martes, 26 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 15


–Eso no significó nada –comenzó con voz áspera por el azoramiento, pero él la tomó de los hombros y le propinó una ligera sacudida.
–Y una mie/rda. A lo mejor necesitas que te refresque la memoria.

Inclinó la cabeza y, demasiado tarde, ella levantó las manos para impedirle acercarse. Las palmas chocaron contra su pecho al tiempo que su boca cubría la de ella, e inmediatamente se sintió engullida por un intenso calor. El calor de Nick. El suyo propio. Le zumbaron los oídos y se meció contra él, abriendo los labios para acoplarse con mayor precisión a la exigente presión de los de Nick, para dejar pasar su lengua caliente. La rodearon todos los azules, dorados y granates de su aroma, se introdujeron en ella, la poseyeron. Notó bajo la palma derecha el retumbar de su corazón que latía con fuerza, y su inmediata erección contra el vientre, y sus caderas reaccionaron de modo automático, buscando.

Nick levantó la cabeza y retrocedió, dejando un espacio de algunos centímetros entre ambos.
Respiraba con fuerza, su mirada se había intensificado por la excitación, sus labios estaban húmedos y enrojecidos, y ligeramente hinchados por la fuerza del beso. Movió los dedos sobre los hombros de Miley, masajeando, acariciando.
–No niegues lo que pasó.
–No pasó nada –mintió Miley en un tono desafiante que ocultaba su desesperación. Nick sabía que era mentira, ella vio la furia en su rostro, pero lo dijo de todas formas. Sabía lo que hacía. En Nueva Orleans había cometido el error de cederle un centímetro, y ahora él intentaba aprovecharse de ello para avanzar un kilómetro. Quizás había ido allí pensando que ella iba a ser fácil, que podía llevársela a la cama y luego convencerla con mimos para que se fuera de la ciudad. Por él, diría. Así podrían estar juntos sin molestar a su madre. Su descarada mentira sirvió para hacerle ver que no tenía intención de dejar que se saliera con la suya. Se zafó de su abrazo deslizándose a un costado para que no pudiera acorralarla contra la puerta–. No fue más que un beso...
–Sí, y King Kong no era más que un mono. Maldita sea, quédate quieta –dijo irritado, alzando una mano para agarrarla, y esta vez le sujetó los brazos–. Me estás mareando con este bailoteo. No voy a tirarte al suelo y subirme encima de ti... Por lo menos, de momento.

Los ojos de Miley relampaguearon de pánico.
–¡Puedes apostar lo que quieras a que no lo harás! –gritó, intentando de nuevo soltarse–. ¡Ni esta noche, ni nunca!
–¿Quieres parar de una vez? –le espetó él–. Vas a hacerte daño.
Con un rápido movimiento, la hizo girar sobre sí misma y la aprisionó con los brazos cruzados bajo sus pechos, sujetándole las muñecas. Así de rápido, así de fácil, se vio sometida y rodeada, con aquel cuerpo musculoso apretado contra su espalda. 

Surgió la tentación, intensa e inmediata, instándola a relajar el cuello y dejar caer la cabeza sobre el pecho de él, dejar que su cuerpo se ablandase y adaptase al suyo, permitirse inhalar el perfume fuerte y almizclado de su piel e intoxicarse poco a poco. Se estremeció al sentir cómo aumentaba su deseo, y supo que si le ofrecía una mínima reacción en aquel momento, estaría perdida. No le costaría ni cinco minutos tenerla en la cama en posición horizontal.
–¿Lo ves? –dijo Nick suavizando el tono de voz hasta transformarlo en un ronroneo aterciopelado al sentir cómo temblaba. Su aliento cálido le rozó el cabello–. Lo único que tengo que hacer es tocarte. A mí me ocurre lo mismo, Miley. No creo que esto sirva de nada, pero por Dios, te deseo, y vamos a tener que hacer algo al respecto.

Miley cerró los ojos, aún temblando por el esfuerzo de resistirse a él, y negó levemente con la cabeza.
–No.
–¿No, qué? –Frotó la mejilla contra el pelo de Miley–. ¿No me deseas, o no vamos a hacer nada al respecto? ¿En qué estás mintiendo ahora?
–No te lo permitiré –dijo ella, sin dejar que la distrajera. Abrió los ojos y fijó la vista al frente, en una de las lámparas, en un esfuerzo por hacer caso omiso de los brazos que la rodeaban–. No te permitiré que vuelvas a tratarme como si fuera basura.

Él se quedó quieto, hasta su respiración se detuvo por un instante. Después expulsó el aire en silencio.
–Siempre nos ha separado eso, ¿verdad? –No había necesidad de concretar más; el recuerdo de aquella noche era casi tangible. Calló durante unos instantes–. Nena, estoy enterado de lo de Holladay Travel, sé que has conseguido todo lo que tienes a base de trabajar. Sé que no eres como tu madre.
Oh, Dios. Sabía lo de la agencia. Luchó por reprimir una oleada de pánico y concentrarse en la última frase.
–Seguramente –dijo con amargura–. Tienes tan alta opinión de mi forma de ser que acabas de acusarme de tener un viejo protector. Dios mío, he invitado a un hombre solitario a cenar conmigo, ¡así que, por supuesto, me estoy acostando con él! –Furibunda, intentó una vez más liberarse.

Nick apretó con más fuerza hasta que Miley apenas pudo respirar.
–Te he dicho que te quedes quieta –la amonestó–. Te van a salir moratones.
–¡Si me salen, será culpa tuya, no mía! ¡Eres tú el que está usando la fuerza!

Lanzó una patada hacia atrás, y le acertó en la espinilla con el tacón, pero llevaba zapatillas de suela blanda y él calzaba botas. Soltó un gruñido, pero Miley sabía que no le había dolido. Se retorció, intentando darse la vuelta para poder hacerle más daño.
–Eres una... gatita... salvaje –dijo él, jadeando por el esfuerzo de controlarla–. ¡Maldita sea, quieres estarte quieta! Estaba celoso –reconoció escuetamente.

Durante unos momentos Miley estuvo demasiado aturdida para reaccionar. Permaneció inmóvil en el círculo que formaban los brazos de Nick, sin bajar la guardia pero con una embriagadora sensación de euforia. ¡Celoso! No podía estar celoso, a menos que sintiera por ella... No. No podía permitirse caer en aquella trampa. No se atrevía a creerlo. Ya había presenciado su técnica de seducción, recordaba cómo tranquilizó a Líndsey Partain haciéndole cumplidos, diciéndole lo mucho que la deseaba, que la necesitaba. Se le daba muy bien conseguir lo que quería. Aunque no dudaba que la deseara físicamente, teniendo las pruebas tan prominentes, sabía que lo demás no había cambiado; aún quería que se fuera de allí, y se valdría de su debilidad por él para convencerla de que lo hiciera.
–¿Sinceramente esperas que te crea? –preguntó por fin, con una gota de recelo en cada palabra.
Él movió hacia delante las caderas.
–¿Acaso niegas esto?
Miley se obligó a sí misma a encoger los hombros.
–¿Qué tengo que negar? ¿Que estás empalmado? Pues qué bien. Eso no significa nada.
Una risita vibró en el pecho de Nick.
–Menos mal que tengo la autoestima muy sana, de lo contrario me provocarlas un complejo de inferioridad.

Miley deseó que no se hubiera reído. No quería que tuviera sentido del humor, quería que fuera un hombre de espíritu mezquino y mente estrecha, para poder despreciarlo. Pero en cambio era atrevido y audaz, y tenía una risa que desarmaba a cualquiera. Era despiadado, pero no mezquino.
Nick inclinó la cabeza para acariciarle la oreja con la nariz, y el calor de su aliento le hizo cosquillas en la sensible piel de aquella zona.
–Eso no tiene por qué ser un problema –murmuró–. Podemos estar juntos... no aquí, pero hay una solución.
Miley se puso rígida de nuevo.
–Seguro que sí. Y tiene que ver con que yo me vaya, ¿verdad?
Nick sacó la lengua y empezó a juguetear con el lóbulo de la oreja de Miley antes de atraparlo entre los dientes y mordisquearlo sensualmente.
–No tendrías que irte muy lejos –la engatusó–. Ni siquiera tienes que vender esta casa. Yo te compraré otra, más grande si quieres...

Miley sintió que la devoraba la furia, candente y efervescente. Se zafó aprovechando que Nick había aflojado su abrazo y giró para encararse con él, con el rostro blanco y los ojos echando llamas.
–¡Cállate! No dejas de pensar que estoy en venta, ¿verdad? ¡Lo único que ha cambiado es que me has trasladado a un nivel de precios más alto! ¡No quiero tu maldita casa, pero quiero que tú salgas de la mía! ¡Ahora mismo!

Nick entornó los ojos y no se movió un solo centímetro.
–No estaba pensando en comprarte. Intento hacerte las cosas lo más fáciles posible.
–Un buen intento, pero te conozco demasiado bien. Te he visto en acción, ¿no te acuerdas? –El recuerdo de aquella noche se notó en la amargura de su tono y brilló como un relámpago entre ambos. También tenía otro recuerdo, que Nick no conocía: aquella ocasión en que lo vio en compañía de Lindsey Partain. Efectivamente, lo había visto en acción.

Nick guardó silencio por espacio de unos instantes, mientras la recorría con su mirada oscura.
–Eso no volverá a ocurrir –dijo suavemente.
–No, no ocurrirá –convino Miley, alzando la barbilla–. No permitiré que vuelvas a tratarme así.
–No tendrías muchas alternativas, si yo decidiera hacerlo –Nick recuperando aquel brillo peligroso en los ojos. Le dio un golpecito bajo la barbilla–. Recuérdalo, cariño. Puedo jugar mucho más fuerte de lo que he jugado hasta ahora.

Ella apartó la cabeza bruscamente.
–Yo también.
Él deslizó la mirada por su cuerpo, y la expresión de sus ojos fue transformándose en algo lento y ardiente.
–Seguro que sí. Casi me estás tentando a que averigüe qué tal se te da jugar duro, sólo por divertirme. Pero esta conversación se ha salido del tema. No estamos en guerra, nena. Podemos llegar a un interesante arreglo y pasárnoslo bien sin hacer daño a mi familia, sólo con que tú aceptes.
–No –contestó Miley.
–Ésa debe de ser tu palabra favorita. Estoy empezando a cansarme de oírla.
–Entonces no te acerques. –Miley suspiró, cansada de pelear, y sacudió la cabeza en un gesto negativo–. Yo no quiero hacer daño a tu familia, no he venido por eso. Éste es mi hogar; no quiero causar problemas, sólo deseo vivir aquí. Si tengo que luchar contigo para conseguirlo, lucharé.
–Entonces ya está trazada la línea de batalla. –Nick se encogió de hombros–. Es cosa tuya cuántos problemas estás dispuesta a soportar para vivir aquí. 

Yo no pienso retroceder; sigues sin ser bienvenida en este lugar. Pero si cambias de opinión, lo único que tienes que hacer es llamarme. Yo me ocuparé de ti, sin hacer preguntas, sin burlarme.
–No pienso llamarte.
–Tal vez no, pero tal vez sí. Piensa en lo que podríamos tener juntos.
–¿Qué? ¿Un par de polvos a la semana? ¿Mentir acerca de dónde estás, porque tú no quieres que se entere tu familia? Gracias, pero no.

Nicklevantó una mano y le tomó la mejilla, y esta vez ella no se apartó. Le pasó suavemente el dedo pulgar por el labio inferior, palpando su blandura.
–Es más que simplemente fo/llar –dijo con suavidad–. Aunque Dios sabe que eso lo deseo tanto que casi me hace daño.

Miley deseaba desesperadamente creerlo, pero por eso precisamente no se atrevía. Tuvo que reprimir las lágrimas mientras sacudía la cabeza y le decía:
–Por favor, márchate.
–Está bien, me voy. Pero piensa en ello. –Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo–. En cuanto a tu empresa...
Miley se alarmó instantáneamente y se preparó para otro enfrentamiento.
–Si te atreves a hacer algo que perjudique mi negocio...
Él la miró con impaciencia.
–Calla. No voy a hacer nada. Sólo quería que supieras que estoy muy orgulloso de ti. Me alegro de que hayas conseguido tanto. De hecho, le he dicho al director de mi hotel que preste una consideración especial a los grupos que hayan hecho reservas por medio de tu agencia.
¿Orgulloso de ella? Miley permaneció en silencio hasta que Nick se marchó, y entonces las lágrimas que había reprimido empezaron a rodarle por las mejillas. ¿Se atrevería a creer aquello?
Pero se dio cuenta de que no podía. Permanecería fiel a su decisión original de no enviar más grupos a aquel hotel.

Pero las lágrimas siguieron rodando. Nick le había dicho que estaba orgulloso de ella.


************************

Mónica no se dio prisa en el cuarto de baño, pues necesitaba aquella intimidad para recuperarse.
Siempre resultaba ligeramente alarmante aquella pérdida del yo, de la personalidad. Michael no parecía sufrirla; él siempre estaba contento, y un poco soñoliento, cuando se separaba de ella. Oyó crujir la cama al moverse él, probablemente para apagar el cigarrillo. No fumaba mucho, estaba intentando dejarlo, pero los momentos que seguían al sexo eran una de las ocasiones en las que más le costaba resistirse al tabaco. Hoy le había temblado un poco la mano al accionar el encendedor y había hecho bailar la débil llama.

Aquella delatora reacción hizo que Mónica se ablandara por dentro, y permaneció más tiempo de lo normal en el baño para que él no lo notara. Ya era bastante malo que supiera cómo se desmandaba ella cuando lo tenía dentro, cómo gemía y se aferraba a él con las manos húmedas y agitando las caderas. Por mucho que lo intentara, no podía permanecer quieta. Y además estaba muy húmeda allí abajo; oía los embarazosos sonidos acuosos que producía él al entrar y salir. En aquellos momentos no se sentía violenta, pues lo único en que podía pensar era la fiebre que la consumía por dentro, pero la vergüenza venía después.

No sucedía lo mismo con Alex. Con Alex podía contenerse; al parecer, él lo prefería así, y Mónica sabía por qué: Alex fingía que ella era Noelle.
No quería hacerlo con Alex, pero al mismo tiempo sí lo deseaba. No podía decir que él la forzara, ni siquiera para hacerla sentirse mejor por lo que estaba haciendo. Amaba a Alex, sin embargo... era casi como un padre. No podía ocupar el puesto de su padre, nadie podría, pero Alex había sido su mejor amigo y había sufrido mucho cuando papá se marchó de aquella forma. Alex, en silencio, le había proporcionado un hombro sobre el que apoyarse, sobre el que llorar, si se daba el caso. A veces, en los primeros días de horror, Mónica consiguió fingir un poco que él era en efecto su padre, que nada había cambiado.

Pero el fingimiento no duró mucho. La horrible impresión sufrida aquel día había alterado para siempre algo dentro de ella, y había aceptado que las cosas jamás serían perfectas. Papá no iba a volver; prefería vivir con aquella ful/ana en vez de estar con su familia. No quería a mamá y nunca la había querido.

Sin embargo, Alex sí quería a mamá. Pobre Alex. No se acordaba de cuál fue la primera vez que comprendió cómo se sentía él, cuando vio la devoción y la tristeza en sus ojos; pero fue varios años después de que se fuera papá. Fue más o menos cuando convenció por primera vez a mamá de que cenase con ellos. Él conseguía de su madre más de lo que habían conseguido ella y Nick. Quizá fuera la gentil, devota cortesía con que la trataba. Dios sabía que papá nunca había sido así; era educado y amable, pero se veía que se limitaba a actuar por pura fórmula y que en realidad no se preocupaba por ella como se preocupaba Alex.
Recordaba la noche en que ocurrió por primera vez. 

Nick se encontraba en Nueva Orleáns en un viaje de trabajo. Mamá había bajado a cenar, pero a pesar de los mimos de Alex, estaba más deprimida de lo habitual y en realidad le costó un esfuerzo el mero hecho de cenar con ellos, y regresó a su habitación casi de inmediato, a pesar de sus ruegos. Cuando Alex se volvió hacia Mónica, ella vio desolación en sus ojos, e impulsivamente le puso una mano en el brazo con la intención de consolarlo.

Era una gélida noche de invierno. En el salón estaba encendido el fuego, de modo que entraron allí y Mónica se dedicó a aliviar la expresión de aquellos ojos. Se sentaron en el sofá delante de la chimenea y hablaron reposadamente de muchas cosas mientras Alex se tomaba una copa de coñac, su bebida favorita. La casa estaba en silencio, la habitación en penumbra, sólo había una lámpara encendida. El fuego crepitaba suavemente. Y a la luz de las llamas Mónica debía de parecerse a su madre. Aquella noche llevaba el pelo recogido en un moño, y siempre se vestía con aquel estilo clásico y conservador que prefería mamá. Por todas aquellas razones, el coñac, la soledad, la habitación medio a oscuras, su propia desilusión, su parecido con mamá... sucedió.

Un beso se convirtió en dos, y luego en más. Sintió las manos de Alex en el pelo, entre gemidos. Mónica se acordaba de cómo le latía entonces el corazón, inundada por una sensación de miedo y de una compasión casi dolorosa. Alex le tocó los pechos, casi con reverencia, pero sólo a través de la ropa. Y le subió la falda sólo lo suficiente para dejar al descubierto la parte esencial, como si no quisiera violar su pudor más de lo necesario. Mónica tenía un recuerdo borroso de carne desnuda, oculta pero sensible al tacto, cuando él se apretó contra ella, y después una aguda punzada de dolor y aquellos movimientos rápidos en su interior. Sin embargo, el tiempo no había difuminado el recuerdo de la voz rota de Alex al murmurar «Noelle» en su oído.
Por lo visto, Alex no se dio cuenta de que él era el primero. En su mente, ella era mamá.
Y en la mente de Mónica, que Dios la ayudase, él era papá.

Aquello fue tan enfermizo que todavía sentía asco de sí misma, jamás había experimentado ningún deseo sexual hacia su padre; no había experimentado ningún otro, hasta que apareció Michael. Pero en el tumulto de emociones de aquella noche, pensó: a lo mejor no se va, si yo le doy lo que no le quiere dar mamá. Así que tomó el sitio de su madre y se ofreció sexualmente a modo de soborno para retener a papá en casa. Pobre Alex... y pobre ella. Ambos eran sucedáneos de algo que ninguno de los dos podría tener nunca. Freud habría tenido mucho trabajo con ella.

Pero aquella noche fue la primera de muchas, a lo largo de los siete últimos años. Aunque no fueron tantas, pensándolo bien. Probablemente se había acostado con Michael más veces en un solo año que con Alex en siete. Alex estaba avergonzado, le pedía disculpas, pero volvía a ella pues necesitaba hacerse la ilusión de tener a Noelle en sus brazos, y Mónica le permitía tomar el alivio que necesitaba. Jamás se aproximó a ella cuando estaba Nick en casa, sólo cuando estaba de viaje.

La última vez había sido sólo dos días antes, cuando Nick estuvo en Nueva Orleans. Aquella noche fue a la oficina de Alex, como de costumbre, y él se lo hizo en el sofá. Nunca tardaba mucho; jamás la desnudaba, ni se desnudaba él. Después de siete años haciéndolo, Mónica nunca lo había visto desnudo, y de hecho le había visto la cosa sólo unas pocas veces. Todavía seguía excusándose por su necesidad, como si ella fuese realmente Noelle, y pensaba que el acto en sí era desagradable, de manera que terminaba lo más rápido posible y Mónica se limpiaba y se iba a casa.

No era así con Michael. Aún no sabía qué lo atraía de ella ni cómo había dejado que las cosas hubieran llegado tan lejos. Él había crecido en Prescott, de modo que lo conocía, sabía cómo se llamaba, había hablado con él toda la vida. Tenía cinco años más que Nick, y cuando ella terminó la secundaria, él ya era agente de la oficina del sheriff. Se había casado con su novia del instituto y habían tenido dos niños. Eran el matrimonio perfecto, y un día su mujer lo abandonó, así, de repente. Ella se mudó a Bogalusa y volvió a casarse un par de años más tarde. Sus hijos tenían ya diecisiete y dieciocho años, y mantenía buenas relaciones con ellos.

Michael tenía buenas relaciones con todo el mundo, se dijo Mónica curvando la boca en una sonrisa. Por eso lo eligieron sheriff cuando el sheriff Deese se jubiló por fin tres años atrás. Era de verdad un buen tipo, desdeñaba los trajes en favor del uniforme y prefería las botas a los zapatos con lengüeta. Era un larguirucho de un metro ochenta de estatura, con pelo rubio oscuro y amistosos ojos azules, y un salpicado de pecas que le cruzaba la nariz. Un niño grande.

Un día, hacía un año, Mónica fue a la ciudad y decidió almorzar en el restaurante del palacio de justicia, que tenía las mejores hamburguesas de todas. Mamá se habría horrorizado al ver que tenía un gusto tan plebeyo, pero a ella le encantaban las hamburguesas y de vez en cuando se daba el capricho. Estaba sentada a la pequeña mesa cuando entró Michael, pidió también una hamburguesa y se disponía a regresar a su puesto cuando de pronto se detuvo junto a su mesa y le dijo si podía sentarse con ella. Mónica, sorprendida, le dijo que sí.

Al principio estuvo un poco rígida, pero Michael era capaz de ablandar las piedras. Enseguida estaban riendo y hablando con tanta naturalidad como si fueran amigos. Otro momento de extrañeza fue cuando él le pidió que cenaran juntos; sabía muy bien que su madre no lo aprobaría. Michael McFane no tenía nada de buen tono social. Pero aceptó y, para sorpresa suya, él mismo preparó la cena, filetes a la parrilla, en el patio trasero de su casa. Ahora vivía en la pequeña granja en la que se había criado, cuyo vecino más próximo se encontraba a dos kilómetros carretera abajo, y Mónica se relajó con la tranquila soledad de aquel hogar rural.
Se relajó lo bastante, después de cenar y bailar música country de la radio, para moverse despacio alrededor del pequeño cuarto de estar hasta dejarse llevar al dormitorio. No tenía pensado permitírselo, ni siquiera se le había ocurrido que él pudiera intentarlo, pero Michael empezó a besarla, y sus besos fueron cálidos y lentos, y por primera vez en su vida experimentó la punzada del deseo en lo más profundo de su cuerpo. Alarmada por lo que estaba sucediendo, y por lo deprisa que iba todo, de todos modos se quedó dentro del dormitorio y le dejó que le bajara la cremallera del vestido y después le quitara el sujetador. Nadie le había visto nunca los pechos desnudos, pero de pronto Michael no sólo los vio sino que además se puso a chuparlos.

La presión de aquella boca hizo enloquecer a Mónica, y ambos cayeron sobre la cama. Michael no era de los que penetraban discretamente, con los pantalones medio bajados; pronto estuvieron los dos desnudos, entrelazados el uno en el otro sobre las sábanas de algodón, y aquella punzada de deseo explotó en un desenfreno que aún hoy la alarmaba.
Una dama no actuaba de aquella manera, pero es que ella siempre había sabido que no era una dama. 

Su madre lo era, y Mónica se había pasado la vida intentando ser como ella, para que la quisiera, pero siempre se había quedado corta. Su madre estaría horrorizada y asqueada si supiera que su hija pasaba varias horas a la semana en la cama con Michael McFane –¡precisamente había ido a escoger al sheriff !– follando como una coneja.
A veces Mónica sentía rencor por las restricciones que le habían inculcado desde la cuna. Nick no estaba sujeto ni confinado por todas las cosas que no debían hacer las señoritas. Era como si su madre hubiera descartado a Nick como una causa perdida desde el instante de su nacimiento; él era varón, por lo tanto esperaba que actuase como un animal. Como ella era una señora, no había hecho caso de las escapadas sexuales del padre y del hijo, aquellas cosas carecían de interés para ella, y esperaba que tampoco interesaran a su hija.

No funcionó así, aunque Mónica lo intentó. Lo intentó de verdad, durante los primeros veinticinco años de su vida. Incluso después del aislamiento de su madre tras la fuga de papá, siguió intentándolo con la esperanza de que, si era buena, su madre no sufriría tanto el abandono de papá.
Pero siempre había ansiado más. Su madre era tan reservada y fría, perfecta, intocable. Su padre era cálido y cariñoso, la abrazaba, jugaba a pelearse con ella a pesar de que Noelle desaprobaba semejante alboroto con su hija. Nick era aún más físico que su padre; siempre ardió con un fuego interior que Mónica reconoció desde muy temprana edad.

Se acordaba de una ocasión, cuando Nick estaba de vacaciones en casa en su época universitaria, en la que se quedaron un rato de sobremesa tras la cena, charlando. Nick estaba retrepado en su silla con aquella gracia gatuna que poseía, riendo mientras describía una broma que le habían gastado algunos de los jugadores de fútbol al entrenador, y en aquel momento percibió... no sabría explicarlo bien... una especie de sensualidad en estado silvestre en su forma de inclinar la cabeza, en el movimiento de la mano para levantar el vaso. Miró a su madre y descubrió que ésta estaba observando fijamente a Nick con una expresión de repulsión en la cara, como si se tratase de un animal asqueroso. Es que, en efecto, era un animal, naturalmente, un muchacho adolescente sano e indómito, rezumando testosterona. Pero no tenía nada de repulsivo, y Mónica lo lamentó por él, por aquella desaprobación.

Nick era un hermano maravilloso. No sabía lo que habría hecho sin él, en los días horribles que siguieron a la fuga de papá. Estaba tan avergonzada de su intento de suicidio que juró que nunca volvería a ser tan débil y suponer una carga para Nick. Tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero cumplió su promesa. No tenla más que mirarse las finas cicatrices de color pálido de sus muñecas para recordarse a sí misma cuál era el precio de la debilidad.

Al ver a Miley Devlin en el aparcamiento de la tienda de comestibles se quedó tan impresionada que, por primera vez en mucho tiempo, cayó en la antigua costumbre de recurrir enseguida a Nick, esperando que él solucionase sus problemas. Se sentía asqueada consigo misma por haberse desmoronado de aquella forma, pero cuando vio aquel cabello rojo oscuro, un color tan intenso que casi parecía el del vino, estuvo a punto de parársele el corazón. 

Durante un instante de perplejidad pensó: ¡papá ha vuelto!, porque si Renée estaba allí, seguro que su padre también.
Pero a papá no se lo veía por ninguna parte. Solamente estaba Renée, con un aspecto más joven que cuando se marchó, lo cual era una verdadera injusticia. Alguien tan malvado y depravado como Renée Devlin debería llevar sus pecados escritos en la cara para que todo el mundo los conociera.
Pero el rostro que la miró a ella a su vez poseía un cutis exquisito, como siempre, sin una sola arruga a la vista. Los mismos ojos verdes y soñolientos, la misma boca grande, suave y sensual. No había cambiado nada. Y por un instante, Mónica fue de nuevo la muchacha herida y desvalida que había sido antes, y fue corriendo a Nick.

Sólo que no era Renée; la mujer del aparcamiento era Miley Devlin, y Nick se mostraba extrañamente reacio a utilizar su influencia en contra de ella. Mónica no recordaba gran cosa de Miley, sólo tenía un vago recuerdo de una niña escuálida que tenía el mismo pelo que su madre, pero aquello no importaba. Lo que no fue vago en absoluto fue la punzada de dolor que sintió al verla, la acumulación de recuerdos, aquella vieja sensación de abandono y traición. Desde entonces le daba miedo ir a la ciudad, miedo de volver a tropezarse con Miley y experimentar el escozor de la sal en aquella herida reabierta.
–¿Mónica? –le llegó la voz perezosa de Michael–. ¿Vas a dormir ahí, cariño?
–No, sólo estoy arreglándome –contestó, y abrió el grifo del lavabo para dar credibilidad a aquella mentira. Su reflejo le devolvió la imagen de su cara. No estaba mal para tener treinta y dos años. Tenía el pelo oscuro y brillante, no tan negro como el de Nick, pero sin una sola cana. Su rostro era de huesos finos, como el de su madre, pero poseía los ojos oscuros de los Rouillard. No tenía exceso de peso, y sus pechos eran firmes.

Cuando salió del cuarto de baño, Michael estaba todavía tumbado desnudo en la cama y una lenta sonrisa iluminó su semblante al tiempo que le tendía una mano.
–Ven, arrímate a mí –la invitó, y a Mónica el corazón le dio un vuelco. Volvió a subirse a la cama, a disfrutar del calor de los brazos de él. Michael la acomodó contra sí con un suspiro de satisfacción, y movió su enorme mano para apretarle cariñosamente un pecho.
–Creo que deberíamos casarnos –dijo en un tono totalmente normal. Esa vez no sólo le dio un vuelco el corazón, sino que casi se le paró. Se lo quedó mirando con los ojos redondos, una mezcla de pánico y perplejidad.
–¿Casarnos? –balbuceó, y acto seguido se llevó las dos manos a la boca para contener la risita histérica que pugnaba por salir–. ¿Michael y Mónica McFane? –La risa salió de todos modos.
Michael mostró una ancha sonrisa.
–Dicho de esa manera, parece que fuéramos gemelos. Puedo vivir con ello, si tú quieres. –Le acarició el pezón con el pulgar, disfrutando al ver cómo se erguía bajo su contacto–. Pero si tenemos un niño, le pondremos un nombre que empiece por cualquier letra que no sea una M.
Matrimonio. Hijos. Oh, Dios. Por alguna razón que desconocía jamás se había imaginado que Michael quisiera casarse con ella. Ni siquiera había pensado en el matrimonio en relación consigo misma. Su vida se había congelado doce años atrás, y nunca había pensado que pudiera cambiar.

Pero nada es estático. Hasta las rocas cambian, limadas por el tiempo y los elementos. Alex no había alterado el ritmo uniforme de su vida, pero Michael había irrumpido en él como un cometa.
Alex. Oh, Dios.
–Ya sé que no tengo mucho que ofrecerte –estaba diciendo Michael–. Seguro que esta casa no se parece en nada a lo que tú estás acostumbrada, pero estoy dispuesto a arreglarla como tú quieras; no tienes más que decirme lo que quieres que haga, y lo haré.
Otra sorpresa. Había vivido sus treinta y dos años de vida en la mansión Rouillard. Intentó imaginarse viviendo en otra parte, y no pudo. Doce años antes se habían venido abajo los cimientos de su vida, y desde entonces no había llevado bien ningún cambio, ni siquiera uno relativamente pequeño como comprarse un coche nuevo. Nick la había obligado finalmente a deshacerse del que tenía desde los diecinueve años, igual que, cinco años antes, la había obligado a decorar de nuevo su habitación. 

Llevaba años completamente harta de aquella decoración infantil, pero la idea de cambiarla la hacía sentirse aún peor. Supuso un alivio que Nick trajese a un decorador un día en el que ella tenía cita con el dentista, y al regresar se encontró con el papel ya arrancado de las paredes y la moqueta levantada del suelo. Aun así, se pasó tres días llorando. Era lo poco que quedaba de su vida anterior a la fuga de papá tal como era, y le dolía renunciar a ello. Cuando dejó de llorar y el decorador terminó su trabajo, quedó encantada con la habitación; la transición fue lo que le resultó doloroso.
–¿Cariño? –decía Michael ahora, con un tinte de vacilación en la voz–. Lo siento, a lo mejor pensé que...
Mónica se apresuró a taparle la boca con la mano.
–No se te ocurra rebajarte ante mí –le dijo en un tono grave y violento, dolida por dentro porque Michael pudiera pensar ni por un segundo que ella se consideraba demasiado buena para él. Era precisamente todo lo contrario: Michael resultaba demasiado bueno para ella. Sólo dos días antes se había tumbado en el sofá de cuero de la oficina de Alex y había dejado que éste la fo/llara. Una palabra desagradable. Un acto desagradable. No guardaba nada en común con el acto de amor de Michael. No había sentido nada, excepto lástima, y alivio al terminar.

Si Michael supiera lo de Alex, ya no la desearía. ¿Cómo iba a desearla? Todo el año anterior creyó que le pertenecía sólo a él, y durante todo aquel tiempo ella había permitido que la fo/llara un amigo de la familia, igual que durante los seis años anteriores.

No se sintió en absoluto culpable, por Alex, cuando Michael se convirtió en su amante. Con Alex no sentía conexión alguna; ¿cómo iba a sentirla? Ni siquiera era ella la que lo hacía, sino su madre. Pero sí que la devoró el sentimiento de culpabilidad cuando fue con Alex porque suponía una profunda traición a Michael. Tendría que decirle que aquello tenía que acabar, pero el viejo terror seguía habitando allí, enterrado en lo más profundo. Si dejaba de permitirle que la fo/llara, ¿se marcharía? ¿Importaría algo que así lo hiciera? Ya no era una adolescente herida y confusa, ya no necesitaba a papá... o más bien a su sucedáneo.




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