viernes, 22 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 10


El semblante de Margot se relajó súbitamente, y de pronto Miley comprendió lo alarmante que podía resultar aquella decisión para sus empleados.
–Todo va a seguir exactamente igual que antes, con dos pequeñas excepciones.
–¿Cómo de pequeñas? –preguntó Margot, suspicaz.
–Bueno, para empezar, yo me voy a vivir a Prescott. Cuando el señor Bible me encuentre una casa, instalaré allí un fax, un ordenador y una fotocopiadora para estar en contacto contigo, aunque sea electrónico, tal como estoy ahora.
–De acuerdo, ésa es una. ¿Cuál es la otra?
–Que tú serás la encargada de todas las sucursales. Una directora de distrito, podríamos llamarlo, excepto que hay un solo distrito y tú eres la única directora. No te importará viajar, ¿no? –preguntó Miley, preocupada de pronto. Se había olvidado de tomar aquel detalle en cuenta al hacer los planes.

Margot enarcó las cejas en un gesto de incredulidad.
–¿Importarme a mí? Querida, ¿estás mal de la cabeza? ¡Me encanta viajar! Se podría decir que amplía mi coto de caza, y Dios sabe que a los tíos mejores de por aquí ya les he dado oportunidades suficientes para que tengan una vida llena de emociones. Además, nunca supone un trabajo ir a Nueva Orleáns.
–Y a Houston, y a Baton Rouge.
–En Houston hay vaqueros, en Baton Rouge franceses... Mmnn –dijo Margot, pasándose la lengua por los labios–. Tendré que volver a Dallas a descansar.

Su plan fue encajando sin tropiezos, pero porque Miley se tomó muchas molestias para que así fuera. Obtuvo gran satisfacción de sus esfuerzos; a los catorce años se encontraba desvalida, pero ahora poseía recursos propios, y cuatro años en el mundo de los negocios le habían proporcionado un montón de contactos.
Con la ayuda del señor Bible, rápidamente encontró y se decidió por una casa pequeña que estaba en venta. No se hallaba en Prescott, sino que estaba situada a unos tres kilómetros de la ciudad, al borde de la finca de los Rouillard. El hecho de comprarla supuso un buen mordisco para sus ahorros, pero la pagó al contado para que Nick no pudiera tirar de ningún hilo en el caso de una hipoteca y causarle problemas. Ahora sabía lo bastante para prever los pasos que él podría dar para dificultarle las cosas, y sabía cómo contrarrestarlos. Le proporcionaba gran placer saber que estaba superándolo en táctica y que él no se enteraría de nada hasta que fuera demasiado tarde para detenerla.

Muy silenciosamente, manejándolo todo por medio de la agencia para que su nombre no apareciera en ninguna parte y no pudiera provocar la alerta, mandó que conectasen los servicios, que limpiasen la casa, y seguidamente, con sumo placer, trasladó sus muebles a su nuevo hogar.
Sólo un mes después de que Nick la expulsara de la ciudad por segunda vez, Miley penetró con su coche en el camino de entrada de su nueva casa y la contempló con extrema satisfacción.

No había sido una compra a ciegas. El señor Bible le envió fotos de la casa, tanto del interior como del exterior. La vivienda era pequeña, sólo tenía cinco ambientes y había sido construida en los años cincuenta, pero había sido remodelada y modernizada con vistas a venderla. El dueño anterior había hecho un buen trabajo; el nuevo porche delantero recorría toda la fachada, y en un extremo había un columpio que invitaba a los nuevos inquilinos a disfrutar del buen tiempo. Unos ventiladores situados a cada extremo del techo garantizaban que el calor no sería demasiado insoportable. 

También había ventiladores en cada habitación de la casa.
Los dos dormitorios eran del mismo tamaño, de modo que escogió el posterior para ella y convirtió el otro en un despacho. Había solamente un baño, pero como ella era una sola persona, no esperaba tener problemas en ese sentido. El cuarto de estar y el comedor eran agradables, pero lo mejor de la casa era la cocina. Era evidente que había sido remodelada hacía unos años, porque no se imaginaba que nadie se gastase dinero en reformar una cocina a su gusto cuando con un estilo más estándar valdría para vender la casa y costaría mucho menos. A quienquiera que fuera le gustaba cocinar. Había una placa de seis fuegos, además de un de horno microondas y otro convencional. Los armarios cubrían una pared entera, desde el suelo hasta el techo, lo que proporcionaba espacio suficiente para almacenar comida para un año. En lugar de una isleta, el centro de la cocina lo ocupaba una mesa de dos metros con tabla para cortar que ofrecía abundante espacio para aventuras culinarias. A Miley no la entusiasmaba tanto cocinar, pero le gustó la estancia. En realidad estaba encantada con la casa entera. Era el primer lugar para vivir que realmente le pertenecía; los apartamentos no contaban porque eran alquilados. Aquella casa era suya. Era un verdadero hogar.

Bullía de felicidad por dentro cuando fue al centro de Prescott para hacer la compra y solventar dos pequeños asuntos. La primera parada fue el palacio de justicia, donde compró una matrícula de Luisiana para el coche y solicitó el permiso de conducir de Luisiana. A continuación, la tienda de comestibles. Fue un sutil placer comprar sin fijarse en el precio en la misma tienda en la que en otro tiempo el propietario la seguía desde que entraba y controlaba todos sus movimientos para cerciorarse de que no se metía algo en el bolsillo y se iba sin pagarlo. Morgan se llamaba, Ed Morgan. Su hijo pequeño estaba en la clase de Jodie.

Se entretuvo en seleccionar la fruta y las verduras, metiéndolas por separado en bolsas de plástico y cerrando cada una con una cinta verde. Del almacén salió un hombre de pelo gris con un delantal lleno de manchas, cargando con una caja de plátanos que empezó a colocar en una balda casi vacía. Lanzó una mirada a Miley y volvió a mirarla, abriendo los ojos con incredulidad.
Aunque ahora tenía mucho menos pelo y el que le quedaba había cambiado de color, a Miley no le costó reconocerlo: era el hombre en el que estaba pensando.
–Hola, señor Morgan –le dijo amablemente mientras empujaba el carrito–. ¿Cómo está?
–R-Renée –balbuceó él, y hubo algo en la forma de pronunciar aquel nombre que dejó helada a Miley y la hizo mirarlo con otros ojos. ¡Por Dios, él también! Bueno, ¿por qué no? Guy Rouillard no siempre estaba disponible, y Renée no era una mujer que hiciera ascos a nada.
Su sonrisa se esfumó y dijo en tono gélido:
–No, no soy Renée. Soy Miley, la hija pequeña. –Se sintió furiosa en nombre de la niña que fue, constantemente humillada por verse tratada como una ladrona, cuando durante todo aquel tiempo el hombre que se preocupaba tanto de seguirla por la tienda formaba parte de la pandilla de perros hambrientos que babeaban por su madre.

Empujó el carrito por el pasillo. La tienda no era grande, de modo que oyó el murmullo de voces cuando el tendero corrió a contarle a su mujer quién era ella. No mucho después, se dio cuenta de que llevaba detrás una sombra. No reconoció al muchacho adolescente, que también llevaba un delantal largo y con lamparones y que se sonrojó con embarazo cuando ella lo miró, pero resultaba obvio que alguien le había dicho que se cerciorase de que todo iba a parar al carro y no al bolso.

Tuvo un acceso de ira, pero lo controló y se esforzó por no darse prisa. Cuando ya hubo cogido todo lo que llevaba apuntado en la lista, dirigió el carro hacia la caja y empezó a descargarlo.
La señora Morgan estaba en la caja registradora cuando Miley entró en el establecimiento, pero el señor Morgan se había hecho cargo de aquella tarea y ahora su esposa miraba con toda atención desde el pequeño cubículo que hacía las veces de oficina. Observó los artículos que Miley estaba descargando.
–Más vale que tenga dinero para pagar todo esto –dijo el hombre en tono desagradable–. Miro mucho de quién acepto un cheque.
–Yo siempre pago en efectivo –replicó, Miley con frialdad–. Miro mucho a quién dejo ver el número de mi cuenta.

Transcurrieron unos instantes hasta que el tendero se dio cuenta de que Miley lo había insultado pagándole con la misma moneda, y se sonrojó violentamente.
–Cuidado con lo que dice. No tengo por qué tolerar esa forma de hablar en mi establecimiento, sobre todo de gente como usted.
–Claro. –Miley le sonrió y habló en tono bajo–. No era usted tan escogido cuando se trataba de mi madre, ¿verdad?

El rubor desapareció de la cara del hombre tan bruscamente como había aparecido. Quedó pálido y sudoroso, y lanzó una mirada fugaz a su esposa.
–No sé de qué me está hablando.
–Bien. Pues entonces procure que no vuelva a surgir este tema. –Extrajo su cartera y aguardó. El señor Morgan empezó a pasar los artículos por el mostrador marcando los precios. Miley miraba cada precio conforme él lo iba sumando, y lo detuvo en una ocasión–. Esas manzanas están a un dólar veintinueve el kilo, no a un dólar sesenta y nueve.

El hombre se ruborizó otra vez, furioso de que ella lo hubiera pillado en un error. Por lo menos Miley suponía que había sido un error y no un intento deliberado de engañarla. La joven iba a cerciorarse de repasar todos los artículos en el recibo antes de salir de la tienda, iba a darle a probar lo que era que a uno lo considerasen deshonesto automáticamente. En otro tiempo se habría retraído, profundamente humillada, pero aquella época había quedado atrás.

Cuando el señor Morgan sumó el total, Miley abrió la cartera y sacó seis billetes de veinte dólares. Normalmente, su factura de la compra era menos de la mitad de aquella cantidad, pero es que había dejado que se agotasen muchas cosas en vez de tomarse la molestia de trasladarlas, de modo que tuvo que reponer las existencias. Vio que el tendero miraba el dinero que quedaba en la cartera y supo que rápidamente correría por toda la ciudad el rumor de que Miley Devlin había vuelto, y exhibiendo un fajo de dinero como para parar un tren. Nadie creería que lo había ganado de forma honrada.

No podía decirse a sí misma que no le importaba lo que pensara la gente; siempre le había importado. Aquélla era una de las razones por las que había vuelto, para demostrarles a ellos que no todos los Devlin eran gentuza, y para demostrarse a si misma que no era basura. Sabía racionalmente que ella era respetable, pero aún no lo sabía en su corazón, y no lo sabría hasta que los habitantes de su ciudad natal la aceptaran. No podía divorciarse de Prescott; aquella ciudad había contribuido a dar forma a lo que era como persona, y tenía profundas raíces en ella. Pero el hecho de desear ser aceptada por aquella gente no significaba que fuera a dejar que cualquiera la insultara y saliera impune. De niña era discretamente obstinada en cuanto a salirse con la suya, pero en los doce años que habían transcurrido desde entonces, había crecido y había aprendido a defenderse.

El mismo chico que la había seguido en el interior de la tienda la ayudó a llevar las bolsas al coche. Calculó que tendría unos dieciséis años, sus articulaciones todavía conservaban la holgura propia de la infancia y las manos y los pies eran demasiado grandes para el resto.
–¿Eres familia de los Morgan? –le preguntó mientras se dirigían al aparcamiento, él empujando el carrito.

El chico se ruborizó ante aquella pregunta personal.
–Er... sí. Son mis abuelos.
–¿Cómo te llamas?
–Jason.
–Yo soy Miley Hardy. Antes vivía aquí, y acabo de volver para quedarme.
Se detuvo frente a su automóvil y abrió el maletero. Como la mayoría de los adolescentes, al chico le interesaba todo lo que tuviera cuatro ruedas, y le echó un buen vistazo. Miley se había comprado un sedán sólido y fiable en lugar de un deportivo; para los negocios era mejor un sedán, y de todas formas había que tener una actitud determinada para ir por ahí al volante de un deportivo, una actitud que Miley no había tenido nunca. Siempre había sido más madura de lo que indicaba su edad, y para ella la estabilidad y la seguridad eran mucho más importantes que la velocidad y una imagen impresionante. Pero el coche, de un verde oscuro y estilo sofisticado europeo, tenía menos de un año y una cierta elegancia, a pesar de toda su fiabilidad.
–Tiene un coche muy bonito –se sintió impulsado a comentar Jason mientras trasladaba la compra al maletero.
–Gracias.
Miley le dio una propina, y él contempló el dólar con sorpresa. De aquel detalle dedujo que o bien en Prescott no se estilaba dar propinas, o bien la gente solía cargar ella misma con la compra y a él lo habían presionado para que la ayudase y así viera si tenía el coche limpio o algo parecido.
Sospechó esto último; el cotilleo de la gente de las poblaciones pequeñas no conocía límites.

Un Cadillac pequeño y blanco entró en el aparcamiento mientras Miley abría la portezuela del coche y frenó bruscamente al llegar a su altura. Miley levantó la vista y vio a una mujer que la miraba fijamente, estupefacta. Tardó unos instantes en reconocer a Mónica Rouillard, o como se apellidase ahora. Las dos mujeres se miraron de frente la una a la otra, y Miley se acordó de que Mónica siempre se esforzaba especialmente en ser desagradable con los Devlin, a diferencia de Nick, que los había tratado con bastante normalidad hasta que desapareció Guy.
A pesar de sí misma, Miley sintió un ramalazo de lástima; si sus sospechas eran ciertas, el padre de ambos estaba muerto y ellos habían pasado todos aquellos años sin saber lo que le había sucedido.
Los Devlin habían sufrido por causa de los actos de Guy, pero también habían sufrido los Rouillard.
Incluso en el interior del coche, Miley advirtió lo pálida y tensa que parecía Mónica al mirarla.

Aquélla era una confrontación que mejor sería posponer; aunque su intención era mantenerse firme, no había necesidad de exhibir su presencia en las narices de los Rouillard. De modo que volvió el rostro, se subió al coche y encendió el motor. Mónica le bloqueaba el paso de tal forma que no podía dar marcha atrás, pero el sitio de aparcamiento que tenía delante estaba vacío, así que no necesitaba recular. Simplemente salió pasando por aquel espacio y dejó a Mónica aún sentada y con la vista fija en ella.

Cuando llegó a casa se encontró con varios faxes que la esperaban, todos de Margot. Colocó en su lugar las cosas que había comprado antes de sentarse en el despacho a atender los problemas que hubieran surgido. Le gustaba el mundo de las agencias de viajes; no carecía de su dosis de crisis y quebraderos de cabeza, pero la mayor parte del tiempo, por la propia naturaleza de aquel negocio, los clientes estaban animados y contentos. La labor de la agencia consistía en asegurarse de que sus vacaciones se reservasen correctamente, con alojamiento seguro. 

Desviaban suavemente a los clientes de los paquetes turísticos que no resultaban apropiados. Por ejemplo, una familia con niños pequeños probablemente no estaría muy contenta con un crucero en un barco cuyas diversiones estaban pensadas más bien para los adultos. Sus empleados sabían encargarse de cosas así. La mayoría de los problemas con que se tropezaba eran de índole muy distinta. Había una nómina que pagar, impresos de impuestos que rellenar, un interminable desfile de papeles. Miley había decidido seguir encargándose de la nómina, con la información pertinente que le enviarían todos los lunes por la mañana desde las cuatro sucursales. Haría el papeleo, prepararía los cheques y los mandaría por correo urgente el miércoles por la mañana. Aquélla era una solución factible, y disfrutaría enormemente de la comodidad de trabajar en casa.

El mayor inconveniente era seguir trabajando con los bancos de Dallas, tanto en el aspecto profesional como en el personal, pero había decidido no transferir sus fondos a Prescott, ni siquiera a Baton Rouge; la influencia de los Rouillard tenía brazos muy largos. No había investigado si la familia era la propietaria del banco nuevo que había en la ciudad porque en realidad no importaba; fueran los dueños o no, Nick poseería una gran influencia. En la banca existían normas y leyes, pero en aquella parte del estado los Rouillard eran la ley para ellos mismos. A Nick le resultaría fácil obtener el saldo de sus cuentas, hasta las copias de los cheques anulados. No le cabía duda de que también podría causarle problemas retrasando hasta el último momento el crédito para los cheques depositados y haciendo que sus propios cheques fueran incobrables. No, lo mejor era seguir teniendo la cuenta en Dallas.

Oyó crujir la grava del camino de entrada, y al asomarse por la ventana vio un brillante jaguar de color gris metalizado que se detenía frente a la casa. Resignada, dejó caer de nuevo la cortina y separó su silla de la mesa del despacho. No le hacía falta ver quién salía del coche para saber quién venía a verla, de igual modo que sabía que no se trataba precisamente del comité de bienvenida.
Fue al cuarto de estar y abrió la puerta al oír las pisadas en el porche.
–Hola, Nick. Pasa, por favor. Veo que ya no tienes tu Corvette.

La sorpresa brilló en los ojos del aludido al cruzar el umbral y abrumarla inmediatamente con su tamaño. No se esperaba que ella lo invitase tranquilamente a entrar, el conejo ofreciendo hospitalidad al lobo en su madriguera.
–Ahora voy más despacio que antes en muchas cosas– dijo lentamente.
Miley tenía en la punta de la lengua decir: «Mejor, supongo» pero se contuvo. Dudaba de que Nick Rouillard le hiciera observaciones sugerentes a ella precisamente, y si se las tomaba como tales, él pensaría que era justo lo que cabía esperar de una Devlin. Entre ellos no había espacio para el coqueteo normal.

Aquel día de finales de la primavera hacía calor, y Nick llevaba una camisa blanca de algodón, floja y abierta en el cuello, y pantalones de lino de color caqui. Por el cuello de la camisa le asomaba una porción de vello negro y rizado, y Miley se obligó a sí misma a mirar a otra parte, consciente de una súbita dificultad para respirar. Él traía consigo el aroma fresco y terrenal a sudor limpio y el clásico olor almizclado del hombre. Ella nunca había logrado decidir qué color tenía, pensó azorada, inhalando aquel aroma complejo y sutil. El impacto físico que le produjo hizo que se bloqueasen todos sus sentidos, igual que siempre. No había cambiado nada. Lo que la impresionó no fue lo imprevisto de verlo; las viejas reacciones de antaño seguían allí, igual de potentes, sin haber sido atenuadas por la madurez ni por el paso del tiempo. Lo miró con rabia oculta, impotente. Dios, aquel hombre no había hecho otra cosa que hundirla en el polvo, y no dudaría en hacerlo de nuevo; ¿qué demonios le pasaba para no ser capaz de verlo sin experimentar automáticamente aquel hormigueo de excitación?

Nick estaba demasiado cerca de ella, junto a la puerta, mirándola fijamente con sus ojos oscuros y entrecerrados. Se apartó para darse a sí misma un poco de espacio para respirar. Le resultaba demasiado imponente físicamente, veinticinco centímetros más alto que ella y con aquel cuerpo de atleta, duro y esbelto. Tendría que ponerse de puntillas siquiera para darle un beso en el hueco de aquella garganta musculosa y bronceada. Aquel pensamiento aberrante la sobresaltó, la conmocionó, y ocultó su expresión de manera instintiva. De ningún modo podía permitir que Nick supiera que ella se sentía siquiera remotamente atraída por él; eso le daría un arma de enorme poder destructivo contra ella.
–Esto es una sorpresa –dijo en tono ligero, aunque no lo era–. Siéntate. ¿Te apetece un café, o tal vez té helado?
–Déjate de cortesías –contestó él avanzando hacia Miley, y ésta percibió el filo de fría cólera en su voz grave–. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Vivo aquí –repuso Miley, arqueando las cejas en un gesto de falsa sorpresa. No esperaba tener la confrontación tan pronto; Nick era más eficiente de lo que ella imaginaba. 

De nuevo se apartó, desesperada por mantener una distancia de seguridad entre ambos. La mirada de él se agudizó y acto seguido brilló de satisfacción y con una frialdad tal, que Miley comprendió que él se había dado cuenta de que su proximidad la ponía nerviosa. De manera que se detuvo, decidida a no hacerle ver que podía intimidarla de aquel modo, y se volvió para mirarlo de frente. Alzó la barbilla con una expresión serena y tranquila en sus ojos verdes. Le costó un poco de esfuerzo, pero lo consiguió.

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