miércoles, 30 de enero de 2013

Perfecta Cap:48


Siguiendo las instrucciones que le dio el empleado de la agencia de alquiler de automóviles del pequeño aeropuerto de Ridgemont, a Miley no le costó encontrar la casa natal de Nick. En lo alto de una colina que se alzaba sobre un pequeño y pintoresco valle se erguía la mansión estilo Tudor donde todavía vivía Margareth Stanhope. Al ver los pilares de ladrillo que marcaban la entrada al parque, Miley salió de la ruta y dobló a la izquierda. Mientras recorría el ancho camino flanqueado por árboles que conducía a lo alto de la colina, recordó lo que Nick le había dicho acerca del día que abandonó ese lugar: “En ese momento fui definitivamente repudiado. Entregué las llaves de mi auto y bajé caminando hasta la ruta”. Fue una larga caminata, pensó Miley con una aguda sensación de nostalgia, mientras miraba a su alrededor, tratando de imaginar lo que él habría visto y sentido ese día.

Después de la última curva, al llegar a lo alto de la colina, el camino se ensanchaba y se internaba en un parque de césped prolijamente cortado, con árboles gigantescos, ahora desnudos de hojas. La casa de piedra tenía un aire tan austero que Miley se sintió inquieta cuando detuvo el auto frente a los escalones de entrada. No se había anunciado por anticipado porque no quiso explicar por teléfono el motivo de su visita, ni quiso darle a la abuela de Nick la oportunidad de negarse a recibirla. Por experiencia propia sabía que era mejor tratar personalmente los asuntos delicados. Tomó la cartera y los guantes, bajó del auto y se detuvo un instante a mirar la mansión. Allí creció Nick y la casa parecía haber dejado una marca en su personalidad; en cierta forma se parecía a él: era formidable, orgullosa, sólida, impresionante.
Eso la hizo sentirse mejor, más valiente, y subió los escalones hacia la ancha puerta de entrada. Debió sobreponerse al inexplicable presentimiento trágico que en ese momento hizo presa de ella, y se recordó que estaba allí en una “misión de paz” ya demasiado demorada. Entonces levantó el pesado llamador de bronce.
Abrió la puerta un anciano mayordomo encorvado que vestía traje oscuro y corbata moñito.
–Soy Miley Mathison –informó ella–. Me gustaría ver a la señora Stanhope.
Al oír el nombre de Miley, el anciano levantó las blancas cejas, pero enseguida recobró la compostura y retrocedió para dejarla pasar a un oscuro vestíbulo con piso de pizarra verde.
–Veré si la señora Stanhope puede recibirla. Espere aquí –dijo, señalando una silla antigua de respaldo recto que había junto a una mesa.
Miley se sentó, con la cartera sobre la falda, y en ese vestíbulo tan formal y poco acogedor tuvo la sensación de ser una especie de mendiga; se le ocurrió que debía de ser algo intencional, para que los visitantes no invitados se sintieran así. Se volvió, nerviosa al ver regresar al mayordomo.
–La señora le concederá exactamente cinco minutos –anunció.
Miley se negó a dejarse atemorizar por un principio tan poco prometedor y lo siguió por el amplio vestíbulo hasta una puerta, donde el anciano se detuvo para darle paso. En la habitación había un enorme hogar de piedra encendido y el piso de madera oscura estaba cubierto por una alfombra oriental. Había un par de sillones de respaldo alto frente a la chimenea, y al no ver a nadie en el sofá o en ninguna otra silla, Miley supuso erróneamente que estaba sola. Se acercó a una mesa cubierta de fotografías con marco de plata, con la intención de estudiar los rostros de los familiares y antepasados de Nick y notó que él no había exagerado: se parecía notablemente a otros hombres de su familia. En ese momento, a sus espaldas resonó una voz aguda.
–Acaba de desperdiciar uno de sus cinco minutos, señorita Mathison.
Miley se volvió sorprendida y se acercó a los sillones de alto respaldo situados frente a la chimenea. Allí la esperaba su segunda sorpresa, porque la anciana que en ese momento se ponía de pie, apoyándose en un bastón de mango de plata, no era la viejita diminuta que esperaba ver. En cambio, la abuela de Nick era más alta que ella, y cuando terminó de erguirse su postura era tan rígida como pétrea y atemorizante era su expresión.
–¿Señorita Mathison? –dijo de mal modo la anciana–. Siéntese o permanezca de pie, pero empiece a hablar. ¿Para qué ha venido?
–Lo siento –dijo Miley enseguida, sentándose en el otro sillón de respaldo alto. Lo hizo para que la abuela de Nick no se sintiera en la obligación de permanecer de pie–. Señora Stanhope, soy amiga de...
–Ya sé quién es. La he visto por televisión –la interrumpió la mujer con frialdad, mientras se sentaba–. Él la tomó como rehén y después la convirtió en su vocero.
–No exactamente –contestó Miley, notando que la mujer hasta se negaba a usar el nombre de Nick. Como siempre, cuando estaba preparada de antemano para enfrentar una situación difícil, Miley lograba mantener una serenidad exterior que no siempre sentía, pero esta situación era más tensa y difícil de lo que esperaba.
–¡Le pregunté por qué ha venido!
En lugar de permitir que la anciana la intimidara con su tono, Miley sonrió y le contestó en voz baja.
–He venido, señora Stanhope, porque estuve en Colorado con su nieto...
–Sólo tengo un nieto –interrumpió la vieja–, y vive aquí, en Ridgemont.
–Señora Stanhope –dijo Miley con calma–, sólo me ha concedido cinco minutos. Le pido por favor que no me haga malgastarlos cavilando sobre tecnicismos, porque en ese caso me temo que terminaré yéndome sin haberle explicado lo que vine a decirle... y creo que va a querer oírlo. –Ante el tono en que esa muchacha se atrevía a hablarle, la anciana frunció el entrecejo y apretó los labios, pero Miley siguió adelante con valentía–. Ya sé que no reconoce a Nick como nieto suyo, lo mismo que sé que tuvo otro nieto que murió trágicamente. También sé que la brecha que la separa de Nick se ha mantenido durante todos estos años por culpa de la tozudez de él.
En la cara de la mujer apareció una expresión de burla.
–¿Él le dijo eso?

Miley asintió, tratando de ignorar el inesperado sarcasmo de la mujer.
–Me dijo muchas cosas en Colorado, señora Stanhope, cosas que nunca le había confiado a nadie. –Se detuvo, esperando que la abuela de Nick diera alguna muestra de curiosidad, pero cuando la anciana siguió mirándola con expresión pétrea, no tuvo más remedio que proseguir–. Entre otras cosas me dijo que si pudiera volver a vivir, hace mucho que se habría reconciliado con usted. La admira y la quiere...
–¡Vayase!
Miley se puso instintivamente de pie, pero su mal humor crecía e hizo un esfuerzo enorme por contenerlo.
–Nick admitió que ustedes dos se parecen mucho, y en lo que se refiere a tozudez no me cabe duda de que es cierto. Estoy tratando de decirle que su nieto lamenta la brecha que se ha creado entre los dos y que la quiere.
–¡Le dije que se fuera! ¡Nunca debió haber venido!
–Por lo visto eso es cierto –convino Miley, tomando su cartera–. No sabía que una mujer adulta, que se enfrenta con el final de su vida, pudiera conservar ese resentimiento absurdo contra una persona de su sangre, a causa de algo que él hizo cuando no era más que un chico. ¿Qué pudo haber hecho, que sea tan terrible que usted no lo pueda perdonar?
La señora Stanhope lanzó una carcajada amarga.
–¡Pobre imb/écil! También la engañó a usted, ¿verdad?
–¿Qué?
–¿Le pidió que viniera? –preguntó la anciana–. No lo hizo, ¿verdad? ¡No se hubiera atrevido!

Miley presintió que una respuesta negativa significaría seguirle el juego y endurecerla aún más contra Nick, de modo que dejó de lado su orgullo y se jugó entera en esa última posibilidad de llegar al corazón de esa mujer.
–Nick no me pidió que viniera a decirle lo que siente por usted, señora Stanhope. Hizo algo que es aún más revelador del respeto y cariño que le tiene. –Respiró hondo para reunir fuerzas, ignoró la expresión helada de la anciana y siguió hablando–. No había tenido noticias de él hasta que, hace una semana y media, recibí una carta suya. Me la escribió porque temía que estuviera embarazada, y en ella me implora que, en caso de ser así, no me haga un aborto. Me pidió que en vez de ello le trajera a su hijo para que usted lo criara, porque sabe que su abuela jamás en la vida ha evadido una responsabilidad y que tampoco evadiría ésa. Dijo que le escribiría una carta para explicarle...
–Si usted está embarazada de él y sabe algo de genética –interrumpió furiosa la señora Stanhope–, ¡se hará un aborto! Pero más allá de lo que decida hacer, yo jamás tendría en mi casa a ese bastardo.
Miley retrocedió ante la maldad de ese comentario.
–¿Qué clase de monstruo es usted?
–El monstruo es él, señorita Mathison, y usted, la persona a quien ha embaucado. Dos personas que lo amaban ya han sufrido muertes violentas en manos de él. ¡Tiene suerte de no haber sido la tercera!
–Nick no mató a su mujer, y no sé de qué habla cuando dice que dos personas...
–¡Hablo de su hermano! Lo mismo que Caín mató a Abel, ese monstruo demente mató a Justin. ¡Le pegó un tiro en la cabeza después de haber discutido con él!

Ante una mentira tan horrible, Miley perdió el control. Temblaba de furia.
–¡Miente! ¡Sé exactamente cómo murió Justin y por qué! Si dice esas cosas de Nick porque está tratando de justificar su negativa a recibir a su hijo, ¡no gaste su aliento! ¡No estoy embarazada y, si lo estuviera, jamás la dejaría un instante sola con mi hijo! ¡No me sorprende que su propio marido no pudiera seguir amándola y se dedicara a otras mujeres! ¡Sí, también estoy enterada de eso! –exclamó cuando el impacto causado por sus palabras resquebrajó por un momento la expresión de desprecio de la señora Stanhope–. Nick me lo contó todo. Me dijo que su abuelo le contó que usted era la única mujer en el mundo a quien había amado, a pesar de que todos creyeron que se había casado con usted por su dinero. Pero su marido le confesó a Nick que no podía mantenerse a la altura de sus expectativas y que por fin dejó de intentarlo poco después de que se casaron. Lo que realmente no comprendo –terminó diciendo Miley con profundo desprecio– es por qué la amó su marido y la admira Nick. Usted no tiene principios... ¡Lo que tiene es un corazón de hielo! No me sorprende que el pobre Justin nunca se haya animado a decirle que era gay. Nick no es un monstruo. ¡El monstruo es usted!
–¡Y usted es el instrumento del monstruo! –contraatacó la señora Stanhope. Como si la pérdida de control de Miley fuese contagiosa, de repente la rigidez desapareció del rostro de la anciana y su voz de autócrata adquirió un tono de gran cansancio–. ¡Siéntese, señorita Mathison!
–No. Me voy.
–Si lo hace, significa que le teme a la verdad –la desafió la anciana–. Acepté recibirla porque la vi abogar por él por televisión y quería saber qué la había traído hasta acá. Creí que era una oportunista, desesperada por captar la atención del público, y que había venido para ver si podía averiguar algo que la ayudara. Ahora estoy convencida de que es una joven valiente y de fuertes convicciones, y que vino guiada por su equivocado sentido de la justicia. Yo respeto el coraje, señorita Mathison, sobre todo en las de mi propio sexo. Y respeto el suyo hasta el punto de estar dispuesta a conversar con usted sobre cosas que me resultan intensamente dolorosas. Por su propio bien, le sugiero que me escuche.
Sorprendida por el drástico cambio de tono de la conversación, Miley vaciló, pero permaneció obcecadamente de pie.
–Veo, por su expresión, que ha decidido no aceptar mi palabra en ningún sentido –agregó la anciana, observándola–. Muy bien, si yo estuviera tan engañada y fuera tan leal como usted, obviamente tampoco escucharía. –De la mesa a su lado tomó una campanilla y la agitó. Instantes después el mayordomo apareció en la puerta–. Pase, Foster –ordenó la dueña de casa. Enseguida se volvió hacia Miley–. ¿Cómo cree que murió Justin? –preguntó.
–Yo sé cómo murió –la corrigió Miley.
–¿Qué cree saber? –retrucó la señora Stanhope, levantando las cejas.
Miley abrió la boca para contestar, pero vaciló. Aunque tarde, se dio cuenta de que hablaba con una anciana, y que no tenía derecho a destruir el recuerdo que tenía de Justin con tal de que dejara de odiar a Nick. Pero, por otra parte, Justin estaba muerto y Nick seguía con vida.
–Mire, señora Stanhope, no quiero herirla más de lo que ya debo de haberla herido, y eso es lo que lograré si le digo la verdad.
–La verdad no me puede doler –contestó ella. El tono burlón de la anciana volvió a poner en carne viva los nervios de Miley y quebró su débil control.
–Justin se suicidó –dijo directamente–. Se pegó un tiro en la cabeza porque era homosexual y no se animaba a enfrentarlo. Se lo confesó a Nick una hora antes de matarse.

Los fríos ojos grises de la anciana no se inmutaron; simplemente miró fijo a Miley con una mezcla de pena y desdén; después tomó una de las fotografías que había sobre la mesa y se la tendió.
–Mire esta fotografía –dijo. Sin poder evitarlo, Miley tomó la fotografía y vio a un muchacho rubio y sonriente, parado en su velero–. Ése es Justin –dijo la señora Stanhope con una voz que mantuvo cuidadosamente inexpresiva–. ¿Le parece que tiene aspecto de homosexual?
–¡Ésa es una pregunta ridicula! El aspecto de un hombre no tiene nada que ver con sus gustos sexuales...

Miley se interrumpió al ver que la señora Stanhope giraba sobre sus talones y se dirigía a un mueble antiguo ubicado contra la pared opuesta de la habitación. Con una mano en el bastón, se inclinó y abrió la puerta, dejando al descubierto una serie de estantes con copas de cristal. Después tiró con fuerza del estante superior y el panel entero giró como en un arco. Detrás, Miley vio la puerta de una caja de seguridad y, en un estado de inexplicable inquietud, observó que la anciana hizo girar el dial, abrió la caja y sacó un sobre de papel madera atado con una banda elástica. Con rostro inexpresivo, la señora Stanhope retiró la banda elástica y dejó caer el sobre en el sofá, frente a Miley.
–Ya que se niega a aceptar mi palabra acerca de lo que sucedió, ahí tiene el registro de las investigaciones del juzgado con respecto a la muerte de Justin, y también los recortes de los diarios de la época.
A pesar de sí, Miley fijó la mirada en algunos recortes de diarios que sobresalían del sobre. En la primera plana de uno de ellos había una fotografía de Nick a los dieciocho años, otra de Justin y el titular rezaba:
«NICHOLAS STANHOPE ADMITE HABER DISPARADO CONTRA SU HERMANO JUSTIN»

Con manos que habían comenzado a temblar incontrolablemente, Miley se agachó y tomó ese recorte periodístico. De acuerdo con el diario, Nick estaba en el dormitorio de Justin examinando una de las armas de la colección de su hermano, una Remington automática que creía descargada. Durante la conversación que ambos mantenían, el arma se disparó accidentalmente, la bala hizo impacto en la frente de Justin y lo mató instantáneamente. Miley registraba las palabras que leía, pero su corazón las rechazaba. Apartó la mirada del recorte y miró a la señora Stanhope, echando chispas por los ojos.
–¡No creo una sola palabra de esto! Los diarios constantemente imprimen noticias falsas.
La señora Stanhope la miró con expresión impasible. Se inclinó, sacó del sobre una transcripción y se la arrojó.
–Entonces lea la verdad en sus propias palabras. –Miley apartó la mirada del rostro de la anciana y la fijó en la tapa del manuscrito, pero no lo tocó. Tenía miedo de hacerlo.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–La carpeta de la investigación judicial.
A regañadientes, Miley la tomó. Estaba todo allí: la explicación verbal que hizo Nick del acontecimiento, transcripto por un estenógrafo del juzgado. Nick decía exactamente lo que publicaba el diario. Al sentir que las piernas se negaban a sostenerla, Miley se dejó caer en el sofá y siguió leyendo; leyó el informe íntegro, después leyó los recortes periodísticos, buscando algo, cualquier cosa que pudiera explicar la discrepancia entre lo que Nick le había dicho y lo que declaró en el momento del hecho.

Cuando por fin consiguió apartar la mirada de los recortes y la fijó en el rostro de la señora Stanhope, comprendió que Nick le había mentido cuando le contó la historia... o bien que le mintió a la justicia, estando bajo juramento. Aun así, luchó por encontrar una manera de no condenarlo.
–No sé por qué me habrá dicho Nick que Justin se había suicidado, pero de cualquier manera no fue suya la culpa. De acuerdo con estos documentos, fue un accidente. ¡Un accidente! Él lo dijo...
–¡No fue ningún accidente! –escupió la señora Stanhope–. Es imposible que usted no quiera ver la verdad cuando la está mirando de frente: ¡le mintió a usted y mintió durante la investigación judicial!
–¡Basta! –gritó Miley poniéndose de pie y arrojando el sobre al sofá como si estuviera contaminado–. Debe de haber una explicación. Yo sé que la hay. En Colorado, Nick no me mintió. ¡Le aseguro que me hubiera dado cuenta si me mentía! –Buscó desesperada una explicación, y se le ocurrió una que le pareció lógica–. Justin se suicidó –dijo con voz temblorosa–. Era gay y se lo confesó a Nick antes de suicidarse. Entonces Nick... por algún motivo Nick decidió cargar con la culpa... tal vez para que nadie empezara a buscar motivos...
–¡No sea imb/écil! –exclamó la señora Stanhope, pero en su voz había tanta pena como enojo–. Justin y Nick acababan de tener una discusión justo antes del disparo. Alex, el hermano de ambos, los oyó discutir, y Foster también. –Se volvió hacia el mayordomo y le ordenó–: Dígale a esta pobre muchacha por qué discutían.
–Discutían por una chica, señorita Mathison –dijo Foster sin vacilar–. Justin había invitado a la señorita Amy Price al baile de Navidad del club de campo y Nick también quería ir con ella. Justin se ofreció a retirar su invitación, para hacerle el gusto a Nick, pero Nick no quiso saber nada. Estaba furioso.
Miley tragó bilis y tomó su cartera, pero siguió tratando de defender a Nick.
–¡No les creo a ninguno de los dos!
–¿Prefiere creer la palabra de un hombre que, o le mintió a usted o mintió bajo juramento en el juzgado?
–¡Sí! –contestó Miley, desesperada por salir de allí–. Adiós señora Stanhope. –Caminaba con tanta rapidez que Foster tuvo que trotar tras ella para llegar antes a la puerta de calle y abrírsela.

Cuando Miley casi había llegado a la puerta, la voz de la señora Stanhope la detuvo en seco. Se volvió aterrorizada, haciendo un esfuerzo por mirar a la abuela de Nick con cara inexpresiva. La anciana parecía haber envejecido veinte años en el tiempo que demoró en llegar hasta el vestíbulo.
–Si usted sabe dónde está Nicholas –le dijo–, y si tiene algo de conciencia, notificará enseguida a la policía. Pese a todo lo que usted cree, fue por lealtad hacia él que yo oculté a las autoridades su discusión con Justin, en lugar de haberla repetido, que es lo que debí hacer.

Miley levantó la barbilla, pero contestó con voz temblorosa.
–¿Y por qué cree que debió hacer eso?
–Porque en ese caso lo habrían arrestado y hubiera recibido ayuda psiquiátrica. Nicholas mató a su propio hermano y mató a su esposa. Si hubiera recibido ayuda psiquiátrica, tal vez Rachel Evans no estaría en la tumba. Llevo sobre mis hombros la culpa de su muerte, y no puedo explicarle lo pesada que me resulta esa carga. De no haber sido evidente desde el principio que Nicholas sería condenado por el asesinato, yo no hubiera tenido más remedio que presentarme y declarar la verdad acerca de la muerte de Justin. –Se interrumpió, luchando visiblemente por controlarse–. Entregúelo, por su propio bien. En caso contrario, algún día habrá otra víctima y usted vivirá el resto de su existencia cargando con la misma culpa con que cargo yo ahora.
–¡Nick no es un asesino! –exclamó Miley.
–¿Ah, no?
–¡No!
–Pero no puede negar que es un mentiroso –indicó la señora Stanhope–. ¿No es verdad que le mintió a usted o les mintió a las autoridades sobre la muerte de Justin?
Miley se negó a contestar. Se negó porque le resultaba intolerable admitir en voz alta que era así.
–Es un mentiroso –declaró enfáticamente la señora Stanhope–. Y es tan buen mentiroso que encontró la carrera ideal para él... la de actor. –Se volvió para alejarse, pero de repente se detuvo y miró a Miley sobre el hombro–. Tal vez –agregó en un tono de cansancio y de fracaso que, de alguna manera, era más alarmante y más eficaz que su odio anterior– Nicholas realmente crea sus propias mentiras, y por eso resulta tan convincente. Tal vez haya creído ser esos hombres que interpretaba en el cine, y por eso lo consideraban un actor tan “dotado”. En sus películas interpretaba a hombres que asesinaban sin necesidad y que luego evadían las consecuencias de sus actos, porque eran “héroes”. Tal vez creyó que podía asesinar a su mujer y también escapar a las consecuencias porque era un “héroe” cinematográfico. Tal vez –terminó diciendo con voz enfática– ya no pueda distinguir la realidad de la fantasía.
Miley sintió que se mareaba, y aferró la cartera con fuerza.
–¿Sugiere que está loco? –preguntó. La señora Stanhope se encogió de hombros y su voz se convirtió en un susurro, como si de repente hablar le exigiera un esfuerzo supremo.
–Sí, señorita Mathison. Eso es exactamente lo que sugiero. Nicholas está loco.
Miley nunca supo si la anciana permaneció en el vestíbulo o no. Sin pronunciar una palabra, se volvió, salió y se encaminó al auto luchando contra la necesidad de correr, para huir de la maldad de esa casa, de los secretos que encerraba y de la aterrorizante semilla de duda que acababan de sembrar en su corazón. Tenía la intención de quedarse a pasar la noche en algún motel de la zona para explorar el lugar donde Nick había nacido. En lugar de eso, se dirigió directamente al aeropuerto, devolvió el auto y tomó el primer vuelo que salía del pequeño aeropuerto de Ridgemont


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