miércoles, 26 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 58



Comieron pizza y bebieron vino en casa de Miley sentados frente al fuego, la hoguera encendida como si estuvieran de excursión.

Terminada la pizza, bebieron los últimos sorbos de vino antes de enfrascarse cada uno en su trabajo. Nick se inclinó para coger el vaso y, al hacerlo, miró con disimulo a 
Miley , que tenía la mirada perdida en el fuego y los brazos cruzados sobre las rodillas dobladas.
Miley es un cautivador manojo de contradicciones, pensó Nick. Semanas atrás la había visto descender la gran escalinata de la ópera con el aspecto de un miembro de la alta sociedad. Hoy, en su despacho, vestida con traje de alta ejecutiva y rodeada de su equipo, parecía la imagen viva del profesional de los negocios. Y en ese momento, sentada en el suelo frente al hogar, enfundada en unos vaqueros y en un voluminoso jersey que le llegaba hasta las rodillas, era... la muchacha que conoció hacía ya tantos años. Tal vez en esos cambios bruscos, como el de alta ejecutiva a chica espontánea y natural, se hallaba el motivo de que él no pudiera llegar a conocerla ni a adivinar sus pensamientos. Poco antes él pensó que estaría alterada por la mención de los nombres de algunas de sus presuntas conquistas. Sin embargo, la cena entre ambos había discurrido con la mayor placidez, siendo realmente deliciosa.

Ahora, mientras veía sonreír a 
Miley con la mirada fija en las llamas, Nick recordó que había esbozado esa sonrisa varias veces durante la cena, y se preguntó qué la motivaría.

–Supongo que tendremos que trabajar –musitó por fin 
Miley- . Ya son las nueve menos cuarto.

Nick se levantó a regañadientes, ayudó a limpiar los pocos restos de la comida y después se encaminó al sofá, donde abrió su portafolios y sacó un contrato de treinta páginas para revisarlo.

Miley se sentó frente a él en un sillón y se dispuso a sumergirse en su trabajo. Debía admitir que durante la cena se había sentido turbada por la proximidad de Nick. Estar junto a aquel hombre, que se comportaba de un modo tan pacífico, no tenía nada de divertido ni contribuía a calmar sus nervios. Era un depredador muy peligroso. Pero aun sabiéndolo, Miley se sentía cada vez más atraída.

Lo miró discretamente. Estaba sentado en mangas de camisa y arremangado, con las piernas cruzadas una sobre la otra. De pronto sacó unas gafas con montura de oro y se las puso. Le quedaban increíblemente bien. Abrió la carpeta que tenía sobre las rodillas y se puso a leer el documento del contrato.

Nick sintió la mirada de 
Miley  levantó la vista y al advertir que ella lo miraba sorprendida, le explicó:

–Vista cansada. –Luego inclinó la cabeza y se enfrascó de nuevo en la lectura del documento.
Miley admiraba esta capacidad para concentrarse intensamente. Ella no era capaz de semejante proeza. Con la vista clavada en el fuego, empezó a pensar en lo que le había dicho Sam Green y poco después por su cabeza desfilaron todos sus problemas. La bomba, por fortuna inexistente, de Nueva Orleans, el caso Gordo Mitchell, la llamada de Parker el día anterior para decirle que encontrara otra fuente de financiación para el terreno de Houston... y así iba pasando el tiempo: quince, veinte, treinta minutos...

La voz de Nick la sacó de su confuso ensimasmamiento.

–¿Quieres hablar del asunto?
Miley volvió la cabeza y vio que él la observaba. Había dejado caer el contrato que estaba leyendo.

–No –replicó la joven instintivamente–. Es probable que no sea nada. Por lo menos, no creo que te interese.

–¿Por qué no lo intentas? –se ofreció él con voz serena.

Sentado frente a ella, Nick parecía tan competente, tan invencible, que 
Miley decidió aprovechar su oferta. Apoyó la cabeza en el asiento del sillón, cerró por un momento los ojos y dijo con un hilo de voz:

–Tengo el más extraño e incómodo de los presentimientos. –Dirigió a Nick una mirada sincera–. Creo que algo está ocurriendo o a punto de ocurrir. Algo terrible, sea lo que sea.

–¿Puedes localizar el origen de esa inquietud?

–Pensé que te reirías de lo que acabo de decir –confesó ella.

–Un presentimiento es algo de lo que eres consciente de forma solo instintiva, y no es cuestión de risa. Todos tenemos que prestarle atención a las advertencias del subconsciente. Ahora bien, por otro lado, tu presentimiento podría estar inducido por el estrés; incluso por el hecho de que yo haya entrado de nuevo en tu vida. La última vez que lo hice la tierra se hundió bajo tus pies. Podría ser que, supersticiosamente, temas que la historia se repita.

Miley le impresionó aquel exacto resumen de sus sentimientos, pero negó con la cabeza que él fuera la causa de su inquietud.

–No creo que el estrés ni tú seáis los culpables. Pero no llego a descubrir de qué se trata...

–Empieza por recordar cuándo comenzó todo. El momento exacto, si es posible. No me refiero a cuándo pensaste en ello, sino antes de eso. Piensa en un repentino asalto de inquietud o de pequeña confusión o...

Ella le lanzó una mirada a la vez cansada y divertida.

–Últimamente me siento casi siempre así.

Nick sonrió y comentó:

–Espero que sea culpa mía.

La joven exhaló un hondo suspiro como para recordarle que le había prometido que esa noche no hablarían de asuntos personales. Nick dio marcha atrás y volvió sobre la misma conversación.

–Estaba pensando más bien en un sentimiento de que algo es extraño... aunque en su día pareciera muy positivo y afortunado.



Aquellas palabras trajeron a la mente de 
Miley el recuerdo de cómo se sintió cuando su padre le dijo que la presidencia sería suya, pero solo porque Gordon Mitchell la había rechazado. Le contó el incidente a Nick y este se quedó pensativo unos momentos. Por fin dijo:

–Está bien. Tu instinto indicaba que Mitchell no actuaba de un modo sensato y predecible. No te engañabas, porque mira qué ha ocurrido después: ese hombre se ha convertido en un ejecutivo en el que no puedes confiar y del que sospechas que acepta sobornos. Además, viola los niveles de calidad de los almacenes y se te opone abiertamente en las reuniones.

–Tú confías mucho en tus instintos, por lo que veo –replicó 
Miley  sorprendida.

–No tienes idea –dijo– hasta qué punto creo en mi instinto.
Miley pensó en ello y por fin reveló:

–El origen de este presentimiento que anuncia una catástrofe es, en definitiva, más fácil de localizar de lo que parece. Por una parte, tuvimos una amenaza de bomba en Nueva Orleans hace unos días. No hemos recuperado las pérdidas ocasionadas por él descenso de las ventas. Se trata de nuestra sucursal más reciente y los resultados apenas empiezan a rozar los números negros. Estoy personalmente comprometida con los préstamos a que tuvimos que recurrir para la construcción y puesta en marcha de ese establecimiento. Claro que si se pierde dinero en Nueva Orleans otros almacenes Bancroft equilibrarán ese déficit.

–¿Qué te preocupa entonces?

–Me preocupa –continuó ella, suspirando–. que nuestra expansión ha sido muy rápida y en consecuencia nuestro endeudamiento muy alto. No obramos de manera irresponsable, porque no teníamos otra alternativa. O Bancroft emprendía un agresivo programa de expansión o la competencia nos devoraba. Nos vimos arrastrados por el actual tumulto. En estos momentos el problema más importante que debemos afrontar es no poder cubrir gastos si, por cualquier razón, varias de nuestras sucursales empiezan a perder dinero.

–Si eso ocurriera, ¿no puedes obtener préstamos?

–No es fácil. Los costos de expansión han sido tales que estamos endeudados hasta las orejas. Pero me preocupa algo aparte de eso. –Al ver que Nick seguía con la mirada clavada en ella en espera de que siguiera hablando, prosiguió–: Nuestras acciones están siendo adquiridas en bolsa de forma desproporcionada. Ya lo había observado durante los últimos meses, leyendo la sección económica de la prensa; pero di por sentado que los inversores estaban al corriente de nuestros planes de renovación y expansión y los veían con buenos ojos. Éramos para ellos una buena inversión a largo plazo. Sin embargo –continuó tratando de serenarse–, nuestro abogado, Sam Green, cree que toda esta exagerada compra de acciones de Bancroft puede obedecer a otro motivo, en concreto a un intento de fusión hostil. Sam tiene contactos en Wall Street y ha oído rumores en este sentido. En octubre pasado Parker oyó el mismo rumor, pero hicimos caso omiso. Sin embargo, tras el rumor puede esconderse una verdad. Pasarán semanas antes de que sepamos quién o quiénes están comprando nuestras acciones, pero incluso cuando lo sepamos es posible que el dato no nos ponga sobre una pista clara. Si una compañía quiere mantener en secreto su intención de comprarnos, no estará adquiriendo nuestras acciones en su nombre. Tendrán testaferros que las adquieran por ellos. Incluso pueden estar depositándolas ilegalmente en cuentas con nombres falsos. –Miró maliciosamente a Nick e ironizó–: Ya sabes a qué me refiero.

–Sin comentarios –contestó Nick, arqueando una ceja.

–Hace unos meses iniciaste el asalto de una compañía y esta te pagó cincuenta millones para que la dejaras en paz. Nosotros no podríamos permitirnos ese lujo ni tampoco el de intentar oponer resistencia si hay por medio una fusión hostil. ¡Dios mío! –concluyó con voz cansina–, si Bancroft se convierte en una mera división de un gran conglomerado, no podré resistirlo.

–Puedes emprender acciones para detener la invasión.

–Lo sé, y también el consejo de administración, que hace dos años que discute esta posibilidad, pero sin que hasta el momento haya diseñado estrategia eficaz alguna. –Nerviosa, se levantó, se detuvo ante el hogar y contempló las llamas.

Tras ella sonó la voz de Nick.

–¿Son esos todos tus problemas, o hay más?

–¿Más? –exclamó ella, incorporándose y ahogando una risa–. Sí, hay más, pero todo se resume en que cosas que no sucedían están sucediendo, lo que me produce un sentimiento general de catástrofe inminente. El temor de ser objeto de una fusión hostil, la amenaza de bomba... Y por si fuera poco, Parker no nos presta el dinero para el terreno de Houston, de modo que tendremos que encontrar alguien que lo haga.

–¿Por qué no Parker?

–Porque Reynolds Mercantile está buscando dinero y no prestando grandes sumas a clientes que, como nosotros, tenemos importantes deudas pendientes con ellos. No me sorprendería que el pobre Parker esté preocupado pensando que quizá no podamos hacer frente a los pagos parciales de los créditos.

–Parker no es un niño –replicó Nick mientras empezaba a meter papeles en su portafolios–. Soportará la presión. Si te prestó más dinero de lo que debía es culpa suya, y ya encontrará el modo de reducir las pérdidas. –Cada vez que 
Miley mencionaba el nombre de su novio, los celos se apoderaban de Nick, alterando de inmediato su humor–. Necesitas una buena noche de descanso –le dijo con cierta mordacidad. Era obvio que había decidido marcharse. Sorprendida por esta brusca retirada, lo acompañó a la puerta, censurándose por haberlo abrumado con todas sus preocupaciones.

En el umbral, Nick se volvió hacia ella y preguntó:

–¿A qué hora nos encontramos mañana para tu cumpleaños?

–¿A las siete y media? –sugirió 
Miley.

–Está bien.

Salió al pasillo y 
Miley dijo desde la puerta:

–En cuanto a mañana, quisiera pedirte un favor, en honor a mi cumpleaños.

–¿Qué favor? –inquirió Nick, y colocando el portafolios en el suelo empezó a ponerse el abrigo.

–Que tú y Parker no montéis una escena. Hablad. Nada de silencios sepulcrales entre vosotros, como antes de la conferencia de prensa. ¿De acuerdo?

Una vez más, la mención de Parker enojó a Nick. Asintió, empezó a decir algo, pero de pronto dio un paso adelante y declaró con engañosa calma:

–Hablando de Parker. ¿Todavía te acuestas con él?
Miley se quedó perpleja.

–¿Qué significa eso? –exigió

–Significa que doy por sentado que te acostabas con él, puesto que estan comprometidos. Y te pregunto si aún te acuestas con él.

–¿Quién diablos crees que eres?

–Tu marido.

Por alguna razón, el tono solemne de sus palabras hizo que 
Miley se sobresaltara. Apretó con más fuerza el pomo de la puerta para mantener el equilibrio. Nick adivinó la causa de su reacción y sonrió.

–Una vez que te acostumbras, suena bien –comentó.

–No, no suena bien –negó 
Miley, pensando que él tenía razón.

La sonrisa desapareció del rostro de Nick.

–Entonces te diré algo que suena peor. Si todavía te estás acostando con Reynolds, la palabra es «adulterio».
Miley empujó la puerta para cerrarla de golpe, pero Nick lo impidió con el pie, tomándola al mismo tiempo por los hombros y sacándola al pasillo. Luego le dio un beso áspero y tierno a la vez. Sin soltarla, sus labios rozaron los de la joven, en una caricia ligera y exquisita, aún más difícil de resistir que la primera.

–Sé que también quieres besarme. ¿Por qué no cedes al impulso...? –musitó él con voz ronca–. Estoy más que dispuesto y completamente disponible.
Miley sintió horrorizada que su ira se disipaba y daba paso a la tentación de reír y de hacer exactamente lo que Nick le sugería.

–Si muero en accidente de regreso a casa esta noche –le susurró dulcemente al oído–, piensa en lo culpable que te sentirás si no me devuelves el beso.

A punto de echarse a reír, 
Miley abrió la boca para decir algo, pero Nick aprovechó la ocasión para besarla de nuevo. Con mano firme la tomó del cuello mientras deslizaba la otra por la espalda, apretándola contra él. Estaba perdida, ignominiosamente derrotada, poseída por aquellas manos, aquellos labios y aquella lengua. Envuelta entre sus brazos, Miley deslizó las manos debajo del abrigo y treparon por encima de la camisa, palpando el pecho musculoso. Por fin ella se entregó al incontenible impulso de la lengua de Nick, que se abrió paso entre sus labios. Desesperada y confusa, ella le devolvía las caricias, hasta que sintió que un frenético deseo le circulaba por la sangre.

Entonces se impuso el pánico. 
Miley se soltó de un tirón y, jadeante, retrocedió al otro lado del umbral, los brazos en jarras.

–¿Cómo has podido pensar siquiera en acostarte con Reynolds cuando me besas como lo haces? –susurró él con tono acusador.
Miley consiguió mirarlo con una expresión de sarcasmo.

–¿Cómo has podido romper tu promesa de comportarte de un modo impersonal esta noche?

–No estamos en tu apartamento –le replicó Nick.

Su capacidad para retorcerlo todo según conviniera a sus propios intereses fue la gota que colmó la paciencia de 
Miley  Retrocedió, reprimió el impulso de darle con la puerta en las narices y por fin la cerró educadamente, aunque sin explicaciones. Ya en la protección de su apartamento, se derrumbó contra la puerta e inclinó la cabeza, angustiada por su derrota. El mero hecho de que aquel hombre la hubiera coaccionado y chantajeado para aceptar este contrato habría sido suficiente para que una mujer con un mínimo de coraje y dignidad resistiera el asedio durante los tres cortos meses del plazo. ¡Pero yo no!, pensó Miley  al tiempo que se apartaba de la puerta. Yo no, se repetía con furia, ante la evidencia de su fracaso cuando aún no habían transcurrido ni tres semanas.



En lo que a Nick Farrell se refería, ella, 
Miley Bancroft, era frágil como el cristal, moldeable como el barro. Asqueada de sí misma, se arrastró hasta el sofá y al pasar junto a la mesa cogió la fotografía de Parker y la contempló durante unos momentos. Él le devolvía una mirada sonriente, hermosa, llena de integridad. ¡Además, la amaba! Se lo había dicho docenas de veces. Nick, en cambio, nunca se lo dijo, ni una sola vez. Pero estas consideraciones, ¿serían suficientes para brindarle protección contra la fulgurante amenaza que era Nicholas Farrell? ¿No rendiría ante él la fortaleza de su orgullo y su autoestima? Quizá sí, pensó Miley con amargura. A este paso la batalla sería para él un camino de rosas.

Stuart había asegurado que Nick no quería hacerle daño. Pensando en lo que había hecho por ella el día anterior al acudir en su ayuda, se inclinaba a creer que el abogado estaba en lo cierto.

Atormentada, sitiada por emociones que ni quería ni podía controlar, 
Miley estaba casi segura de que Nick no quería venganza. Lo que quería, por una serie de razones oscuras y retorcidas que ella no alcanzaba a comprender, era simplemente tenerla a su lado, lo que constituía el mayor de los peligros para la integridad de sus sentimientos. Él tenía una legendaria reputación de donjuán y era un hombre impredecible, que no merecía confianza. Con tales antecedentes, se dijo Miley  si se entregaba a acabaría con el corazón destrozado.

Se hundió en el sofá y puso la cara entre las manos. Él no quería herirla... Por un momento, 
Miley consideró la posibilidad de apelar a los instintos protectores de Nick, los mismos que lo habían inducido a sacarla de un grave atolladero el día anterior. Podría decirle con toda franqueza y honradez: «Nick, sé que en realidad no quieres hacerme daño, así que por favor, apártate de mí. Mi vida ya está planificada y de un modo muy agradable. No me la estropees. No significo nada para ti. No realmente. No soy más que otra conquista, una fijación pasajera que tienes...».

Sería una pérdida de tiempo. Ya lo había intentado y no había servido de nada. Nick pensaba continuar esa lucha hasta el final y salir victorioso, aunque sus razones fueran para él tan oscuras como para ella misma.

Levantó la cabeza, clavó la mirada en el fuego y recordó las palabras de Nick: «Te entregaré el paraíso en bandeja de plata. Seremos una familia, tendremos niños... Yo quisiera seis, pero me contentaría con uno».

Tal vez si le decía que no podía darle hijos cejaría en su empeño. Quizá Nick renunciaría entonces a todas sus pretensiones. En cuanto 
Miley se percató del alcance de este pensamiento su corazón se aceleró. Se sentía furiosa con Nick y consigo misma.

–¡Maldito seas! –farfulló–. ¡Maldito seas por hacer que me sienta una vez más tan vulnerable!

Él no quería constituir una familia. Solo quería la novedad y vivir con ella durante una temporada. Sexualmente, a los pocos días se cansaría de ella, ya que era una mujer reprimida e inexperta. Así se había sentido con él once años atrás. Después del divorcio, pasaron dos largos años antes de que recuperara cierta estima y la capacidad de experimentar deseos sexuales si bien de manera apagada. Lisa insistió en que la única manera de solucionar el problema consistía en acostarse con otro. Lo intentó. El elegido fue una estrella del atletismo universitario, que hacía meses que la perseguía. Recordó con disgusto aquella desastrosa experiencia. Los jadeos y los manoseos de aquel individuo la habían llenado de repugnancia, mientras que a él su reticencia e ineptitud lo habían enojado y frustrado. Incluso ahora recordaba las provocaciones del atleta y temblaba de asco: «Vamos, nena, no te quedes tendida sin hacer nada, haz algo por mí... ¿Qué diablos ocurre contigo...? ¿Cómo es posible que una mujer que parece tan caliente sea tan fría?». Cuando intentó consumar el acto, algo en el interior de 
Miley se rebeló. Entonces le propinó un empujón al atleta y, tras recoger rápidamente su ropa, salió corriendo.

En aquella ocasión decidió que nunca gozaría del sexo. Parker había sido su único amante. Era distinto: tierno, dulce, nada exigente. Sin embargo, también él estaba decepcionado, y aunque nunca se refirió abiertamente al comportamiento sexual de su novia, ella adivinaba su insatisfacción.
Miley se reclinó y apoyó la cabeza en un brazo del sofá. Miraba al techo luchando por contener las lágrimas que sentía en la garganta. Parker nunca podría hacer que se sintiera tan desgraciada como se sentía en ese momento. Nunca. Solo Nick era capaz de infligirle un dolor tan profundo. Y a pesar de todo, lo deseaba.

Este hecho irrefutable le resultaba aterrador, pues también era inaceptable.

En el transcurso de unos días, Nick la había arrastrado por el camino de la humillación. No necesitaba decir siquiera «te quiero» para que ella deseara arrojar por la borda todos sus planes de futuro.

Al otro lado de la estancia, el reloj de pared del abuelo empezó a desgranar las horas. Eran las diez.

Para 
Miley, aquellos tañidos anunciaban el fin de su paz y su serenidad.





Nick condujo el Rolls con destreza para adelantar a dos camiones que le cerraban el paso en su carril. Ya despejado el camino, cogió el teléfono móvil para llamar a Peter Vanderwild. El reloj del tablero marcaba las diez, pero a pesar de la hora no vaciló. Peter contestó a la segunda llamada y al reconocer la voz del jefe pareció sobresaltado y halagado a la vez. Aquella llamada, sin precedentes a tal hora, era un buen augurio.

–Mi viaje a Filadelfia fue un éxito total, señor –informó a Nick, pensando erróneamente que lo había llamado por ese motivo.

–Olvida eso por ahora –le interrumpió Nick con impaciencia–. Lo que quiero saber es si existe la menor posibilidad de que se filtre la noticia de que estamos comprando acciones de Bancroft. No quiero que en Wall Street corran rumores de una fusión hostil.

–No existe posibilidad alguna. He tomado todas las precauciones para mantener en secreto nuestra identidad hasta que llegue la hora de llenar los documentos SEC. Las acciones de Bancroft están subiendo sin cesar, lo que explica que cada día nos resulte más caro adquirirlas.

–Creo que en esta partida hay otro jugador –comentó Nick–. Entérate de quién diablos es.

–¿Alguien que intenta en serio comprar Bancroft? –inquirió Vanderwild–. Había pensado en ello, pero deseché la idea porque no vi una explicación plausible. En estos momentos la cadena de almacenes Bancroft es una inversión muy mala. Es decir, a menos que uno tenga un interés personal en el asunto, como es su caso.

–Peter –le advirtió Nick con frialdad–, no metas las narices en mis asuntos personales o terminarás buscando otro empleo.

–No quise decir... Bueno, yo... leo la prensa. Díscúlpeme...

–Está bien –le interrumpió Nick, muy molesto–. Ponte a trabajar. Comprueba los rumores, averigua si hay alguien de por medio, y, en ese caso, descubre quién demonios es.





El lujoso trasatlántico se mecía elegantemente sobre las olas de un océano Atlántico embravecido.

A Philip Bancroft aquel movimiento interminable le parecía la cosa más enojosa, aburrida y est/úpida que se había visto obligado a sufrir en su vida.

En ese momento se hallaba sentado a la mesa del capitán, entre la esposa de un senador y un petrolero tejano. La mujer no hacía más que hablarle y él fingía interés en sus tediosas palabras.

–Pasado mañana por la tarde llegaremos a puerto. ¿Ha gozado usted del viaje?

–Inmensamente –mintió Philip, mirando de reojo su reloj. Eran las diez... en Chicago. Hora de estar sentado ante el televisor, siguiendo las noticias. O jugar a las cartas en el club de campo. Sin embargo, en lugar de eso, allí estaba, prisionero en aquel hotel flotante.

–¿Se quedará en casa de unos amigos cuando llegue a Italia?

–No tengo amigos en Italia –replicó Philip. A pesar del exasperante tedio se sentía mejor, más fuerte cada día. Su médico había acertado al recomendarle que se olvidara de todo, y especialmente de su trabajo, durante una temporada.

–¿No tiene ningún amigo en Italia? –insistió la mujer, intentando valerosamente continuar aquel absurdo diálogo.

–No. Solo una esposa. Bueno, ex esposa, puesto que estamos divorciados.

–Oh. ¿Irá a visitarla?

–Lo dudo –replicó Philip, y de pronto se quedo atónito. ¡Había mencionado la existencia de la mujer la que echó de su casa hacía tantos años! Pensó que sin duda ese descanso obligado le estaba entumeciendo la mente.

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