martes, 4 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 53



–Iba a prepararme otra copa –comentó sin mostrar ninguna urgencia por revisar los papeles–. ¿Quiere tomar algo o prefiere que vayamos directamente al grano?

Parecía no importarle la decisión de Stuart, pero este se aferró a la oportunidad de intentar descubrir una clave que descifrara los sentimientos reales del financiero hacia Miley.

–No hay mucho que discutir –aclaró Stuart, siguiéndole–. Pero sí me gustaría tomar algo.

–¿Perrier otra vez? –le ofreció Nick.

–Whisky –contestó Stuart–. Solo.

Nick le dirigió una mirada de duda.

–¿De veras?

–¿Le mentiría a un astuto tiburón sin conciencia como usted? –replicó Stuart.

Farrell lo miró con sarcasmo y tomó la botella.

–Por un cliente usted le mentiría al mismo diablo.

Sorprendido y enojado ante la verdad, parcial al menos, que Farrell le había dicho a la cara, Stuart dejé el portafolios y colocó el documento sobre la barra.

–En eso tiene razón –admitió–. 
Miley y yo somos amigos. En realidad –prosiguió–, hubo un tiempo en que ella me gustaba mucho.

–Lo sé.

Sorprendido de nuevo y medio convencido de que Farrell mentía, Stuart replicó:

–Considerando que no creo que 
Miley lo haya sabido, debo decir que está usted muy bien informado. ¿Qué más sabe?

–¿De usted? –preguntó Farrell con tono indiferente.

Stuart hizo un gesto de asentimiento. Entonces Nick empezó a preparar su propia copa. Mientras ponía cubitos de hielo en el vaso, comenzó a recitar una serie de datos referentes al abogado. Habló con frialdad, como si estuviera refiriéndose a un ser abstracto. Stuart estaba atónito y un poco asustado.

–Es usted el hermano mayor de una familia de cinco hijos. Su abuelo fundó, junto con dos hermanos, el bufete del que ahora usted es el socio más antiguo. De este modo perpetúa la tradición familiar, que es la práctica del derecho. A los veintitrés años fue número uno de su promoción en la facultad de derecho de Harvard, lo que también es una tradición familiar. En la universidad se había distinguido por ostentar la presidencia de su clase y por ser el editor de la revista Late Revíew. Ya licenciado, quiso trabajar para el fiscal del distrito, especializándose en casos de abuso de los propietarios de casas alquiladas, pero tuvo que rendirse a la presión familiar y se unió a la firma. Se ocupa de clientes ricos del mundo de la empresa y de las finanzas, la mayor parte de los cuales proceden de su mismo círculo social.

»Odia las leyes corporativas y sin embargo posee un gran talento para las mismas. Es un negociador duro, un estratega brillante y un buen diplomático. Es decir, a menos que sus sentimientos personales estén en juego, como hoy. Es concienzudo y minucioso, pero con los jurados no tiene nada que hacer, porque trata de abrumarlos con hechos desnudos en lugar de apelar a la retórica emotiva. Por eso, en general usted prepara el caso, pero si hay jurado entonces es otro socio de la firma quien lo defiende, bajo su supervisión... –Farrell hizo una pausa, miró a Stuart y le tendió el vaso–. ¿Quiere que siga?

–Adelante, si es que todavía no ha terminado –le respondió Stuart con voz un poco tensa.

Nick cogió su vaso, bebió un sorbo y esperó a que el abogado hiciera lo mismo.

–Tiene treinta y tres años y es heterosexual. Le gusta la velocidad y los coches deportivos, pero se contiene. Le gusta también el deporte de la vela y a esta inclinación no le pone freno. A los veintidós años creyó estar enamorado de una chica de Melrose Park, a la que conoció en la playa. Pero ella pertenecía a una familia italiana de trabajadores, de modo que la brecha cultural fue un abismo insalvable. Lo dejaron. Siete años después se enamoró de 
Miley  pero los sentimientos no eran recíprocos y la cosa terminó en amistad. Hace un par de años su familia quiso casarlo con Georgina Gibbons, cuyo padre es también abogado de la alta sociedad. Se comprometieron, pero usted rompió el noviazgo. En estos momentos posee dieciocho millones de dólares, invertidos, en su mayor parte, en acciones muy seguras y de buenos rendimientos. Cuando muera su abuelo, heredará otros quince millones... a menos que el viejo no pierda hasta la camisa en Montecarlo, donde casi siempre pierde.

Se detuvo e indicó con un gesto los sofás próximos a los ventanales. Stuart tomó los documentos y el bolígrafo y lo siguió, con una mezcla de asombro y furia. Sentados frente a frente, Farrell inquirió, ecuánime:

–¿Se me ha escapado algún dato importante?

–Sí –respondió Stuart con una sonrisa irónica, al tiempo que levantaba el vaso en un brindis fingido–. ¿Cuál es mi color favorito?

Farrell lo miró a los ojos y respondió impertérrito:

–El rojo.

Stuart lanzó una risa ahogada.

–Está usted en lo cierto en todo, excepto que no soy tan concienzudo como cree. Es evidente que se ha preparado mejor que yo, porque todavía no he recibido el informe que pedí sobre su vida y milagros. Estoy seguro, por otra parte, de que no será ni por asomo tan completo como el que usted acaba de exponer. Debo admitir que me ha dejado impresionado.

Farrell se encogió de hombros. Luego comentó:

–No debería estarlo. Intercorp posee una oficina de información crediticia y una gran agencia de detectives especializada en las grandes multinacionales.

A Stuart le llamó la atención que Farrell dijera «Intercorp posee» y no «yo poseo», como si no tuviera el menor deseo de verse asociado con el imperio financiero que había creado. Según la experiencia del abogado, los nuevos ricos eran en su mayoría fanfarrones y orgullosos de sus logros, siempre dispuestos a mostrarlos al mundo de una manera descarada. Stuart esperaba algo así de Farrell, sobre todo porque los medios de comunicación lo presentaban como un ostentoso conquistador internacional, además de tiburón de las finanzas. Un hombre que llevaba la vida de un sultán de los tiempos modernos.

No obstante, Stuart intuía que la verdad de Nicholas Farrell era muy distinta. Que en el mejor de los casos se trataba de un hombre retraído y solitario a quien era difícil llegar a conocer; y en el peor, un tipo frío y calculador, impasible, con una veta de crueldad y control férreo que ponía la carne de gallina. Esto era sin duda lo que sus adversarios del mundo de los negocios pensaban de él.

–¿Cómo sabe lo de mi color favorito? –preguntó por fin Stuart, siempre atento a aprender algo nuevo sobre el financiero–. Ese dato no se lo dieron sus agencias de investigación.

–Fue una hipótesis –admitió Nick con tono burlón–. Su maletín es marrón, y también su corbata. Además, a casi todos los hombres les gusta el rojo; a las mujeres, el azul. –Por primera vez Farrell aludió al documento que Stuart había dejado encima de la mesa–: Hablando de mujeres –añadió como por casualidad–, supongo que 
Miley ha firmado.

–Pero también ha añadido algunos detalles –replicó Stuart sin dejar de observar a Nick y adviniendo que tensaba ligeramente la mandíbula–. Quiere que los días que usted mencionó se estipulen en el documento, y también dejar aclarado que si usted pierde una cita, ese día no es recuperable.

Al oír su respuesta, Nick se relajó; incluso a la tenue luz de la estancia Stuart reparó en que la mirada de aquellos ojos grises reflejaba regocijo y... ¿orgullo? No tuvo tiempo de resolver el misterio porque Farrell se levantó, se dirigió a la mesa de conferencias y regresó con un bolígrafo de oro. Cuando ya se disponía a firmar, Stuart añadió:

Miley también desea que acceda a no dar publicidad al matrimonio entre ustedes ni a todo este asunto de las once semanas.

Farrell lo miró fijamente, pero cuando Stuart se disponía a defender la cláusula, aquel se inclinó sobre el documento y rubricó con rapidez las tres estipulaciones, estampando su firma al pie. Tendió los papeles al abogado de 
Miley.

–Esa obligación de secreto –preguntó Nick– ¿es fruto de su consejo o iniciativa propia de 
Miley?

–Iniciativa de 
Miley –respondió, y como solo estaba pendiente de las reacciones de Farrell, añadió con ecuanimidad.–: Si por mí fuera, mi clienta habría arrojado ese documento a la papelera.

Farrell se reclinó en el asiento y clavó una viva mirada en Stuart.

–En ese caso, 
Miley habría arriesgado la salud y el buen nombre de su padre.

Stuart le salió al paso.

–No habría arriesgado nada. Usted estaba fanfarroneando. –Como Farrell no dijo nada, el abogado prosiguió–: Lo que usted hace no es ético. Usted es un hijo de pu/ta de primerísima clase, o está loco o... simplemente enamorado de 
Miley. ¿Cuál de las tres cosas?

–Sin duda la primera –contestó Farrell enseguida–. Tal vez la segunda. Quizá las tres. Decida usted.

–Ya lo he decidido –respondió Stuart.

–¿Y bien?

–La primera y la tercera –respondió Stuart, satisfecho al comprobar que Nick esbozaba una sonrisita ante sus poco halagadoras conclusiones–. ¿Qué sabe usted de 
Miley?  –preguntó Stuart después de beber otro sorbo de su vaso. Pretendía reforzar su opinión de que, en efecto, Nicholas Farrell estaba enamorado de la joven.

–Solo lo que he leído en revistas y periódicos en los últimos once años. El resto preferiría averiguarlo por mis propios medios.

Para ser un hombre que conocía hasta la forma del ombligo del abogado de 
Miley resultaba significativo que Farrell, al parecer interesado únicamente en la venganza, no hubiera investigado del mismo modo a la joven.



–Entonces ignora los «detalles» de su vida –comentó Stuart sin dejar de mirar a su interlocutor por encima del marco de sus gafas–. Por ejemplo, que durante el verano posterior a su primer curso universitario corrió el rumor de que había tenido un amor trágico y que por eso no quería salir con ningún hombre. Naturalmente, fue usted, sin pretenderlo, la causa de todo. –Hizo una pausa, al observar el repentino interés que asomó en el rostro de Nick y que trató de ocultar levantando el vaso y bebiendo un sorbo–. Y por supuesto –prosiguió Stuart– no sabrá usted que en su tercer año universitario un chico del club de estudiantes, rechazado por 
Miley , dijo que ella era lesbiana o frígida. Si algo evitó que la etiqueta de lesbiana quedara prendida para siempre de la solapa de Miley fue la intervención de su amiga Demi Pontini. Demi era entonces amiga del presidente del club de estudiantes, y estaba tan lejos de ser lesbiana y era tan leal a Miley  que se ensañó con el joven, y con la ayuda de su amigo lo convirtió en el hazmerreír de toda la universidad. Pero la fama de frígida sí acompañó a Miley.  En la Noroeste la apodaron la reina del hielo. Cuando se graduó y regresó aquí, el apodo la siguió; pero ella era tan hermosa que aquello no hizo más que aumentar la atracción que ejercía sobre los hombres. Constituía un reto. Además, aparecer con Miley Bancroft colgada del brazo, estar sentado frente a ella en un restaurante, suponía, y supone, tal estímulo para el ego que a nadie le importaba demasiado que luego no hubiera sexo.

Stuart esperó, por si Farrell mordía el anzuelo y se lanzaba a hacer preguntas, lo que habría delatado, al menos en parte, sus verdaderos sentimientos. Sin embargo, o bien el financiero no sentía nada por ella o era demasiado hábil para dejar entrever algo que indujera al abogado a contarle a 
Miley que su marido estaba enamorado de ella y que, por lo tanto, podía tirar el documento a la basura, sin arriesgarse a su ira. Convencido de que realmente era así, Stuart inquirió hablando parsimoniosamente:

–¿Me contestará una pregunta?

–Inténtelo.

–¿Por qué la enfrentó hoy con dos abogados, sobre todo sabiendo que tienen fama de mano dura?

Por un instante, Stuart pensó que Farrell no iba contestarle, pero entonces Nick sonrió con ironía y confesó:

–Fue un error táctico por mi parte. Con las prisas por preparar el documento para la reunión, me olvidé de advertirles a Pearson y a Levinson que lo que quería era la firma de 
Miley, no que la atacaran. –Nick dejó el vaso sobre la mesa, sugiriendo así que conversación había terminado.

Así pues, Stuart hizo lo mismo, pero al inclinarse para recoger el documento, dijo algo que no deseaba callar:

–Fue más que un error táctico, fue el beso de la muerte. Además de coaccionarla y acorralarla, la traicionó y la humilló al permitir que Levinson nos contara a todos que ella se había acostado con usted el fin de semana pasado. 
Miley lo odiará durante mucho mas tiempo que las once semanas. Si la conociera mejor de lo que la conoce, lo sabría.

– 
Miley es incapaz de odiar durante mucho tiempo –objetó Farrell con un tono de voz implacable y teñido de orgullo. Stuart trató de ocultar el impacto que le producían las palabras de Nick, que al salir en defensa de ella confirmaba sus sospechas–. De lo contrario, si pudiera odiar, odiaría a su padre por haberle arruinado la niñez y por desmerecer su éxito profesional. Lo odiaría ahora por haber descubierto lo que nos hizo a ambos once años atrás. Sin embargo, en lugar de eso, intenta protegerlo de mi furia. Más que odiar, Miley busca siempre el modo de justificar a las personas que quiere, de excusar lo inexcusable. Mire qué hizo conmigo. Con tal de no condenarme se convenció de que yo tuve razón al abandonarla, puesto que ella creyó que realmente la había abandonado, porque para empezar me había visto obligado a casarme con ella. –Ignorando la mirada de fascinación que Stuart ya era incapaz de ocultar, Farrell siguió hablando–: Miley no soporta que la gente sufra. Envía flores a bebés muertos con notas que dicen «te quisimos»; llora en brazos de un anciano porque durante once años este ha vivido creyendo que ella abortó a su nieto, y después desafía una tormenta de nieve y conduce durante cuatro horas porque siente la imperiosa necesidad de sacarme del error enseguida. Tiene un corazón de oro, pero también es demasiado precavida, además de inteligente, astuta e intuitiva, cualidades que la han llevado a convertirse en una alta ejecutiva sin ser devorada en el camino por colegas que son más bien tiburones, y sin convertirse ella misma en otro tiburón. –Se inclinó, cogió el bolígrafo y retó a Stuart con la mirada–. ¿Qué más quiere que sepa de ella?

Stuart también le miró, pero con expresión triunfal.

–Que me ahorquen si no estaba en lo cierto –dijo Stuart, y profirió una sonora carcajada. Usted está enamorado de ella. Y como lo está no haría nada que la perjudicara, lo que significa que dejaría en paz a su padre.

Nick metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, como si no le importara la conclusión a que había llegado el abogado, lo que en parte estropeó la satisfacción de Stuart.

–Usted cree en lo que ha dicho, pero no está lo bastante seguro como para aconsejar a 
Miley que me ponga a prueba. Ni siquiera está seguro de sentirse capaz devolver a abordar el asunto con ella, y si lo estuviera, vacilaría a pesar de todo.

–¿De veras? –replicó Stuart con aire burlón, y mientras se encaminaba al bar para recoger su maletín estaba ya pensando en lo que le diría a la joven y en cómo hacerlo. ¿Por qué cree eso?

–Porque –le respondió Farrell, tranquilo– desde el momento en que descubrió que nos acostamos juntos el fin de semana pasado ha perdido toda seguridad. Además, también duda de lo que 
Miley siente por mí. –Nick acompañó cortésmente a Stuart hasta la salida.

Stuart recordó de pronto la indescriptible mirada de 
Miley cuando estrechaba la mano de Nick en el bar. Ocultando su creciente incertidumbre tras un convincente encogimiento de hombros, comentó:

–Mi trabajo consiste, entre otras cosas, en contarle lo que pienso, aunque sea una corazonada. Soy su abogado.

–También es su amigo y estuvo enamorado de ella. Está implicado personalmente y por eso vacilará, y al final dejará que las cosas sigan su curso. Después de todo, si todo queda en agua de borrajas, ella no pierde nada por hacer lo que se le pide. En realidad, gana cinco millones de dólares.

Ya en el despacho, Nick se situó tras su escritorio, pero se quedó gentilmente de pie. Furioso por la probable veracidad del análisis psicológico de Farrell, Stuart miró alrededor, en busca de algo que pudiera darle pie para sacudir la seguridad del financiero. Su mirada tropezó con la fotografía enmarcada de una joven, encima de la mesa.

–¿Va a mantener esa foto donde está mientras intenta seducir a su mujer?

–Por supuesto.

Algo en el tono de Nick obligó al abogado a dudar de su primera impresión, que la joven era su amiga o su amante.

–¿Quién es? –preguntó sin rodeos.

–Mi hermana.

Farrell lo observaba con una tranquilidad insultante, por lo que Stuart, con la deliberada intención de resultar ofensivo, comentó:

–Bonita sonrisa. Y bonito cuerpo.

–Fingiré no haber oído la segunda observación y le sugeriré amablemente que los cuatro comamos juntos cuando Julie venga a Chicago. Dígale a 
Miley que pasaré a buscarla mañana a las siete y media. Puede llamar a mi secretaria por la mañana y darle la dirección.

Terminada la conversación, el abogado se marchó, cerrando la puerta al salir. Fuera del despacho, empezó a preguntarse si le hacía un favor a 
Miley al no advertirle que saliera corriendo, que anulara el acuerdo amara o no a su marido. Aquel hombre era un ser inflexible y distante, incapaz de hacer concesiones. Completamente desprovisto de debilidades humanas. Ni siquiera una observación obscena dirigida a su propia hermana podía sacarle de quicio.

Al otro lado de la puerta, Nick Farrell se dejó caer pesadamente en su sillón, reclinó la cabeza y cerró los ojos.

–Dios –murmuró exhalando un profundo suspiro de alivio–. Gracias.

Era lo más parecido a una oración en boca de Nick Farrell desde hacía once años, que, por primera vez en las dos últimas horas, respiró tranquilo.

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