jueves, 7 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 8


Pero Nick se había hecho cargo de los negocios de la familia. En lugar de atar todos los cabos sueltos, Miley había descubierto uno más: ¿Por qué había asumido Nick el mando?
Se levantó y fue en busca de Carlene DuBois. El mostrador principal estaba desierto, y el resto de la biblioteca también parecía estarlo.
–¿Señora DuBois? –llamó, y el sonido fue absorbido y amortiguado por las hileras de libros. Sin embargo, Carlene la había oído, porque se oyó el crujido de sus zapatos de suelas de goma sobre las baldosas.
–Voy –dijo Carlene en tono alegre, emergiendo de detrás de la sección de libros de consulta–. ¿Ha encontrado lo que necesitaba?
–Sí, gracias. Sin embargo, he visto otra cosa que me ha desconcertado. Se trata de un artículo muy pequeño, pero decía que Nick Rouillard había asumido el control de los negocios de la familia. Esto sucedió hace doce años, y me resulta extraño, ya que por aquel entonces Nick no debía de tener más de veintipocos años...
–Pues sí. Debió usted de marcharse antes del gran escándalo, o tal vez fuese demasiado joven para prestar demasiada atención a esa clase de cosas. Nosotros nos trasladamos aquí, oh, hace once años, y todavía era un tema de conversación, créame.
–¿Qué escándalo? –Miley se puso tensa y su perplejidad se transformó en alarma. Allí pasaba algo malo.
–Verá, cuando Guy Rouillard se fugó con su amante. Yo no sé quién era, pero todo el mundo dice que no era más que una ful/ana. Debió de perder totalmente la cabeza, eso es lo único que se me ocurre, para abandonar así a su familia y la fortuna que poseía.
–¿No regresó nunca? –Miley no podía ocultar su sorpresa, pero Carlene no vio nada anormal en aquella reacción.
–Desde entonces nadie le vio ni un pelo de la cabeza. Cuando se fue, se fue. Hay quien dice que su esposa bastaba para espantar a cualquier hombre, pero yo no puedo decirlo con seguridad, porque jamás la conocí. La gente dice que desde el día en que su marido la abandonó no ha salido de casa. Ni siquiera se molestó en ponerse en contacto con ella ni con sus hijos.

Miley estaba alucinada. Guy Rouillard adoraba a sus hijos; con independencia de sus sentimientos hacia su esposa, jamás había existido la menor duda acerca de lo mucho que quería a Nick y Mónica.

–Supongo que la señora Roulliard se divorciaría de él –quiso saber, pero Carlene negó con la cabeza.
–No lo ha hecho. Me imagino que no quería que él se casara de nuevo, si es que tenía la intención de hacerlo. Sea como sea, con lo joven que era el señor Joe, se puso en el lugar de su padre y se encargó de todo como si el señor Rouillard siguiera estando allí. Probablemente mejor, a juzgar por lo que dicen.
–Yo era demasiado pequeña para acordarme mucho de él –mintió Miley–. Sí recuerdo que era una especie de héroe local, que jugaba al fútbol en la LSU, cosas así.
–Bueno, querida, deje que le diga que las cosas no han cambiado mucho –dijo Carlene, y se abanicó con la mano–. Por Dios, ese hombre es un bombón, se lo puedo asegurar. Me pone el corazón a cien por hora, ¡y eso que le llevo diez años y estoy a punto de ser abuela! –Se sonrojó, pero lanzó una carcajada con sorprendente falta de pudor–. A lo mejor son esos ojos tan seductores, que están diciendo: «ven a la cama», o puede que sea el pelo. ¡O podría ser ese ***** prieto que tiene! –Suspiró con ensoñación–. Es un sinvergüenza, pero ¿qué más da?
–¿Sabe que usted se muere por él? –bromeó Miley.
–Querida, todas las mujeres de esta ciudad se mueren por él, y sí, él lo sabe, el muy pícaro. –Carlene soltó otra carcajada impúdica–. Mi marido se burla de mí diciendo que se va a hacer un agujero en la oreja para poder competir con él.
¿Nick llevaba un agujero en la oreja? Miley se sorprendió a sí misma cautiva de su imaginación, y se sacudió para liberarse. Lo que le estaban diciendo resultaba sorprendente, y necesitaba estar a solas para reflexionar sobre ello.
Consultó su reloj.
–Casi es hora de cerrar, así que más vale que me vaya. Gracias por su ayuda, señora DuBois. Ha sido un placer conocerla.
–Lo mismo digo. –Carlene hizo una pausa–. Lo siento, no me he quedado con su nombre.
Porque no lo había dicho, pero Miley no vio motivo para ocultarlo.
–Soy Miley Hardy.
–Bien, encantada de conocerla, Miley. Es un nombre muy bonito y pasado de moda. Ya no se oye mucho por aquí.
–No, supongo que no. –Miley volvió a mirar el reloj–. Adiós. Y gracias otra vez por su ayuda.
–Cuando quiera estoy a su disposición.
Miley regresó al motel, pero antes se detuvo en un McDonald's para comprar un emparedado.
No le gustaba mucho la comida rápida, pero no quería ir a un restaurante donde pudieran reconocerla, de modo que se conformó. Se comió la mitad y tiró el resto a la basura, demasiado alterada para tener apetito.
Guy Roulliard había desaparecido. Pero si no se había fugado con Renée, ¿qué le había sucedido?

Miley se tumbó en la cama y contempló fijamente el techo, tratando de ordenar los hechos. Guy no habría abandonado su casa, su familia y su fortuna sin tener una razón. Todo el mundo pensó que Renée era una razón, pero Miley sabía que no. Y aunque simplemente se hubiera hartado de su matrimonio, ¿por qué no pidió el divorcio? Los Rouillard eran católicos, pero el divorcio no constituía un problema a menos que quisiera volver a casarse. 

Pero es que nunca dio la impresión de no ser feliz; ¿por qué no habría de serlo? Su mundo era tal como él lo quería. A Miley no se le ocurría ninguna razón por la cual irse de forma tan brusca, sin decir palabra, y no ponerse jamás en contacto con su familia.
A no ser que estuviera muerto.
Aquella posibilidad –no, más bien probabilidad– resultaba pasmosa. Miley experimentó una sensación casi de malestar mientras iba sopesando y descartando situaciones posibles. A lo mejor Guy se había ido para estar fuera sólo un par de días y de pronto se puso enfermo, y quizá tuvo un accidente; pero si cualquiera de aquellas posibilidades se hubiera dado, lo habrían encontrado e identificado, se habría comunicado el hecho a su familia. Pero eso no había ocurrido. Guy Rouillard había desaparecido la misma noche en que huyó su madre.

Cielo santo, ¿lo habría matado Renée? Miley se incorporó en la cama y se pasó las manos por el pelo, aturdida. No podía descartar aquella idea, aun cuando no se imaginaba a su madre haciendo algo semejante. Renée tenía la moral de un gato callejero, pero no era, no había sido nunca, una persona violenta.
¿Amos, entonces? Eso le parecía más plausible. Si creía que podía salir bien parado, Amos era capaz de cualquier cosa. Pero recordaba muy bien aquella noche; Amos había llegado a casa tambaleándose alrededor de las nueve, y enseguida se había derrumbado y puesto a maldecir porque Renée no estaba allí. Poco después llegaron Russ y Spencer, también borrachos. ¿Podría ser que alguno de los dos hubiera matado a Guy, o tal vez los dos juntos? Pero nada parecía fuera de lo ordinario, y Miley habría jurado que ellos se sorprendieron tanto como ella de que Renée no hubiese vuelto a casa. Más que eso, simplemente no les importaba lo más mínimo que su madre se acostara con Guy; y ya puestos, tampoco le importaba a Amos.

¿Quién más podía ser? Quizá la señora Rouillard. A lo mejor Noelle había matado a su marido porque estaba cansada de sus infidelidades, aunque según todas las noticias le era infiel desde el comienzo de su matrimonio y a ella no pareció importarle nunca, incluso se sentía agradecida. Su lío con Renée duró años; ¿por qué iba a oponerse a él de repente? No, Miley dudaba que Noelle se preocupara siquiera de regañarlo, y mucho menos de complicarse la vida con un asesinato.

Sólo quedaba una persona: Nick.
Hizo un esfuerzo por rechazar aquella idea. No podía haber sido Nick. Se acordaba de la expresión de su cara al entrar en la chabola aquella mañana y cuando regresó aquella aciaga noche.
Se acordaba de su furia, de su odio implacable. Nick creía que su padre se había fugado con Renée, y estaba furibundo.

Pero Nick era quien más tenía que ganar con la muerte de su padre. Al desaparecer Guy, él había tomado las riendas de la fortuna de los Roulliard y se había hecho todavía más rico, según lo que había comentado la bibliotecaria. Desde que nació había sido preparado para ocupar algún día el puesto de su padre. ¿Se habría cansado de esperar, y habría quitado a Guy de en medio?

Los pensamientos corrían por su mente igual que una ardilla encerrada en una jaula que se golpeara contra los barrotes. En aquel momento la puerta de la habitación tableteó a causa de una serie de golpes fuertes que hicieron sobresaltarse a Miley, sorprendida pero no alarmada. ¿Por qué iba a llamar nadie a su habitación? Nadie sabía dónde estaba, de modo que no podía ser un mensaje de la oficina. Se levantó y fue hasta la puerta, pero no la abrió. Reparó en que tampoco había mirilla.
–¿Quién es?
–Nick Rouillard.

El corazón casi dejó de latirle. Habían transcurrido doce años desde que oyó por última vez aquella voz grave, profunda, pero sintió que le fallaban las fuerzas al oírla de nuevo, la emoción mezclada con el miedo. Él la había herido más gravemente que ninguna otra persona en su vida, pero todavía tenía el poder de electrizar cada célula de su cuerpo con nada más que su voz. El solo hecho de oírlo otra vez la hizo sentirse como la niña que era a los catorce años, temblorosa y agitada por su proximidad. Y siempre, siempre, estaba aquel desagradable contrapeso que tiraba de ella en la dirección contraria: el vivo recuerdo de Nick diciendo: «Eres basura» jamás había conseguido encontrar el equilibrio en lo que a Nick se refería, jamás había conseguido olvidarlo, mezcla de sueño y pesadilla.
Lo oportuno de su llegada le puso la carne de gallina. ¿Lo habría convocado ella con sus pensamientos? Llevaba allí de pie tanto tiempo que la puerta tableteó de nuevo bajo el impacto del puño de Nick.
–Abre. –En su tono se percibía la férrea autoridad de alguien que esperaba ser obedecido de inmediato, y que tenía la intención de encargarse de que así fuera.
Con cautela, Miley soltó la cadena de la puerta y abrió. Alzó la vista hacia el hombre al que no había visto en una docena de años. No importó; no importaba cuánto tiempo hubiera pasado, ella lo habría reconocido de todas formas. Él permaneció en el pasillo, sin dignarse a entrar, y el impacto de su presencia física dejó a Miley sin aliento.

Era más grande de lo que recordaba, pero es que un metro ochenta siempre parecía ser más cuando uno tiene que levantar la vista. Seguía teniendo delgadas la cintura y las caderas, pero se había ensanchado de pecho y hombros, había adquirido la dura solidez de un hombre adulto. Y era sin ningún género de dudas un hombre, hacía mucho que había perdido todo rasgo juvenil. Su rostro era más magro, más fuerte, más duro, con surcos que enmarcaban su boca y arrugas de madurez en los ojos. Estaba contemplando la cara de un pirata, y comprendió por qué Carlene DuBois temblaba ante la sola mención de su nombre. Su cabello negro, que él llevaba retirado de la cara y sujeto en la nuca, era ahora más largo de lo que jamás lo había visto antes. En el lóbulo de su oreja izquierda brillaba un minúsculo diamante. Cuando tenía veintidós años era impresionante; a los treinta y cuatro era peligroso, un pirata de carácter y de aspecto. El hecho de mirarlo le provocó calor y temblor a un tiempo, el corazón de repente empezó a latirle con tal fuerza que se preguntó si él llegaría a oírlo. Reconocía los síntomas, y odió encontrarse en aquel estado. Dios, ¿es que estaba condenada a pasarse la vida entera desfalleciendo al ver u oír a Nick Rouillard? ¿Por qué no podía superar aquel residuo de reacción infantil?

Por encima de la fina línea de la nariz, los pecaminosos ojos oscuros de Nick seguían siendo fríos e implacables.
El sensual contorno de su boca se curvó al bajar la vista para mirarla a ella.
–Miley Devlin –dijo–. Reuben tenía razón; eres exacta a tu madre.
Pero si él había cambiado, ella también. Miley había adquirido seguridad en sí misma a base de esfuerzo. Le obsequió una sonrisa fría y ligera y respondió:
–Gracias.
–No es un cumplido. No sé por qué estás aquí, y no importa. Este motel es propiedad mía, y tú no eres bienvenida, de modo que tienes media hora para recoger tus cosas y marcharte. –Esbozó una sonrisa lobuna que en realidad no era una sonrisa–. ¿O tengo que llamar al sheriff de nuevo para librarme de ti?

El recuerdo de aquella noche flotó entre ambos, con tal fuerza que casi era tangible. Por un instante Miley vio otra vez los faros, experimentó la confusión y el terror de entonces, pero se negó a permitir que él le provocara el pánico. En vez de eso, se encogió de hombros con gesto elegante, le dio la espalda y fue hasta la zona del cuarto de baño, donde recogió eficientemente sus artículos de tocador, los metió en su bolso de viaje y descolgó la única muda de ropa de la percha. Plenamente consciente de aquellos ojos que le taladraban la espalda, dobló la ropa sobre el brazo, se deslizó en sus zapatos, cogió su bolso y pasó presurosa al lado de Nick sin alterar en ningún momento la expresión serena de su rostro.

Cuando arrancó el coche y se alejó del motel, rumbo a Baton Rouge, Nick aún seguía de pie junto a la puerta de la habitación, mirándola fijamente.
¡Miley Devlin! ¿Qué tal eso como una ráfaga procedente del pasado? Nick se quedó mirando las luces traseras del coche hasta que se perdieron de vista. Cuando Reuben lo llamó para decirle que acababa de llegar al motel una mujer que era la viva imagen de Renée Devlin y que se había registrado con el nombre de Miley D. Hardy, no le cupo ninguna duda acerca de su identidad. ¡Así que un miembro de la progenie de los Devlin por fin había tenido el valor de regresar a Prescott! No le sorprendió que fuera Miley; ella siempre había tenido más agallas que el resto de su familia junto.
Lo cual no significaba que él fuera a dejarla quedarse.

Se volvió hacia la habitación iluminada que ella había abandonado con tan pocos gestos.
Sin ningún gesto, maldita fuera. Si quería una pelea, ella desde luego no le dio el capricho. Ni siquiera había pedido que le devolvieran el dinero a su tarjeta de crédito. Sin pestañear siquiera, había recogido sus cosas y se había ido. No había tardado ni un minuto; diablos, ni treinta segundos.
Se había ido, y a excepción de la colcha arrugada de la cama, la habitación estaba tan inmaculada como si jamás hubiera estado allí, pero su presencia aún persistía en el ambiente. Era un aroma dulce, ligeramente almizclado, que flotaba en el aire y que anulaba el olor a rancio que era endémico de todas las habitaciones de motel. Nick sintió cómo se le aceleraba la sangre en una reacción instintiva. Era el olor a mujer, universal en ciertos aspectos, exclusivo de ella en otros. Se adentró un poco más en la habitación, atraído por aquel esquivo aroma, agitando las aletas de la nariz igual que un semental.

Miley Devlin. El solo hecho de oír aquel nombre le había traído de nuevo a la memoria aquella noche, y había vuelto a verla, grácil y silenciosa, con aquella cabellera de color rojo oscuro que le caía sobre los hombros y aquel cuerpo esbelto cuya silueta se recortaba tras la fina tela del camisón, arrojando un sensual hechizo sobre los agentes y sobre él mismo. En aquella época no era más que una niña, por el amor de Dios, pero ya entonces poseía el aura de sensualidad de su madre.

Cuando ella abrió la puerta de la habitación y él la vio de nuevo, se quedó estupefacto. Se parecía tanto a Renée que sintió deseos de estrangularla, pero al mismo tiempo resultaba imposible confundirla con su madre. Miley era un poco más alta, más delgada que voluptuosa, aunque se había rellenado muy bien en los doce años que habían transcurrido desde la última vez que la vio. Su color era el mismo que el de Renée: la melena pelirroja oscura, los ojos verdes y con motas doradas, la piel traslúcida. Pero lo que lo había puesto furioso era aquella sensualidad carente de todo esfuerzo y la reacción involuntaria que había sufrido él. No era nada que ella hubiera dicho o hecho, ni siquiera lo que llevaba puesto, que era un elegante traje de chaqueta. ¡Una Devlin vistiendo de traje, por Dios! No, se trataba de algo intrínseco de su ser, algo que también poseía Renée. La hija mayor –no recordaba su nombre– no tenía aquel potente atractivo; era fácil y barata, no sexy. Miley era sexy. No tan descaradamente como Renée, pero con la misma intensidad. Al clavar la mirada en aquellos ojos de gato pensó en la cama que había detrás, pensó en sábanas revueltas y piel ardiente, en tenerla desnuda debajo de él y sentir cómo sus muslos le envolvían las caderas mientras él encontraba la blanda abertura que había entre sus piernas y empujaba al interior...

Nick rompió a sudar y soltó un juramento en voz alta en medio de la habitación vacía.
¡Maldición, no era mejor que su padre! Sólo un fugaz olor y estaba dispuesto a olvidarse de todo en su afán por fo/llarse a una mujer de los Devlin. No, no a todas las mujeres de los Devlin, corrigió mentalmente. Por lo menos de eso tenía que dar gracias a Dios. Había visto el poderoso atractivo de Renée, pero le pareció resistible, y la idea de compartir una mujer con su padre le resultaba repugnante. La hija mayor no tenía nada que resultase atrayente a sus ojos. Sin embargo, Miley... Si fuera cualquier otra cosa excepto una Devlin, no descansaría hasta tenerla en la cama y cómodamente instalada para una larga galopada.
Pero era una Devlin, y la sola mención de aquel apellido lo ponía furioso. Su familia había quedado destrozada por culpa de Renée, y jamás podría olvidarlo. Olvidarlo era imposible, teniendo que vivir todos los días con las consecuencias de la deserción de Guy. Su madre se había retraído hasta convertirse en una sombra de lo que había sido. Se había pasado más de dos años sin salir de su habitación, e incluso ahora se negaba a aventurarse fuera de la casa excepto para acudir al médico en Nueva Orleans en las raras ocasiones en las que se ponía enferma. 

Nick había perdido a su padre, y a todos los efectos también a su madre.
Noelle era un espectro de mujer triste y silencioso, que se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Tan sólo Alex Chelette conseguía convencerla a base de mimos para que sonriera un poco y aportaba una pizca de vida a sus ojos azules. Algún tiempo atrás, Nick se había dado cuenta de que Alex se había enamorado de su madre, pero era una causa perdida. Noelle no sólo era ajena a aquella devoción, sino que no habría hecho nada al respecto aunque fuera consciente. Estaba casada con Guy Rouillard, y no había más que decir. El divorcio era algo impensable. A veces Nick se preguntaba si Noelle seguiría aferrada a la esperanza de que Guy regresara. Él mismo había aceptado hacía tiempo que jamás volvería a ver a su padre. Si Guy hubiera tenido intención de volver, no habría enviado el poder escrito que recibió Nick dos días después de su desaparición.
Había sido sellado en la oficina de correos de Baton Rouge el día en que se fue; la carta estaba redactada de forma lacónica y precisa, sin ninguna indicación personal. Ni siquiera la había firmado con un «Te quiere, papá», sino que se había limitado a un formal «Atentamente, Guy A. Rouillard».

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2 comentarios:

  1. woow que bueno que subiste esta nove moria por leer un capis nuevo la verdad que toda la historia de Guy me tiene confundida bueno
    tienes que seguirla
    besos!!!!

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  2. hahaha bitch apenas voy en este capitulo, D: odio no tener compu siguela

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