sábado, 29 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap:60



Envuelta en un albornoz, Miley se hallaba sentada en el salón, con el mando a distancia al alcance de la mano. Los domingos por la mañana casi todos los canales emitían dibujos animados. Buscó uno que repitiera las noticias de la noche anterior, para torturarse con las imágenes y los comentarios sobre la debacle de Manchester House, que sin duda habría sido recogida por las cámaras. A su lado, en el sofá, tenía el Tribune de la mañana, que ella había arrojado allí minutos antes. El dominical del periódico presentaba en primera página, a toda cubierta, fotografías y comentarios irónicos de la pelea. No faltaban las palabras pronunciadas por Parker el dia de la conferencia de prensa, que figuraban sobre las fotos: «Nick Farrell y yo somos hombres civilizados y llevamos este asunto del modo más amigable. El problema no difiere mucho de un contrato que no fue debidamente redactado y ahora tiene que ser corregido».

Debajo, el titular rezaba:

FARRELL Y REYNOLDS CORRIGEN EL CONTRATO.

Había tres fotografías. En una de ellas, Parker le lanzaba un pu/ñetazo a Nick; en otra, el puño de este impactaba de lleno en la mandíbula del banquero, y en la tercera Parker yacía en el suelo y 
Miley  inclinada sobre él, parecía prestarle ayuda.
Miley bebió un sorbo de café y miró la pantalla.

El locutor de las noticias internacionales había concluido y cedía la palabra a la locutora del noticiario local.

–Janet –le dijo el locutor a su colega– tengo entendido que esta noche tenemos algo nuevo con respecto al menaje à trois Bancroft–Farrell–Reynolds.

»–Es cierto, Ted –confirmó Janet, devolviéndole la sonrisa y mirando a la cámara–. La mayor parte de ustedes recordará que en una reciente conferencia de prensa Parker Reynolds, Nicholas Farrell y 
Miley Bancroft ofrecieron la imagen de una pequeña familia unida. Pues bien, esta noche los tres cenaron en el Manchester House y parece que se ha producido una pequeña riña familiar. Bueno, amigos, en realidad una riña que ha llegado a las manos. En una esquina del cuadrilátero se hallaba Parker Reynolds y en la otra Nicholas Farrell. El marido contra el novio. Princeton contra Indiana, el dinero antiguo contra el dinero nuevo... –Janet hizo una pausa para reírse de su propio ingenio después añadió con ironía–: ¿Qué quién ganó? Bueno hagan sus apuestas, amigos, porque tenemos testimonios gráficos de la pelea.»

En la pantalla apareció primero Parker lanzando un ****azo a Nick y errando el blanco; a renglón seguido Nick tumbaba a Parker.

«Si apostaron por Nick Farrell han ganado –concluyó Janet, riendo–. El subcampeón de la contienda es en realidad una subcampeona, la señorita Lisa Pontini, amiga de la señorita Bancroft, quien, según nuestras noticias, le asestó un derechazo a Nick Farrell. La señorita Bancroft no esperó para felicitar al vencedor o consolar al vencido, sino que, según fuentes fidedignas, abandonó con rapidez el lugar en la limusina de Nick Farrell. Los tres combatientes se marcharon juntos en un taxi y...»



–¡Maldita sea! –exclamó 
Miley, apagando televisor.

Se puso de pie y se dirigió al dormitorio. Al pasar junto al tocador encendió la radio, por inercia. El locutor decía en aquel momento:

«Y ahora las noticias locales de las nueve. Anoche, en el restaurante Manchester House, en la zona norte, estallaron abiertamente las hostilidades nada menos que entre el industrial Nicholas Farrell y el financiero Parker Reynolds. Farrell, que está casado con 
Miley Bancroft, y Reynolds, que es el novio de la misma, estaban cenando con ella, según nuestras noticias, cuando...».


Miley apagó la radio dando un ****azo al botón.

–¡Increíble! –masculló. Desde el momento en que Nick se cruzó en su camino el día del baile a beneficio de la ópera, ya nada había sido igual. Todo su mundo se había desplomado, se había vuelto del revés. Dejándose caer sobre la cama, marcó de nuevo el teléfono de Lisa. La noche anterior intentó varias veces ponerse en contacto con su amiga, pero esta no estaba en casa o no quería contestar. Parker tampoco atendía sus llamadas.

Finalmente le contestó una voz masculina. ¡Era Parker! Por un momento, 
Miley no supo qué pensar.

–¿Parker? –consiguió decir.

–¿Estás... bien?

–Sí, muy bien –murmuró él. La voz sonaba como si acabara de dormirse y lo hubieran sacado bruscamente de su letargo–. Resaca.

–Oh, lo siento. ¿Está Lisa por ahí?

–Hummm... –farfulló Parker, y enseguida se oyó el susurro ronco y adormilado de Lisa.

–¿Quién es?

Miley.

De inmediato se dio cuenta de que ambos estaban durmiendo tan juntos que Parker podía tenderle el auricular a Lisa. Ahora bien, su amiga tenía dos teléfonos en el apartamento, uno en la cocina y otro junto a la cama. En la cocina no estaban durmiendo, luego... 
Miley se escandalizó.

–¿Estás... en la cama? –inquirió.

Lisa contestó con un sonido inconexo.

¿Con Parker?, pensó 
Miley  pero no lo dijo. Sabía la respuesta y tuvo que agarrarse al cabezal para perder el equilibrio.

–Siento mucho haberos despertado –se disculpó y colgó.

Todo en su vida andaba patas arriba. Su mejor amiga estaba en la cama con Parker y por increíble que pareciera ella no se sentía traicionada, solo aturdida. Lanzó una mirada alrededor para comprobar que todo seguía en su sitio. Necesitaba un punto de referencia, por humilde que fuera, para no perder el sentido. Pero allí estaban la alfombra, la ropa y las almohadas de la cama, que no habían salido volando por arte de magia. Pero cuando por fin se levantó y se miró en el espejo, advirtió que también su rostro había sufrido un cambio.

Una hora más tarde, 
Miley salió del apartamento oculta tras unas gafas de sol, grandes y oscuras. Iría al despacho y pasaría el día trabajando. Por lo menos, su trabajo le resultaba comprensible y controlable. Nick no se había molestado en llamarla, lo que la habría sorprendido si todavía hubiera lugar para la sorpresa en su mente. Las puertas del ascensor se abrieron y poco después Miley se encontró en el aparcamiento del edificio. Al torcer por una esquina, con las llaves del coche en la mano, su corazón dio un brinco.

El BMW no estaba en su sitio, sino que lo ocupaba un flamante Jaguar deportivo.

¡Le habían robado el coche, igual que querían hacerse con su empresa!

Fue la gota que colmó el vaso. Contempló el brillante Jaguar azul oscuro y de pronto le acometió el impulso de echarse a reír, de hacerle una mueca al destino y burlarse de él. Ya no quedaba nada, absolutamente nada que el destino pudiera reservarle todavía. Sin embargo, estaba dispuesta a devolverle los golpes, uno por uno.

Giró sobre sus talones y se metió de nuevo en el ascensor. En el vestíbulo del edificio se encaró con el guardia de seguridad.

–Robert, en mi plaza hay estacionado un Jaguar azul. En la L12. Que se lleven ese vehículo. ¡Enseguida!

–Pero quizá se trata de un nuevo inquilino que no sabe...
Miley descolgó el teléfono de la mesa y le tendió el auricular a Robert.

–He dicho enseguidá –profirió con voz amenazadoramente tensa–. Llame al taller de la calle de Lyle y deles un cuarto de hora para retirar ese coche de mi sitio.

–Está bien, señorita Bancroft. Está bien. No hay problema.

Satisfecha en parte, 
Miley se dirigió a la puerta. Tomaría un taxi para ir a su despacho y desde allí denunciaría el robo del automóvil. En aquel momento un taxi se detenía ante el edificio y la joven apretó el paso, pero de pronto se detuvo al ver una nube de reporteros.

–Señorita Bancroft, con respecto a lo de anoche... –gritó uno, y a través del cristal dos fotógrafos dispararon sus cámaras. Sin darse cuenta de que el pasajero que bajaba del taxi era Nick, que llevaba puestas un par de gafas oscuras, 
Miley se volvió y se encaminó hacia los ascensores. Ahora estaba prisionera en su propio edificio. Bueno, ¿y qué? Llamaría a un taxi para que la recogiera en la puerta de servicio, en la parte trasera. Se deslizaría hasta allí, se agazaparía tras los cubos de la basura y cuando viera detenerse el taxi se subiría a él de un salto. No había problema. Podía hacerlo. Claro que podía.

Acababa de descolgar el auricular cuando alguien llamó a la puerta. Abrumada por las pruebas a que la vida la sometía últimamente, abrió la puerta sin observar por la mirilla ni preguntar quién era. La silueta de Nick llenó el umbral y ella lo miró con aire distraído. Veía su imagen reflejada en las gafas de sol de su marido.

–Buenos días –dijo él con una sonrisa vacilante.

–¿De veras? –le contestó ella, dejándolo entrar.

–¿Qué significa eso? –preguntó Nick, intentando verle los ojos para adivinar de qué humor estaba.

–Significa –le replicó ella con voz airada– que si hoy es un buen día voy a encerrarme en el armario para no ver como sera mañana.

–Estás alterada –comentó Nick.

Miley hundió la punta del dedo índice contra su pecho.

–¿Quién, yo? –profirió sarcásticamente–. ¿Yo alterada? ¿Por qué? ¿Porque estoy prisionera en mi propia casa y no puedo abrir un diario, mirar la televisión o poner la radio sin tropezarme con nuestros nombres y nuestras fotos? ¿Por qué diablos tendría que alterarme eso?

A Nick le divertía la situación, y tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa, pero aun así ella lo notó.

–¡No te atrevas a reír! –le advirtió con voz indignada–. Todo es culpa tuya. Cada vez que me acerco a ti se desencadena una tormenta.

–¿Qué tormenta amenaza ahora? –preguntó él, con evidente buen humor. Nada hubiera deseado más que estrechar a 
Miley en sus brazos.

La joven levantó las manos.

–¡Todo está patas arriba! En el trabajo ocurren cosas que no habían ocurrido nunca. Amenazas de bombas, altibajos en la bolsa... Esta mañana me robaron el coche y alguien está utilizando mi plaza de aparcamiento. Por cierto, lo olvidaba. Mi mejor amiga y mi novio han pasado la noche en la misma cama.

Nick rió ahogadamente.

–¿Y crees que todo eso es culpa mía?

–¿No? Pues ¿cómo lo explicas?

–¿Coincidencia cósmica?

–¡Querrás decir catástrofe cósmica! –lo corrigió ella. Se llevó las manos a las caderas y prosiguió–: Hasta hace un mes mi vida era buena. Una vida tranquila, digna. Iba a bailes de caridad y bailaba. ¡Ahora voy a bares y me veo metida en peleas de tabernas, después me llevan por las calles dando rumbos en una limusina conducida por un demente que asegura que «va provisto de una pipa»! Estamos hablando de una pistola, ¿sabes? Un arma asesina con la que podría matar a alguien.

Enojada, estaba tan hermosa que Nick se regocijó.

–¿Eso es todo?

–No. Hay una cosa que aún no he mencionado...

–¿Qué?

–¡Esta! –anuncio 
Miley triunfalmente, al tiempo que se quitaba las gafas–. Tengo un moratón, un hematoma, un...

Nick, debatiéndose entre la hilaridad y el arrepentiento, rozó con un dedo la manchita que se distinguía junto a un párpado de la joven.

–Eso –declaró con una sonrisa de solidaridad– no llega a moratón ni hematoma. Tienes el párpado un poco hinchado.

–Ah, bueno.

–Apenas se nota. ¿Con qué lo disimulas?

Ella se quedó desconcertada por la pregunta.

–Maquillaje. ¿Por qué?

Casi ahogándose de risa, Nick se quitó las gafas.

–¿Puedo pedírtelo prestado?
Miley vio con incredulidad que Nick tenía una marca idéntica a la suya y en el mismo sitio. Pasados unos segundos, su desaliento dio paso a una risa desenfrenada. Trató de disimular llevándose la mano a la boca, pero fue inútil, las carcajadas se sucedían. Rió hasta saltársele las lágrimas y Nick empezó a acompañarla en su euforia. Cuando la atrajo hacía sí, Miley se apretó contra él y sus risas se hicieron aún más sonoras.

Rodeándola con los brazos, Nick hundió el rostro en su cabellera. A pesar de que minutos antes había exhibido mucho aplomo, se sentía culpable de varias las acusaciones de 
Miley.  Por ejemplo, al leer prensa, pues era cierto que estaba alterando la vida de su mujer y tenía motivos para indignarse. No obstante el hecho de que Miley fuera capaz de ver el lado cómico de la situación llenaba a Nick de una profunda gratitud.

Cuando se calmaron, 
Miley ladeó la cabeza, todavía entre sus brazos.

–¿Es obra de Parker? –preguntó, y le sobrevino un nuevo acceso de risa.

–Me sentiría mejor si fuera así –declaró Nick con aire divertido–. La verdad es que tu amiga Lisa me asestó un derechazo. ¿Y quién te pegó a ti?

–Tú.

Nick dejó de sonreír.

–No. Yo, no.

–Sí. Tú, sí –reafirmó ella, asintiendo vigorosamente con la cabeza–. Me pegaste un codazo cuando me incliné para ayudar a Parker. Aunque si volviera a ocurrir, es probable que en lugar de auxiliarlo le diese un buen puntapié.

Nick, encantado, sonrió de nuevo.

–¿De veras? ¿Por qué?

–Ya te lo he dicho –respondió 
Miley  aún temblando de risa–. Esta mañana llamé a Lisa para ver cómo estaba y me encontré con que Parker ha pasado la noche con ella.

–¡Menuda sorpresa! ––declaró Nick–. Creí que Lisa tenía mejor gusto.
Miley se mordió un labio para no reír.

–Es realmente terrible, ¿sabes? Mi mejor amiga en la cama con mi novio.

–¡Es un ultraje! –exclamó Nick, fingiendo indignación.

–Claro que lo es –convino 
Miley  sonriendo ante la mirada alegre del hombre que le había hipotecado la vida.

–Tienes que vengarte.

–No puedo –repuso ella.

–¿Por qué no?

–Bueno, porque... ¡Lisa no tiene novio! –Lo absurdo del comentario desencadenó una nueva ola de carcajadas. Pero ahora 
Miley reía hundiendo la cabeza en el pecho de Nick, deslizando las manos en torno a su cuello. Como lo había hecho años atrás... cuando se aferraba a él instintivamente en sus largas noches de pasión. Entonces Nick se dio cuenta de que el cuerpo de la joven le pertenecía... todavía. Estrechó el abrazo y con voz sugerente le susurró:

–Aún puedes vengarte.

–¿Cómo?

–Puedes acostarte conmigo.
Miley se puso rígida y dio un paso atrás. Su sonrisa era más bien producto de la timidez que del regocijo.

–Tengo que llamar a la policía, por lo del coche –se excusó, intentando desviar la conversación al tiempo que se dirigía a su escritorio. Miró a la calle y comentó mientras levantaba el auricular para llamar a la policía–: Oh, qué bien, ahora la grúa está abajo. Le he pedido al guardia de seguridad que saque de mi sitio ese automóvil.

Nick adoptó una expresión extraña, pero 
Miley estaba demasiado preocupada por lo que él había dicho y porque volvía a estar junto a ella. Pero la preocupación se transformó en alarma cuando Nick apretó el botón del teléfono, impidiéndole llamar. Miley era consciente de la atracción que ejercía sobre él y por otra parte, a ella apenas le quedaban fuerzas para resistirse. Era tan atractivo, se había sentido tan bien riendo con él... Pero Nick solo le preguntó con voz suave:

–¿Cuál es el número de seguridad?

Ella se lo dijo y, confusa, observó cómo lo marcaba.

–Soy Nick Farrell –informó al guardia de seguridad–. Por favor, vaya al aparcamiento y dígale al de la grúa que deje donde está el coche de mi mujer.

El hombre le comunicó que el coche de la señorita Bancroft era un BMW del ochenta y cuatro, mientras que el que estaba estacionado en su plaza era un Jaguar azul.

–Ya lo sé –replicó Nick–. El Jaguar es su regalo de cumpleaños.

–¿Mi qué? –jadeó 
Miley.

Nick colgó y se volvió hacia ella, con una sonrisa.
Miley no sonreía. Estaba perpleja por la abrumadora generosidad de ese regalo y por la emoción que sintió cuando él, con voz profunda, dijo «mi mujer». Pensó que Nick estaba urdiendo una red en torno ella de la que no habría forma de desembarazarse.



Sin saber qué decir, empezó a hablar del coche. No estaba preparada para abordar temas más íntimos.

–¿Dónde está mi BMW?

–En la plaza reservada para el empleado de la noche, en la planta inferior a la tuya.

–Pero... ¿cómo lo has puesto en marcha? En casa de Edmunton me dijiste que aunque pudiera arrancar el motor sin las llaves, la alarma lo impediría.

–Eso no fue problema para Spencer O’Hara.

–Cuando vi su arma pensé que podría ser un... pistolero.

–No, no lo es –repuso Nick, satisfecho–. Es un experto mecánico.

–Pero no puedo aceptar el coche...

–Sí que puedes. Sí, querida.
Miley sintió de nuevo la atracción magnética que Nick ejercía sobre ella. Retrocedió un paso y dijo con voz temblorosa:

–Me voy a... a la oficina.

–No lo creo –repuso Nick dulcemente.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que tenemos algo más importante que hacer.

–¿Qué?

–Ya lo verás... en la cama–insistió él con voz ronca.

–Nick, no me hagas esto –suplicó ella, levantando una mano como para eliminar aquella poderosa presencia. Siguió caminando hacia atrás.

–Nos deseamos. Siempre nos hemos deseado –aseguró él, acorralándola.

–De veras que tengo que ir a la oficina. Tengo toneladas de trabajo.
Miley sabía que no podía escapar. Era demasiado tarde para evitarlo...

–Vamos, ríndete con elegancia, querida. Tu baile ha terminado. El siguiente es de los dos.

–¡No me llames querida! –exigió ella, y Nick comprendió que, por algún motivo, estaba realmente asustada.

–¿Qué temes? –le preguntó, sin dejar de acecharla, ahora por detrás del respaldo del sofá. Quería conducirla al dormitorio por medio de una maniobra envolvente.

¿Que por qué estoy asustada?, pensó 
Miley  desesperada. Cómo explicarle que no quería amar a un hombre que no compartía sus sentimientos con ella... que no quería ser tan vulnerable como once años atrás, pues se jugaba la piel en el asunto... que no creía que él permaneciera a su lado durante mucho tiempo, pues se hartaría de su cuerpo, y que ella no podría resistir perderlo de nuevo por una razón así.

–Nick, escúchame. Quédate ahí. Escúchame, por favor.

Nick la obedeció, sorprendido por el tono desesperado de su voz.

–Dijiste que querías niños –le espetó ella–. No puedo tener hijos. Sería muy arriesgado...

–Adoptaremos –sugirió Nick sin alterarse.

–¿Y si te digo que no quiero tener hijos? –le desafió 
Miley.

–No adoptaremos.

–No tengo intención de abandonar mi carrera...

–No espero que lo hagas.

–¡Dios, qué difícil me lo pones! ¿No puedes dejarme una brizna de orgullo? Lo que intento decirte es que no podría soportar vivir contigo... no como marido y mujer, que es lo que tú quieres, según has dicho.

Nick palideció al oír las palabras sinceras de 
Miley.

–¿Te importa que te pregunte por qué diablos no quieres vivir conmigo?

–Sí que me importa.

–Pues oigámoslo de todos modos –repuso él tercamente.

–Es demasiado tarde para nosotros –arguyó– Hemos cambiado. Tú has cambiado. No puedo negar que siento algo por ti, ya lo sabes. Siempre lo he sentido –admitió con la mirada fija en aquellos ojos entornados en los que buscaba comprensión, pero en los que solo halló frialdad. Era obvio que Nick quería oír el resto–. Tal vez si hubiéramos seguido juntos la cosa habría funcionado, pero ahora es demasiado tarde. A ti te atraen las estrellas del cine, las seductoras princesas europeas... Yo no puedo ser nada de eso.

–No te pido que seas otra cosa que lo que eres, 
Miley.

–¡No sería suficiente! –replicó ella, desolada–. Y no podría soportar la vida contigo sabiendo que no soy bastante... sabiendo que algún día empezarías a desear cosas que no puedo darte.

Él abrió los ojos desorbitadamente e inquirió:

–Pero ¿qué dices?

–Intenté explicártelo una vez. Intenté explicarte como me siento cuando hacemos el amor. Nick –añadió, la voz casi en suspenso–, la gente, quiero decir, los hombres piensan que soy... frígida. Empezaron a decirlo en la universidad. Yo no creo serlo, bueno... no exactamente. Pero es cierto que tampoco soy... como la mayor parte de las mujeres.

–Sigue –insistió Nick con dulzura. Cuando ella parecía haberse quedado estancada, vio en los ojos de su marido una extraña luz.

–En la universidad, dos años después de que te marcharas, intenté acostarme con un muchacho y fue espantoso. Para él también. En el campus las otras chicas, bueno, al menos muchas de ellas, disfrutaban del sexo, pero yo no. No podía.

–Si esas mujeres hubieran pasado por lo que tú pasaste –dijo Nick con tanta ternura que apenas podía mantener firme la voz–, tampoco habrían tenido demasiado interés en repetir la experiencia.

–Yo también lo pensé, pero no, no es eso. Parker no es un universitario inexperto y sé que cree que yo no... reacciono bien. A él no le importaba demasiado, pero a ti sí que te importaría.

–¡Estás loca, mi amor!

–¡Aún no me conoces bastante! No has comprobado lo torpe e inepta que soy.

Nick reprimió una sonrisa y preguntó con gravedad:

–¿También inepta?

–Sí.

–¿Y son esas las razones por las que te niegas a reanudar lo que dejamos hace once años?

Diablos, no me quieres, pensó 
Miley.

–Esas son las razones importantes –mintió.

Sintiéndose aliviado, Nick argumentó:

–Creo que podemos vencer todos esos obstáculos ahora mismo. Lo que dije sobre los niños, lo mantengo; lo de tu carrera, también. Esos son dos obstáculos barridos por el viento. En cuanto a las otras mujeres –prosiguió–, el asunto es solo un poco más complejo. De haber sabido que iba a llegar este día te aseguro que habría vivido de una manera muy distinta, mientras te esperaba. Por desgracia, no puedo cambiar el pasado. Sin embargo, sí puedo asegurarte que no es tan brillante como te han hecho creer. Y te prometo –continuó, mirándola a la cara– que tú eres suficiente para mí, en todos los sentidos.

Emocionada por el tono firme de su voz, por la cálida mirada de sus ojos y por sus palabras conmovedoras, 
Miley lo vio sacarse la chaqueta y arrojarla al sofá, pero no le dio importancia al detalle porque estaba absorta en sus palabras.

–En cuanto a tu frigidez, lo que dices es absurdo. El recuerdo de nuestra experiencia en la cama me persiguió durante años. Y si piensas que eres la única que se ha sentido insegura con respecto a esa época, tengo que decirte algo, querida. A veces yo me sentía... inadecuado. Me decía a menudo que debía ir más despacio, contenerme y no tener un orgasmo hasta horas después de empezar a hacerte el amor. Pero no podía, porque la proximidad de tu cuerpo me volvía loco de deseo.
Miley tenía los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de alivio, de gozo. Nick había querido hacerle un espléndido regalo y le había comprado un Jaguar, pero aquellas palabras significaban mil veces más que todos los objetos materiales. Subyugada, lo oyó decir:

–Cuando recibí el telegrama de tu padre empezó para mí una tortura que duró años, pensando que quizá habrías seguido casada conmigo si yo hubiera sido un mejor amante en nuestros encuentros. –Esbozó una sonrisa fugaz y añadió con seriedad–: Creo que eso acaba con el mito de tu frigidez.

Nick vio que su mujer se ruborizaba. Sin duda sus palabras no la dejaban indiferente.

–Nos queda solo una pequeña objeción tuya en cuanto a seguir casada conmigo.

–¿Y cuál es?

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