lunes, 21 de enero de 2013

Perfecta Cap:40

El motor del Blazer estaba en marcha, y del caño de escape surgía un vapor espeso que se perdía en el aire gélido del amanecer. Miley y Nick estaban de pie junto al auto.
–El informe meteorológico no anuncia nevadas –dijo Nick, levantando la mirada para observar el leve rosado que teñía el cielo. Colocó un termo lleno de café sobre el asiento del pasajero. Miró a Miley con expresión seria–. Creo que tendrás el camino libre de nieve hasta Texas.
Miley conocía las reglas de esa separación, porque él se las había aclarado esa mañana –nada de lágrimas ni de lamentos– y hacía enormes esfuerzos por conservar una aparente compostura.
–Manejaré con cuidado.
–No corras –recomendó él. Extendió la mano, le subió más el cierre de la campera y después le levantó el cuello hasta el mentón. Ese simple gesto estuvo a punto de hacerla llorar–. Manejas demasiado rápido.
–Te prometo que no correré.
–Trata de alejarte todo lo posible de aquí sin que te reconozcan –le volvió a recordar Nick. Enseguida le quitó de la mano los anteojos oscuros y se los puso–. Una vez que hayas cruzado la frontera de Oklahoma, entra en la primera playa de estacionamiento que encuentres. Permanece fuera de la vista de todo el mundo durante quince minutos, y después encamínate al teléfono público y llama a tu familia. Los federales estarán escuchando la conversación, de manera que trata de simular que estás nerviosa y confusa. Diles que te dejé en la playa de estacionamiento, acostada en el piso del auto, con los ojos vendados, que desaparecí y que por lo tanto estás libre. Diles que te diriges a tu casa. Y cuando llegues, no te apartes de la verdad.
Él había llevado una bufanda de la casa, anudada como si hubiera estado atada alrededor de la cabeza de Miley, y la echó dentro del auto. Miley asintió y tragó con fuerza porque ya no quedaba nada que hacer o decir... por lo menos nada que Nick quisiera oír.
–¿Alguna pregunta? –dijo él. Miley meneó la cabeza–. Muy bien, ahora dame un beso de despedida.
Miley se puso en puntas de pie para besarlo y se sorprendió cuando Nick la abrazó con fuerza inusitada, pero su beso fue breve. Luego la alejó de sí.
–Ya es hora.
Miley asintió, pero no se pudo mover y claudicó en su resolución de no hacer ninguna escena desagradable.
–Me escribirás, ¿verdad?
–No.
–Pero por lo menos podrías hacerme saber cómo estás –insistió ella con desesperación–, aunque no puedas decirme dónde te encuentras. ¡Tengo que saber si estás a salvo! Tú mismo dijiste que no vigilarán mucho tiempo mi correspondencia.
–Si me apresan, te enterarás enseguida por los noticiarios. Si no, sabrás que estoy a salvo.
–¿Pero por qué no puedes escribirme? –explotó ella, y de inmediato lo lamentó al ver la cara pétrea de Nick.
–¡Nada de cartas, Miley Hoy, en el instante en que te vayas de aquí, todo habrá terminado. Lo nuestro habrá terminado. –Las palabras le dolieron como latigazos, aunque no había maldad alguna en el tono de Nick–. Mañana por la mañana, reanudarás tu antigua vida en el punto en que la dejaste. Simula que nada de esto sucedió, y lo olvidarás en pocas semanas.
––Tal vez tú puedas olvidar, pero yo no –dijo Miley, odiando el tono plañidero y lacrimógeno de su voz. Meneó la cabeza como para negar lo que acababa de decir y se volvió hacia el auto, secándose con furia las lágrimas–. Me voy antes de seguir comportándome como una tonta –dijo con voz ahogada.
–¡No! –exclamó él, y le tomó un brazo para detenerla–. ¡Así no! –Miley lo miró a los ojos y por primera vez no estuvo tan segura de que a él le resultara fácil esa despedida. Nick apoyó una mano contra la mejilla de ella, le apartó un mechón de pelo de la cara y habló con tono solemne–. Lo único tonto que has hecho durante la última semana es... quererme demasiado. Todo lo demás que hiciste y dijiste estuvo... bien. Fue perfecto.
Miley cerró los ojos, luchó contra las lágrimas, enterró la cara en la mano de Nick y le besó la palma como él había besado una vez la suya.
–¡Te amo tanto! –susurró. Nick retiró la mano de un tirón y le contestó con voz condescendiente y divertida.
–Tú no me amas, Miley. Eres candida e inexperta y no conoces la diferencia entre el sexo y el verdadero amor. Y ahora sé buena, vete a tu casa, que es donde debes estar, y olvídame. Eso es exactamente lo que quiero que hagas.

Ella tuvo la sensación de que acababa de pegarle una cachetada, pero su orgullo herido la obligó a alzar la barbilla.
–Tienes razón –dijo con tranquila dignidad mientras subía al auto–. Es hora de volver a la realidad.
Nick observó el auto mientras se alejaba y desaparecía en la primera curva del camino. Permaneció como clavado en el mismo lugar mucho después de que Miley se hubo ido, hasta que el viento helado por fin le recordó que estaba a la intemperie y sin abrigo. La acabo de herir, pensó, pero tuve que hacerlo, se recordó mientras se encaminaba a la casa. No podía permitir que ella desperdiciara un solo instante de su preciosa vida amándolo o extrañándolo o esperándolo. Al ridiculizar su amor había hecho lo único correcto y noble.
Entró en la cocina, tomó la cafetera y se acercó a un armario en busca de un jarro. En ese momento vio sobre la mesada el que había usado Miley esa mañana. Estiró la mano con lentitud, lo tomó, y apretó el borde contra su mejilla.

Dos horas después de abandonar la casa de la montaña, Miley detuvo el auto en la banquina de la ruta desierta y tomó el termo de café. Le dolían la garganta y los ojos a causa de las lágrimas que se negaba a derramar, y estaba aturdida por el esfuerzo inútil de borrar de su mente el recuerdo de las palabras de despedida de Nick:
«Tú no me amas, Miley. Eres candida e inexperta y no conoces la diferencia entre el sexo y el verdadero amor. Ahora sé buena, vuelve a tu casa, que es donde te corresponde estar, y olvídate de mí. Eso es exactamente lo que quiero que hagas».
Su angustia era tan grande que le temblaba la mano cuando vertió café en la tapa del termo. Qué crueldad inútil la de Nick al haberla ridiculizado de esa manera, sobre todo cuando sabía que en cuanto llegara a su pueblo tendría que enfrentar a la policía y al periodismo. ¿Por qué no ignoró lo que ella acababa de decir, o le mintió y le dijo que él también la quería, simplemente para darle algo de que aferrarse durante la dura prueba que le esperaba? Una prueba que le hubiese sido mucho más fácil afrontar si Nick tan sólo le hubiera dicho que la amaba.
«Tú no me amas, Miley... Ahora sé buena, vuelve a tu casa que es donde te corresponde estar, y olvídate de mí... »
Miley trató de tragar el café, pero era como si tuviera la garganta completamente cerrada. En ese momento la golpeó otra realidad, que la dejó más desolada que antes: aparte de haberse burlado de sus sentimientos, Nick debía de saber de memoria que ella lo amaba. En realidad, estaba tan seguro que supo que la podía tratar así, dejarla volver a su casa, con la convicción de que no lo traicionaría ante la policía. Y tenía razón. Por muy herida que estuviera por su dureza, jamás le devolvería el golpe. Lo quería demasiado para herirlo y su convicción de que era inocente y sus ganas de protegerlo eran tan grandes en ese momento como el día anterior.
Una furgoneta pasó rugiendo a su lado y le cubrió de barro un costado del auto. Entonces Miley recordó la advertencia de Nick: debía alejarse todo lo posible sin atraer la atención. Se enderezó con cansancio y reanudó la marcha, pero en ningún momento superó los cien kilómetros por hora. Porque él le había recomendado que no corriera. Y porque el hecho de que la detuvieran por exceso de velocidad cabía dentro de la definición de atraer la atención.
Miley llegó a la frontera entre Colorado y Oklahoma en mucho menos tiempo que el que demoró en medio de la tormenta de nieve. Siguiendo las instrucciones de Nick, detuvo el auto en la primera salida de la ruta que encontró e hizo el llamado telefónico. Su padre atendió al primer llamado.
–Soy Miley, papá –dijo ella–. Estoy libre. Voy para casa.
–¡Gracias a Dios! –explotó él–. ¡Oh, gracias a Dios!

En todos esos años nunca había oído tanta angustia en la voz de su padre, y Miley se sintió enferma de remordimientos por lo que lo había hecho sufrir. Antes de que ninguno de los dos pudiera hablar, los interrumpió una voz desconocida.
–Soy el agente Ingram, del FBI, señorita Mathison. ¿Dónde se encuentra?
–Estoy en Oklahoma, en una parada para automovilistas. Estoy libre. Él... me dejó en el auto, con las llaves puestas y los ojos vendados. Pero se ha ido. Estoy segura de que se ha ido. No sé a donde.
–Escuche cuidadosamente –dijo la voz–. Vuelva al auto, cierre las puertas con llave y salga de allí enseguida. No se quede cerca de donde lo vio por última vez. Diríjase a la primera zona poblada que encuentre y llámenos desde allí. Nosotros notificaremos a las autoridades locales e irán a buscarla. ¡Ahora salga de allí enseguida, señorita Mathison!
–¡Quiero ir a casa! –advirtió Miley con genuina desesperación–. ¡Quiero ver a mi familia! ¡No quiero quedarme esperando en Oklahoma! ¡No puedo! Sólo llamé para advertirles que estoy en camino. –Cortó la comunicación, se encaminó al auto y no llamó desde la siguiente zona poblada.
Dos horas más tarde, un helicóptero, que sin duda había estado buscando a la angustiada rehén que iba camino de su casa, de alguna manera consiguió localizarla en la ruta interestatal y se mantuvo en el aire, sobrevolándola. Instantes después, una serie de autos patrulleros con luces rojas y azules comenzaron a entrar en la ruta, colocándose delante a su compañero, como si tratara de tranquilizarlo. Miley no lo notó, pero Ted y Carl, sí.
–Muy bien, señorita Mathison –dijo el agente Ingram, tomando la palabra en cuanto estuvieron sentados–. Empecemos por el principio. –Miley sintió un aguijonazo de miedo cuando vio que el agente Richardson sacaba un grabador del bolsillo y lo colocaba sobre la mesa, pero se recordó lo que Nick le había advertido que debía esperar.
–¿Por dónde quieren que empiece? –preguntó, sonriéndole agradecida a su madre que en ese momento le alcanzaba un vaso de leche.
–Ya sabemos que supuestamente viajó a Amarillo para reunirse con el abuelo de uno de sus alumnos –empezó diciendo Richardson.
Miley lo miró con la rapidez del relámpago.
–¿Qué quiere decir con eso de supuestamente?
–No es necesario que se ponga a la defensiva –intervino Ingram, tratando de calmarla–. Díganos usted misma lo que sucedió. Empecemos por su primer encuentro con Nicholas Jonas.
Miley cruzó los brazos sobre la mesa y trató de no sentir emoción alguna.
–Me había detenido en un restaurante de la interestatal para tomar un poco de café. No recuerdo el nombre del lugar, pero lo reconocería si lo viera. Cuando salí, estaba nevando y vi a un hombre alto y de pelo oscuro agazapado cerca de una de las gomas del auto. Estaba en llantas. Se ofreció a cambiarla...
–¿En ese momento se dio cuenta de que estaba armado?
–Si hubiera notado que tenía un arma, le aseguro que no le habría ofrecido acercarlo adonde iba.
–¿Cómo estaba vestido? –A partir de ese momento, las preguntas se sucedieron con rapidez, y continuaron interrogándola, hora tras hora...
–Señorita Mathison, ¡debe poder recordar algo más sobre esa casa que estaba utilizando como escondite! –exclamó Paúl Richardson, que la había estado estudiando como si se tratara de un insecto bajo su microscopio, y que le hablaba con un tono autoritario que le recordaba un poco al de Nick cuando se enojaba. En el estado de extenuación en que se encontraba, eso le pareció más agradable que chocante.
–Ya le dije, tenía los ojos vendados. Y por favor, llámeme Miley. Es más corto y nos hará perder menos tiempo que con tanto “señorita Mathison”.
–¿En algún momento, durante el tiempo que estuvo con Jonas, pudo descubrir hacia dónde pensaba dirigirse?
Miley meneó la cabeza. Ya habían hablado de eso.
–Me dijo que cuanto menos supiera, más seguro estaría él.
–¿Alguna vez trató de descubrir hacia dónde se dirigiría?
Miley volvió a menear la cabeza. Ésa era una pregunta nueva.
–Por favor, conteste en voz alta para que el grabador capte sus respuestas.
–¡Está bien! –contestó Miley, y de repente decidió que ese hombre no se parecía en nada a Nick... Era más joven, y más buen mozo, pero no tenía la calidez de Nick–. No le pregunté adonde pensaba ir, porque él ya me había dicho que cuanto menos supiera, más seguro estaría él.
–Y usted quiere que Jonas esté a salvo, ¿verdad? –preguntó él en el acto–. No quiere que lo capturemos, ¿no es cierto?
Había llegado el momento de la verdad. Richardson esperaba, golpeando con impaciencia la punta de su birome sobre la mesa y, por la ventana, Miley alcanzó a ver a la multitud de periodistas que se arracimaban en el jardín y en la calle. Entonces el cansancio se desplomó sobre ella en oleadas.
–Ya le he dicho que trató de salvarme la vida.
–No comprendo qué tiene que ver eso con el hecho de que sea un asesino convicto, que además la tomó como rehén.
Miley se recostó contra el respaldo de la silla y lo miró con una mezcla de desdén y de frustración.
–No creo ni por un minuto que haya sido capaz de matar a nadie. Y ahora, permítame que yo le haga una pregunta a usted, señor Richardson. –Ignoró que Ted le apretaba la rodilla para tranquilizarla, y no le importó darse cuenta de que hablaba con tono combativo–. Póngase en mi lugar, y simplemente por una cuestión de retórica, suponga que yo lo tomé como rehén y que usted logró escapar. Usted se oculta de mi vista, pero yo creo que ha caído en un arroyo profundo y helado. Desde su escondite, me ve correr hacia el arroyo y zambullirme en las aguas gélidas. Me zambulló una y otra vez llamándolo, y cuando comprendo que no puedo encontrarlo, me ve salir tambaleante del arroyo y desmoronarme sobre la nieve. Pero no monto el snowcat para volver a la casa. En vez de eso, me doy por vencida. Me abro la camisa empapada para que el frío me mate con más rapidez, apoyo la cabeza sobre la nieve, cierro los ojos y me quedo allí, dejando que la nevada me cubra la cabeza y la cara...
Al ver que Miley quedaba en silencio, Richardson alzó las cejas.
–¿Y adonde quiere llegar con eso?
–Quiero llegar a que, después de haber visto eso, ¿usted me creería capaz de asesinar a alguien a sangre fría? ¿Trataría de extraerme información para lograr que me bajen a balazos antes de que tenga tiempo de demostrar mi inocencia?
–¿Es eso lo que pretende hacer Jonas? –preguntó Richardson, inclinándose hacia adelante.
–Eso es lo que haría yo –contestó ella, evasiva–, y usted no contestó mi pregunta. Sabiendo que traté de salvarle la vida y que quise morir cuando creí haber fracasado, ¿trataría de sonsacarme información para lograr que me capturaran y que posiblemente me mataran al hacerlo?
–Me sentiría obligado a cumplir con mi deber –retrucó Richardson–, y a ayudar a que se hiciera justicia con un asesino convicto que ahora, además, es un secuestrador.
En silencio, Miley le dirigió una larga mirada y luego le contestó en voz baja.
–En ese caso, sólo espero que encuentre alguien que le done un corazón, porque es obvio que usted no tiene uno propio.
–Creo que ya basta por hoy –intervino el agente Ingram con una voz tan agradable como su sonrisa–. Todos estamos levantados desde anoche, cuando usted llamó.
La familia Mathison se puso de pie en distintos estados de cansancio.
–Miley –dijo la señora Mathison, ahogando un bostezo–, esta noche dormirás aquí, en tu antiguo cuarto. Ustedes también, Carl y Ted –agregó–. No tiene sentido que vuelvan a pasar entre todos esos periodistas. Además, tal vez Miley los necesite después.

Los agentes Ingram y Richardson vivían en el mismo complejo habitacional de Dallas, y además de compañeros de trabajo eran amigos. Enfrascados en sus pensamientos, viajaron en silencio hasta un motel de las afueras de la ciudad donde se alojaban desde hacía más de una semana. Recién cuando David Ingram detuvo el sedán frente a sus habitaciones, se animó a aventurar una opinión. Lo dijo en el mismo tono agradable con que había engañado a Miley, convenciéndola de que creía en sus palabras.
–Esa mujer está encubriendo algo, Paúl. –Paúl Richardson frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
–No. Es honesta. No creo que oculte nada.
–Entonces tal vez –respondió Ingram con sarcasmo– convendría que empezaras a pensar con la cabeza en lugar de utilizar para ello ese órgano que tomó posesión de ti en cuanto Miley Mathison te miró con sus grandes ojos azules.
Richardson se volvió a mirarlo con rapidez.
–¿Qué diablos quieres decir?
–Quiero decir –aclaró Ingram, disgustado– que desde que llegamos y empezaste a investigarla y a interrogar a la gente que la conocía, estás obsesionado con esa mujer. Cada vez que te enterabas de alguna buena obra que había hecho, te suavizabas; al hablar con alguno de sus alumnos o con los padres de esos chicos con incapacidades físicas a quienes enseña, te fascinabas más. ¡Mie/rda! Cuando descubriste que también enseña a leer a mujeres analfabetas y que canta en el coro de la iglesia, ya estabas dispuesto a nominarla para la santidad. Esta noche, cada vez que te miraba con desaprobación, por el tono de tu voz o por lo que le preguntabas, te noté vacilar. Con sólo ver su fotografía ya estabas a su favor, pero cuando te topaste con ella en carne y hueso, tu objetividad se fue al diablo.
–¡Eso no es cierto!
–¿No? Entonces explícame por qué estás tan desesperado por saber si se acostó con Jonas. Ella te dijo dos veces que él no la violó ni la obligó de ninguna manera a tener sexo con él, pero eso no te bastó. ¿Por qué demonios no le preguntaste directamente si le permitió que la llevara a la cama? ¡Dios! –exclamó con disgusto–. ¡No lo podía creer cuando te oí pedirle que describiera las sábanas de la cama de Jonas para que pudiéramos rastrear el género y localizar así su escondrijo!
Richardson le dirigió una mirada de incomodidad.
–¿Fue tan obvio? –preguntó mientras abría la puerta del auto y bajaba–. Es decir, ¿crees que la familia se dio cuenta?
Ingram también bajó del auto.
–¡Por supuesto que se dieron cuenta! –bufó–. La pequeña señora Mathison fantaseaba con la posibilidad de ahogarte con algunas de sus masas. Usa la cabeza. Paúl. Miley Mathison no es ningún ángel. Hay constancias de que fue arrestada como delincuente juvenil...
–Cosa de la que no nos habríamos enterado si las autoridades de adopción de Illinois no hubieran dejado su legajo en el archivo, en lugar de haberlo destruido hace años, como correspondía –interrumpió Paúl–. Más aún, si quieres enterarte de la verdad que hay tras el prontuario de Miley, llama a la doctora Theresa Wilmer, de Chicago, como lo hice yo, y entérate de la verdad. Ella consideró, y sigue considerando, que Miley es una de las personas más derechas que ha conocido. Te pregunto francamente, Dave –dijo cuando se acercaban a sus respectivos cuartos–, ¿alguna vez en la vida has visto un par de ojos como los de Miley Mathison?
–Sí –contestó Ingram con desprecio–. Bambi los tenía.
–Bambi era un venado. Y tenía ojos marrones. Los de ella son azules... Parecen cristales azules, oscuros y traslúcidos. Una vez mi hermana menor tuvo una muñeca con ojos parecidos a los de ella.
–¡Esta conversación es increíble! –explotó Ingram–. ¡Escúchate, por amor de Dios!
–Tranquilízate –dijo Paúl, pasándose las manos por el pelo–. Si tienes razón, si ella ayudó a Jonas en su plan de huida original o si nos da algún motivo para creer que oculta información acerca de él, seré el primero en leerle sus derechos y arrestarla... y lo sabes.
–Ya sé –dijo Ingram metiendo la llave en la cerradura de su cuarto y abriendo la puerta–. Pero, ¿Paúl?
Paúl se apoyó contra el marco de la puerta de su cuarto.
–¿Sí?
–¿Qué vas a hacer si su única culpa es haberse acostado con Jonas?
–Buscar a ese cretino y bajarlo a tiros por haberla seducido.
–¿Y si es inocente de eso y de ser cómplice de Jonas?
Una lenta sonrisa apareció en los labios de Richardson.
–En ese caso, será mejor que me busque un corazón que le guste, o que me haga hacer un transplante. ¿Notaste la manera en que me miró esta noche, Dave? Fue casi como si de alguna manera me conociera, como si nos conociéramos. Y nos gustáramos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario