miércoles, 30 de enero de 2013

Perfecta Cap: 47


–¿Eso es un banco?
–Hay un Collier Bank y Trust en Houston, con sucursales en todas partes del país.
–Recién, cuando la llamaste, ¿le hiciste alguna pregunta a Blancanieves sobre sus visitantes de Chicago?
–¿Para alertarla de que la vigilamos y que tú me vuelvas a acusar de favoritismo?
Ingram lanzó un profundo suspiro y arrojó el informe de O’Hara sobre el escritorio.
–Mira, lo siento, Paúl. Simplemente me niego a que destruyas tu carrera por una mujer cualquiera de grandes ojos azules y buenas piernas.
Paúl se recostó contra el respaldo de su sillón y lo miró con una sonrisa sombría.
–Algún día tendrás que pedirle perdón de rodillas, o no serás el padrino de nuestro primer hijo. –Ingram volvió a suspirar.
–Espero que llegue el día en que tenga que hacerlo. Paúl. Te lo aseguro.
–Está bien. Entonces aparta tu maldita mirada de sus piernas.
Miley terminó de limpiar la cocina, sacó el tapado del armario y se preparaba para salir rumbo a Pennsylvania cuando oyó un llamado a su puerta. Abrió con el tapado sobre el brazo y se sorprendió al ver allí a Ted y a Katherine juntos.
–Hace mucho tiempo –dijo con una sonrisa feliz– que no los veo juntos en el porche de nadie.
–Katherine me dice que viajas a Pennsylvania para jugar a la embajadora de buena voluntad o algo por el estilo en favor de Nicholas Jonas. ¿Qué es eso, Miley? –preguntó Ted, entrando en el living seguido por una Katherine, que mostraba un aspecto culpable.

Miley hizo a un lado su tapado y miró el reloj.
–Sólo tengo cinco minutos para explicártelo, aunque creí habérselo explicado anoche a Katherine. –En cualquier otro momento, Miley se habría enfurecido por la injerencia de ambos en su vida, pero saber que a los pocos días los dejaría definitivamente le impidió sentir resentimiento hacia ellos. Así que pudo contestar sin rencor–. Aunque me encanta volver a verlos juntos, ojalá no fuera para cargosearme a mí.
–Yo tengo la culpa –se apresuró a decir Katherine–. Esta mañana vi a Ted y me preguntó por ti. Tú no me dijiste que tu viaje fuera un secreto...
–No lo es.
–Entonces explícame por qué te vas –insistió Ted, con expresión preocupada y frustrada.

Miley cerró la puerta de calle, mientras pensaba qué debía decirles. No podía explicarles que estaba supersticiosamente impresionada por el comentario de Nick acerca de que el casamiento de ambos estuviera maldito desde el principio por el dolor que causaría a tantas personas. Por otra parte quería decirles toda la verdad posible para que la recordaran y los ayudara a comprenderla y perdonarla después de que se hubiera ido. Miró la cara preocupada de Katherine y la expresión furibunda de Ted, y habló con tono vacilante.
–¿Creen en ese dicho popular que asegura que las cosas terminan de acuerdo con la manera en que empiezan? –Katherine y Ted se miraron sin comprender y Miley explicó–: ¿Creen que cuando algo empieza mal tiende a terminar mal?
–Sí –dijo Katherine–, yo lo creo.
–Yo no –dijo Ted con voz cortante, y Miley sospechó que pensaba en su matrimonio–. Algunas cosas tienen un principio maravilloso y un final horrible.
–Ya que ustedes han decidido entrometerse en mi vida –dijo Miley con tono divertido–, creo tener el derecho de señalarles que, si se están refiriendo a su propio matrimonio, el verdadero problema es que nunca terminó. Katherine lo sabe, aunque tú te niegues a enfrentarlo, Ted. Y ahora sólo me queda un minuto para terminar de contestar tu pregunta sobre mi viaje a Pennsylvania. Nick fue criado por su abuela y se separaron en circunstancias muy desagradables. Desde entonces, en su vida personal, nada ha andado bien. Ahora se encuentra en peligro, y está solo, pero inicia una etapa completamente nueva de su vida. Me gustaría que en esa nueva vida tuviera suerte y paz, y tengo la sensación... llámalo superstición, si quieres... de que tal vez, si yo logro reconstruir los puentes que él quemó hace tantos años, por fin lo acompañarán esa suerte y esa paz que le deseo. –En el silencio que siguió a su declaración, vio que Ted y Katherine luchaban infructuosamente por encontrar un argumento en contra de lo que se proponía hacer, y no lo encontraban, de modo que se dirigió a la puerta–. Recuerden eso, ¿quieren? –agregó, mientras se esforzaba por borrar todo vestigio de emoción de su voz y por disfrazar la importancia de su siguiente pedido–. Para ser realmente feliz, ayuda mucho que la familia te desee esa felicidad... aunque uno no haga lo que a ellos les gustaría. Que la familia lo odie a uno es casi como una maldición.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Ted miró a Katherine con expresión irritada.
–¿Qué demonios quiso decir con eso?
–Lo que dijo me pareció bastante claro y lógico –afirmó Katherine, pero fruncía el entrecejo a causa de la tensión que notó en la voz de Miley–. Mi padre y yo también somos bastante supersticiosos. Aunque la palabra maldición me pareció demasiado fuerte.
–No estoy hablando de eso. ¿Qué quiso decir con eso de que nuestro matrimonio no ha terminado y que tú lo sabes?

Durante las últimas semanas Katherine había observado a Miley, enfrentando con valentía al FBI y al resto del mundo, mientras expresaba valientemente su fe en la inocencia de Nick Jonas, a pesar de que él la había rechazado y herido tremendamente en Colorado. Durante ese mismo tiempo Katherine se las había arreglado para poder estar muchas veces con Ted, pero siempre ocultando sus sentimientos y sólo tratando de vencer la hostilidad que él sentía hacia ella. En un principio se convenció de que la mejor manera de manejar a Ted y lograr su meta era usar una estrategia lenta y cautelosa, sin admitir abiertamente sus sentimientos.

Pero en ese momento, al mirar al hombre a quien amaba, se dio cuenta de que todo eso no era más que miedo de ser herida, de hacer el papel de tonta, y de que sus esperanzas quedaran destruidas de un solo golpe. Sabía que Ted salía con otra mujer, y que la veía con más frecuencia desde que ella se hallaba en la ciudad, y en ese momento comprendió que lo único que había logrado hasta el momento era una especie de tregua; los sentimientos de Ted hacia ella no habían cambiado. Simplemente, con su presencia constante lo obligaba a ocultar su desprecio tras una fachada de amable y fría cordialidad.
Tuvo miedo de que se le estuviera terminando el tiempo con que contaba, de perder su valor si no se lo decía en ese mismo momento; y al mismo tiempo tuvo miedo de cometer un error fatal, porque se sentía tan nerviosa y desesperada que se lo largaría todo junto.
–¿Estás pensando en lo que me vas a contestar, o estudiando la forma de mi nariz? –preguntó Ted, irritado.
Para su espanto, Katherine sintió que le temblaban las rodillas y le transpiraban las palmas de las manos, pero miró a su marido a los ojos y dijo con valentía:
–Miley cree que nuestro matrimonio no se ha terminado porque yo sigo enamorada de ti.
–¿Y de dónde saca una idea tan absurda como ésa?
–Porque yo se lo dije –contestó Katherine, cada vez más temblorosa.
Ted frunció el entrecejo y le dirigió una mirada de desprecio que la hizo vacilar.
–¿Tú le dijiste que sigues enamorada de mí?
–Sí, le conté todo, incluyendo que fui una pésima esposa y... también le conté cómo perdimos a nuestro bebé.
Aun entonces, años después, la mención del hijo a quien Katherine había destruido deliberadamente enfureció tanto a Ted, que tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle una cachetada.
–¡Jamás vuelvas a mencionar a esa criatura delante de mí o de ningún otro si no quieres que yo.. !
–¿Que tú qué? –preguntó Katherine con voz entrecortada–. ¿Que me odies? No podrías odiarme más de lo que yo misma me odio por lo que sucedió. ¿Que te divorcies de mí? Ya lo has hecho. ¿Que te niegues a creer que fue un accidente? –continuó preguntando, cada vez más histérica–. Bueno, ¡fue un accidente!
–¡Cállate la boca, maldito sea! –exclamó Ted, aterrándole los brazos para hacerla a un lado e irse, pero Katherine ignoró el dolor que le causaba y se apoyó contra la puerta para impedir que saliera.
–¡No puedo! –gritó–. ¡Tengo que hacerte comprender! Hace tres años que trato de olvidar la forma en que arruiné nuestro matrimonio, tres años tratando de pagar por todo lo que fui y no quise ser.
–¡No quiero oír una sola palabra más! –Ted hizo un esfuerzo por sacarla del camino, pero ella se apretó contra la puerta–. ¿Qué demonios quieres de mí? –preguntó él, incapaz de moverla sin apelar a la fuerza bruta
–¡Quiero que me creas cuando te digo que fue un accidente! –sollozó Katherine.
Ted luchó por ignorar el impacto que le causaban sus palabras y su rostro hermoso surcado de lágrimas. En todos los años que hacía que la conocía, jamás había visto llorar a Katherine. Era malcriada, orgullosa, cabeza dura, pero jamás la había visto derramar una sola lágrima. Pese a todo habría sido capaz de resistirse, si en ese momento ella no hubiera levantado hacia él la mirada de sus ojos húmedos.
–Hace años que los dos lloramos por dentro por la forma en que acabó nuestro matrimonio. Por lo menos abrázame, y terminémoslo ahora.
Contra su voluntad, Ted aflojó las manos con que la sostenía. Entonces Katherine enterró la cabeza en su pecho y, de repente, sin que él pudiera impedirlo, la estaba abrazando. Y ella lloraba, y el dulce desconsuelo que Ted experimentó al oprimir el cuerpo de Katherine contra el suyo casi fue su ruina. Luchó por mantener un tono indiferente y por no permitir que se trasluciera su emoción, y le advirtió:
–Ya terminó, Katherine. Lo nuestro terminó.
–Déjame decirte las cosas que vine a Keaton a decirte, para que podamos terminar como amigos, y no como enemigos. –Ted dejó de acariciarle la espalda y Katherine contuvo el aliento, temiendo que se negara, pero al ver que continuaba en silencio, lo miró y dijo–: ¿Por lo menos no puedes tratar de creer que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que no haya tratado de perder a nuestro hijo? –Y antes de que él pudiera hablar, continuó hablando con dolorosa sinceridad–. Si lo piensas bien, te darás cuenta que yo nunca hubiera tenido el coraje necesario para arriesgar mi propia vida por nada. Era una cobarde, le tenía miedo a la sangre, a las arañas, a las víboras...

Ted ya era mayor y tenía más experiencia. Se dio cuenta de la lógica de lo que decía Katherine; pero más que eso, vio la verdad en sus ojos, y la furia y el disgusto de todos esos años comenzaron a desintegrarse, dejándole una increíble sensación de alivio.
–Hasta te daban miedo las polillas. –Katherine asintió y vio que, por primera vez en años, la animosidad de Ted se disipaba.
–No puedo explicarte cuánto me arrepiento de haber hecho algo tan egoísta y tan tonto, pero que nos llevó a perder a nuestro hijo. Cuánto me arrepiento de haber arruinado nuestro matrimonio, de haber convertido el tiempo que vivimos juntos en una pesadilla...
–¡No fue para tanto! –exclamó él, a regañadientes–. Por lo menos no lo fue todo el tiempo.
–No simules para tranquilizarme. Ahora soy adulta y he aprendido a enfrentar la verdad. Y la verdad es que fui una pésima esposa. Además de comportarme como una chiquilina malcriada y exigente, era completamente inútil. No sabía cocinar, no sabía limpiar y cuando no me hacías el gusto, hasta me negaba a acostarme contigo. Hace años que tengo necesidad de admitirlo ante ti, y de decirte la verdad: nuestro matrimonio no fracasó, tú no fracasaste. Fracasé yo.

Para sorpresa de Katherine, Ted negó con la cabeza y suspiró.
–Siempre has sido demasiado dura contigo misma. En eso no has cambiado.
–¿Dura conmigo misma? –repitió Katherine con una risa ahogada–. ¡Debes de estar bromeando! Por si no lo recuerdas, yo fui quien casi te envenenó en las pocas ocasiones en que me molesté en cocinar. Yo fui la que te quemé tres camisas la primera vez que me dispuse a planchar. Yo fui la que te marcó la raya de los pantalones a los costados.
–¡No es cierto que hayas estado a punto de envenenarme! ¡Maldito sea! Tomaba antiácidos como si fueran caramelos porque estaba casado con una mujer a la que no podía hacer feliz, y eso me destrozaba por dentro.
Katherine había esperado mucho tiempo para confesar sus fracasos, y no estaba dispuesta a que Ted la perdonara por un concepto equivocado de la galantería.
–¡Eso no es cierto, y lo sabes! ¡Por Dios! Tu madre hasta me dio la receta de tu plato favorito y cuando te lo preparé ni siquiera pudiste tragarlo. ¡No lo niegues! –exclamó al ver que Ted empezaba a menear la cabeza–. Te vi tirarlo al tacho de la basura en cuanto salí de la cocina. Sin duda debes de haber tirado todo lo que yo cocinaba, y no te culpo.
–Te equivocas, comía todo lo que tú cocinabas –insistió él, furioso–. Con excepción del goulash. Lamento que me hayas visto tirarlo a la basura, pero no lo soporto.
–Ted; tu madre me dijo concretamente que era tu plato favorito.
–No. Era el plato preferido de Carl. Mamá siempre se confundía.
Los dos se dieron cuenta al mismo tiempo de lo absurda que era esa discusión tan acalorada. Katherine se tentó de risa.
–¿Por qué no me lo dijiste en ese momento?
–Porque no me habrías creído –dijo Ted, y trató de volver a explicarle lo que jamás le pudo hacer entender cuando tenía veinte años–. En algún momento de tu vida como la hija hermosa e inteligente de Dillon Cahill se te metió en la cabeza la loca idea de que tenías que hacer todo mejor que el resto del mundo. Cuando no podías destacarte en algo, te enojabas y avergonzabas tanto que no había manera de razonar contigo, Kathy –explicó en voz baja, y al oír el sobrenombre que sólo él le daba, Katherine se emocionó profundamente–. Quisiste ir a la universidad enseguida de que nos casamos, no porque fueses superficial o malcriada, sino porque te pareció que habías modificado el orden correcto de las cosas al haberte casado conmigo antes de terminar tu educación. Y cuando quisiste esa maldita mansión que tu padre nos mandó edificar, no fue porque quisieras ser superior a los demás, sino porque en alguna parte de tu ser realmente creíste que seríamos felices allí porque... porque era el lugar que naturalmente le correspondía a Katherine Cahill.

Katherine cerró los ojos, apoyó la cabeza contra la puerta y suspiró, entre frustrada y divertida.
–Después de nuestro divorcio, cuando volví a la universidad, durante un año entero tuve sesiones semanales con un psicoanalista para tratar de comprender por qué era así.
–¿Y qué averiguaste?
–No tanto como me acabas de decir tú en dos minutos. ¿Y sabes lo que hice después? –Ted sonrió y meneó la cabeza.
–No me lo puedo imaginar. ¿Qué hiciste?
–¡Fui a París y tomé un curso de cocina en el Cordón Bleu!
–¿Y cómo te fue?
–En realidad, no muy bien –contestó ella con una sonrisa triste–. Fue la única vez en mi vida que no me destaqué en un curso que yo quise seguir. –Ted levantó las cejas para enfatizar la importancia del comentario de Katherine.
–¿Pero aprobaste el examen?
–Aprobé en carne –bromeó ella, y la risa de Ted le alegró el corazón–, pero fracasé en ternera.
Permanecieron largo rato sonriendo, de acuerdo por primera vez en años.
–¿Me harías el favor de besarme? –pidió Katherine de repente con voz suave.
Ted se enderezó y retrocedió.
–¡Ni pienso!
–¿Tienes miedo?
–¡Acaba con esto, maldito sea! Ya me sedujiste hace años, así que es historia antigua. No te dará resultado.
Katherine ignoró el golpe que acababa de recibir su amor propio y se cruzó de brazos, mirándolo sonriente.
–Maldices demasiado, considerando que eres hijo de un ministro.
–Ya me lo dijiste hace años. Y, como te dije entonces, el ministro no soy yo, sino mi padre. Además –agregó, en un intento deliberado de molestarla–, aunque cuando era más joven me resultaste indudablemente atractiva, ahora prefiero ser yo el que elige a quien quiere seducir.
El orgullo herido de Katherine la llevó a alejarse de la puerta y tomar el abrigo que había dejado caer sobre una silla.
–¿Ah, sí?
–Te aseguro que sí. Y ahora, si quieres que te dé un consejo: vuelve volando a Dallas, reúnete con tu Hayward Spencer o Spencer Hayward, o como sea que se llame, y permite que él calme tu sensibilidad herida con un collar de brillantes que haga juego con ese anillo increíblemente vulgar que tienes puesto.

En lugar de atacarlo como hubiera hecho años antes, Katherine le dirigió una mirada indescifrable.
–Ya no me hacen falta tus consejos. Tal vez te sorprenda saberlo, pero ahora mucha gente, incluyendo a Spencer, me pide consejos.
–¿Sobre qué? –se burló él–. ¿Sobre la manera de redactar una nota sobre modas en la sección sociales?
–¡Eso es el colmo! –explotó Katherine, arrojando el abrigo sobre la silla–. Permitiré que me hieras cuando me lo merezco, pero maldito si dejaré que me ataques para ocultar tu inseguridad sexual.
–¿Mi qué? –explotó Ted.
–Estuviste perfectamente agradable, muy cómodo hasta que te pedí que me besaras, y entonces iniciaste este absurdo ataque personal. Por lo tanto: discúlpate, bésame o admite que tienes miedo.
–Me disculpo –dijo él con tanta rapidez y tal falta de arrepentimiento, que Katherine lanzó una carcajada.
Antes, una discusión como ésa habría terminado en una batalla campal. Ted no salía de su sorpresa ante la nueva serenidad de Katherine, tanto que se dio cuenta de que realmente había cambiado.
–Katherine –dijo de repente–, me disculpo por haberte atacado. Lo digo en serio.
Katherine asintió, pero sin mirarlo, para que sus ojos no la traicionaran.
–Lo sé. Es posible que no hayas entendido qué clase de beso te pedía. Sólo pensé que era una manera de sellar nuestro pacto de paz y de hacerlo perdurable.
Entonces alzó la vista para mirarlo y hubiera jurado que en los ojos de Ted vio una expresión divertida, pero para su sorpresa, él le hizo el gusto. Le levantó la barbilla y murmuró:
–Está bien. Bésame, Pero que sea rápido. –Fue por eso que Katherine reía y Ted sonreía cuando los labios de ambos entraron en contacto por primera vez en tres años.
–No sigas riendo –advirtió él sofocando su propia risa.
–Y tú no sigas sonriendo –contraatacó ella, pero el aliento de ambos se mezclaba y no hizo falta más para despertar la pasión que años antes habían compartido. Ted la tomó por la cintura y la acercó a sí, y ella se acható contra su cuerpo.


1 comentario:

  1. hahhaha bitch apenas voy en este capitulo, me pones a leer mucho, y casi no he ecabado el de Cathc Me

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