lunes, 25 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 12


Ed Morgan salió deliberadamente al encuentro de Miley cuando ésta entraba en su tienda.
–Lo siento –le dijo sin aspecto de lamentarlo en absoluto–. No tengo nada que usted necesite.
Miley se detuvo y lo miró sin alterarse.
–Aún no sabe qué necesito –señaló.
–Es igual. –El tendero se cruzó de brazos y sonrió burlonamente–. Me temo que tendrá que ir a comprar a otra parte.

Miley hizo un esfuerzo por reprimir su cólera. Detectó en aquello la fina mano de Nick Rouillard, y no iba a conseguir nada poniéndose a discutir con el señor Morgan, excepto posiblemente que la detuviesen por alterar el orden público, lo cual le vendría estupendamente a Nick.

Había cumplido su palabra de ponerle las cosas difíciles. Ni diez minutos antes, el dependiente de la gasolinera en la que se había parado le había dicho sin cortarse que se les había acabado el carburante y que tendría que acudir a otro sitio. En aquel momento había un hombre en el surtidor de al lado llenando el depósito.

Si Nick creía que aquello iba a amilanarla, había subestimado gravemente a su rival. Podía demandar a aquellas personas por negarse a prestarle servicio, pero eso no la haría muy popular en la ciudad. Su intención era vivir allí, de manera que descartó aquella opción. Además, la verdadera batalla era la que se libraba entre ella y Nick; los demás eran algo secundario.
Se alzó de hombros y dio media vuelta para marcharse.
–Muy bien. Si usted puede prescindir de mi dinero, yo puedo prescindir de sus artículos.
–Todas las demás tiendas de la ciudad se encuentran en la misma situación –dijo el señor Morgan a su espalda, riendo–. Acaban de quedarse sin existencias de lo que usted necesite.

Miley pensó en hacerle el gesto con el dedo, pero contuvo el impulso; a lo mejor él se lo tomaba como una invitación. Se dirigió con paso tranquilo hacia su coche. Estaba claro que tendría que hacer la compra y poner gasolina en otra parte, pero aquello no era más que una incomodidad, no un problema insalvable.

Incomodidad a corto plazo, claro; a largo plazo tendría que hacer algo al respecto. Y a muy corto plazo, estaba hecha una furia.
En la esquina había una cabina telefónica; Miley pasó de largo su coche y fue hasta ella. Dentro había un listín telefónico colgando de un rígido cordón de metal. Era muy probable que los Rouillard tuvieran un número de teléfono que no figurara en la guía, masculló en silencio al tiempo que abría el delgado listín y pasaba las páginas hasta llegar a la R. Pero no, allí estaba. Extrajo de su cartera una moneda de veinticinco centavos y la introdujo en la ranura, y seguidamente marcó el número.
Al segundo tono contestó una voz de mujer.
–Residencia de los Rouillard.
–Con Nick Rouillard, por favor –dijo Miley en su tono más formal.
–¿Puede decirme quién lo llama?
–La señora Hardy –contestó.
–Un momento.
No habían transcurrido más de diez segundos cuando se oyó un chasquido en la línea y a continuación la voz grave y aterciopelada de Nick que ronroneó:
–¿Es usted la autentica señora Hardy?

Miley captó el deje burlón en aquella voz, y aferró el auricular con tal fuerza que se maravilló de que no se resquebrajara el plástico.
–Lo soy.
–Bueno, bueno. Supongo que no estarás pensando en pedir favores tan pronto, ¿verdad, cariño? ¿Qué puedo hacer por ti? –Ni siquiera intentó disimular la satisfacción en el tono de voz.
–Nada en absoluto –replicó Miley con frialdad–. Sólo quería que supieras que tus trucos infantiles no van a servirte de nada. ¡Haré que me envíen las provisiones desde Dallas, antes de darte la satisfacción de ver cómo me voy!

Colgó el teléfono antes de que él pudiera responder y se encaminó hacia el coche. En realidad no había conseguido nada, excepto desahogarse un poco y hacer saber a Nick que se había dado cuenta de quién estaba detrás de lo último que había sucedido y que no iba a funcionar. De todos modos fue satisfactorio.

En la residencia de los Rouillard, Nick se recostó en su sillón con una risita. Estaba en lo cierto acerca del fuerte temperamento de Miley. Le habría gustado verla en aquel preciso instante, con aquellos ojos verdes escupiendo fuego. A lo mejor su maniobra la había hecho seguir más en sus trece en vez de instarla a acudir a un lugar más amistoso, pero una cosa era segura: ¡había provocado una reacción en ella! Entonces su mirada se volvió más penetrante. Conque Dallas, ¿eh?
Tal vez debiera indagar un poco por allí.

Miley se permitió continuar furibunda durante un minuto y después dejó a un lado su cólera por considerarla una pérdida de energía. Se negaba a abandonar aquella ciudad y a permitir que Nick Rouillard la apabullara. ¡Conseguiría que cambiasen la opinión que tenían de ella aunque le costara veinte años! Comprendió que la clave para hacerlos cambiar de opinión consistía en demostrar que Guy Rouillard no se había fugado con su madre. Fuera cual fuese la razón por la que se fue, a su familia no podían echarle la culpa. Si se tomaba eso en cuenta, tenía muchas más razones para estar resentida que los Rouillard con cualquier otra persona de aquel lugar.

Sin embargo, saber que Guy no se había ido con Renée y demostrarlo eran dos cosas muy distintas. Quizá, si pudiera lograr que Renée hablase con Nick, por lo menos éste sentiría suficiente curiosidad para ponerse a buscar a su padre. Tal vez ya lo hubiera hecho, y la señora DuBois de la biblioteca simplemente no conocía el resultado de dicha búsqueda. Pero si Guy estaba vivo, en alguna parte tenía que haber un documento que así lo atestiguara y que pudiera encontrarse. Se dirigió a New Roads, donde llenó el depósito del coche y compró los pocos productos que necesitaba. Vaya con los esfuerzos de Nick por matarla de hambre, pensó con satisfacción al regresar a casa con la bolsa repleta. Ni siquiera había tenido que irse muy lejos.
Una vez hubo colocado las cosas, entró en el despacho y llamó a su abuela Armstead, en Jackson. Igual que la vez anterior, contestó Renée.
–Mamá, soy Miley.
–¡Miley! Hola, cariño –dijo Renée con su voz perezosa y sensual–. ¿Qué tal te va, querida? No esperaba volver a hablar contigo tan pronto.
–Estoy bien, mamá. Me he mudado a Prescott.
Se produjo un instante de silencio en la línea.
–¿Y por qué has hecho eso? Por lo que me contó Jodie, allí la gente no te trató bien.
–Era mi hogar –repuso Miley con sencillez, sabiendo que Renée no lo comprendería–. Pero no te he llamado por eso. Mamá, aquí todo el mundo sigue creyendo que tú te fugaste con Guy Roulliard.
–Bueno, ya te dije que no era verdad, ¿no? Me importa un comino lo que crean.
–Pero es que a mí me está causando algunos problemas, mamá. Si consigo que Nick Rouillard te llame, ¿podrías hablar con él y decirle que no te fugaste con su padre?
Renée lanzó una risa nerviosa.
–Nick no se creería ni una palabra de lo que yo le dijera. Guy era fácil de convencer, pero Nick... 
No, no quiero hablar con él.
–Mamá, por favor. Si no te cree, allá él, pero...
–He dicho que no –la interrumpió bruscamente Renée–. No pienso hablar con él, y tú estás desperdiciando saliva. Me importa una mie/rda lo que piensen esos ****es de Prescott. –Y colgó el teléfono de un golpe. Miley hizo un gesto de dolor al sentir el porrazo en el oído.

Dejó el auricular en su sitio con el ceño fruncido. Por la razón que fuera, a Renée la ponía nerviosa la posibilidad de hablar con Nick, y eso significaba que no tenía muchas posibilidades de hacerla cambiar de opinión. Renée no había sido nunca de las que se esforzaban mucho por nadie, ni siquiera en algo tan sencillo como una llamada telefónica.

Bien, si Renée no quería hablar con Nick, entonces habría que buscar alguna otra forma de convencer a éste, y la mejor era averiguar qué le había pasado a Guy en realidad.

¿Cómo hacía uno para averiguar si una persona desaparecida doce años atrás estaba viva o muerta?, se preguntó Miley. Ella no era detective, no conocía los procedimientos necesarios para acceder a los archivos que normalmente se examinaban cuando se buscaba a alguien. Supuso que lo que tenía que hacer era contratar a un auténtico detective privado que supiera aquellas cosas. Pero resultaría caro, y ella no disponía de mucho dinero extra después de haberse gastado todo el efectivo sobrante en la casa.
¿Dónde podría encontrar un detective? En Prescott no existía ningún animal parecido, pero supuso que sí lo habría en una ciudad de tamaño mediano. Baton Rouge era una población que contaba casi con doscientos cincuenta mil habitantes, pero también se encontraba demasiado cerca de la esfera de influencia de Nick. Más segura sería Nueva Orleans, probablemente. A lo mejor estaba actuando como una paranoica con lo del poder de Nick, pero prefería ser paranoica antes que verse pillada desprevenida. ¡Un hombre que intentaba impedir a una mujer comprar comida era diabólico! Curvó la boca en una leve sonrisa ante aquella idea. Ya un poco más en serio, sentía un sano respeto por las molestias que Nick tendría que tomarse para cumplir sus promesas y sus advertencias.

Buscaría un buen detective y lo contrataría para que investigase datos de bancos y tarjetas de crédito, cosas así. Si Guy estaba vivo, seguramente habría usado sus amplios activos financieros para mantenerse; no se lo imaginaba fregando platos a cambio de un sueldo ridículo. Quizá fuera posible averiguar si había hecho la declaración de la renta. Seguro que cualquier detective como Dios manda seria capaz de hacerlo en poco tiempo, tal vez una semana, de modo que el coste debía de ser aceptable.

¿Y si el detective no encontraba una pista documental? Si Guy hubiera utilizado una tarjeta de crédito, Nick lo habría sabido, habría visto el cargo en el extracto mensual de movimientos. ¿Habría sabido Nick durante todos aquellos años dónde estaba su padre y no habría dicho nada? Aquella posibilidad era interesante... e indignante. Si Nick había encontrado de verdad a Guy, ¿no se habría puesto en contacto con él? Y si lo había hecho, sabría que Guy no se había fugado con Renée. Así pues, de ello se deducía que, por el motivo que fuera, Nick nunca había intentado buscar a su padre, pues de lo contrario sabría que no había razón alguna para aquella venganza contra ella.
No podía olvidar lo que consideraba que era la situación más probable: que Guy estaba muerto.
Se lo imaginaba marchándose, aunque el divorcio habría sido un paso más lógico, pero no se lo imaginaba dejando pasar el tiempo sin ponerse jamás en contacto con sus hijos y haciendo caso omiso del dinero de los Rouillard. Aquello, simplemente, no era propio de la naturaleza humana.

Tendría que recurrir a un detective privado para buscar a Guy, pero no creía que fuera a tener éxito.
Después de aquello, empezaría a hacer preguntas por la ciudad; no sabía lo que podría descubrir, pero la respuesta al rompecabezas se encontraba allí, si ella lograse siguiera imaginar cómo encajar las piezas. Alguien tenía que saber qué había sucedido aquella noche. La verdad estaba allí mismo, aguardando a que alguien la descubriera.
Sacó una hoja de papel, se detuvo unos instantes y escribió involuntariamente el nombre de su madre en la cabecera. Era mucha coincidencia que Renée se hubiera ido la misma noche en que había desaparecido Guy y no supiera nada del tema. Quizá sí que se habían fugado juntos, y después algo le ocurrió a Guy, algo que Renée no quiso saber. 

Aunque la única circunstancia en la que Miley se podía imaginar a Renée recurriendo a la violencia sería en caso de legítima defensa, tenía que poner su nombre al principio de la lista.
Junto a Renée, porque también tenía un motivo, escribió «Nick» con letras mayúsculas. Luego contempló ambos nombres. Uno de ellos, posiblemente los dos, sabía lo que le había pasado a Guy.

Apostaría lo que fuese. Sintió una náusea que le roía el estómago. Entre varios sospechosos de asesinato, ¿cuál escogía como más probable: su madre o el hombre al que había amado siempre?
Impresionada, contempló el papel amargamente. El conocerse a uno mismo rara vez resultaba agradable. Debía de ser la idi/ota más grande del mundo, porque a pesar de la destrucción que Nick había provocado en su persona, a pesar de que había intentado hacerle la vida imposible, a pesar de la posibilidad de que hubiera tenido algo que ver en la muerte de su padre, no podía huir de él, destruirlo, ni siquiera ignorar aquella profunda, irresistible atracción que sentía hacia él, igual que las virutas de metal se sienten atraídas hacia un imán. El solo hecho de verlo la dejaba sin fuerzas por dentro, y cuando él la tocaba sentía la electricidad de aquel contacto en todas las células de su cuerpo. Nunca la había tocado excepto estando furioso; ¿cómo sería si fuese a ella como amante, con la intención de provocarle placer? No era capaz de imaginárselo. Le herviría la sangre, se le pararía el corazón.

¿Qué iba a hacer si descubría que Nick en efecto había matado a su padre o había ordenado que lo mataran? Aquella idea le provocó un súbito dolor en el pecho, y a duras penas logró contener un gemido. Tendría que hacer lo mismo que haría si se tratase de cualquier otra persona. De lo contrario no se soportaría a sí misma, y viviría el resto de su vida afligida.

Había otros sospechosos, aunque eran menos probables. Escribió sus nombres debajo de los dos primeros. Noelle. Amos. Quizá Mónica. De forma lateral, la lista se ampliaba a los otros hombres con quienes su madre había dormido también, así como a las otras mujeres de Guy. Para ser dos personas que estaban tan encaprichadas la una de la otra, habían sido notablemente infieles. Ed Morgan también tenía que figurar en aquella lista, y Miley escribió su nombre con gran placer. Se devanó los sesos tratando de pensar en más nombres, pero doce años era mucho tiempo y la mayoría de los hombres resultaron claramente olvidables. Acaso los chismorreos de la ciudad pudieran suministrarle alguno, además de varias de las conquistas de Guy. 

A juzgar por su reputación, había dejado un buen rastro por todo el sureste de Luisiana. Era probable que pudiera enumerar bastantes damas de la sociedad de Prescott, lo cual convertiría a los esposos de éstas en candidatos legítimos para aparecer en la lista. Dejó el bolígrafo con un gesto irónico. Tal como iba aquella lista, bien podía coger una guía de teléfonos y empezar por la A.

–No parece usted un detective privado.
Francis P. Pleasant parecía un hombre de negocios próspero y de aspecto un tanto conservador.
En su despacho no se divisaba ni un solo cenicero. Más bien lo contrario, se veía limpio y pulcro, y el traje gris claro de su dueño hacía juego con él. 

Tenía unos ojos oscuros y tristes, pero la expresión que brillaba en ellos se iluminó y sé hizo más cálida al sonreírle a Miley.
–¿Me imaginaba con una botella de bourbon en la mesa y un cigarro con dos centímetros de ceniza colgando de la boca?
–Algo así. –Miley le devolvió la sonrisa–. O con una camisa hawaíana.
Él rió en voz alta al oír aquello.
–No es mi estilo. La ropa me la escoge siempre mi mujer... –Se interrumpió, y la tristeza volvió a sus ojos al mirar una fotografía que descansaba sobre el escritorio.

Miley siguió aquella mirada. El marco estaba de lado respecto a ella, pero aun así logró distinguir que era la foto de una mujer de mediana edad y con una expresión tan alegre que invitaba a sonreír. Debía de haber muerto para que hubiera aquella tristeza en los ojos del detective.
–¿Es su mujer? –le preguntó con suavidad.
Él consiguió sonreír de nuevo, pero esta vez de manera forzada.
–Sí, así es. La perdí hace unos meses.
–Lo siento mucho. –Acababa de conocerlo, pero su sentimiento era sincero.
–Fue una enfermedad repentina –explicó el detective con voz un tanto temblorosa–. Yo estoy mal del corazón; los dos pensábamos que yo iba a ser el primero en marcharse, y estábamos preparados para ello. Estábamos ahorrando todo lo posible para cuando yo ya no pudiera trabajar. Entonces enfermó, un catarro, creíamos, pero cuarenta y ocho horas después murió de una neumonía vírica. Para cuando comprendió que estaba enferma de verdad, que no era un simple resfriado, ya era demasiado tarde.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, y Miley extendió un brazo sobre la mesa para apoyar una mano en la suya. Él volvió la mano y le apretó los dedos, y después parpadeó desconcertado.
–Perdone –se disculpó, sonrojándose. Sacó su pañuelo y se secó los ojos–. No sé qué me ha pasado. Usted es una clienta, acabamos de conocernos, y aquí me tiene, llorando sobre su hombro.
–Yo también he perdido a seres queridos– dijo Miley, pensando en Scottie y en Kyle–. A veces ayuda hablar de ello.
–Sí, pero esto ha sido totalmente inapropiado por mi parte. Mi única excusa es que tiene usted una calidez especial, querida. –Advirtió que había añadido un apelativo cariñoso, y volvió a sonrojarse–. ¡Bueno! Tal vez sea mejor que le pregunte qué la ha traído aquí.
–Hace doce años desapareció un hombre–dijo Miley–. Me gustaría que averiguara si sigue vivo.
El detective tomó un bolígrafo y rápidamente garabateó algo en un cuaderno.
–¿Era su padre? ¿Un antiguo novio?
–Nada de eso. Era el amante de mi madre.

El señor Pleasant levantó la vista hacia ella, pero no parecía sorprendido. Era probable que en su profesión hubiera recibido encargos mucho más extraños que aquél. Pensando que él tendría mayores posibilidades de encontrar algo si conocía todos los detalles y circunstancias, en vez de sólo los hechos desnudos del nombre, la edad y la descripción de Guy, le refirió todo lo que había sucedido doce años antes y por qué quería averiguar sí Guy estaba vivo.
–Tengo que decirle –añadió– que yo creo que está muerto. Quizá me esté dejando llevar por mi imaginación, pero creo que alguien lo mató.
El señor Pleasant depositó el bolígrafo con cuidado encima del cuaderno, entre las rayas azules.
–Supongo que es usted consciente, señora Hardy, de que teniendo en cuenta lo que me ha contado, es muy probable que su madre esté implicada. El hecho de que se fuera la misma noche... Bueno, ya comprende usted lo que parece.
–Sí, lo entiendo. Pero no acabo de creerme que lo matara ella misma. Mi madre –dijo Miley con una débil sonrisa– jamás mataría la gallina de los huevos de oro.
–Pero sí cree que ella sabe lo que ocurrió.
Miley afirmó con la cabeza.
–He intentado convencerla de que hable de ello, pero no quiere.
–Supongo que no existen pruebas que puedan presentarse al sheriff.
–Ninguna. No quiero que averigüe si Guy fue asesinado, señor Pleasant, sólo quiero que averigüe, si puede, si está vivo o no. Existe una remota posibilidad de que simplemente le diese la espalda a todo.
–Muy remota –dijo él secamente–. Aunque he de admitir que han ocurrido cosas más raras. Pero si existe algún rastro documental, lo encontraré. Si hubiera estado huyendo de la ley, habría cambiado de nombre, pero no había motivo para que ocultase su identidad. Debería ser bastante fácil averiguar si alguna vez ha salido a la luz.
–Gracias, señor Pleasant. –Sacó una tarjeta de visita y se la entregó–. Aquí tiene mi número. Llámeme cuando sepa algo.

Salió del despacho contenta de haberlo elegido a él. Lo había contactado primero por teléfono, habían hablado de los honorarios y concertado una cita. Luego comprobó sus referencias y quedó satisfecha con las respuestas. El señor Pleasant había sido muy recomendado por sus contactos profesionales, quienes lo habían descrito como una persona a la vez honrada y competente, de ésas en las que uno confía de manera instintiva. Si Guy estaba vivo, el señor Pleasant daría con él.

Consultó su reloj. Había salido de Prescott aquella mañana temprano y había ido hasta Nueva Orleáns para su cita con el señor Pleasant, la cual no le había llevado tanto tiempo como había esperado. Margot estaba en la ciudad, y Miley había quedado a comer con ella en la Terraza de las Dos Hermanas. Disponía de tiempo de sobra para llegar allí, de modo que regresó a su hotel para dejar el coche y acto seguido se fue a pie para ir viendo los escaparates por el camino.

Hacía un calor sofocante mientras caminaba por las estrechas calles del Barrio Francés, y cruzó para seguir por la acera en sombra. Visitaba Nueva Orleáns con frecuencia, debido a la sucursal de la agencia que tenía allí, pero nunca se había tomado realmente el tiempo necesario para explorar aquel viejo distrito. Por las calles transitaban despacio carruajes tirados por caballos, cuyo conductor y guía iba señalando los puntos de interés a los turistas que transportaba. Sin embargo, la mayoría de la gente dependía de sus propios pies para recorrer el barrio. Más tarde, la principal atracción serían los bares y clubes; a aquella temprana hora del día el objetivo consistía en ir de compras, y la miríada de boutiques, tiendas de antigüedades y comercios de especialidades ofrecía un amplio abanico de opciones a quien quisiera gastarse el dinero.

Entró en una tienda de lencería y adquirió un camisón de seda de color melocotón que se parecía a uno de ésos que llevaban las estrellas de cine de Hollywood en los años cuarenta y cincuenta. Después de no vestir casi más que prendas usadas durante los primeros catorce años de su vida, ahora sentía una pecaminosa tendencia a ser indulgente consigo misma en lo referente a la ropa. En ningún momento podría dejarse llevar a comprar a lo loco ahora que disponía de un poco de dinero, pero de vez en cuando se permitía algún que otro lujo: una prenda interior de encaje, un camisón suntuoso, unos zapatos realmente de los buenos. Aquellos pequeños caprichos le proporcionaban el convencimiento de que los malos tiempos habían pasado de verdad.
Cuando llegó al restaurante, Margot la estaba esperando dentro. La alta rubia se puso en pie de un salto y le dio un efusivo abrazo, aunque sólo hacía poco más de una semana que Miley se había ido de Dallas.
–¡Cuánto me alegro de verte! Bueno, ¿te has instalado bien en tu pequeña ciudad? ¡Creo que yo jamás sería capaz de establecerme en un sitio otra vez! Mi primer viaje de trabajo, y es a Nueva Orleáns. ¿No es un lugar estupendo? Espero que no te importe estar aquí, en la terraza, en vez de ir dentro. Ya sé que hace calor, pero, ¿cuándo tiene una la oportunidad de comer en una terraza al aire libre de Nueva Orleáns?

Miley sonrió ante aquel torrente de palabras. Sí, Margot estaba decididamente emocionada con su trabajo nuevo.
–Bueno, veamos. Tengo veintiséis años y ésta es la primera vez que vengo a almorzar o a cualquier otra cosa en una terraza al aire libre, así que yo diría que eso no sucede muy a menudo.
–Querida, yo te llevo diez años, así que es todavía más infrecuente de lo que crees, y tengo la intención de disfrutar cada minuto. –Se sentaron a una de las mesas que había en la terraza. De hecho no hacía demasiado calor; había sombrillas y árboles que daban sombra. Margot se fijó en la bolsa que llevaba Miley en la mano–. Veo que has ido de tiendas. ¿Qué has comprado?
–Un camisón. Te lo enseñaría, pero no quiero sacarlo aquí, en medio del restaurante.
Los ojos de Margot chispearon.
–Conque es un camisón de ésos, ¿eh?
–Digamos que no es propio de Mamá Osa –repuso Miley delicadamente, y ambas rompieron a reír. Un camarero sonriente les sirvió agua, y el alegre tintineo de los cubitos de hielo le recordó de repente la sed que tenía y el calor que le había entrado con la caminata desde el hotel. Mientras bebía el agua recorrió con la vista las otras personas que había sentadas en la terraza, y de pronto sus ojos tropezaron con Nick Roulliard.

Inmediatamente el corazón le dio aquel vuelco familiar y delator. Nick estaba sentado, en compañía de otro hombre que estaba de espaldas a ella, dos mesas más allá. Sus ojos oscuros llamearon cuando levantó su copa de vino en dirección a Miley a modo de silencioso brindis. Ella levantó su vaso de agua para devolverle el saludo e inclinó la cabeza parodiando un gesto de elegancia.
–¿Conoces a alguien? –preguntó Margot, girándose en su asiento. Nick le envió una sonrisa.
Margot sonrió a su vez, un esfuerzo más bien débil, y luego se volvió hacia Miley con una expresión alucinada en el rostro.
–Madre mía –dijo deslumbrada.

Miley entendió perfectamente. Lo extravagante de Nueva Orleáns le iba bien a Nick. Vestía un traje ligero de corte italiano con una camisa azul pálido que resaltaba el tono oliváceo de su piel.
Llevaba el pelo negro bien peinado, retirado de la cara y sujeto en la nuca con un pasador de bronce. En el lóbulo de la oreja izquierda le brillaba el minúsculo pendiente de diamante. Con la anchura de sus hombros de jugador de rugby y la elegancia felina con que se sentaba a la pequeña mesa, atraía las miradas de todas las mujeres que había allí. No era guapo a lo chico fino; sus ancestros franceses le habían legado una nariz gala delgada y de puente alto, ligeramente larga, y una barba densa que le formaba un sombreado propio de las cinco de la tarde ya desde la hora de comer. Su mandíbula era sólida como una roca. No, no tenía nada de guapo. 

Era más bien llamativo, y peligrosamente excitante, con aquellos ojos oscuros y audaces y aquella curva sensual en la boca. Parecía un hombre aventurero y seguro de sí mismo, dentro y fuera de la cama.
–¿Quién es? –susurró Margot–. ¿Lo conoces, o es que estás coqueteando con un desconocido?
–No estoy coqueteando –respondió Miley, sorprendida, y desvió la mirada a propósito hacia el otro lado de la terraza.
Margot rió.
–Querida, ese pequeño brindis que le has hecho decía: «Ven y tómame, grandullón, si eres lo bastante hombre». ¿Tú crees que un pirata como ése va a dejar pasar semejante desafío?
Los ojos de Miley se agrandaron.
–¡Yo no he hecho nada de eso! Él ha levantado la copa de vino hacia mí, así que yo he hecho lo mismo con mi vaso de agua. ¿Por qué iba a estar pensando él en nada parecido?
–¿Te has mirado al espejo últimamente? –preguntó Margot, al tiempo que se volvía para deslizar otra mirada fugaz a Nick, y una sonrisa se extendió por su cara.

Miley hizo un gesto para quitarle importancia al asunto.
–Eso no tiene nada que ver con ello. Él no haría...


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