant.

Miley se mordió el labio e hizo girar el vaso frío y húmedo entre las manos.
–Ése es un riesgo que tendré que correr. –Lo dijo en voz baja, casi inaudible–. Sé que si ella es culpable no podré vivir aquí. Pero saber lo que ocurrió de verdad, por muy malo que sea, no lo será tanto como no saberlo. Es posible que no descubra nada, pero voy a intentarlo.
El detective suspiró.
–Ya imaginaba que diría eso. Si no le importa, me gustaría hacer unas cuantas preguntas por la ciudad, sólo por curiosidad. A lo mejor la gente me dice algo que no le diría a usted.
Aquello era cierto. Ahora que se sabía quién era, la mayoría de la gente se cerraría alrededor de ella antes que desafiar a Nick. Aun así, el señor Pleasant ya había terminado el trabajo para el que Miley lo había contratado.
–No puedo permitirme que investigue más –dijo sinceramente.
Él agitó la mano para desechar la idea.
–Esto es por curiosidad mía. Siempre me han gustado los buenos misterios.
Miley lo miró dudosa.
–¿Alguna vez eso le ha impedido cobrar los honorarios normales ?
–Pues no –admitió él, riendo–. Pero no necesito el dinero, y me gustaría saber qué le sucedió al señor Rouillard. No sé cuánto tiempo podré seguir trabajando, tal como está mi corazón. 

Probablemente no será mucho, de modo que voy a emplear el tiempo sólo en casos que me interesen. En cuanto al dinero... Bueno, digamos que en este momento no me hace mucha falta.
Ahora que su mujer había fallecido, quiso decir. De pronto se enfrascó en repasar sus notas, y Miley supo que estaba luchando una vez más por contener las lágrimas. Le concedió la dignidad del fingimiento y le preguntó si quería un poco más de té helado.
–No, gracias. Estaba delicioso, perfecto para este calor. –Se puso de pie y se estiró el traje de crespón de algodón–. Le informaré si obtengo alguna respuesta interesante. ¿Hay algún motel en la ciudad?

Miley le indicó cómo llegar al motel mientras salía con él al porche.
–Cene conmigo esta noche –lo invitó en un impulso, pues no le gustaba la idea de que cenase solo apañándose con un bocadillo.
Él se sonrojó hasta la raíz del pelo.
–Será un placer.
–¿Le importaría que cenemos a las seis? Prefiero que sea temprano.
–Yo también, señora Hardy. A las seis, entonces.
Sonreía cuando se encaminó alegre y satisfecho en dirección a su coche. Miley lo contempló arrancar y marcharse y después regresó al trabajo que había dejado abandonado al llegar él. Estaba deseando que llegara la hora de cenar; decididamente había desarrollado un sentimiento de ternura por el señor Pleasant.

El detective llegó puntual a las seis, tal como ella había previsto, y se sentaron a dar cuenta de una cena ligera a base de chuletas de cerdo a la brasa, arroz al azafrán y judías verdes. Él no dejaba de mirar a su alrededor, absorbiendo los pequeños detalles: las servilletas de lino almidonado, el fragante centro de diminutas rosas silvestres, los aromas de la comida casera, y Miley supo que echaba de menos todo aquello desde la muerte de su esposa. Se recrearon en el postre, un sorbete de limón con el grado exacto de acidez. Hablar con él resultaba fácil; era muy anticuado, y a Miley eso le pareció reconfortante. Había sido tan escasa la consideración de cualquier tipo que tuvo durante niñez que ahora la apreciaba doblemente.

Eran casi las ocho cuando alguien llamó a la puerta con un único golpe. Miley se puso rígida; no necesitaba abrir para saber quién esperaba al otro lado.
–¿Ocurre algo malo? –preguntó el señor Pleasant, demasiado perspicaz para no darse cuenta del cambio de su semblante.
–Creo que está usted a punto de conocer a Nick Rouillard –dijo ella al tiempo que se levantaba y se dirigía a la puerta. Como de costumbre, el corazón le latía demasiado deprisa y con demasiada violencia ante la perspectiva de ver a Nick, de hablar con él. Aquello no había cambiado en más de quince años; bien podía seguir teniendo once años, obnubilada por su héroe.

Estaba anocheciendo, los largos días de primavera se resistían a ceder su luminosidad. La silueta de Nick se recortaba contra el pálido color ópalo del cielo, una figura alta y de hombros anchos, sin rostro.
–Espero no haberte interrumpido –dijo, pero había en su tono una connotación dura que indicó a Miley que le importaba un bledo si la interrumpía o no.
–Si así fuera, no habría abierto la puerta –repuso ella al tiempo que le franqueaba el paso. No pudo borrar el desafío que se advertía en su propia voz, aunque intentó suavizarlo por respeto al señor Pleasant.

La sonrisa de Nick no fue más que un acto de enseñar los dientes cuando se volvió hacia el señor Pleasant, el cual se había levantado cortésmente de su asiento al entrar él. De pronto la habitación pareció demasiado pequeña, llena y dominada por la presencia masculina y vital de Nick, repartida en su metro noventa de estatura. Llevaba una camisa blanca, vaqueros negros y botas de tacón bajo, y tenía más que nunca el aspecto de un pirata. Sus dientes lanzaban destellos blancos, igual que el minúsculo diamante que llevaba en la oreja.
–Ya hemos terminado de cenar –dijo Miley en tono neutro, recuperando el control–. Señor Pleasant, éste es Nick Rouillard, un vecino. Nick, Francis Pleasant, de Nueva Orleáns.

Nick le tendió la mano, que engulló la del detective, más pequeña.
–¿Amigo o socio? –preguntó, como si tuviera derecho a aquella información.
Al señor Pleasant le chispearon los ojos, y arrugó la boca con gesto pensativo al tiempo que recuperaba su mano.
–Bueno, yo diría que ambas cosas. ¿Y usted? ¿Es amigo, además de vecino?
–No –dijo Miley.
Nick le lanzó una mirada rápida y dura.
–No exactamente –dijo.
Los ojos del señor Pleasant chispearon aún más.
–Comprendo. –Cogió la mano de Miley y se la llevó a los labios para un beso de cortesía y después le depositó otro en la mejilla–. Tengo que irme, querida, mis viejos huesos quieren descansar últimamente mi horario parece el de un bebé. Ha sido una cena encantadora. Gracias por invitarme.
–El placer ha sido mío –dijo ella, palmeándole la mano y besándolo en la mejilla a su vez.
–Llamaré –prometió cuando se dirigía a la puerta. Igual que había hecho por la mañana, Miley aguardó en el umbral hasta que él estuvo en el coche y se despidió con la mano cuando dio marcha atrás para salir del camino de entrada.

Luchando por controlar el pánico, cerró la puerta y se volvió para mirar de frente a Nick, el cual se había ido acercando despacio hasta quedar apenas a medio metro detrás de ella. Tenía los ojos oscurecidos por la cólera.
–¿Quién demonios es? –rugió–. ¿Tu viejo protector? ¿Mezclaste negocios y placer en Nueva Orleáns, o es que para ti todo es negocio?
–No es asunto tuyo –repuso Miley en tono terminante. Lo miró con expresión de furia, luchando por reprimir aquel pequeño ataque de ira sin lograrlo del todo. El señor Pleasant era cuarenta años mayor que ella, pero, naturalmente, el primer pensamiento de Nick había sido que se acostaba con él.
Se acercó un paso más, anulando la escasa distancia que los separaba.
–Por supuesto que es asunto mío, lleva dos días siéndolo.

Las mejillas de Miley se tiñeron de un intenso rubor ante aquella referencia a lo que había pasado entre ellos en Nueva Orleáns

1 comentario:

  1. hahhha bitch cuando fue que subiste tanto?? comento para saber donde quede, porque me perdi =D me encanta hahha estupido Nick cree que Miley es una puta

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