El motor del Blazer estaba en
marcha, y del caño de escape surgía un vapor espeso que se perdía en el
aire gélido del amanecer. Miley y Nick estaban de pie junto al auto.
–El
informe meteorológico no anuncia nevadas –dijo Nick, levantando la
mirada para observar el leve rosado que teñía el cielo. Colocó un termo
lleno de café sobre el asiento del pasajero. Miró a Miley con
expresión seria–. Creo que tendrás el camino libre de nieve hasta Texas.
Miley conocía las reglas de esa separación, porque él se las había aclarado
esa mañana –nada de lágrimas ni de lamentos– y hacía enormes esfuerzos
por conservar una aparente compostura.
–Manejaré con cuidado.
–No
corras –recomendó él. Extendió la mano, le subió más el cierre de la
campera y después le levantó el cuello hasta el mentón. Ese simple gesto
estuvo a punto de hacerla llorar–. Manejas demasiado rápido.
–Te prometo que no correré.
–Trata
de alejarte todo lo posible de aquí sin que te reconozcan –le volvió a
recordar Nick. Enseguida le quitó de la mano los anteojos oscuros y se
los puso–. Una vez que hayas cruzado la frontera de Oklahoma, entra en
la primera playa de estacionamiento que encuentres. Permanece fuera de
la vista de todo el mundo durante quince minutos, y después encamínate
al teléfono público y llama a tu familia. Los federales estarán
escuchando la conversación, de manera que trata de simular que estás
nerviosa y confusa. Diles que te dejé en la playa de estacionamiento,
acostada en el piso del auto, con los ojos vendados, que desaparecí y
que por lo tanto estás libre. Diles que te diriges a tu casa. Y cuando
llegues, no te apartes de la verdad.
Él
había llevado una bufanda de la casa, anudada como si hubiera estado
atada alrededor de la cabeza de Miley, y la echó dentro del auto. Miley asintió y tragó con fuerza porque ya no quedaba nada que hacer o
decir... por lo menos nada que Nick quisiera oír.
–¿Alguna pregunta? –dijo él. Miley meneó la cabeza–. Muy bien, ahora dame un beso de despedida.
Miley se puso en puntas de pie para besarlo y se sorprendió cuando Nick la
abrazó con fuerza inusitada, pero su beso fue breve. Luego la alejó de
sí.
–Ya es hora.
Miley asintió, pero no se pudo mover y claudicó en su resolución de no hacer ninguna escena desagradable.
–Me escribirás, ¿verdad?
–No.
–Pero
por lo menos podrías hacerme saber cómo estás –insistió ella con
desesperación–, aunque no puedas decirme dónde te encuentras. ¡Tengo que
saber si estás a salvo! Tú mismo dijiste que no vigilarán mucho tiempo
mi correspondencia.
–Si me apresan, te enterarás enseguida por los noticiarios. Si no, sabrás que estoy a salvo.
–¿Pero por qué no puedes escribirme? –explotó ella, y de inmediato lo lamentó al ver la cara pétrea de Nick.
–¡Nada
de cartas, Miley Hoy, en el instante en que te vayas de aquí, todo
habrá terminado. Lo nuestro habrá terminado. –Las palabras le dolieron
como latigazos, aunque no había maldad alguna en el tono de Nick–.
Mañana por la mañana, reanudarás tu antigua vida en el punto en que la
dejaste. Simula que nada de esto sucedió, y lo olvidarás en pocas
semanas.
––Tal vez tú
puedas olvidar, pero yo no –dijo Miley, odiando el tono plañidero y
lacrimógeno de su voz. Meneó la cabeza como para negar lo que acababa de
decir y se volvió hacia el auto, secándose con furia las lágrimas–. Me
voy antes de seguir comportándome como una tonta –dijo con voz ahogada.
–¡No!
–exclamó él, y le tomó un brazo para detenerla–. ¡Así no! –Miley lo
miró a los ojos y por primera vez no estuvo tan segura de que a él le
resultara fácil esa despedida. Nick apoyó una mano contra la mejilla de
ella, le apartó un mechón de pelo de la cara y habló con tono solemne–.
Lo único tonto que has hecho durante la última semana es... quererme
demasiado. Todo lo demás que hiciste y dijiste estuvo... bien. Fue
perfecto.
Miley cerró los ojos, luchó contra las lágrimas, enterró la cara en la mano de
Nick y le besó la palma como él había besado una vez la suya.
–¡Te amo tanto! –susurró. Nick retiró la mano de un tirón y le contestó con voz condescendiente y divertida.
–Tú
no me amas, Miley. Eres candida e inexperta y no conoces la
diferencia entre el sexo y el verdadero amor. Y ahora sé buena, vete a
tu casa, que es donde debes estar, y olvídame. Eso es exactamente lo que
quiero que hagas.
Ella tuvo la sensación de que acababa de pegarle una cachetada, pero su orgullo herido la obligó a alzar la barbilla.
–Tienes razón –dijo con tranquila dignidad mientras subía al auto–. Es hora de volver a la realidad.
Nick
observó el auto mientras se alejaba y desaparecía en la primera curva
del camino. Permaneció como clavado en el mismo lugar mucho después de
que Miley se hubo ido, hasta que el viento helado por fin le recordó
que estaba a la intemperie y sin abrigo. La acabo de herir, pensó, pero
tuve que hacerlo, se recordó mientras se encaminaba a la casa. No podía
permitir que ella desperdiciara un solo instante de su preciosa vida
amándolo o extrañándolo o esperándolo. Al ridiculizar su amor había
hecho lo único correcto y noble.
Entró
en la cocina, tomó la cafetera y se acercó a un armario en busca de un
jarro. En ese momento vio sobre la mesada el que había usado Miley esa
mañana. Estiró la mano con lentitud, lo tomó, y apretó el borde contra
su mejilla.
Dos horas después de abandonar
la casa de la montaña, Miley detuvo el auto en la banquina de la ruta
desierta y tomó el termo de café. Le dolían la garganta y los ojos a
causa de las lágrimas que se negaba a derramar, y estaba aturdida por el
esfuerzo inútil de borrar de su mente el recuerdo de las palabras de
despedida de Nick:
«Tú
no me amas, Miley. Eres candida e inexperta y no conoces la
diferencia entre el sexo y el verdadero amor. Ahora sé buena, vuelve a
tu casa, que es donde te corresponde estar, y olvídate de mí. Eso es
exactamente lo que quiero que hagas».
Su
angustia era tan grande que le temblaba la mano cuando vertió café en
la tapa del termo. Qué crueldad inútil la de Nick al haberla
ridiculizado de esa manera, sobre todo cuando sabía que en cuanto
llegara a su pueblo tendría que enfrentar a la policía y al periodismo.
¿Por qué no ignoró lo que ella acababa de decir, o le mintió y le dijo
que él también la quería, simplemente para darle algo de que aferrarse
durante la dura prueba que le esperaba? Una prueba que le hubiese sido
mucho más fácil afrontar si Nick tan sólo le hubiera dicho que la amaba.
«Tú no me amas, Miley... Ahora sé buena, vuelve a tu casa que es donde te corresponde estar, y olvídate de mí... »
Miley trató de tragar el café, pero era como si tuviera la garganta
completamente cerrada. En ese momento la golpeó otra realidad, que la
dejó más desolada que antes: aparte de haberse burlado de sus
sentimientos, Nick debía de saber de memoria que ella lo amaba. En
realidad, estaba tan seguro que supo que la podía tratar así, dejarla
volver a su casa, con la convicción de que no lo traicionaría ante la
policía. Y tenía razón. Por muy herida que estuviera por su dureza,
jamás le devolvería el golpe. Lo quería demasiado para herirlo y su
convicción de que era inocente y sus ganas de protegerlo eran tan
grandes en ese momento como el día anterior.
Una
furgoneta pasó rugiendo a su lado y le cubrió de barro un costado del
auto. Entonces Miley recordó la advertencia de Nick: debía alejarse
todo lo posible sin atraer la atención. Se enderezó con cansancio y
reanudó la marcha, pero en ningún momento superó los cien kilómetros por
hora. Porque él le había recomendado que no corriera. Y porque el hecho
de que la detuvieran por exceso de velocidad cabía dentro de la
definición de atraer la atención.
Miley llegó a la frontera entre Colorado y Oklahoma en mucho menos tiempo que
el que demoró en medio de la tormenta de nieve. Siguiendo las
instrucciones de Nick, detuvo el auto en la primera salida de la ruta
que encontró e hizo el llamado telefónico. Su padre atendió al primer
llamado.
–Soy Miley, papá –dijo ella–. Estoy libre. Voy para casa.
–¡Gracias a Dios! –explotó él–. ¡Oh, gracias a Dios!
En
todos esos años nunca había oído tanta angustia en la voz de su padre, y Miley se sintió enferma de remordimientos por lo que lo había hecho
sufrir. Antes de que ninguno de los dos pudiera hablar, los interrumpió
una voz desconocida.
–Soy el agente Ingram, del FBI, señorita Mathison. ¿Dónde se encuentra?
–Estoy
en Oklahoma, en una parada para automovilistas. Estoy libre. Él... me
dejó en el auto, con las llaves puestas y los ojos vendados. Pero se ha
ido. Estoy segura de que se ha ido. No sé a donde.
–Escuche
cuidadosamente –dijo la voz–. Vuelva al auto, cierre las puertas con
llave y salga de allí enseguida. No se quede cerca de donde lo vio por
última vez. Diríjase a la primera zona poblada que encuentre y llámenos
desde allí. Nosotros notificaremos a las autoridades locales e irán a
buscarla. ¡Ahora salga de allí enseguida, señorita Mathison!
–¡Quiero
ir a casa! –advirtió Miley con genuina desesperación–. ¡Quiero ver a
mi familia! ¡No quiero quedarme esperando en Oklahoma! ¡No puedo! Sólo
llamé para advertirles que estoy en camino. –Cortó la comunicación, se
encaminó al auto y no llamó desde la siguiente zona poblada.
Dos horas más tarde, un
helicóptero, que sin duda había estado buscando a la angustiada rehén
que iba camino de su casa, de alguna manera consiguió localizarla en la
ruta interestatal y se mantuvo en el aire, sobrevolándola. Instantes
después, una serie de autos patrulleros con luces rojas y azules
comenzaron a entrar en la ruta, colocándose delante a su compañero, como
si tratara de tranquilizarlo. Miley no lo notó, pero Ted y Carl, sí.
–Muy
bien, señorita Mathison –dijo el agente Ingram, tomando la palabra en
cuanto estuvieron sentados–. Empecemos por el principio. –Miley sintió
un aguijonazo de miedo cuando vio que el agente Richardson sacaba un
grabador del bolsillo y lo colocaba sobre la mesa, pero se recordó lo
que Nick le había advertido que debía esperar.
–¿Por dónde quieren que empiece? –preguntó, sonriéndole agradecida a su madre que en ese momento le alcanzaba un vaso de leche.
–Ya sabemos que supuestamente viajó a Amarillo para reunirse con el abuelo de uno de sus alumnos –empezó diciendo Richardson.
Miley lo miró con la rapidez del relámpago.
–¿Qué quiere decir con eso de supuestamente?
–No
es necesario que se ponga a la defensiva –intervino Ingram, tratando de
calmarla–. Díganos usted misma lo que sucedió. Empecemos por su primer
encuentro con Nicholas Jonas.
Miley cruzó los brazos sobre la mesa y trató de no sentir emoción alguna.
–Me
había detenido en un restaurante de la interestatal para tomar un poco
de café. No recuerdo el nombre del lugar, pero lo reconocería si lo
viera. Cuando salí, estaba nevando y vi a un hombre alto y de pelo
oscuro agazapado cerca de una de las gomas del auto. Estaba en llantas.
Se ofreció a cambiarla...
–¿En ese momento se dio cuenta de que estaba armado?
–Si hubiera notado que tenía un arma, le aseguro que no le habría ofrecido acercarlo adonde iba.
–¿Cómo
estaba vestido? –A partir de ese momento, las preguntas se sucedieron
con rapidez, y continuaron interrogándola, hora tras hora...
–Señorita
Mathison, ¡debe poder recordar algo más sobre esa casa que estaba
utilizando como escondite! –exclamó Paúl Richardson, que la había estado
estudiando como si se tratara de un insecto bajo su microscopio, y que
le hablaba con un tono autoritario que le recordaba un poco al de Nick
cuando se enojaba. En el estado de extenuación en que se encontraba, eso
le pareció más agradable que chocante.
–Ya
le dije, tenía los ojos vendados. Y por favor, llámeme Miley. Es más
corto y nos hará perder menos tiempo que con tanto “señorita Mathison”.
–¿En algún momento, durante el tiempo que estuvo con Jonas, pudo descubrir hacia dónde pensaba dirigirse?
Miley meneó la cabeza. Ya habían hablado de eso.
–Me dijo que cuanto menos supiera, más seguro estaría él.
–¿Alguna vez trató de descubrir hacia dónde se dirigiría?
Miley volvió a menear la cabeza. Ésa era una pregunta nueva.
–Por favor, conteste en voz alta para que el grabador capte sus respuestas.
–¡Está
bien! –contestó Miley, y de repente decidió que ese hombre no se
parecía en nada a Nick... Era más joven, y más buen mozo, pero no tenía
la calidez de Nick–. No le pregunté adonde pensaba ir, porque él ya me
había dicho que cuanto menos supiera, más seguro estaría él.
–Y usted quiere que Jonas esté a salvo, ¿verdad? –preguntó él en el acto–. No quiere que lo capturemos, ¿no es cierto?
Había
llegado el momento de la verdad. Richardson esperaba, golpeando con
impaciencia la punta de su birome sobre la mesa y, por la ventana, Miley alcanzó a ver a la multitud de periodistas que se arracimaban en
el jardín y en la calle. Entonces el cansancio se desplomó sobre ella
en oleadas.
–Ya le he dicho que trató de salvarme la vida.
–No comprendo qué tiene que ver eso con el hecho de que sea un asesino convicto, que además la tomó como rehén.
Miley se recostó contra el respaldo de la silla y lo miró con una mezcla de desdén y de frustración.
–No
creo ni por un minuto que haya sido capaz de matar a nadie. Y ahora,
permítame que yo le haga una pregunta a usted, señor Richardson. –Ignoró
que Ted le apretaba la rodilla para tranquilizarla, y no le importó
darse cuenta de que hablaba con tono combativo–. Póngase en mi lugar, y
simplemente por una cuestión de retórica, suponga que yo lo tomé como
rehén y que usted logró escapar. Usted se oculta de mi vista, pero yo
creo que ha caído en un arroyo profundo y helado. Desde su escondite, me
ve correr hacia el arroyo y zambullirme en las aguas gélidas. Me
zambulló una y otra vez llamándolo, y cuando comprendo que no puedo
encontrarlo, me ve salir tambaleante del arroyo y desmoronarme sobre la
nieve. Pero no monto el snowcat para volver a la casa. En vez de eso, me
doy por vencida. Me abro la camisa empapada para que el frío me mate
con más rapidez, apoyo la cabeza sobre la nieve, cierro los ojos y me
quedo allí, dejando que la nevada me cubra la cabeza y la cara...
Al ver que Miley quedaba en silencio, Richardson alzó las cejas.
–¿Y adonde quiere llegar con eso?
–Quiero
llegar a que, después de haber visto eso, ¿usted me creería capaz de
asesinar a alguien a sangre fría? ¿Trataría de extraerme información
para lograr que me bajen a balazos antes de que tenga tiempo de
demostrar mi inocencia?
–¿Es eso lo que pretende hacer Jonas? –preguntó Richardson, inclinándose hacia adelante.
–Eso
es lo que haría yo –contestó ella, evasiva–, y usted no contestó mi
pregunta. Sabiendo que traté de salvarle la vida y que quise morir
cuando creí haber fracasado, ¿trataría de sonsacarme información para
lograr que me capturaran y que posiblemente me mataran al hacerlo?
–Me
sentiría obligado a cumplir con mi deber –retrucó Richardson–, y a
ayudar a que se hiciera justicia con un asesino convicto que ahora,
además, es un secuestrador.
En silencio, Miley le dirigió una larga mirada y luego le contestó en voz baja.
–En ese caso, sólo espero que encuentre alguien que le done un corazón, porque es obvio que usted no tiene uno propio.
–Creo
que ya basta por hoy –intervino el agente Ingram con una voz tan
agradable como su sonrisa–. Todos estamos levantados desde anoche,
cuando usted llamó.
La familia Mathison se puso de pie en distintos estados de cansancio.
–Miley –dijo la señora
Mathison, ahogando un bostezo–, esta noche dormirás aquí, en tu antiguo
cuarto. Ustedes también, Carl y Ted –agregó–. No tiene sentido que
vuelvan a pasar entre todos esos periodistas. Además, tal vez Miley
los necesite después.
Los
agentes Ingram y Richardson vivían en el mismo complejo habitacional de
Dallas, y además de compañeros de trabajo eran amigos. Enfrascados en
sus pensamientos, viajaron en silencio hasta un motel de las afueras de
la ciudad donde se alojaban desde hacía más de una semana. Recién cuando
David Ingram detuvo el sedán frente a sus habitaciones, se animó a
aventurar una opinión. Lo dijo en el mismo tono agradable con que había
engañado a Miley, convenciéndola de que creía en sus palabras.
–Esa mujer está encubriendo algo, Paúl. –Paúl Richardson frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
–No. Es honesta. No creo que oculte nada.
–Entonces
tal vez –respondió Ingram con sarcasmo– convendría que empezaras a
pensar con la cabeza en lugar de utilizar para ello ese órgano que tomó
posesión de ti en cuanto Miley Mathison te miró con sus grandes ojos
azules.
Richardson se volvió a mirarlo con rapidez.
–¿Qué diablos quieres decir?
–Quiero
decir –aclaró Ingram, disgustado– que desde que llegamos y empezaste a
investigarla y a interrogar a la gente que la conocía, estás obsesionado
con esa mujer. Cada vez que te enterabas de alguna buena obra que había
hecho, te suavizabas; al hablar con alguno de sus alumnos o con los
padres de esos chicos con incapacidades físicas a quienes enseña, te
fascinabas más. ¡Mie/rda! Cuando descubriste que también enseña a leer a
mujeres analfabetas y que canta en el coro de la iglesia, ya estabas
dispuesto a nominarla para la santidad. Esta noche, cada vez que te
miraba con desaprobación, por el tono de tu voz o por lo que le
preguntabas, te noté vacilar. Con sólo ver su fotografía ya estabas a su
favor, pero cuando te topaste con ella en carne y hueso, tu objetividad
se fue al diablo.
–¡Eso no es cierto!
–¿No?
Entonces explícame por qué estás tan desesperado por saber si se acostó
con Jonas. Ella te dijo dos veces que él no la violó ni la obligó de
ninguna manera a tener sexo con él, pero eso no te bastó. ¿Por qué
demonios no le preguntaste directamente si le permitió que la llevara a
la cama? ¡Dios! –exclamó con disgusto–. ¡No lo podía creer cuando te oí
pedirle que describiera las sábanas de la cama de Jonas para que
pudiéramos rastrear el género y localizar así su escondrijo!
Richardson le dirigió una mirada de incomodidad.
–¿Fue tan obvio? –preguntó mientras abría la puerta del auto y bajaba–. Es decir, ¿crees que la familia se dio cuenta?
Ingram también bajó del auto.
–¡Por
supuesto que se dieron cuenta! –bufó–. La pequeña señora Mathison
fantaseaba con la posibilidad de ahogarte con algunas de sus masas. Usa
la cabeza. Paúl. Miley Mathison no es ningún ángel. Hay constancias de
que fue arrestada como delincuente juvenil...
–Cosa
de la que no nos habríamos enterado si las autoridades de adopción de
Illinois no hubieran dejado su legajo en el archivo, en lugar de haberlo
destruido hace años, como correspondía –interrumpió Paúl–. Más aún, si
quieres enterarte de la verdad que hay tras el prontuario de Miley,
llama a la doctora Theresa Wilmer, de Chicago, como lo hice yo, y
entérate de la verdad. Ella consideró, y sigue considerando, que Miley
es una de las personas más derechas que ha conocido. Te pregunto
francamente, Dave –dijo cuando se acercaban a sus respectivos cuartos–,
¿alguna vez en la vida has visto un par de ojos como los de Miley
Mathison?
–Sí –contestó Ingram con desprecio–. Bambi los tenía.
–Bambi
era un venado. Y tenía ojos marrones. Los de ella son azules... Parecen
cristales azules, oscuros y traslúcidos. Una vez mi hermana menor tuvo
una muñeca con ojos parecidos a los de ella.
–¡Esta conversación es increíble! –explotó Ingram–. ¡Escúchate, por amor de Dios!
–Tranquilízate
–dijo Paúl, pasándose las manos por el pelo–. Si tienes razón, si ella
ayudó a Jonas en su plan de huida original o si nos da algún motivo para
creer que oculta información acerca de él, seré el primero en leerle
sus derechos y arrestarla... y lo sabes.
–Ya sé –dijo Ingram metiendo la llave en la cerradura de su cuarto y abriendo la puerta–. Pero, ¿Paúl?
Paúl se apoyó contra el marco de la puerta de su cuarto.
–¿Sí?
–¿Qué vas a hacer si su única culpa es haberse acostado con Jonas?
–Buscar a ese cretino y bajarlo a tiros por haberla seducido.
–¿Y si es inocente de eso y de ser cómplice de Jonas?
Una lenta sonrisa apareció en los labios de Richardson.
–En
ese caso, será mejor que me busque un corazón que le guste, o que me
haga hacer un transplante. ¿Notaste la manera en que me miró esta noche,
Dave? Fue casi como si de alguna manera me conociera, como si nos
conociéramos. Y nos gustáramos.
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