miércoles, 26 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 57



A sugerencia de Nick, Miley invitó a todos los ejecutivos de los almacenes a asistir a la conferencia de prensa. De este modo, los jefes proporcionarían luego a los empleados los datos para que estos no anduvieran con especulaciones, por más que los hechos ofrecidos fueran de segunda mano.

Para ablandar a la prensa, la sección de comestibles de Bancroft había sido tomada al asalto y los periodistas, que en número de ciento cincuenta se sentaban en el auditorio, lo estaban pasando de fábula degustando manjares y bebiendo vinos importados.

Entre bastidores, con los dos hombres que habían acudido en su auxilio, 
Miley no solo se sentía agradecida, sino también inundada por una extraña ola de bienestar. Había olvidado el contrato que Nick le había impuesto y su discusión con Parker. Todo lo que importaba en esos momentos era que ambos se habían precipitado en su ayuda cuando ella los necesitaba.

Sin embargo, para combatir los nervios miró a Nick, que, muy cerca de Parker, estaba leyendo en silencio una declaración pública en la que los tres habían colaborado, pero que él había redactado casi por entero. Por su parte, Reynolds hacía lo mismo y 
Miley sabía la razón. Los dos hombres evitaban así hablarse e incluso mirarse. En el despacho de Miley se habían tratado con fría cordialidad mientras debatían la redacción del documento, que el jefe de relaciones públicas de Bancroft leería a la prensa. No obstante, su antipatía mutua no podía ser más obvia. Ambos habían llegado al acuerdo de interpretar la comedia de la unidad en el escenario, y sin embargo Miley no estaba segura de que lo consiguieran de modo convincente, porque no se soportaban.

Observándolos, a 
Miley le pareció que la animosidad instintiva entre ambos era casi cómica, pues en algunos rasgos al menos eran muy parecidos. Los dos más altos de lo corriente e innegablemente apuestos. Parker iba vestido con un impecable traje azul hecho a medida, con su insignia de antiguo alumno sobresaliente prendida del bolsillo de la chaqueta. Por su parte, Nick llevaba puesto un bonito traje oscuro de finísimas rayas grises, que le hacía parecer aún más fuerte de lo que era. Parker, con su pelo rubio y sus ojos azules, siempre le había recordado a Robert Redford, y hoy más que nunca.

Miró a Nick para establecer una comparación: contempló los pronunciados ángulos de su rostro, los labios firmemente moldeados y el abundante cabello castaño cortado a la perfección.

Pensándolo mejor, 
Miley decidió que aquellos dos hombres no se parecían en nada. Uno de ellos, Parker, era la imagen de la civilización y la cultura, mientras que el otro, Nick... Bueno, simplemente no lo era. Incluso en ese momento, y tras once años de refinamiento social, Nick no podía, ni seguramente quería, ocultar la energía insolente y algo descarada que desprendía su rostro. En conjunto era una cara demasiado áspera y dura para ser considerada apuesta en el sentido convencional de la palabra... a excepción de las pestañas, muy largas. Miley sonrió interiormente al mirarlas una vez más.

De pronto se produjo un silencio casi total en la sala, subieron la intensidad de las luces, chirrió un micrófono... y el pulso de 
Miley empezó a latir con fuerza. La joven dejó de pensar en nada que no fueran los próximos minutos.

–Señoras y señores –empezó el jefe de relaciones públicas de Bancroft–, nuestro más cordial saludo. Antes de que vengan el señor Farrell, la señorita Bancroft y el señor Reynolds, que contestarán a sus preguntas, a petición de ellos leeré una declaración que contiene los detalles, tal y como ellos los conocen, del incidente que provoca la presencia de ustedes aquí en esta sala. Leo textualmente: «Hace tres semanas, el señor Reynolds observó por primera vez las irregularidades de la sentencia de divorcio presuntamente obtenida por cierto Stanislaus Spyzhalski. Enseguida se reunieron la señorita Bancroft y el señor Farrell para discutir el asunto...».

Cuando la lectura de la declaración casi había concluido, Parker y Nick levantaron la mirada de sus respectivas copias y se colocaron cada uno a un lado de 
Miley.

–¿Preparada? –musitó Parker, y ella asintió con nerviosismo al tiempo que se alisaba su vestido de color rosa–. Estás muy atractiva –añadió para tranquilizarla. Nick, en cambio, arqueó las cejas, preocupado.

–Relájate –la instó Nick–. Los tres somos víctimas, no verdugos, así que no salgas al escenario rígida y reservada, o de lo contrario aumentarás la curiosidad de los reporteros, que creerán que ocultas algo y te acribillarán a preguntas. Debes mostrarte natural y sonriente. 
Miley –concluyó al ver que ella se esforzaba por respirar con fluidez–, no puedo hacerlo solo. Necesito tu ayuda.

Esta última observación, viniendo de un hombre que había sorteado todos los obstáculos que ella le había puesto, arrancó una carcajada a 
Miley  cuando momentos antes había estado horrorizada ante la perspectiva de ventilar su vida privada en público.

–Esa es mi chica –dijo Nick, sonriendo complacido.

–¡Una mie/rda! –le espetó Parker.

Poco después el jefe de relaciones públicas los nombró y los tres salieron a escena para situarse juntos tras una hilera de micrófonos.

Su aparición fue saludada por docenas de cámaras fotográficas.

Según lo convenido, Nick abrió la sesión. No obstante, 
Miley se quedó pasmada por el modo en que lo hizo. Aquel supuesto demonio recurrió al humor.

–¡Qué amables han sido al asistir a nuestra pequeña fiesta improvisada, señoras y señores! De haber sabido ayer temprano que hoy gozaríamos de su presencia, habríamos traído algunos elefantes del circo, para hacer justicia a la ocasión. –Esperó a que cesaran las risas y luego prosiguió–. No disponemos de mucho tiempo, de modo que, por favor, espero que las preguntas sean breves y concretas. Yo tengo todo el tiempo en mis manos –bromeó, y tuvo que interrumpirse de nuevo ante un segundo estallido de risas–, pero 
Miley debe administrar un centro comercial y Parker tiene varias reuniones esta tarde.

Se produjo un momento de silencio, provocado por el uso fraternal de los nombres de Parker y 
Miley. A los reporteros, que esperaban que los mencionara por los apellidos, les desconcertó la visible familiaridad y amistad con que Nick mencionaba a sus supuestos antagonistas. Pero el silencio duró poco, y se vio interrumpido por un creciente aluvión de preguntas que venían de todas partes. Se impuso la voz de un reportero de la CBS que estaba en primera fila.

–Señor Farrell, ¿por qué se mantuvo en secreto su matrimonio con 
Miley Bancroft?

–Si lo que me pregunta es por qué usted no se enteró a su debido tiempo, le diré que en aquella época ni 
Miley ni yo ofrecíamos interés público alguno.

–Señor Reynolds –gritó un gacetillero del Chicago Sun–Times–. ¿Será aplazado su matrimonio con la señorita Bancroft?

Parker sonrió fría y brevemente.

–Como ha oído en la declaración que se acaba de leer, 
Miley y Fa... Nick –se corrigió, al tiempo que intentaba sonreír amistosamente a su rival– tendrán que pasar por el proceso legal del divorcio. Es obvio que nuestro matrimonio no será realidad hasta que todo esté en orden desde el punto de vista jurídico, de lo contrario, Miley sería culpable de bigamia.

La palabra bigamia fue un error, y 
Miley notó que Parker estaba furioso consigo mismo por el desliz. También advirtió que el estado de ánimo de la asamblea había cambiado. Si Nick había creado una atmósfera distendida, ahora se palpaba la tensión. Incluso las preguntas cambiaron de tono.

–Señor Farrell, ¿usted y su esposa han pedido ya el divorcio? De ser así, ¿por qué motivos? ¿Y dónde?

–No –respondió Nick con calma–. Todavía no.

–¿Por qué no? –quiso saber una mujer de la WBBM.

Nick le lanzó una mirada de cómico pesar.

–En estos momentos, mi confianza en los abogados no es muy alta. ¿Me recomienda usted alguno?
Miley percibía sus esfuerzos por mantener el tono distendido y contagiar a la sala con su buen humor. La siguiente pregunta iba dirigida a ella, y se prometió colaborar con Nick.

–Señorita Bancroft –inquirió un hombre de USA Today–. ¿Cómo se siente con todo esto?

La joven vio que Nick se inclinaba ligeramente y abría la boca para tratar de desviar la pregunta, pero ella se le adelantó con decisión.

–La verdad es –contestó sonriendo inconscientemente– que no me he sentido tan conspicua desde el día en que, estando en sexto grado, se representó una obrita sobre la nutrición y a mí me tocó salir al escenario vestida de ciruela.

Nadie esperaba una respuesta así y todos se echaron a reír. Nick, tan desprevenido como los demás, le dirigió una mirada exultante y una sonrisa de admirado asombro. Una multitud de cámaras captaron este momento.

La siguiente pregunta era la que 
Miley más temía.



–Señor Farrell, ¿qué motivos alegó para divorciarse hace once años?

La pregunta la hizo una mujer, y Nick se dispuso a contestarla armado de su mejor sonrisa, que era un arma mortal.

–No estamos seguros –bromeó Nick–. Hemos descubierto que los documentos, el de 
Miley y el mío, no concuerdan.

–Para la señorita Bancroft –anunció un reportero del Tribune–. ¿Podría decirnos por qué fracasó su matrimonio?
Miley sabía que Nick no podía responder por ella a esta pregunta, pero sacó fuerzas de flaqueza y contestó, esforzándose por añadir dinamismo a su voz:

–Parece que en aquella época yo pensaba que la vida al lado del señor Farrell podría resultar... aburrida. –Aún reía la audiencia cuando la joven prosiguió, ya mas seria–: Yo era una jovencita de ciudad, y Nick se marchó a los bosques de América del Sur unas semanas después de nuestro matrimonio. Nuestras vidas eran muy distintas.

–¿Existe alguna posibilidad de reconciliación? –preguntó un reportero de la NBC.

–Claro que no –replicó 
Miley de inmediato.

–Después de tantos años, eso es ridículo –intervino Parker.

–Señor Farrell –insistió el mismo periodista–. ¿Querría usted contestar a esa pregunta?

–No –contestó Nick implacablemente.

–¿Es una respuesta o declina usted responder?

–Tómelo como quiera –replicó Nick con una sonrisa, y sin más, señaló a otro reportero que tenía la mano alzada.

Las preguntas se sucedieron, rápidas y furiosas, pero lo peor había pasado. 
Miley permitió que el ruido en la sala la envolviera sin afectada. Se sentía extrañamente tranquila. Minutos más tarde, Nick dirigió una mirada a la audiencia y se excuso:

–Hemos agotado el tiempo y esperamos que su curiosidad haya quedado satisfecha. Parker –dijo, fingiendo de modo admirable una familiaridad que no existía–, ¿tienes algo que añadir?

Parker imitó la sonrisa de Nick.

–Me parece, Nick, que ya han oído todo lo que teníamos que decir. Ahora permitamos que 
Miley vuelva a su trabajo.

–Antes de que se vayan –añadió una mujer, haciendo caso omiso del intento de dar por concluida la sesión–, me gustaría decir que ustedes tres soportan esta situación con extraordinaria elegancia. En particular, usted, señor Reynolds, puesto que se encuentra atrapado en algo sobre lo que no ejerce ningún control, ni lo ejercía cuando empezó todo. Uno pensaría que usted siente cierto antagonismo hacia el señor Farrell, quien, al menos en parte, es causante del aplazamiento de su matrimonio.

–No hay razón alguna para la hostilidad –contestó Parker con una sonrisa mordaz–. Nick Farrell y yo somos hombres civilizados que nos enfrentamos a esta situación del modo más amistoso. Nosotros, los tres, estamos atrapados en unas circunstancias poco corrientes que, sin embargo, pueden ser y serán remediadas con facilidad. De hecho, este problema no difiere mucho de un contrato de negocios que no fue bien planteado desde el principio y que ahora debe ser corregido.





Lisa esperaba entre bastidores, ansiosa de abrazar a 
Miley.

–Sube con nosotros –le pidió 
Miley con la esperanza de que su presencia sirviera para suavizar las cosas, haciendo que Parker y Nick se trataran civilizadamente.

Subían en un ascensor repleto de clientes y una mujer le dio un codazo a su compañera.

–Esa es 
Miley Bancroft, con su marido y su prometido –le susurró a la amiga, con voz lo bastante alta para que todos la oyeran–. Tiene ambas cosas. ¿No te parece increíble? Y ese tal Nicholas Farrell, el marido, sale con estrellas de cine.
Miley se ruborizó al oír la primera frase, pero nadie dijo nada hasta que estuvieron en la intimidad del despacho de ella. Lisa volvió a abrazar a su amiga y exclamó, rompiendo el silencio:

–¡Has estado maravillosa, 
Miley! ¡Brillante!

–Yo no diría tanto –puntualizó 
Miley.

–Hablo en serio. Cuando dijiste lo del vestido de ciruela en la escuela, no podía creerlo. Porque no eres la misma, has cambiado. –Se volvió hacia Nick y le espetó–. ¡Tienes una excelente influencia sobre ella!

–¿No tienes nada que hacer, puesto que para eso te pagan? –terció Parker.

Lisa trabajaba duramente y a menudo hacía horas extras, quedándose después de que hubieran cerrado los grandes almacenes.

–Trabajo más horas de las que me pagan –le replicó, encogiéndose de hombros.
Miley intervino para cortar la discusión.

–En este momento soy yo la que tiene cosas que hacer.

Parker se adelantó y le dio un beso en la mejilla.

–Te veré el sábado –le dijo sonriendo. Nick esperó un par de segundos y vio que 
Miley, vacilaba. Entonces intervino.

–Me temo que no la verás el sábado –declaró con firmeza.

–Escucha, Farrell, el sábado puede ser tuyo durante las once semanas siguientes, pero este es mío. Ese día 
Miley cumple treinta años y hace semanas que hemos hecho planes para festejarlo. Vamos a Antonio’s.

Nick se volvió hacia Lisa y le preguntó:

–¿Tienes planes para el sábado?

–En realidad, nada que no pueda cambiar –le contestó Lisa, un tanto sobresaltada.

–Bueno. Así seremos cuatro –comentó Nick–. Pero no iremos a Antonio’s. Allí siempre hay demasiada gente y demasiada luz. Nos reconocerían enseguida. Pensaré en un lugar más adecuado.

Estaba irracionalmente enojado, porque 
Miley no se había negado a salir con Parker el día de su cumpleaños. Luego se limitó a hacer un breve gesto con la cabeza y salió.

Segundos después, también Parker abandonaba el despacho de 
Miley para reincorporarse a su trabajo.

Y a solas, Lisa se quedó con ella porque quería decir algo. Estaba deslumbrada, y su expresión así lo delataba.

–Dios mío, 
Miley –declaró al tiempo que se sentaba en el brazo de un sillón y sonreía–, no me extraña que firmaras ese contrato. Nick es el hombre más asombroso con que me he topado en todos los días de mi vida...

–Todo esto no tiene nada de divertido –la interrumpió 
Miley  que no deseaba comentar las cualidades personales de Nick Farrell–. Mi padre no debe enterarse de nada, absolutamente de nada. Mientras esté en el crucero no es de esperar que lea los diarios ni mire la televisión. Pero si a pesar de todo decide romper las reglas y escucha las noticias, tendré suerte si no resulta necesario enviar un avión de la Cruz Roja o algo así para evacuado.

–Si yo estuviera en tu lugar–le dijo Lisa, con visible disgusto–, me ocuparía de él. Le enviaría una escuadrilla de cazas de combate para que lo barrieran. ¡Menudo desastre desencadenó hace once años!

–No me hagas pensar en eso ahora, porque me desespero. Cuando regrese, ya le diré lo que pienso. Lo he meditado mucho durante estos días, pero quiero que sepas que, en descargo de mi padre, hay un factor que no podemos olvidar. Es posible que al obrar como lo hizo creyera estar protegiéndome de un cazafortunas que me habría roto el corazón.

–Así fue él quien te lo rompió.
Miley vaciló, luego se rindió mansamente a la evidencia.

–Algo así –admitió. Después hizo un esfuerzo por librarse de sus problemas personales, pues ya no podía más–. Nos veremos el sábado –le dijo a Lisa.



El día siguiente, a las cuatro y media de la tarde, Nick se hallaba sentado a la mesa de la sala de conferencias con tres de sus ejecutivos cuando sonó el teléfono.

–Si no se trata de una emergencia –ordenó a Eleanor antes de que ella contestara–, no quiero saber nada hasta haber terminado esta reunión.

–Es la señorita Bancroft. ¿Constituye eso una emergencia?

–Sí, así es.

Al empezar a hablar con 
Miley no se sentía especialmente complacido. La había llamado el día anterior, a última hora de la tarde, para decirle que Spyzhalski estaba bajo control y a buen recaudo, en un lugar donde los periodistas no podrían encontrarlo. Como la secretaria de Miley le respondió que su jefa tenía varias reuniones seguidas, Nick había dictado a la chica un mensaje cuidadosamente redactado, que debía pasarle cuanto antes. Todo con el fin de quitarle una preocupación de encima. Pero Miley no se molestó en llamarlo por la noche y él se preguntó si estaría demasiado ocupada celebrando la noticia en la cama, con Parker. En realidad, durante toda la semana a Nick le había asediado la idea de que ella estuviera todavía acostándose con su novio. La noche anterior, incluso se había mantenido despierto hasta el alba.

Arrojó una breve mirada de escusa a los tres ejecutivos y concentró su atención en lo que había empezado a decir 
Miley:

–Nick, sé que es tu noche, pero tengo una reunión a las cinco y estoy agotada. –Era la voz de una persona acorralada.

–Aun a riesgo de parecer inflexible –le replicó Nick con voz fría e implacable–, un trato es un trato.

–Lo sé –le contestó ella con un suspiro de exasperación–. Pero aparte de tener que quedarme aquí hasta tarde, tendré que llevarme trabajo a casa y volver mañana por la mañana, que es sábado. No estaré en condiciones para salir de noche y menos para soportar un duro enfrentamiento contigo. –Pronunció las últimas palabras con una sombra de humor.

En un tono que delataba su resistencia a cooperar, Nick preguntó:

–¿Qué estás sugiriendo?

–Tenía la esperanza de que pasaras a buscarme por aquí para ir a cenar temprano a algún sitio cercano e informal.

El enojo de Nick se disipó al instante, pero para evitar que ella intentara manipularlo en el futuro con el precedente de rápidas citas públicas, le dijo cortés pero firmemente:

–Está bien. Yo también tengo un montón de trabajo. Me lo llevaré y después de la cena trabajaremos larga y afanosamente... ¿En tu casa o en la mía?
Miley vaciló.

–¿Me prometes que trabajaremos? Me refiero a que no quiero tener que... tener que...

Nick sonrió. Era obvio que 
Miley  tenía trabajo muy urgente, que no admitía dilación. Y también en evidente que temía que él intentara seducirla.

–Trabajaremos –prometió.
Miley rió, aliviada.

–Bueno. ¿Por qué no pasas a buscarme a las seis? Hay un buen restaurante justo enfrente, al cruzar la acera. De allí iremos a mi apartamento.

–De acuerdo, –aceptó Nick, dispuesto a adaptar su horario al de ella con tal que la joven no tratara de evitarle–. ¿Te han dejado en paz los reporteros?

–He recibido unas cuantas llamadas, pero después del espectáculo que les ofrecimos ayer creo que este asunto morirá de muerte natural. Anoche hablé por teléfono con Parker y también esta mañana. Lo han dejado en paz.

A Nick le importaba un bledo que la prensa devorara vivo a Parker; y no le entusiasmó descubrir que 
Miley hubiera hablado dos veces con él, mientras q no se había molestado en llamar a... quien debería haber llamado primero. Por otra parte, se alegró al comprobar que Miley no había pasado la noche con su novio.

–Me alegro. Son buenas noticias. Iré a buscarte a las seis.





Después de abrirse paso entre la multitud de compradores, propia de aquellos días de ambiente navideño, el relativo silencio del piso donde 
Miley tenía su despacho supuso un alivio para Nick. A su derecha, dos secretarias hacían horas extra, pero la recepcionista y resto del personal ya se habían marchado. Al otro extremo del alfombrado pasillo la puerta del despacho Miley estaba abierta y Nick vio a varios hombres y mujeres reunidos. La mesa de la secretaria de la presidenta estaba limpia y el ordenador apagado. Nick decidió esperar allí y no en la zona de recepción. Se quitó el abrigo y se apoyó en la mesa de Phyllis, contento por la inesperada oportunidad de ver trabajar a Miley  Como siempre, todo lo concerniente a ella le intrigaba.

Inconsciente de la proximidad de Nick, 
Miley miró la factura que le había entregado Gordon Mitchell, director general comercial y a la vez jefe de la sección de ropa y accesorios femeninos.

–¿Has comprado trescientos dólares de botones dorados? –le preguntó 
Miley  un tanto sorprendida–. ¿Por qué me enseñas esto? Una cantidad así está dentro de tu presupuesto y no hay razón para que lo consultes.

–Es que esos botones –aclaró Gordon– son la explicación del incremento de ventas en vestidos de mujeres y ropas de confección que hemos tenido a lo largo de la semana. Pensé que te gustaría saberlo.

–Los compraste e hiciste que los cosieran aquí, en talleres locales. ¿No es eso?

–Sí –confirmó el hombre al tiempo que, complacido, se repantigaba en el asiento–, Si un vestido o un traje tiene botones dorados, se lo llevan. Es la nueva moda.
Miley lo observó acusadoramente, al tiempo que evitaba mirar a Therese Bishop, la vicepresidenta de comercialización, cuyo trabajo consistía en predecir las tendencias de la moda con antelación.

–No puedo compartir del todo tu satisfacción –le dijo con voz serena a Gordon–. Therese nos advirtió hace mucho tiempo, después de un viaje a Nueva York, que una de las tendencias de la moda iba a ser precisamente la ropa decorada con botones dorados. Tú no le hiciste caso. El hecho de que hayas reconocido tardíamente tu error y le hayas puesto un remedio no del todo satisfactorio no compensa las ventas perdidas antes y durante el proceso de coser los botones. ¿De qué más tienes que informarnos?

–Muy poco –replicó él.

Sin hacer caso de su actitud, 
Miley apretó un botón de la pantalla de los ordenadores y aparecieron los datos de las ventas de todos los departamentos bajo la jurisdicción de Gordon, no solo en Chicago sino también en las distintas ciudades donde tenían establecimientos.

–Tus ventas de accesorios muestran un aumento del cincuenta y cuatro por ciento en relación con el año pasado. Ahí lo estás haciendo bien.

–Gracias, señora presidenta –comentó Gordon con malicioso sarcasmo.

–Creo recordar que contrataste a un nuevo jefe para la sección de accesorios, así como a un encargado de compras que él trajo consigo. ¿Me falla la memoria?

–No. Perfectamente correcta, como siempre.

–¿Qué ocurre con la línea DKNY, de Donna Karan, de la que tanto compraste? –prosiguió 
Miley, ajena al tono de Gordon.

–Marcha fantásticamente, como profeticé que pasaría.

–Bien. ¿Y qué piensas hacer con todas esas faldas y blusas mediocres que compraste?

–Las sacaré rebajadas.

–Bueno –concedió ella, remisa–. Pero ponles la etiqueta de «compra especial» y no la nuestra. Es decir quitasela a las muestras exhibidas. Va en serio. Esta mañana estuve en la tercera planta y he visto blusas con etiquetas Bancroft y precios de ochenta y cinco dólares, cuando la verdad es que nadie debería venderlas por más de cuarenta y cinco.



–Si llevan la etiqueta Bancroft valen lo que el precio indica –replicó Gordon–. Esa etiqueta significa algo para los clientes. No debería ser necesario que te lo recordara.

–¡Dejará de significar algo si sigues poniéndosela a productos mediocres! Saca esas blusas de la tercera planta y ponlas en las ventas de saldo, arrancándoles las etiquetas. Ya sabes a las que me refiero. ¿Y qué ocurre con las baratijas que en tan alto concepto tenías?

–Las compré. He visto la mercadería. En su mayor parte es bisutería, pero muy fina.

Haciendo caso omiso de su malhumorada réplica, 
Miley ordenó:

–Todo ese material lo pones en los mostradores en que debe estar. No quiero verlo mezclado con bisutería cara.

–He dicho –masculló Gordon– que es mercadería fina.
Miley se reclinó en el asiento y clavó la mirada en Gordon, mientras los otros jefes de sección contemplaban la escena.

–Gordon, ¿por qué será que de pronto tú y yo tenemos opiniones opuestas respecto a la mercancía que Bancroft debe o no vender? Antes te mostrabas inflexible en tu postura de ofrecer solo artículos de alta calidad. De pronto compras cosas que son adecuadas para tiendas baratas.

Como Gordon guardó silencio, 
Miley se inclinó y se volvió hacia otro ejecutivo, como si el jefe de compras hubiera dejado repentinamente de existir. El hombre al que se dirigía era el único con el que aún no había hablado. Se trataba de Paul Norman, jefe de comercialización general de productos del hogar.

–Como de costumbre, tus departamentos presentan un buen aspecto, Paul –dijo sonriéndole–. Electrodomésticos y muebles han experimentado un incremento de ventas del veintiséis por ciento con respecto al año pasado en esta época.

–Veintisiete por ciento –corrigió él con una sonrisa–. Justo antes de esta reunión los ordenadores han arrojado esta última cifra.

–Buen trabajo –dijo 
Miley con toda sinceridad; después lanzó una risita ahogada, recordando la clase de anuncio que habían conseguido colocar en los diarios, ofreciendo equipos estereofónicos a precios muy bajos–. Los productos electrónicos se están vendiendo como agua. ¿Es que quieres arruinar a los almacenes Highland?

–Me encantaría.

–Y a mí también –admitió 
Miley  Dicho esto recuperó la seriedad y lanzó una mirada a todo el grupo–. Nuestros resultados a escala nacional son buenos, excepto en Nueva Orleans. Perdimos ventas el día de la amenaza de bomba y los días siguientes se recuperaron en parte, pero no del todo. –Se dirigió al vicepresidente de publicidad–. ¿Existe la posibilidad de conseguir más tiempo en las emisoras de radio de Nueva Orleans?

–A horas en que valga la pena, ninguna –le contestó Pete–. Hemos incrementado los anuncios en la prensa diaria y eso debería contribuir a recuperar parte de las pérdidas ocasionadas por la amenaza de bomba.

Satisfecha de haber cubierto la agenda del día, 
Miley miró a su grupo de colaboradores y sonrió cálidamente.

–Eso es todo. Vamos a comprar el terreno de Houston e iniciaremos los trabajos de construcción en junio. Buen fin de semana a todos.

Cuando vio que se levantaban, Nick se trasladó a la zona de recepción y se sentó en el sofá, no sin antes coger una revista de la mesita y fingir que leía. Se sentía tan orgulloso de 
Miley que no podía dejar de sonreír. Solo una cosa no le había gustado de ella, y era el modo de tratar a Gordon, el ejecutivo que la había incomodado. En opinión de Nick, la ocasión requería medidas más enérgicas, para poner a ese hombre en su sitio.

Los ejecutivos fueron saliendo, y al pasar por su lado ni siquiera lo miraron, pues se hallaban enfrascados en asuntos relativos al negocio. Nick devolvió la revista a su lugar y se dirigió a la puerta del despacho de 
Miley  pero se detuvo en el umbral al ver a dos hombres que aún permanecían allí. Miley sonreía ante lo que le estaban diciendo.

Dividido entre la curiosidad y la culpa, Nick volvió a la oficina de la secretaria de 
Miley, solo que ahora resultaba visible. Llevaba el abrigo plegado sobre el brazo.

Al parecer inconsciente de la hora, 
Miley estudió el documento que Sam Green acababa de entregarle y en el que se leía un espectacular aumento en la compra de acciones de Bancroft en bolsa.

–¿Qué conclusión sacas? –preguntó al abogado de la empresa, arqueando las cejas.

–Me duele decírtelo –le contestó Sam–, pero hoy he hecho algunas averiguaciones y en Wall Street se rumorea que alguien quiere comprarnos.
Miley trató de parecer tranquila y ecuánime, pero de pronto se sintió horrorizada ante la posibilidad de una compra mayoritaria de acciones por parte de un desconocido.

–Pero no puede ser, Sam. No ahora. No tendría sentido. ¿Por qué iba a querer otra cadena de grandes almacenes o cualquier otra entidad adquirirnos en un momento en que estamos endeudados hasta las cejas a causa de los costos de expansión?

–Te lo diré. Por un lado, no estamos en situación de presentar batalla, porque nos falta liquidez. Saldríamos derrotados sin oponer demasiada resistencia.
Miley lo sabía, pero aun así meneó la cabeza y dijo:

–No tendría sentido cazarnos ahora. No adquirirían más que deudas apremiantes. –Sin embargo, ella comprendía tan bien como Sam que, a largo plazo, Bancroft constituía una inversión muy atractiva–: ¿Cuánto tiempo necesitarás para descubrir la identidad de los perseguidores?

–Unas semanas. Antes no recibiremos notificación alguna de los agentes de bolsa que manejan las transacciones individuales; pero de todos modos, se nos informará solo en el caso de que el nuevo accionista tome posesión de los certificados de los títulos. Si los certificados permanecen bajo custodia del agente, no conoceremos la identidad del accionista.

–¿Podrías hacer una lista actualizada de los nuevos accionistas cuyo nombre nos resulte conocido?

–Sí, claro –respondió levantándose y dejando sola a 
Miley con Mark Braden. Como lo que tenía que discutir con el jefe de seguridad era confidencial, Miley se dirigió a la puerta de su despacho para cerrarla, mirando de paso la hora para ver cuánto faltaba para la llegada de Nick. Eran las seis y veinte, y al levantar la mirada, vio la alta figura de su marido en el umbral y su corazón dio un brinco.



–¿Cuánto tiempo hace que esperas? –le preguntó acercándose.

–No mucho. –No quería impacientarla, porque era obvio que todavía le quedaba algo que hacer–. Te esperaré aquí. Termina sin prisas.
Miley pensó por un momento si existía razón alguna para que Nick no oyera su conversación con Mark. Decidiendo que no, sonrió y dijo:

–Puedes entrar, pero por favor cierra la puerta. –Nick obedeció y ella le presentó al otro hombre, Después se dirigió a este–: Ya has oído las explicaciones de Gordon y has sido testigo de su actitud. Es completamente distinta a su manera de obrar en el pasado. ¿Qué opinas?

–Creo que está aceptando comisiones –contestó Mark sin rodeos.

–Siempre lo dices, pero no puedes presentar la menor prueba.

La expresión de Braden reflejaba una evidente frustración.

–Es cierto –admitió–. Por lo que he averiguado Gordon no se ha comprado juguetitos tales como yates o aviones, ni tampoco ha invertido en bienes inmuebles. Tiene una amante, pero eso es historia antigua. Él y su familia viven como siempre han vivido. En fin, que no existe evidencia alguna de que haya elevado su tren de vida, y tampoco hay un motivo... No tiene vicios caros, como el juego o las drogas.

–Quizá sea inocente –sugirió 
Miley, dubitativa.

–No es inocente. Es cauto y listo –arguyó Mark–. Ha estado en el negocio de compraventa al por menor el tiempo suficiente para saber qué vendedores y compradores están estrictamente vigilados. Gordon cubre sus huellas, pero yo seguiré excavando.

Mark Braden había dirigido una especulativa mirada a Nick antes de hablar, pero 
Miley le indicó con un gesto que no había peligro. Al terminar la conversación, el jefe de seguridad se despidió y se marchó.

–Lo siento –se disculpó 
Miley con Nick mientras metía en una carpeta los documentos con los que trabajaría por la noche–. No me di cuenta de lo tarde que era.

–He disfrutado escuchando –aseguró él, provocando una mirada de perplejidad en la joven.

–¿Oíste mucho?

–Los últimos veinte minutos.

–¿Alguna pregunta? –bromeó ella, pero el calor de la sonrisa de Nick y la perezosa audacia de sus ojos la sobresaltaron, así que enseguida desvió la mirada.

–Tres preguntas –dijo él, que había observado el movimiento de 
Miley–. En realidad, cuatro –añadió.

–Veamos cuáles son –dijo la joven, y fingió estar absorta en una mota que pretendía quitarse del abrigo.

–¿Qué entendéis por rebajas? ¿Qué son las baratijas y por qué evitas mirarme?

Ella trató de mirarlo con expresión serena, pero la pícara sonrisa de Nick casi fue su perdición.

–No me he dado cuenta de que estaba evitando mirarte –mintió con descaro. Luego prosiguió–: Rebajamos ciertos productos vendiéndolos solo por el doble de lo que han costado. Las baratijas son aquellos artículos, como bisutería cara y accesorios, que a veces compramos en grandes cantidades sin verlos antes, a un dólar la pieza. Es un acuerdo que tenemos con nuestros abastecedores habituales, cuando estos poseen en depósito demasiadas existencias de un determinado producto. ¿Cuál era la cuarta pregunta? –Estaba ya frente a los ascensores.

¿Cuándo empezarás a confiar en mí?, pensó Nick. ¿Cuándo te acostarás conmigo? ¿Cuándo dejarás de evitarme?

Por curiosidad y por ser la menos dolorosa de las cuestiones, Nick se decidió a preguntar:

–¿Cuánto tiempo vas a seguir apartándote de mí?

Ella se sorprendió ante su franqueza, luego le dirigió una mirada divertida y cómicamente altanera, que a Nick le provocó un intenso deseo de besarla.

–Mientras quieras llevar las riendas.

–Creo que empieza a gustarte –murmuró Nick, contrariado y mirándola de soslayo.
Miley miraba fijamente los botones de llamada de los ascensores, pero sonrió y dijo con más sinceridad de lo que hubiera querido:

–Siempre he disfrutado en tu compañía, Nick. Pero esta vez no me gustan los motivos.

–Ya te dije la otra noche cuáles eran mis motivos –le contestó Nick con firmeza. Tras ellos, el suelo enmoquetado amortiguó el sonido de unos pasos.

–No me gustan los motivos que hay detrás de tus motivos.

–¡No hay motivos detrás de mis motivos! –replicó Nick en un enérgico susurro.

De pronto se oyó una risueña voz masculina.

–Tal vez no, pero lo que tienes es gente detrás y esta conversación se está haciendo demasiado profunda para poder seguirla sin ayuda de una guía.

Nick y 
Miley volvieron las cabezas al unísono. Mark Braden arqueó las cejas y les sonrió, dándoles a entender que aún había algunos empleados y que se les oía.

–¡Buen fin de semana a todos! –exclamó 
Miley con una vivaz sonrisa. Las tres secretarias que estaban haciendo horas extra correspondieron al saludo.

En la primera planta tuvieron que abrirse paso catre la multitud, camino del restaurante. Pero la salida no fue tan fácil.

Con Nick delante, ya casi habían llegado a la salida cuando se les cruzó una señora que empezó a llamar la atención de todos en voz alta.

–¡Es él! –decía excitada. 
Miley estaba situada justo detrás de Nick, ocultándola con su cuerpo–. ¡Es Nicholas Farrell, el marido de Miley Bancroft, el que salía con Meg Ryan y con Michelle Pfeiffer!

A la derecha de Nick, una mujer le puso la bolsa de la compra delante de las narices.

–¿Me firma un autógrafo? –imploró, al tiempo que buscaba una pluma en su bolso para que Nick firmara. En lugar de eso, él se volvió, tomó a 
Miley del brazo y echó a andar. Tras él, la voz de la mujer, ofendida, se oyó por encima del barullo del recinto–: ¡No necesito su autógrafo! Acabo de recordar que también salía con una reina del porno.

Nick notaba la tensión de 
Miley incluso cuando pasadas las puertas giratorias, los azotó el frío de la calle.

–A pesar de lo que estás pensando –dijo a la defensiva, sabiendo lo mucho que ella odiaba la publicidad– la gente no me pide autógrafos. Ocurre ahora porque nuestras caras aparecen con frecuencia en la televisión local.

Ella le miró dubitativa y no abrió la boca.

En el restaurante de enfrente la situación no era mejor que en los grandes almacenes. En realidad, era mucho peor. El lugar estaba lleno de compradores navideños que se agolpaban allí para una cena temprana. En el vestíbulo había una doble fila de presuntos comensales, a la espera de una mesa.

–¿Crees que deberíamos esperar? –preguntó 
Miley.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando empezó todo de nuevo. Frente a ellos, una mujer que estaba en la cola se inclinó para interpelarlos.

–Disculpe –dijo dirigiéndose a 
Miley pero con la mirada puesta en Nick–. ¿No es usted Miley Bancroft? –Sin esperar la respuesta de la joven, añadió–: Y eso significa que usted es Nicholas Farrell.

–Se equivoca –mintió Nick, y no fue necesario que aumentara la presión en el brazo de 
Miley  pues ambos estaban pensando en lo mismo: huir.

–Vamos a mi apartamento y pidamos una pizza –sugirió la joven cuando llegaron a su coche.

Furioso con el destino, Nick esperó a que ella entrara en el coche, pero luego le impidió cerrar la portezuela.

Miley –dijo con firmeza–. Nunca he salido con una reina del porno.

–¡Menudo peso me quitas de encima! –respondió ella, sonriendo. Satisfecho, Nick comprendió que 
Miley había recobrado su buen humor–. También admitiré –agregó ella al tiempo que giraba la llave de contacto– que Meg Ryan y Michelle Pfeiffer son rubias.

–A la segunda la conozco superficialmente –contestó Nick, lamentando no poder defenderse–. A la primera ni siquiera me la han presentado.

–¿De veras? –inquirió 
Miley, dubitativa.





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