sábado, 30 de marzo de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 22


La llevó hasta el porche, donde la rejilla los protegería de los mosquitos y otros insectos que picaban. Aterrorizada casi hasta la histeria por la brusca aparición de Nick, un pánico que no cedió demasiado al reconocerlo, Miley no pudo hacer otra cosa que aferrarse de sus hombros al tiempo que él la levantaba en brazos y se apresuraba a llevarla al interior de la casa.

Casi de inmediato se vio sumergida en una densa marea de deseo que la arrastraba por debajo del nivel de la razón o de la voluntad. Protestar no era una alternativa; las necesidades de su cuerpo, durante tanto tiempo suprimidas, enseguida se impusieron y apartaron a un lado todo raciocinio. Temblaba para cuando Nick le soltó las piernas y dejó que su cuerpo resbalara hacia abajo, a lo largo del suyo, en una dulce fricción que provocó una excitación casi dolorosa. Ya era hora. Dios santo, ya era más que hora. Lo deseaba con una ansia ciega, feroz, que no admitía más retraso, y se agarró a él con el cuerpo flexible, dispuesto.

Nick la apoyó de espaldas contra una de las columnas cuadradas que sostenían el porche y la sujetó allí. A pesar del resplandor de la luna, aquel lugar estaba oscuro, oscuro y acogedor, perfumado con los aromas del verano y el propio olor intenso y almizclado de Nick. Respiraba deprisa, con urgencia, al tiempo que se inclinaba pesadamente contra ella para abrirse paso hacia la suave blandura de su cuerpo.
Hundió los dedos en su mata de pelo y le sostuvo la cabeza con sus manos grandes y poderosas para mantenerla quieta para la profunda incursión de su lengua en la boca. Estaba plenamente excitado, su erección estaba dura como el mármol, presionando contra el vientre de Miley.

Miley gimió contra su boca, cimbreándose deseosa contra él, intentando elevarse lo suficiente para acomodar aquella gruesa protuberancia en el espacio blando de su entrepierna. Se sentía dolida y vacía, muy vacía, cada vez más húmeda por la necesidad de tenerlo dentro.

Nick tenía la camisa abierta. La piel de los hombros en la que se hundían los dedos de Miley estaba cubierta por tela, pero el pecho se veía desnudo. Palpó su piel, brillante de sudor, y la aspereza del vello rizado. Los pechos se le tensaron, los pezones se pusieron duros y enhiestos, vibrantes por el deseo de ser tocados.

Nick separó su boca de la de ella, buscando aire, mientras su pecho se movía igual que un fuelle a cada inspiración. Miley se pasó la lengua por los labios inflamados para percibir su sabor y le rodeó el cuello con los brazos para atraerlo. Él cedió en el acto, con boca dura y mordiente, con una fuerza primitiva que excitó a Miley más allá de lo que jamás había conocido.
Nick tomó los dos senos en las manos para masajearlos con fuerza, y el alivio fue tan intenso que Miley dejó escapar un leve gemido tanto de placer como de deseo, pero en cuestión de segundos aquello resultó insuficiente. Nick reconoció aquel deseo, o tal vez el suyo era igual, porque asió la pechera de la blusa de Miley y la abrió de un tirón que hizo saltar los botones con un ruido atronador dentro de la burbuja de silencio que los rodeaba. Con una mano, soltó el cierre frontal del sujetador y apartó las copas hacia los lados para exponer la firme curva de aquellos pechos a su boca hambrienta y exigente. Le pasó un brazo por debajo de las nalgas y la levantó al tiempo que su boca resbalaba hasta sus senos dejando un rastro de humedad allí por donde iba pasando los labios. Su boca se topó con un pezón erguido, y lo succionó con vehemencia, provocando en Miley una sensación parecida a un intenso aguijoneo que la hizo arquearse contra él, como si pretendiera apartarlo. 

Él respondió sujetándola con más fuerza, agarrándola de las nalgas y frotando su miembro erecto contra el suave pliegue de la entrepierna de ella. La descarada sexualidad de sus movimientos desató una llamarada en Miley, que se sintió irremediablemente arrastrada hacia el túnel oscuro y resbaladizo que conducía al clímax.

Luchó contra ello; no quería que aquella fiebre desatada terminase tan pronto. Se encogió contra el pilar de madera tratando de separar las caderas de aquella dura protuberancia, pero no pudo, el brazo que le sostenía las nalgas la mantenía amoldada a Nick y le permitía un movimiento tan escaso que ni siquiera podía cerrar las piernas. Sintió una tensión crecer en la parte inferior del cuerpo, una tensión que iba aumentando, aumentando...
Nick volvió a dejarla de pie en el suelo y tiró de la falda para subírsela hasta la cintura. Miley se inclinó débilmente contra la columna, con todos los sentidos aturdidos por la velocidad y la violencia con que estaba sucediendo aquello. Recordó vagamente aquella ocasión en la que lo vio haciendo el amor, despacio y con ternura, con voz tranquilizadora y cariñosa, musitando palabras de amor. Creía que iba a ser algo así, pero en cambio se veía atrapada en un torbellino como la Dorothy de El mago de Oz, lanzada a un territorio inexplorado. Se habían arrojado el uno sobre el otro como animales, incapaces de frenar ni de inyectar un poco de ternura en aquel acto, y a ella eso no la preocupaba. 

La urgencia era demasiado fuerte, demasiado inmediata.
Nick agarró la mano izquierda con su falda y la levantó y apartó hacia un lado, mientras con la derecha le bajaba las bragas. Miley sintió el contacto del aire de la noche en las nalgas desnudas; aquello le provocó una sensación de dolorosa vulnerabilidad, y se estremeció entre las manos de Nick. Él le bajó las bragas hasta las rodillas, luego alzó un pie y lo apoyó en la entrepierna de la prenda para empujarla hasta el suelo. Miley oyó el ruido de la tela al romperse y emitió una débil protesta, pero sintió que le caía a los pies y que él la izaba para sacarla de lo que quedaba de la prenda.

La sujetó contra la columna y le abrió los muslos para introducirse entre ellos. La cabeza de Miley cayó hacia atrás. Oía su propia respiración jadeante mientras aguardaba con insoportable espera la violenta embestida que llenaría su vacío y aplacaría aquel doloroso deseo. La mano de Nick se movió con frenesí entre los cuerpos de ambos luchando con el cinturón, tirando del cierre de los vaqueros, y el roce de aquellos nudillos contra su carne húmeda y anhelante bastó para hacerla gritar de ganas. Nick consiguió abrir la cremallera, y su miembro tensó saltó afuera y empezó a buscar los pliegues de Miley entre las piernas.
–Quiero fo/llarte –murmuró de forma ininteligible, en un tono áspero y grave, al tiempo que alzaba un poco a Miley para ajustar su posición–. Déjame entrar. Ahora.
Su mano seguía aún entre los dos cuerpos, sus manos se movían con seguridad sobre la carne de ella. Encontró la hendidura blanda y húmeda e introdujo un dedo en ella para sacar la humedad hacia afuera y así preparar el terreno para entrar él. Miley se estremeció, con los brazos fuertemente ceñidos alrededor de su cuello mientras aquel largo dedo frotaba tejidos de exquisita sensibilidad y provocaba explosiones subterráneas de placer. Sus músculos internos se cerraron sobre el dedo intruso apretándolo en una sutil caricia, y Nick juró con una excitación salvaje. Sin poder esperar más, retiró el dedo y guió la ancha cabeza de su pene hacia el lugar adecuado.
Miley se quedó inmóvil, congelada por la enorme presión que experimentó entre las piernas cuando él comenzó a empujar. La fiebre del deseo se esfumó, sustituida por la alarma. En un fogonazo de lucidez recordó el grito de sorpresa y pánico de Lindsey Partain cuando Nick la penetró, y ahora supo a qué se debía. Entonces su mente quedó en blanco, centrada tan sólo en la **** gruesa y maciza que iba entrando en su cuerpo a cada embestida, corta pero potente. Nick gruñía por la dificultad de la penetración, con el cuerpo entero en tensión.

Miley se retorció en sus brazos igual que un gusano en un anzuelo, emitiendo pequeños gemidos de angustia. Nick se detuvo con el rostro bañado en un sudor que goteaba sobre los pechos desnudos de Miley y trazaba diminutos regueros de humedad. Luchó desesperadamente por conservar el control, en un esfuerzo que le contraía las entrañas.
–Chist, chist –susurró apretando los labios contra la delicada curva del mentón de Miley. Aquel sonido fue un mero susurro tranquilizador que se disipó en la brisa de la noche–. No pasa nada, nena. Puedes con ello. Tú quédate quieta y déjame entrar. No te voy a hacer daño, voy a ser muy lento y suave.
Mientras hablaba empezó a mover las caderas adelante y atrás, unos movimientos ligeros que indujeron a los músculos de ella a relajarse para permitir que cada nueva embestida le permitiera deslizarse más profundamente en su carne caliente, húmeda e increíblemente prieta. Miley gimió temblorosa en sus brazos. Él sintió cómo arqueaba el cuerpo de forma convulsiva en un esfuerzo instintivo por aceptarlo y adaptarse a él; Nick trató de controlar el movimiento, pero ya era demasiado tarde. El brusco movimiento de torsión la empaló sobre la rígida **** de él, introducida hasta la empuñadura, y la vaina candente del cuerpo de Miley le causó la misma sensación que si todo el cuerpo le explotara.
Aquella impresión hizo eco en Miley. Se dejó caer pesadamente en los brazos de Nick con la cabeza inclinada hacia atrás como una margarita con el tallo roto. El férreo control de Nick se hizo añicos, y sus caderas iniciaron un movimiento similar al de una taladradora, entrando y saliendo de ella. Miley permaneció colgada, sostenida sólo por el movimiento del cuerpo de Nick y por el pilar de madera que tenía a la espalda. Durante un espacio de tiempo imposible de medir, sus sentidos quedaron reducidos al retumbar de su corazón y al intenso martilleo del cuerpo de Nick dentro del suyo, que la machacaba sin descanso. Se aferró de su camisa retorciendo la tela en un intento de soportar el trance, zarandeada irremediablemente en aquella violenta descarga de lujuria.

En aquel momento Nick se detuvo y de su garganta surgió un gruñido al percibir en la tensión de su cuerpo el repliegue físico y mental de Miley.
–No –dijo con frustración y rabia–. No pienso permitir que te aísles de mí. Ven a mí, nena. Hazme sentirlo.
Miley intentó hablar, pero no pudo decir nada. No puedo hacerlo, pensaba, sin embargo no podía articular palabra alguna. El Clímax, que hacía poco lo veía acercarse inminente, ahora parecía fuera de su alcance del todo. Se sentía dolorosamente dilatada, empalada, al margen del placer.
Pero Nick ajustó su posición enganchando los brazos por debajo de los muslos de ella y manteniéndolos muy separados al tiempo que la sujetaba con su peso contra la columna. Miley se sintió completamente abierta, incapaz de controlar ni reaccionar a las embestidas de él. Nick liberó una mano durante breves instantes, buscó el pequeño capullo en la parte superior del sexo de Miley y utilizó el pulgar y el índice para abrir los labios que lo protegían y dejarlo al descubierto. Volvió a corregir la postura y se adentró más en Miley para poder presionar el pequeño capullo, y entonces comenzó a empujar de nuevo.

Miley sintió como un ramalazo que le recorría todo el cuerpo y se concentraba entre sus piernas.
No tenía defensa alguna contra aquella oleada de sensaciones, que se intensificaban despiadadamente a cada arremetida. Nick sabía exactamente lo que hacía, que era forzarla inexorablemente hacia el orgasmo. En cuestión de segundos estaba gimiendo nuevamente de deseo; en menos de un minuto sintió que la invadía la furia, y gritó con la fuerza de la liberación arqueando todo el cuerpo y estremeciéndose en los dominantes brazos de Nick. Aquella sensación continuó sin cesar, con tal intensidad que no fue consciente de nada más, reducida a un ser totalmente físico.

Sus espasmos apenas habían comenzado a ceder cuando comenzaron los de Nick, que se sacudió violentamente bajo ellos, con la cabeza echada hacia atrás y el cuello en tensión, vibrante.
Un gruñido ronco y profundo le nació del pecho y se repitió una y otra vez al ritmo del bombeo de sus caderas.

Los momentos siguientes transcurrieron en silencio, puntuados tan sólo por la aspereza de la respiración agitada de ambos y algún que otro gemido o gruñido ocasional, involuntario, cuando las terminaciones nerviosas rezagadas se agitaban con algún resto de placer. Miley estaba aturdida, la cabeza colgando hacia delante, contra el hombro de Nick. Éste se había dejado caer en los brazos de ella, y la columna los sostenía a ambos. Allí donde la piel desnuda se tocaba, el sudor los adhería el uno al otro. Los dos tenían la ropa empapada y retorcida. Miley se sentía tan entumecida como si acabara de librar una batalla.
La respiración de Nick fue aquietándose y recuperó el control de sí mismo, como si cada movimiento le supusiera un esfuerzo. Su corazón retumbaba contra el pecho de ella, latiendo pesada y lentamente. Se retiró con cuidado de su cuerpo y la sostuvo firme cuando ella se tensó, porque incluso aunque la humedad del clímax allanaba el camino, sus tejidos inflamados lo liberaron casi con la misma dificultad con que lo habían aceptado.

Nick estaba estupefacto, impresionado en lo más vivo por la intensidad de lo que acababa de suceder. Aquello no era sexo. Ya había tenido mucho sexo, más veces de las que podía contar. El sexo era un Placer, a veces suave, a veces lascivo; un apetito, persistente pero fácilmente satisfecho.
Sin embargo, lo que acababa de experimentar con Miley fue potente e imparable como una avalancha, un fuego que lo dejó chamuscado y ya necesitado de sentir la misma llama otra vez.

Sentía el cuerpo leve y tierno de ella temblar en sus brazos y deseó acostarse con ella, consolarla y luego volver a penetrarla hasta lo más profundo. Lo deseaba con una violencia tal que le contrajo las entrañas. Pero como no confiaba en ser capaz de contenerse, dejó caer los brazos.
Aturdido, un solo pensamiento le vino a la mente.
–Dios santo –dijo con la voz aún ronca por el intenso orgasmo–. Si fo/llar con Renée era así, ahora entiendo por qué mi padre no podía apartarse de ella.

Miley se quedó petrificada y el delicioso calor del apareamiento se transformó en hielo al oír la mordacidad de aquellas palabras. No reaccionó a aquella insultante crudeza, aunque sí le causó efecto. Si Nick se había propuesto hacerla sentirse barata, lo había logrado de forma admirable. La humillación y la angustia se adueñaron de su estómago y la obligaron a apretar los dientes para reprimir una súbita náusea. Ella había experimentado la misma sensación que si el corazón abandonara su cuerpo, pero para él había sido... ¿qué? ¿Una especie de represalia? Como Renée estaba fuera de su alcance, ¿se había vengado en su hija?
Volvió a ordenarse la ropa sin mirarlo siquiera. Tenía el sujetador retorcido, pero por fin consiguió abrochar el cierre. A la blusa no le quedaban botones, de modo que se anudó los faldones a la cintura. Se agachó para recoger las bragas con la intención de ponérselas, pero estaban destrozadas. 

El rubor le inundó el rostro, pero gracias a Dios la oscuridad ocultó aquel arrebato de vergüenza.
En silencio, se guardó la frágil prenda en el bolsillo de la falda y dio media vuelta para echar a andar con toda la dignidad posible, dadas las circunstancias. Pero no era mucha. ¿Cómo podía una mujer conservar su dignidad cuando acababa de ser tomada, de pie, con la elegancia y la ternura de un marinero que lleva seis meses sin ver una mujer y se fo/lla a una ramera en un callejón? Las piernas le temblaban como un flan, tenía la pelvis dolorida por el esfuerzo y, lo que era aún peor, sentía la humedad del semen de Nick entre los muslos.
Abrió la puerta de rejilla y bajó los escalones con pie inseguro. La linterna estaba donde la había dejado, y el haz de luz iluminaba las hojas de hierba y los insectos que revoloteaban atraídos hacia ella. La recogió del suelo, y en el momento de incorporarse chocó contra Nick. Se le antojó que se movía igual que un fantasma; no lo había oído salir del porche. Lo dejó a un lado, pero él la agarró del brazo y la obligó a detenerse.
–¿Adónde diablos crees que vas?
–A mi coche.
Nick soltó un bufido.
–Si no te dejo volver andando sola durante el día, puedes tener la seguridad de que tampoco lo vas a hacer por la noche.
Miley percibió la tensión y la rabia en él, pero estaba demasiado exhausta y asqueada para preocuparse de ello. Se zafó suavemente del brazo que la sujetaba, todavía sin mirarlo.
–Yo crecí andando por estos bosques, no necesito escolta.
–Entra en el coche –dijo Nick con aquel tono suave y acerado que indicaba que ya había tomado la decisión y no iba a cambiarla–. Te llevo yo.
¿Qué coche? Desconcertada, Miley miró a su alrededor. Hasta aquel momento no había tenido tiempo de preguntarse cómo había llegado él a la casa de verano. Entonces vio el jaguar, aparcado a un costado de la casa en vez de la entrada. Como siempre, se había aproximado desde el otro lado, por eso no lo había visto. ¿Qué malvado genio lo había inducido a aparcar allí, en lugar del camino de entrada? Si ella hubiera visto el coche, en ningún momento habría abandonado la seguridad de la arboleda.

Nick la estaba empujando en dirección al coche, y Miley no perdió el tiempo en discutir.
Simplemente quería librarse de él, y la manera más rápida de hacerlo era rindiéndose y terminando de una vez.
Nick abrió la portezuela del coche e instó a Miley a entrar apoyándole una mano en la espalda.
Miley se sentó exhalando un suspiro de alivio por no tener que sostenerse sobre sus piernas temblorosas. Él fue hasta el otro lado y se deslizó detrás del volante. Sus poderosas manos actuaron con competencia y seguridad al arrancar el motor y poner la palanca de transmisión en la posición adecuada.
–¿Has aparcado en el mismo sitio que la otra vez? –preguntó a Miley en un tono que rezumaba rabia contenida.
–Sí –murmuró ella, y luego guardó silencio. Mantener aquel silencio parecía ser al mismo tiempo lo más seguro y lo más fácil de hacer, así que se concentró en contemplar fijamente los árboles oscuros que pasaban junto a la ventanilla.
El camino discurría alrededor del lago, luego entraron en la carretera, y después Nick tuvo que tomar otra salida hacia el camino de tierra que en otro tiempo había conducido al hogar de Miley.

Secrets Of The Night - Cap: 21


–En este trabajo tengo que ver muchas cosas repugnantes –dijo en tono familiar, agachándose en cuclillas junto a la caja–, pero algunas todavía me revuelven el estómago. ¿Cómo diablos se le puede hacer esto a un pobre animal indefenso? ¿Has manipulado mucho la caja?
–Sólo para sacarla aquí fuera. He tenido cuidado de tocar solamente la esquina delantera izquierda y la trasera derecha. No sé cuánto la habrá manipulado Miley antes de abrirla. Yo he utilizado un bolígrafo para abrir las solapas –añadió–. En una de ellas hay un mensaje.
Mike empleó la misma técnica, sacando un bolígrafo del bolsillo. Frunció los labios al leer el mensaje, impreso en letras mayúsculas en el cartón con un rotulador:
LÁRGATE DE PRESCOTT O TERMINARÁS IGUAL QUE EL GATO
–Voy a llevármela a ver si puedo conseguir alguna huella. El plástico será donde más pueda haberlas, ya que no está alterado. –Lanzó una mirada hacia la casa–. ¿Ella se encuentra bien?
–Estaba muy nerviosa cuando llegué yo, pero ahora ya se ha tranquilizado.
–De acuerdo. –Todavía usando el bolígrafo, Mike cerró las solapas y se quedó mirando la caja durante unos segundos, y después soltó un gruñido.
Nick la miró también y vio lo que se le había pasado por alto la primera vez.
–Mie/rda. No lleva matasellos. Estaba encima del resto del correo, de modo que pensé que había llegado por correo también.
–No. La han entregado en mano. Vamos a ver si ha oído algo o ha visto algún coche.
Entraron en la cocina, y Nick vio que Miley seguía sentada donde él la había dejado, tomándose el café. Levantó la vista, ya aparentemente calmada, pero él sospechó que aquel control pendía de un hilo.
Miley se puso de pie inmediatamente, mirando a Mike.
–Señora. –Él se tocó el sombrero con los dedos–. Soy Michael McFane, el sheriff. ¿Se encuentra bien para responder a unas preguntas?
–Por supuesto –repuso ella–. ¿Quiere un café?
–Por favor.
–¿Azúcar o crema de leche?
–Azúcar.
Una vez cumplida la cortesía social, Miley regresó a su silla. Nick se quedó de pie a su lado, apoyado en la enorme mesa. Mike se acomodó junto al fregadero con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos.
–¿Dónde encontró la caja? –preguntó Mike.
–En el buzón.
–No lleva matasellos. No se la han enviado por correo, de modo que doy por sentado que se la dejaron en el buzón después de la entrega del correo. Se supone que nadie usa el buzón excepto el servicio postal, así que el cartero probablemente la habría sacado. ¿Oyó la furgoneta del correo o vio pasar algún otro coche?
Miley negó con la cabeza.
–No estaba aquí. Estaba haciendo la compra. Vine a casa, guardé las provisiones y salí a recoger el correo.
–¿Hay alguien que esté enfadado con usted? ¿Alguien que pudiera enviarle un gato muerto para ajustar cuentas?
Otra negativa.
–Ayer se encontró una nota en el coche –intervino Nick.
–¿Qué clase de nota? ¿Qué decía?
–Que cerrase la boca si sabía lo que me convenía –informo Miley.
–¿La conserva?
Lanzó un suspiro, dirigió a Nick una mirada de cautela y fue a buscar la nota. Volvió sosteniendo el papel por una esquina.
–Déjelo sobre la encimera –dijo Mike–. No quiero tocarlo.
Ella obedeció, y Nick se puso al lado de Mike para leer el texto. Estaba escrito con la mismas letras mayúsculas que adornaban el cartón de la caja: «No hagas más preguntas acerca de Guy Rouillard. Cierra la boca si sabes lo que te conviene». Joe le disparó una mirada irritada, comprendiendo por qué lo había mirado con cautela.
–Está bien –gruñó–. ¿Qué has estado tramando ahora?
–Yo sé tanto como tú –replicó Miley en un tono suave que Nick empezó a pensar que ocultaba tanto como revelaba.
–Bien. –Mike estiró el mentón–. ¿Qué tiene que ver con esto tu padre, Nick?
–Aquí, la señorita metomentodo ha estado haciendo preguntas sobre él por toda la ciudad. –La miró con cara de pocos amigos.
–¿Por qué iba eso a sacar a alguien de quicio hasta el punto de enviar una nota como ésta y dejar un gato muerto en el buzón?
–Me ha sacado de quicio a mí –dijo Nick con franqueza–. No quiero que por ningún motivo Mónica ni mi madre se vean afectadas por revolver otra vez todo aquel viejo escándalo. No sé a quién puede fastidiarlo tanto.

El sheriff guardó silencio, con sus ojos azules semicerrados mientras reflexionaba.
–Aparentemente –dijo por fin, despacio– tú eres el más sospechoso, Nick. –Miley inició inmediatamente una protesta, pero él la mandó callar con un gesto–. Supongo que también lo sabía usted, por lo de la nota –le dijo a Miley–. Así que eso me hace preguntarme por qué lo llamó a él en vez de llamar a la oficina del sheriff.
–Sabía que él no había dejado la nota ni la caja.
–No es ningún secreto que a ti no te hizo ninguna gracia que ella volviera aquí –dijo Michael, mirando a Nick.
–Así es. Y sigue sin gustarme. –La dura boca de Nick se curvó en una sonrisa sin humor–. Pero las notas con amenazas y los gatos muertos no son mi estilo. Yo libro mis batallas a cielo abierto.
–Diablos, ya lo sé. Sólo trato de saber por qué la señora Hardy te llamó a ti.
Nick lanzó un bufido.
–Imagínatelo.
–Creo que ya me lo he imaginado.
–Entonces deja de hacer el gilipo/llas.
El sheriff no se dio por ofendido, sino que se limitó a sonreír. Un instante después adoptó de nuevo una actitud profesional.
–Necesito que los dos vengan al palacio de justicia para tomarles las huellas dactilares y examinar la caja y la nota por si hay otras que no coincidan. Además, señora Hardy, tendrá que hacer una declaración.
–De acuerdo. Voy por las llaves. –Miley se puso de pie y Nick la cogió del brazo.
–Ya te llevo yo.
–No es necesario que vuelvas hasta aquí...
–He dicho que te llevo yo. –Le dirigió una mirada implacable, imponiéndole su voluntad. Ella pareció irritada pero no protestó más, y el sheriff sonrió de nuevo.
Nick la condujo afuera y la depositó en el lujoso asiento de cuero del jaguar.
–No tienes por qué llevarme –dijo malhumorada mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
–Por supuesto que sí, si quiero hablar contigo.
–¿Qué hay que decir?
Nick arrancó el coche y salió marcha atrás de la entrada para seguir al coche patrulla del sheriff McFane.
–Es evidente que algún loco te la tiene jurada. Estarás mucho más segura lejos de Prescott.
Miley desvió el rostro y fijó la vista en la ventanilla.
–No has tardado mucho en sacar el tema –replicó.
–Mira que eres terca. ¿Es que no te das cuenta de que esa cabecita pelirroja tuya puede correr peligro?
Miley iba hirviendo de furia para cuando salió del palacio de justicia, aunque mayormente había logrado controlar su genio. Nick la había presionado durante todo el camino para convencerla de que se marchara de Prescott, y para más irritación suya, el sheriff McFane se había mostrado de acuerdo en que tal vez no estuviera del todo a salvo, viviendo sola y sin vecinos cerca. Miley había señalado que si se fuera cesaría el acoso, jamás averiguarían quién había hecho aquello, y el culpable se iría tan contento al ver que su táctica había funcionado. Ella no estaba dispuesta a darle aquella satisfacción.
El sheriff McFane le concedió que su lógica era aplastante y su valentía encomiable, pero que brillaba por su falta de sentido común. Podía resultar herida de verdad.

Miley convino con él en aquella valoración, y se negó tercamente a ceder un centímetro. Ahora que ya se le había pasado el tembleque, veía la causa y el efecto. El gato muerto significaba, de algún modo, que había estado muy cerca de descubrir qué le había sucedido realmente a Guy, y si se marchara en aquel momento nunca lo sabría con seguridad. El sheriff y Nick pensaban que alguien la estaba acosando; ella sabía que la cosa era más grave. Tenía que luchar contra la tentación de decirles lo que creía que había detrás de lo del gato y las notas; si se extendía el rumor de que ella estaba sugiriendo que Guy había sido asesinado, ello advertiría al culpable y lo haría aún más difícil de capturar. De modo que guardó silencio, y la frustración de hacerlo era lo que le producía aquella irritación.

Podía hacer caso omiso de los comentarios del sheriff McFane en el sentido de que debía marcharse, pero los de Nick le llegaban al corazón. Sus sugerencias en tono afectuoso hacía mucho que se habían deteriorado y transformado en duras exigencias para cuando salieron del palacio de justicia para emprender el camino de vuelta a casa.
–¡Por última vez, no! –gritó Miley, al menos por quinta vez, cuando entraba en el coche. Varias cabezas se giraron hacia ella.
–Mie/rda –murmuró Nick. Para ser un hombre que quería evitar los chismorreos, aquel día se había lucido. Su Jaguar no era un automóvil que pasara inadvertido fácilmente, y Miley era una mujer que hacía volver cabezas. Muchas personas habrían notado que él la había llevado en coche al centro del pueblo, había entrado con ella en el palacio de justicia y salido con ella del mismo, por no mencionar el hecho de que le estaba chillando. En fin, no había nada que pudiera hacer al respecto; dadas las mismas circunstancias por las que había pasado aquel día, haría lo mismo otra vez.
Miley abrochó los dos extremos del cinturón de seguridad.
–Ya sé que tú no has tenido nada que ver con el gato muerto ni con las notas –le dijo en tono iracundo–. Pero no puedes evitar aprovecharte de ello en tu propio beneficio, ¿verdad? Desde el primer día estás deseando que me vaya, y para ti resulta inaceptable que no puedas obligarme a hacer lo que tú quieres.
Él le dirigió una mirada torva, peligrosa, mientras sorteaba el tráfico de la plaza.
–Ni se te ocurra pensar algo así –dijo en voz baja–. Si quisiera, podría obligarte a salir de aquí en media hora. Pero he decidido no hacerlo.
–No me digas –replicó Miley en un tono teñido de incredulidad–. ¿Y para qué andarse con chiquitas?
–Por dos razones. Una es que no te merecías lo que sucedió hace doce años, y yo no tenía intención de volver a tratarte así. –Desvió la vista de la calle el tiempo suficiente para recorrer de arriba abajo el cuerpo de Miley, haciendo hincapié en los senos y los muslos–. Ya sabes cuál es la segunda razón.
Aquella verdad vibró un instante entre ambos, justo por debajo del punto de ebullición. Nick la deseaba. Miley lo sabía... bueno, casi desde el principio, ciertamente desde aquel beso incendiario de Nueva Orleans. Pero la deseaba con sus condiciones; quería instalarla en una casita en algún sitio que no fuese Prescott, completamente fuera de la parroquia, para que su lío con ella no molestase a su familia. Aquellas circunstancias serían perfectas para él porque conseguiría sus dos objetivos de un solo plumazo.
–No pienso permitir que me escondas como si yo fuera algo vergonzoso –dijo, con mirada vehemente y dura, fija en el parabrisas–. Si no eres capaz de relacionarte conmigo abiertamente, pues déjame en paz de una vez.

Nick descargó el puño contra el volante.
–¡Maldita sea, Miley! Ese gato muerto no te lo ha enviado el comité de bienvenida. ¡Estoy pensando en tu seguridad! Sí, me gustaría horrores que te mudases a otro sitio. Mi madre me pone de los nervios, sin embargo eso no significa que quiera hacerle daño. ¿Es que tengo que pedir disculpas por quererla a pesar de todo? Tú sabes enfrentarte a las situaciones difíciles, pero ella no. Yo soy un cab/rón avaricioso, quiero lo mejor para ella y tenerte también a ti. Si te fueras a otra parte, podríamos mantener una relación satisfactoria, ¡y yo no tendría que preocuparme de que te estuviera acechando un **** maníaco!
–Entonces no te preocupes. Ya me preocuparé yo.
Nick emitió un sonido de rabia y frustración contenidas.
–No piensas ceder ni un milímetro, ¿verdad?
Una vez más, Miley tuvo que luchar contra el impulso de decirle que tenía sus motivos para seguir en sus trece, motivos que estaban al margen de la relación personal entre ambos. Pero estando de aquel humor, de todas formas no la creería.
Ya habían salido de la ciudad y por la carretera circulaba muy poco tráfico. Pronto se desviaron a una carretera secundaria que conducía a la casa de Miley. En realidad, nunca se había percatado de lo aislada que estaba su casa, por lo menos no desde el punto de vista de su propia vulnerabilidad.
Había disfrutado de la paz y la quietud, de la sensación de espacio. Maldito fuera aquel enemigo desconocido, invisible, por haber destruido el placer que le proporcionaba haber regresado por fin al hogar.

No volvió a decir nada hasta que Nick la dejó frente a la entrada. Eran las últimas horas de la tarde y el sol poniente bañaba el pequeño edificio con una luz dorada. En muy poco tiempo se había hecho a vivir allí, rodeada por sus cosas, sus paredes, bajo un tejado que era suyo. ¿Marcharse de allí? Le resultaba impensable.
–Dime una cosa –le dijo a Nick con una mano en el tirador de la portezuela–: No quiero tener un romance contigo, viva donde viva. ¿Sirve eso para disminuir tu preocupación por mi seguridad?

Nick la detuvo cerrando los dedos sobre su muñeca y reteniéndola dentro del coche. Tenía los ojos oscurecidos por la ira, pero no respondió a aquella pregunta insultante, sino que se limitó a replicar:
–Puedo hacerte cambiar de idea. Los dos lo sabemos.

Miley abrió la puerta y él la dejó salir, contento de haber tenido la última palabra. Con frecuencia era así, pensó Miley. Nick tenía el empeño de llevar la conversación más lejos de lo que ella pretendía, para que su único recurso fuera el silencio.
Sintió que él la observaba desde el coche hasta que estuvo a salvo en el interior de la casa.
Tenía razón, maldito fuera. Sí que podía hacerla cambiar de idea, con poco o nulo esfuerzo. Lo de ella había sido un farol, pero no una mentira. Era verdad que no quería tener un romance con él, pero eso no quería decir que fuera capaz de resistirse. Si él hubiera insistido en entrar en la casa con ella, después de un beso probablemente se habría dejado llevar directamente al dormitorio. Luego sería cuando vendría el arrepentimiento.
–Nick, ¿en qué demonios estabas pensando? –preguntó Alex irritado–. Eso de llevarla a la ciudad y discutir con ella delante del palacio de justicia. Por Dios, te ha visto la mitad del pueblo, y la otra mitad se ha enterado de todo a la media hora.
Mónica alzó la vista y miró a Nick atónita. A éste le entraron ganas de estrangular a Alex por haber sacado el tema delante de su hermana.
–Intentaba convencerla de que se fuera –replicó brevemente y sin siquiera mirar directamente a Mónica, aunque vio cómo se aliviaba la tensión en ella–. Hay alguien que le está jugando malas pasadas. Hoy le han dejado un gato muerto en el buzón del correo.
–¿Un gato muerto? –Alex compuso una mueca–. Eso es asqueroso. Pero, ¿qué hacía ella en tu coche?
–Cuando lo encontró, me llamó...
–¿Por qué te llamó a ti? –exigió saber Mónica, resentida.
–Porque sí. –Nick sabía que su respuesta era brusca y reservada, pero no le importó–. Llamé a Mike, y fue a casa de Miley. Quiso que los dos fuéramos al palacio de justicia para que tomaran nuestras huellas... –Mónica lanzó una exclamación–... y Miley todavía estaba muy nerviosa, de modo que la llevé en mi coche.
–¿Para qué necesitaban tomar vuestras huellas? –preguntó Mónica, indignada–. ¿Es que ella te acusó de ser el culpable?
–No, pero toqué la caja. Si Mike no supiera qué huellas eran las nuestras, no podría averiguar si había alguna del hijo de pu/ta que dejó el paquete.
Mónica se mordió el labio.
–¿Y ha averiguado algo?
–No lo sé. Cuando Miley terminó de presentar declaración, la llevé a su casa.
–¿Va a marcharse? –inquirió Alex.
–No, maldita sea. –Nick se pasó la mano por el pelo, nervioso–. Se ha vuelto de lo más terca. –De eso, nada; era terca de nacimiento. Separó la silla del escritorio y se puso de pie–. Voy a salir.
–¿Ahora? –preguntó Mónica, desconcertada–. ¿Adónde?
–Sólo quiero salir. –Estaba inquieto y agitado como un semental que hubiera olfateado a una yegua en celo y no pudiera alcanzarla. La sangre le latía en las venas, lo instaba a la acción, a cualquier acción. 

Tenía la sensación de que se estaba fraguando una violenta tormenta, pero el tiempo estaba en calma, y la falta de truenos lo frustraba–. No sé a qué hora volveré. Mañana nos pondremos con esos documentos, Alex.
Perpleja y preocupada, Mónica lo contempló mientras salía con gesto airado de la habitación.

Se mordió un poco más el labio. Su hermano tenía pinta de estar enredándose cada vez más con aquella Devlin. No comprendía cómo podía hacer semejante cosa, después de todas las desgracias que había les causado. ¡Y Michael había acudido a su casa! No quería verlo en ningún sitio en el que estuviera Miley Devlin; las mujeres de los Devlin eran arañas que tejían telas para atrapar hombres bastante incautos como para merodear por las inmediaciones.
Alex sacudió la cabeza, también con una mirada de preocupación.
–Voy a despedirme de tu madre –dijo, y se dirigió al piso de arriba. Noelle se había retirado a su propio cuarto de estar no mucho después de la cena con la excusa de sentirse cansada, pero lo cierto era que sencillamente allí se encontraba más cómoda.
Alex permaneció allá arriba media hora. Mónica aún estaba sentada en el estudio cuando lo oyó bajar las escaleras, más despacio que cuando las subió. Él fue hasta la puerta de la sala y se detuvo, mirándola a ella. Mónica levantó la cabeza y lo miró fijamente, angustiada. La mano de Alex se acercó al interruptor de la luz. Mónica se quedó helada de miedo, conteniendo la respiración, cuando él apagó la luz.
–Amor mío–dijo Alex, y ella supo que se lo decía a la mujer que estaba en el piso de arriba.

****

Miley vagaba por la casa, incapaz de leer ni ver la televisión. A pesar de haber insistido en quedarse, estaba más alterada de lo que quería admitir. Tuvo que obligarse a entrar en la cocina, pues el recuerdo de aquella caja sobre la mesa aún era muy fuerte. Supuso un alivio ver la superficie vacía, descubrir que aquella asociación se desvanecía al prepararse una frugal cena. Frugal o no, sólo pudo comerse la mitad.
Volvió a llamar a Renée. Sabía que era pronto, pero fue algún débil instinto, enterrado hacía tiempo, lo que la hizo acudir a su madre, no tanto en busca de consuelo sino porque entre ambas existía un vínculo al margen del parentesco: los hombres de la familia Rouillard.
Para alivio suyo, contestó Renée. Si hubiera contestado su abuela, sabía que Renée no habría querido ponerse al teléfono.
–Mamá –dijo, y se sintió desconcertada al notar que le temblaba un poco la voz–. Necesito ayuda.
Se produjo un silencio al otro extremo de la línea, y después Renée dijo con cautela:
–¿Qué ocurre? –La preocupación maternal no era una reacción natural en ella.
–Me han dejado un gato muerto en el buzón del correo y también he recibido un par de notas de amenaza que me dicen que deje de hacer preguntas o terminaré igual que el gato. No sé quién me está haciendo esto...
–¿Qué preguntas?
Miley titubeó, temerosa de que Renée le colgara el teléfono.
–Acerca de Guy –reconoció.
–¡Maldita sea, Miley! –vociferó Renée–. Te dije que no fueras fisgoneando por ahí, pero no me has hecho caso. No, tú te empeñas en revolver la mie/rda, y claro, ahora huele que apesta. ¡Si no cierras el pico vas a terminar muerta!
–A Guy lo mataron, ¿verdad? Tú sabes quién fue, por eso te marchaste.
Por el hilo sonó la respiración de Renée, áspera y agitada.
–No te metas en eso –le rogó–. No puedo decirlo, prometí no decir nada. Él tiene mi pulsera, dijo que me acusaría a mí del asesinato si me iba de la lengua, que dejaría la pulsera donde pareciera que Guy y yo nos habíamos peleado y que yo lo maté.
Después de semanas sospechando, de someter a examen viejos rumores y acabar continuamente en callejones sin salida, resultaba sorprendente oír de pronto la verdad. Necesitó unos momentos para recuperarse de la impresión, para asimilarla.
–Tú querías a Guy –dijo, dejando entrever su convicción en el tono de voz–. No podrías haberlo matado.
Renée rompió a llorar. No fueron sollozos sonoros, destinados a suscitar compasión; se notaba que estaba llorando por un súbito enronquecimiento del tono.
–Es el único hombre al que he querido en mi vida –dijo, y Miley supo que tanto si lo había amado de verdad como si no, ella creía que sí, y aquello ya era suficiente.
–¿Qué ocurrió, mamá?
–No puedo decirlo...
–Mamá, por favor. –Miley, desesperada, buscó en su mente una razón que significase algo para Renée. Haría falta mucho para superar el básico egocentrismo de su madre, y en aquel caso en realidad no podía censurarla por haber ido en pos del número uno. Lo único que siempre había sido más grande que el egoísmo de Renée era su avaricia –... Mamá, para todo el mundo Guy sigue estando vivo en alguna parte. No lo han declarado muerto, de modo que eso significa que no se ha leído su testamento.
Renée sorbió, pero la palabra «testamento» atrajo su atención.
–¿Y qué?
–Pues que si te dejó algo a ti, estará en su testamento. Podrías encontrarte con un montón de dinero que te he estado esperando todos estos años.
–Siempre decía que cuidaría de mí. –La voz de Renée se tiñó de una nota de queja y autocompasión. Respiró hondo para tranquilizarse y Miley casi llegó a oír que había tomado una decisión–. Nos encontramos en la casa de verano, como siempre –relató Renée–. Ya lo habíamos... ya sabes... hecho. Estábamos tumbados en la oscuridad cuando llegó un coche. No sabíamos quién era, y Guy se levantó y cogió los pantalones, temiendo que fuera uno de sus hijos. Nunca se preocupaba en absoluto por su mujer, porque sabía que no le importaba. Fueron a hablar al cobertizo para botes. Yo los oí gritar, así que me vestí y bajé allí, justo cuando yo llegaba, Guy abrió la puerta y salió. Entonces se paró, miró hacia atrás y, jamás se me olvidará, dijo: «Ya lo tengo decidido». Entonces fue cuando recibió un disparo de lleno en la cabeza. Se desplomó en la hierba, enfrente mismo del cobertizo. Yo me arrodillé a su lado, chillando y llorando, pero antes de tocar el suelo ya estaba muerto. Ni se movía.
–¿Fue Nick? –preguntó Miley en tono angustiado. No podía ser. Nick, no. Pero tenía que preguntarlo–. ¿Mató Nick a su padre?
–¿Nick? –Percibió una nota de perplejidad a través de las lágrimas–. No, no fue Nick. No estaba allí.

No había sido Nick. Gracias, Dios mío. No había sido él. Por mucho que se hubiera repetido a sí misma que él no podía haberlo hecho, debía de quedar alguna duda recóndita, porque de pronto experimentó un súbito alivio, un aligeramiento del espíritu.
–Mamá... Mamá, nadie se creería que fuiste tú quien disparó a Guy. ¿Por qué no acudiste al sheriff?
–¿Estás de broma? –Renée soltó una carcajada áspera que terminó en un sollozo–. La gente de ese pueblo se creería cualquier cosa de mí. La mayoría de ellos se alegrarían de verme detenida aunque supieran a ciencia cierta que era inocente. Además, él lo tenía todo pensado...
–¡Pero si ni siquiera llevabas una pistola!
–¡Él iba a matarme a mí también! Dijo que me metería la pistola en la boca y me haría apretar el gatillo, su mano encima de la mía, si no le prometía marcharme y no regresar nunca, y no decir nunca nada a nadie. Es muy fuerte, Miley, lo bastante para hacerlo. Yo intenté forcejear, pero me golpeó y no pude escapar...
–¿Por qué no te mató, entonces? –quiso saber Miley, tratando de encontrarle alguna lógica al hecho de que un asesino dejase suelto a un testigo deliberadamente.
Renée no pudo contestar durante unos instantes, lloraba demasiado. Por fin aspiró profundamente y recuperó el control de la voz.
–No... No tenía la intención de matar a Guy, dijo que se había vuelto loco de rabia. Tampoco quería matarme a mí. Dijo que me fuera y se quedó con mi pulsera. Me advirtió que si volvía, podía hacer que pareciera que yo había matado a Guy y me condenarían a la pena capital. ¡Es capaz de hacerlo, tú no lo conoces! –Después de gritar la última frase, y una vez más se deshizo en profundos sollozos.
A Miley también le escocían los ojos. Por primera vez sintió lástima de su madre. Pobre Renée, sin estudios ni amigos, con aquella vida desordenada y aquella falta de responsabilidad, había sido el primer objetivo para cualquiera que quisiera hacer de ella una cabeza de turco. Había visto cómo mataban de un tiro al único hombre que había amado, el hombre del que dependía para que le hiciera la vida fácil, y después la habían amenazado a ella con culparla de su muerte. No, el asesino la había calibrado bien; no había peligro de que Renée acudiera al sheriff. Seguramente se creyó todo lo que él dijo, y con razón.
–No te preocupes, mamá –le dijo amable–. No te preocupes.
–Tú... ¿no irás a decir nada? Esto tiene que ser un secreto entre nosotras, de lo contrario él hará que me detengan, estoy segura...
–Yo no permitiré que te detenga nadie, te lo prometo. ¿Sabes qué hizo con el cadáver?
Renée hipó, pillada por sorpresa.
–¿El cadáver? –preguntó en tono vago–. Supongo que lo enterraría en alguna parte.
Aquello era posible, pero, ¿habría perdido el tiempo el asesino en cavar una fosa, una fosa que pudiera resultar visible, teniendo el lago allí mismo? No había más que poner un lastre al cadáver, y quedaba resuelto el problema de deshacerse de él.
–¿Qué tipo de pistola utilizó? ¿La viste?
–Yo no sé nada de pistolas. Era una pistola, es lo único que sé.
–¿Era un revólver como los que usan en las películas, con esa cámara redonda donde se meten las balas, o era una pistola de las que llevan el cartucho dentro de la culata?
–De las del cartucho en la culata –dijo tras una breve pausa.
Eso quería decir que el casquillo habría salido despedido y estaría dentro del cobertizo para botes. El asesino tenía un cadáver del que deshacerse y un testigo al que aterrorizar para que huyera.
¿Se habría acordado del casquillo y habría vuelto a recuperarlo?
¿Qué posibilidades había de que el casquillo estuviera allí después de doce años? Casi ninguna. Pero aquel lugar había caído en desuso tras la desaparición de Guy, así que era probable que el cobertizo sólo hubiera tenido una limpieza mínima. El casquillo podría haber ido a caer dentro del bote, o incluso en el agua, y haberse perdido para siempre.
También podía haber aterrizado en un rincón o detrás de algún objeto. Cosas más raras habían sucedido.
–No digas nada –suplicó Renée–. Por favor, no digas nada. No deberías haber ido a vivir ahí, Miley; ahora él te está persiguiendo a ti también. Márchate antes de que te pase algo, tú no lo conoces...
–Puede que sí. ¿Quién es, mamá? A lo mejor puedo hacer algo...
En aquel instante Renée colgó el teléfono e interrumpió la conexión en medio de un sollozo.

Miley devolvió lentamente el auricular a su sitio. Aquella noche se había enterado de muchas cosas, pero no de las suficientes. La más importante de todas era que Nick era inocente. La más frustrante, que todavía no tenía ni idea de quién era el culpable.

El asesino era un hombre. Aquello eliminaba a Andrea Wallice y a Yolanda Foster, aunque para entonces hubiera decidido ya que probablemente no eran culpables. En principio, Lowell Foster no se enteró de la aventura de su mujer con Guy hasta después de que esta desapareciera, pero como en aquel pueblo los chismorreos se extendían como pólvora encendida, era muy posible que algún entrometido se hubiera encargado de ilustrar al marido engañado. No importaba que el engañado se hubiera estado tirando a su secretaria, eso era algo distinta. De modo que Lowell tenía que seguir figurando en la lista.
¿Quién podría haber discutido con Guy aquella noche, y por qué? ¿Alguien relacionado con su trabajo, que estuviera molesto por algún tejemaneje financiero? Por la forma en que se movía Guy, era más probable que se tratase de un marido enfurecido. ¿Con quién más se estaba acostando aquel verano?
No podía encontrar la respuesta a aquellas preguntas esa misma noche. Sin embargo, sí podría ver por sí misma si había o no un casquillo suelto aún abandonado en el interior del cobertizo para botes.
Consultó el reloj. Eran las nueve y media. Si iba a hacerlo, aquél era el mejor momento, pues había muchas menos posibilidades de toparse con Joe y, por lo tanto, muchas más de evitarlo.
Miley no era de las que se arredran después de tomar una decisión, aunque aquella vez se tomó el tiempo suficiente para ponerse un calzado más recio. De camino a la puerta cogió una linterna, y salió.

Al principio condujo directamente hacia la casa de verano, pero en el último minuto cambió de idea. Podía verla alguien tomando aquella carretera y alertar a los Rouillard, lo cual no le convenía en absoluto. Y si el dios de la mala suerte le sonriera por segunda vez, y hubiera alguien en la casa de verano, no quería que los faros del coche la delataran demasiado pronto.
Así que se dirigió al mismo sitio donde había aparcado la vez anterior, incluso aunque ello implicase andar un kilómetro y medio por el bosque de noche. Para ella no suponía ningún problema; nunca le había dado miedo la oscuridad, ni tampoco las serpientes ni otros habitantes del bosque, aunque cogió un palo del suelo para estar segura, por si acaso se tropezaba con una serpiente antes de que la tímida criatura pudiera huir.
Por la noche el bosque estaba lleno de sonidos y murmullos que provocaban los animales nocturnos ocupados en sus actividades: Las zarigüeyas y los mapaches trepaban a los árboles, los búhos ululaban, las ranas croaban, los insectos zumbaban, las aves nocturnas gritaban y los grillos cantaban con frenesí. La brisa añadía su propio susurro a aquella cacofonía y los pinos se mecían suavemente. 

Miley no se dio prisa, pues quería cerciorarse de que no se salía de la pista; cuando llegó al pequeño arroyo, exactamente al mismo punto por el que siempre lo había cruzado, sonrió por la exactitud de sus antiguos instintos. Se detuvo un momento para alumbrar con la linterna a su alrededor y asegurarse de que no hubiera culebras de agua venenosas bañándose en el riachuelo, y acto seguido pisó en la piedra plana que había en medio de la corriente y de ahí saltó a la otra orilla.
Desde allí sólo quedaban unos doscientos metros hasta la casa.
Cinco minutos más tarde se detuvo al borde del claro para hacer inventario antes de abandonar el refugio de los árboles. La casa estaba a oscuras y en silencio. Escuchó atentamente, pero no oyó más que los sonidos normales de la noche. El lago murmuraba lamiendo los pilotes del embarcadero y su superficie cristalina se rizaba ocasionalmente con un soplo de brisa que perturbaba el reflejo de la luna casi llena. Los peces que se alimentaban por la noche añadían más rizos al agua y alguna que otra salpicadura a aquella sutil conmoción.
Miley descendió sin hacer ruido por la ligera pendiente en dirección a la casa.
No sabía lo que haría si el cobertizo para botes estaba cerrado con llave, lo cual era muy probable, por supuesto, aunque en la ocasión anterior se había encontrado la casa abierta. Pero también estaba Nick; pudo haber abierto la casa y entrado para cerciorarse de que no hubiera nada destrozado.
Si ella fuera una aventurera de verdad, pensó irónicamente, podría pasar nadando por debajo de la pared del cobertizo y aparecer junto al bote. Y al diablo con las puertas cerradas con llave.
Ni por asomo.
Bucear de noche no era precisamente su deporte favorito. La sola idea de quedarse en ropa interior y meterse debajo de aquellas aguas oscuras ya bastaba para provocarle escalofríos. Si el cobertizo había permanecido cerrado todos aquellos años, probablemente estaría habitado por ratones, serpientes, ardillas, tal vez un mapache o dos, y toda esa fauna se vería sorprendida por un visitante que surgiera de repente del agua. No, prefería con mucho dar tiempo de sobra a los ocupantes del cobertizo para que pusieran pies en polvorosa, y advertirlos de su llegada zarandeando las cerraduras o quizá rompiendo una ventana, si es que había alguna. Nunca se había fijado.

El cobertizo para botes se elevaba sobre el agua negra y resplandeciente, con sus paredes blancas de aspecto fantasmal a la luz de la luna. Cuando cruzó el camino de grava, dirigió el haz de la linterna hacia la zona frontal de las anchas puertas y reprimió un gemido de decepción. Había un candado grueso y brillante de acero inoxidable que enganchaba ambos pasadores y aseguraba las puertas. Si se tratara de una puerta normal, podría haberla roto o apalancado, pero no podía hacer nada con aquel enorme candado. Ahora su único recurso era una ventana.
En la pared que daba al embarcadero no había ventanas, sólo una superficie lisa y vacía. Fue hasta el otro lado, y contempló con una mezcla de sentimientos un ventanuco que parecía un ojo negro en una cara blanca. La buena noticia era que se trataba en efecto de una ventana, con un cristal que se podía romper; la mala era que el terreno firme acababa como treinta centímetros antes, debajo de ella. Además, estaba lo bastante alta como para que le resultara difícil izarse a sí misma hasta allí; no imposible, si se empeñaba en hacerlo, pero sí decididamente difícil.
En eso una mano muy caliente y firme se cerró sobre su brazo desnudo y la obligó a darse la vuelta de un tirón, contra un cuerpo duro y musculoso.
–Ya te dije lo que te iba a hacer si volvía a pillarte aquí –dijo Nick con suavidad.