–¡Ojalá eso no fuese todo! –admitió Miley con tristeza–. Pero así es como quiso Nick que terminara y yo lo sabía. Por desgracia –agregó, tratando de evitar que le temblara la voz–, no pude vivirlo como él quería. No sólo empecé a llorar, sino que terminé de empeorarlo diciéndole que estaba enamorada de él. Sabía que Nick no quería oírlo, porque ya se lo había dicho la noche anterior y él simuló no haberlo escuchado. Ayer fue peor. No sólo me humillé diciéndole que lo amaba sino que él... él... –Miley se detuvo, avergonzada.
–¿Qué hizo? –preguntó Katherine con suavidad. Miley se obligó a mirar a su amiga y a hablar con voz carente de emoción.
–Me sonrió, como le sonríe el adulto a una criatura tonta, y me informó que yo no lo amaba, y que sólo lo creía porque no conocía la diferencia que existe entre el amor y el sexo. Después me dijo que volviera a casa, que era el lugar donde debía estar, y que me olvidara por completo de él. Que es exactamente lo que pienso hacer.
Katherine frunció el entrecejo, sorprendida.
–¡Qué manera tan desagradable de comportarse! –dijo con notorio desagrado–. Por lo menos considerando el tipo de hombre que me has descripto hasta este momento.
–A mí también me pareció desagradable e increíble, sobre todo porque estaba casi segura de que él también me quería –corroboró Miley, sintiéndose muy desgraciada–. A veces, había una mirada en sus ojos como si... –Se interrumpió, furiosa por haber sido tan crédula y prosiguió con enojo–: Si pudiera volver a vivir la mañana de ayer, simularía que me hacía feliz poder alejarme de él. Le agradecería la gran aventura que me había proporcionado y después arrancaría el auto, dejándolo allí parado. Eso es lo que debí haber... –Se calló, imaginó la escena, después hizo un lento movimiento negativo con la cabeza. Acababa de darse cuenta de que eso la hubiera hecho sentir muy mal–. Eso habría sido tonto y equivocado –dijo en voz alta.
–¿Por qué? Tu amor propio no estaría tan maltrecho –señaló Katherine.
–Sí, pero habría pasado el resto de mi vida pensando que tal vez él también podía estar enamorado de mí, y que si los dos hubiéramos admitido lo que realmente sentíamos, a lo mejor lo habría podido convencer de que me llevara con él y que después me permitiera ayudarlo a buscar al verdadero asesino –dijo Miley en voz baja–. Me habría odiado por no haberle vuelto a decir que lo amaba, por no haber tratado de modificar el final de nuestra historia. Saber que Nick no me quiso siquiera un poco es duro, y duele, pero lo otro hubiera dolido mucho más y durante mucho más tiempo.
Katherine la miró, estupefacta.
–¡Me sorprendes, Miley! Por supuesto que tienes razón en todo lo que has dicho, pero si yo estuviera en tu lugar, habría demorado diez años en llegar a ser tan objetiva como lo eres tú ahora. Es decir, considera lo que hizo ese hombre: te secuestró, te sedujo después de que le salvaste la vida, te quitó tu virginidad, y por fin, cuando le dijiste que estabas enamorada de él, te dio una respuesta arrogante e impertinente y te ordenó que volvieras a tu casa para que enfrentaras sola al periodismo y al FBI. Es lo más grosero, insensible y...
–Por favor, no sigas hablando así –dijo Miley, riendo, y levantó una mano para silenciar a su amiga–. Porque en cualquier momento me volveré a enojar y olvidaré lo “objetiva” que soy. Además –agregó–, Nick no me sedujo.
–Por la historia que me acabas de contar, es evidente que te sedujo poniendo en juego todo su encanto.
Miley miró la chimenea apagada y meneó la cabeza.
–Yo quería que me sedujera. Lo deseaba desesperadamente.
Katherine permaneció unos instantes pensativa antes de volver a hablar.
–Si te hubiera dicho que te quería, ¿le habrías dado la espalda a tu familia, a tu trabajo y a todo lo que eres y en lo que te crees, para pasarte la vida ocultándote con él?
Antes de contestar, Miley miró a su amiga a los ojos.
–Sí.
–¡Pero entonces habrías sido su cómplice o como se llame a quien ayuda a un criminal!
–No creo que una esposa pueda ser juzgada por estar con su marido.
–¡Dios mío! –jadeó Katherine–. ¡Y lo peor es que lo dices en serio! ¡Hubieras sido capaz de casarte con él!
–Me parece que eres la menos indicada para que te cueste tanto creerlo –señaló Miley.
–¿Qué quieres decir?
Miley le dirigió una mirada triste y comprensiva.
–Tú sabes lo que quiero decir. Ahora te toca el turno de confesarte.
–¿Acerca de qué?
–Acerca de Ted –aclaró Miley–. Hace un año que me dices que estás deseando conseguir que Ted te escuche, porque quieres hacerlo comprender ciertas cosas. Pero esta noche aceptaste con mansedumbre todos los comentarios desagradables que te hizo, y no le discutiste una sola palabra. ¿Por qué?
Katherine se movió incómoda bajo la mirada penetrante de Miley, después tomó con gesto nervioso la tetera que había sobre la bandeja y se sirvió una taza de té. Al llevarse la taza a la boca, Miley notó que le temblaba levemente la mano.
–Acepté su manera de tratarme, porque es lo menos que merezco después del modo como me comporté mientras estuvimos casados.
–Eso no era lo que pensabas hace tres años cuando iniciaste el juicio de divorcio –le recordó Miley–. Me dijiste que te divorciabas de él porque era egoísta, insensible, desalmado, exigente y una cantidad de cosas más.
–Hace tres años –contestó Katherine con tristeza–, yo era una chiquitína malcriada que estaba casada con un hombre cuyo único crimen consistía en pretender que me portara como una esposa, no como una criatura poco razonable. En Keaton todo el mundo, salvo tú, sabía que yo era una fracaso como esposa. Tú fuiste demasiado leal con tu mejor amiga para ver lo que saltaba a la vista, y yo no tenía la madurez ni el coraje necesarios para enfrentar la verdad. Ted la sabía, pero fue demasiado generoso y no quiso destruir tu amistad ni tu fe en mí, diciéndote lo que realmente fui como esposa. En realidad, una de las pocas cosas en las que siempre estuvimos de acuerdo fue en que tú no debías saber que teníamos problemas.
–Katherine –interrumpió Miley con suavidad–, todavía sigues enamorada de él, ¿verdad?
Ante esas palabras, Katherine se puso tensa, pero bajó la mirada y la clavó en el enorme brillante de su anillo de compromiso.
–Hace una semana, antes de que tu desaparición obligara a Ted a hablar conmigo, te habría contestado que no.
–¿Y ahora?
Katherine respiró hondo y la miró.
–Como dijiste hace un rato con tanta elocuencia, refiriéndote a Nicholas Jonas, yo me seguiría acostando con tu hermano durante el resto de mi vida... si él me lo pidiera.
–Si eso es lo que sientes –dijo Miley dirigiéndole una mirada profunda e inquisitiva–, ¿cómo se explica que sigas usando el anillo de compromiso de otro hombre?
–En realidad, este anillo ya no es más que un préstamo.
–¡Qué!
–Ayer rompí mi compromiso, pero Spencer me pidió que no lo comentara, por lo menos durante algunas semanas. Cree que estoy reaccionando con exageración ante viejos recuerdos que me asaltaron al volver a ver a Ted. –
Miley contuvo sus ganas de aplaudir ante la noticia de la ruptura del compromiso de Katherine, y sólo sonrió.
–¿Cómo piensas reconquistar a Ted? –Su sonrisa se desvaneció cuando agregó–: No será fácil. Desde el divorcio Ted ha cambiado, sigue siendo cariñoso con su familia, pero casi nunca ríe y se lo ve distante... como si hubiera construido un muro a su alrededor y no dejara entrar a nadie, ni siquiera a mí o a Carl. Lo único que parece importarle es recibirse de abogado y poner su propio estudio. –Hizo una pausa como para elegir sus palabras, y luego decidió decirlo con crudeza–. Tú no le gustas, Katherine. A veces da la impresión de que te odiara.
–¿TÚ también lo notaste? –preguntó Katherine con voz temblorosa–. Le sobran razones.
–¡Eso sí que no lo creo! A veces dos personas maravillosas no se llevan bien en el matrimonio, y no es por culpa de ninguno de los dos. Sucede a cada rato.
–No trates de limpiarme de culpa y cargo cuando por fin reúno el coraje necesario para confesarte la desagradable verdad –dijo Katherine–. Lo cierto es que yo tuve toda la culpa de que nos divorciáramos. Amaba a Ted cuando nos casamos, pero era tan malcriada e inmadura, que no podía comprender que querer a alguien significa estar dispuesta a hacer algunos sacrificios por esa persona. Te parecerá raro, pero consideraba que era lógico que me casara con Ted para después seguir viviendo algunos años con total independencia y sin preocupaciones... hasta que decidiera sentar cabeza. Para darte un ejemplo –agregó–, un mes después de casarnos, me di cuenta de que todos mis amigos volvían a la universidad y yo no. De repente me sentí una mártir porque apenas tenía veinte años y ya estaba atada. Ted había ahorrado bastante dinero trabajando como sheriff para estudiar en la universidad, y le alcanzaba para pagar también mis estudios. Entonces me propuso la solución ideal: podíamos combinarnos para asistir a clases los mismos días y viajar juntos a Dallas. Pero eso no me bastaba. Yo quería estudiar en una universidad elegante del Este, y después venir a pasar las vacaciones con mi marido.
Miley luchó por no demostrar su sorpresa ante una actitud tan egoísta, pero Katherine estaba tan ocupada condenándose, que ni siquiera lo hubiese notado.
–Así que como Ted me dijo que eso era algo que él no estaba en condiciones de pagar, salí corriendo a pedirle a papá que me prestara el dinero, a pesar de que Ted me había aclarado, antes de casarnos, que jamás aceptaría un centavo del dinero de mi padre. Papá, por supuesto, le dijo a Ted que estaría encantado de pagar todos mis gastos en la universidad, pero él no lo aceptó, y yo me puse furiosa. A partir de ese día me negué a levantar un solo dedo en casa. No volví a cocinar ni a lavar su ropa. Así que él cocinaba y hacía las compras y llevaba la ropa al lavadero, con lo cual todo el mundo empezó a comentar la pésima esposa que era yo. A pesar de eso, tu hermano nunca abandonó la esperanza de que yo creciera y me portara como una mujer en lugar de una chiquilina malcriada. Se sentía culpable por haberse casado conmigo cuando era tan joven y todavía no había tenido una verdadera oportunidad de vivir. De todas maneras, el único deber que seguí cumpliendo durante nuestro primer año de matrimonio fue acostarme con él, cosa que –agregó– con tu hermano no era ningún sacrificio.
Katherine quedó tanto rato en silencio que Miley no sabía si seguiría hablando, hasta que respiró hondo y continuó.
–Después de un tiempo, a papá, que sabía lo infeliz que era porque me pasaba la vida quejándome, se le ocurrió que si tuviera una casa hermosa me comportaría mejor como esposa. Yo era tan infantil que me fascinó la idea de jugar a la dueña de una casa maravillosa, con piscina y cancha de tenis. Pero papá estaba preocupado porque sabía que Ted se negaba a aceptar ayuda económica. Yo pensé que si le presentábamos el hecho consumado, él no tendría más remedio que aceptar. Así que papá compró el terreno, nos reunimos en secreto con un arquitecto y aprobamos los planos de la casa. Yo adoraba cada centímetro de esa casa, planeé cada detalle, cada armario –dijo Katherine mirando a Miley–. Hasta empecé a cocinar y a lavar la ropa de Ted, así que él creyó que había decidido convertirme en una verdadera ama de casa.
–¿Y qué sucedió? –preguntó Miley.
–Sucedió que cuando la casa estaba casi terminada, papá y yo llevamos a Ted hasta allí y mi padre le entregó las llaves. –Katherine se estremeció al recordarlo–. Como te imaginarás, Ted se puso furioso. Furioso porque lo mantuve en secreto, porque lo había engañado y porque no había cumplido con mi palabra de vivir con el dinero que él pudiera ganar.
Como eso debía de haber sucedido poco antes de que iniciaran los trámites del divorcio, Miley supuso que la negativa de Ted a aceptar la casa había sido lo que puso fin al matrimonio.
–Así que supongo que eso los llevó a discusiones peores y terminó por destruir la pareja –dijo Miley.
–No. Eso me llevó a desterrar a Ted de nuestra cama, pero ya era demasiado tarde.
–¿Qué quieres decir?
Katherine se mordió los labios y bajó la mirada. Cuando continuó hablando, le temblaba la voz.
–Unos días después, justo antes de nuestra separación, yo me caí de uno de los caballos de papá. ¿Lo recuerdas?
–Por supuesto que me acuerdo –contestó Miley–. Te rompiste un brazo.
–Ese día también rompí el corazón de mi marido y terminé de destrozar nuestro matrimonio.–Katherine respiró hondo y levantó la vista para mirar a Miley con los ojos llenos de lágrimas–. Estaba embarazada, Miley. Lo supe después de que Ted rechazó las llaves de la casa. Estaba embarazada de dos meses y furiosa porque Ted había rechazado la casa en la que había un cuarto para niños precioso, pero me ponía aún más furiosa que él estuviera por conseguir algo que realmente quería: un hijo. Al día siguiente salí a andar a caballo, a pesar de que Ted me había advertido que no lo hiciera. Y no anduve precisamente al paso. Corría a todo galope y saltaba cercas cuando el caballo me tiró.
Al ver que ella no podía seguir hablando, Miley lo hizo en su lugar.
–Y perdiste el bebé. Katherine asintió.
–Ted no sólo estaba triste... se puso furioso. Creyó que lo había hecho a propósito, para abortar, cosa que no me sorprende, considerando la manera en que me comporté cuando supe que estaba embarazada. Y lo extraño es –agregó, con la voz ahogada por las lágrimas que luchaba por contener–, que ése fue el único aspecto de nuestro matrimonio en que no fui culpable, por lo menos intencionalmente. Siempre galopaba a toda velocidad cuando algo me preocupaba, y después me sentía mejor.
Hizo otra larga pausa, incapaz de hablar a causa de la tristeza que la invadía.
–Yo no decidí divorciarme de Ted, Miley. Cuando volví del hospital, él ya había hecho sus valijas. Pero –agregó con una sonrisa triste– tu hermano fue galante hasta el fin, a pesar de estar furioso, de tener el corazón destrozado y de sentirse desilusionado. Permitió que fuera yo la que se divorciara de él. Y nunca habló con nadie del hijo que todavía cree que perdí en un aborto deliberado. Yo maduré el día que vi sus valijas en el vestíbulo y me di cuenta de que lo perdía, pero ya era tarde. El resto de la historia ya lo conoces: volví al Este y me recibí en la universidad. Después regresé a Dallas a trabajar en el museo.
Miley se levantó y se le acercó para darle un fuerte abrazo.
–Sigues siendo mi mejor amiga –dijo. Después de algunos minutos de silencio, ambas se miraron, sonriendo pero con los ojos llenos de lágrimas.
–¡Qué lío! –exclamó Miley. Katherine se sonó la nariz.
–¡Me parece que te quedas corta! –Hubo otro silencio antes de que Miley se animara a decir lo que creía necesario.
–Creo que si quieres reconquistar a Ted antes de que sea demasiado tarde, deberías quedarte en Keaton. Me han dicho que ve mucho a Grace Halvers. ¿Lo sabías?
Katherine asintió ante la mención de la hermosa pelirroja. Miley estaba pensativa y ceñuda. Después meneó la cabeza.
–A pesar de lo que te acabo de decir sobre Ted y Grace, no creo que mi hermano vuelva a casarse.
En lugar de que la frase la tranquilizara, Katherine parecía abrumada por la culpa.
–Ted debería casarse con alguien, aunque no fuera conmigo. Era la clase de marido atractivo y tierno con el que todas las mujeres soñamos. Sería un crimen que no se volviera a casar. Era un hombre imposible de manejar o de manipular, cosa que me volvía loca cuando era joven, pero también era increíblemente cariñoso. Y cuando yo tenía el necesario sentido común de pedirle lo que quería, en lugar de exigírselo, se mostraba dispuesto a ceder y complacerme. –Levantó la vista para mirar a Miley y terminó diciendo con admiración en la voz–: Quizás hayamos sido muy distintos en muchas cosas, pero nos enamoramos a las pocas horas de conocernos. Fue como... como una combustión espontánea.
–Y eso es algo que los dos conservan –aseguró Miley con tono alegre, en un esfuerzo por reanimar a su amiga–. Después de verlos juntos esta noche, creo no exagerar si te digo que siguen siendo una combinación altamente explosiva. ¿Y sabes una cosa? Aunque Ted haya reaccionado con tanta furia, aunque parezca negativo, significa que todavía debe de sentir algo por tí.
–Por supuesto que siente algo por mí. Desprecio.
Katherine metió una asadera con bizcochos dentro del homo y levantó la vista sorprendida al oír que el portero eléctrico de la verja de entrada empezaba a sonar con insistencia. Se secó las manos en una toalla y atendió.
–¿Sí?
–¿Hablo con la señorita Cahill?
–¿Quién es? –preguntó Katherine.
–Paúl Richardson –replicó impaciente la voz de hombre–. ¿Miley Mathison está allí con usted?
–Señor Richardson –contestó Katherine con tono sombrío–, ¡son las siete y media de la mañana! Miley y yo todavía estamos en bata de cama. Por favor, vayase y vuelva a una hora decente y civilizada, digamos a las once. Yo creía que el FBI les enseñaba mejores modales a sus agentes –agregó. Pero se quedó mirando el teléfono sorprendida al oír la carcajada de su interlocutor.
–Poco civilizado o no, debo insistir en ver a Miley... a la señorita Mathison.
–¿Y si me niego a abrirle la verja? –preguntó Katherine con tozudez.
–En ese caso no me quedará más remedio que hacer volar la cerradura con mi revólver de servicio.
–Si lo llega a hacer –contestó Katherine irritada, mientras apretaba el botón para abrirle–, le aconsejo que mantenga cargado ese revólver, porque dos de las escopetas de mi padre lo estarán apuntando cuando llegue a la casa.
Cortando toda posibilidad de respuesta, Katherine soltó el botón del portero eléctrico y se encaminó con rapidez a la biblioteca, donde encontró a Miley, instalada en un sillón, mirando el noticiario de la mañana. En la pantalla proyectaban una fotografía de Nick Jonas y la expresión de ternura y de añoranza de Miley, emocionó a Katherine.
–¿Nick está bien? –preguntó.
–No tienen la menor idea de su paradero –contestó Miley con evidente satisfacción–. Tampoco saben si yo fui o no su cómplice. La sensación que tienen es de que mi silencio, agregado al silencio del FBI, es una admisión de culpa. ¿Te puedo dar una mano con las omeletes?
–Sí –contestó alegremente Katherine–, aunque debo advertirte que tenemos una visita inesperada e intempestiva que probablemente desayunará con nosotros. Y su grosería es tal, que no tenemos por qué peinarnos ni vestirnos para recibirlo –dijo cuando Miley miró preocupada su larga bata de cama amarilla.
–¿Quién es?
–Paúl Richardson. A propósito, te advierto que piensa en ti como “Miley”. Se le escapó cuando hablábamos por el portero eléctrico, aunque luego trató de disimularlo.
La larga conversación mantenida la noche anterior con su amiga, junto con varias horas de sueño, habían restaurado las fuerzas y el ánimo de Miley.
–Yo abriré –dijo cuando oyó sonar el timbre. Con muy poca ceremonia, Miley abrió la puerta de un tirón, pero retrocedió sorprendida al ver que Paúl Richardson levantaba los brazos.
–¡No dispare, por favor!
–¡Qué idea tan encantadora! –replicó Miley, conteniendo una sonrisa ante el sentido del humor de ese hombre–. ¿Me entrega su arma?
Richardson sonrió, observando, el pelo castaño de Miley que le caía sobre los hombros, sus ojos resplandecientes y su suave sonrisa.
–Una noche de paz y tranquilidad parece haberle hecho muchísimo bien –comentó, pero enseguida frunció el entrecejo con gesto adusto–. Sin embargo le pido que no vuelva a desaparecer así. Ya le dije que quiero saber todo el tiempo dónde está.
Alentada por lo que acababa de ver en televisión, que le demostraba que Nick seguía a salvo, Miley aceptó la reprimenda sin protestar.
–¿Ha venido a arrestarme o a retarme? –interrogó con tono alegre, porque sabía que no la arrestaría.
–¿Por qué? ¿Ha quebrantado alguna ley? –preguntó Richardson en el momento en que entraban en la cocina.
–¿Piensa quedarse a tomar el desayuno con nosotras? –agregó Miley, evasiva, encaminándose hacia la tabla de picar.
Paúl Richardson miró alternadamente a Katherine, que en ese momento partía huevos en un recipiente, y a Miley, que se aprestaba a cortar un pimiento verde. Las dos estaban sin maquillar, de pijama y batas de cama, con el pelo todavía revuelto. Estaban preciosas, con un aspecto inocente y encantador.
–¿Estoy invitado? –le preguntó a Miley, sonriendo.
Ella le clavó la mirada de sus ojos azules, como si tratara de ver más allá de su piel y dentro de su alma, y de repente Richardson lamentó que en su interior no hubiera más bondad y cosas buenas para ver.
–¿Quiere que lo invitemos?
–Sí.
Entonces miley sonrió. Fue la primera sonrisa auténtica y distendida que le había dedicado, y era tan radiante que apresuró el ritmo cardíaco del hombre del FBI.
–En ese caso –dijo Miley–, vaya sentándose mientras nosotras preparamos una de nuestras famosas omelettes. Pero no se haga demasiadas ilusiones, porque hace más de un año que no trabajamos en equipo en la cocina.
Paúl se sacó la chaqueta y la corbata, se desabrochó el botón superior de la camisa y se instaló ante la mesa. Miley le alcanzó una taza de café antes de volver a sus tareas. Richardson la observó en silencio, escuchando la charla intranscendente de las dos amigas, y tuvo la sensación de que, de alguna manera, acababa de ser admitido en un reino de paz, gobernado por hadas hermosas de cabello enmarañado y largas vestiduras, que bromeaban sobre acontecimientos pasados y lo fascinaban.
–Señor Richardson –dijo de repente Miley sin dejar de mirar el objeto pequeño y blanco que estaba picando.
–Llámeme Paúl –pidió él.
–Paúl –se corrigió Miley.
A Richardson decididamente le gustó como sonaba su nombre en boca de ella.
–¿Sí?
–¿Por qué me mira fijo?
Paúl tuvo un sobresalto, se sintió culpable y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
–Me preguntaba qué es eso que está picando.
–¿Se refiere a esto? –preguntó ella, señalando con el dedo el diente de ajo que tenía sobre la tabla de picar. Pero al hacer la pregunta levantó la cabeza y él tuvo la sensación de ser un colegial al que acababan de pescar en un mentira.
–Sí. Eso –mintió. –¿Qué es?
Él la observó formar la palabra y pronunciarla con enorme dulzura.
–Cicuta.
–¡Gracias a Dios! ¡Temí que fuera ajo!
La risa de Miley parecía música y cuando sus carcajadas cesaron, ambos sonreían.
–Tiene una hermosa sonrisa –dijo Paúl en voz baja mientras ella seguía con su tarea.
–Justo lo necesario para salvarme de la persecución del FBI, ¿no cree?
La sonrisa de Paúl se borró abruptamente.
–¿Jonas se ha puesto en contacto con usted? ¿Es por eso que se fue ayer de su casa sin avisarme? ¿Es por eso que esta mañana ha mencionado dos veces la posibilidad de que la arrestemos?
Miley levantó los ojos al cielo y rió.
–Usted tiene una imaginación galopante.
–¡Maldito sea! –exclamó Paúl, poniéndose de pie y acercándosele antes de darse cuenta de lo que hacía–. ¡No ande con jueguitos conmigo, Miley! Cuando le haga una pregunta, quiero una respuesta directa. –Miró a Katherine sobre el hombro–. ¿Le molestaría dejarnos solos? –preguntó.
–Sí, por supuesto que me molestaría. ¿Honestamente cree que Miley colaboró con la huida de la prisión de ese hombre? –preguntó, indignada.
–No –contestó él–, por lo menos hasta que ella me dé motivos para creerlo. Pero no estoy completamente seguro de que no protegiera a Jonas de nosotros, si pudiera.
–No puede arrestarla por algo que todavía no ha hecho –dijo Katherine con una lógica irrefutable.
–¡No tengo la menor intención de arrestarla! En realidad, he hecho todo lo que está a mi alcance para que a nadie se le ocurra eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario