sábado, 29 de marzo de 2014

Paraíso Robado Cap: 61



–Tu ineptitud y...

–Torpeza –añadió ella, viéndolo despojarse lentamente de la corbata–. E... inferioridad.

–Entiendo lo perturbador que eso es para ti –adrnitió él con fingida gravedad–. Supongo que ahora debemos ocuparnos del asunto. Se desabotonó el botón del cuello de la camisa.

–¿Qué estás haciendo? –inquirió Miley con los ojos muy abiertos.

–Desnudándome.

–No te desabroches más botones. Lo digo en serio, Nick –insistió 
Miley  presa del pánico.

–Tienes razón. Tú deberías estar haciéndolo por mí. Nada le da un mayor sentimiento de poder y superioridad que obligar a otra persona a quedarse completamente quieta mientras se la desnuda.

–Tú lo sabrás muy bien. Habrás desnudado a docenas de mujeres.

–A centenares. Ven aquí, mi amor.

–¿Centenares?

–Bromeaba.

–No tiene gracia.

–No puedo remediarlo. Cuando estoy nervioso, bromeo.

Ella le clavó la mirada e inquirió:

–¿Estás nervioso?

–Aterrado –puntualizó con tono jocoso–. Es la mayor apuesta de mi vida. Quiero decir que si este pequeño experimento no sale a la perfección entonces tendré que enfrentar que, después de todo, no hemos sido creados el uno para el otro.

Mirándolo, el último vestigio de resistencia de 
Miley se vino abajo. Lo amaba; siempre lo había amado. Y lo deseaba... casi tanto como deseaba que él sintiera lo mismo.

–Eso no es cierto –repuso.

Nick abrió los brazos y al hablar lo hizo emocionado por las últimas palabras de su esposa.

–Ven a la cama conmigo, mi amor. Te prometo que después ya nunca tendrás dudas acerca de nosotros.
Miley vaciló un momento y luego se precipitó en brazos del hombre a quien amaba.

En la cama, Nick hizo cuatro cosas para asegurarse de que todo iría bien y de que así cumpliría su promesa. Primero hizo beber a 
Miley una copa de champán, para que se relajara; le dijo que cualquier beso o caricia que a ella le gustara le resultaría a él igualmente excitante. Convirtió su propio cuerpo en un instrumento de aprendizaje y, finalmente, no hizo esfuerzo alguno para ocultar o controlar sus reacciones ante cualquier caricia que ella le hacía. Así, Nick consiguió que las dos horas siguientes se convirtieran en una agonía de placer, hasta el punto de que por momentos creía que no iba a soportarlo. Un placentero tormento que su mujer, después de haber vencido su timidez, elevó a límites insospechados.

–No estoy segura de que esto te guste –musitaba deslizando los labios junto al miembro erecto.

–Por favor, no lo hagas –jadeó Nick.

–¿No te gusta?

–Claro que sí.

–¿Entonces por qué quieres que no lo haga?

–Sigue y lo sabrás antes de un minuto.

–¿Te gusta? –
Miley le acariciaba los pezones con la lengua y él tuvo que contener la respiración para no gritar.

–Sí –contestó por fin con voz estrangulada. Se agarró a la cabecera apretando los dientes, mientras 
Miley se ponía encima y empezaba a moverse, dispuesto a dejar que ella lo hiciera todo–. Eso es lo que me pasa por enamorarme de una gran estrella en lugar de hacerlo de una chica del coro, amable y est/úpida... –Estaba tan turbado por el placer que no sabía lo que decía–. Tendría que haber sabido que una estrella quería ponerse encima...

Pasó un largo momento antes de que se percatara de que 
Miley se había quedado inmóvil.

–Si te paras ahora sin darme el orgasmo te aseguro que me moriré aquí mismo, querida.

–¿Qué? –susurró ella.

–Por favor, no pares o tendré que romper mi promesa y tomar la iniciativa –dijo jadeando mientras elevaba las caderas para penetrarla más profundamente.

–¿Has dicho que me amas?

Él cerró los ojos y masculló:

–¿Qué diablos crees, si no? –Abrió los ojos y, a pesar de la oscuridad, pudo ver que en los ojos de 
Miley brillaban las lágrimas. –No me mires así –le imploró él, y rodeó con los brazos el cuerpo de su mujer y la atrajo hacia sí–. Por favor, no llores. Lo siento, lo siento mucho –le susurró besándola desesperadamente. Creía que con su declaración lo había estropeado todo–. No quise decirlo tan pronto.

–¿Pronto? –le espetó 
Miley con fiereza– ¿Pronto? –repitió con voz quebrada por el llanto– Me he pasado casi la mitad de mi vida esperando a que me dijeras que me amas. –Con las mejillas bañadas en llanto apretó la cara contra el pecho de Nick–. Te quiero, Nick –le susurró.

Gimiendo de placer, Nick se aferró a ella con avidez, hundiéndole la yema de los dedos en la espalda con el rostro empapado en sudor. Se sentía desvalido a la vez omnipotente, porque su mujer había pronunciado las palabras mágicas.

Ella se apretó aún más, abrazándolo con fuerza.

–Siempre te he querido –musitó–. Siempre te querré.

El clímax estalló de nuevo con fuerza y el cuerpo de Nick se retorció espasmódicamente, mientras él no dejaba de gemir. Había alcanzado el momento más intenso de su vida sin necesitar más que las palabras de su mujer.

Miley se acurrucó en el abrazo de Nick y se arrimó a él, saciada, feliz.

En Nueva Orleans un hombre bien vestido entró en uno de los probadores de los grandes almacenes Bancroft & Company, atestados de gente a aquella hora. En una mano llevaba una bolsa de la compra de Saks Fifth Avenue, que contenía un pequeño explosivo plástico en la otra, un traje que había cogido del perchero. Cuando salió del vestuario, solo llevaba el traje, que colocó en su sitio.

En Dallas una mujer entró en el lavabo de señoras, de los grandes almacenes Bancroft. Llevaba consigo una cartera Louis Vuitton y una bolsa de Bloomingdale. Al marcharse solo llevaba el bolso.

En Chicago un hombre subió por la escalera mecánica a la sección de juguetería de Bancroft, el establecimiento situado en el centro de la ciudad, y en los brazos llevaba varios paquetes de Marshall Field. Dejó uno de ellos bajo una repisa de la casa de Santa Claus. Los niños hacían cola para ser fotografiados en las rodillas del personaje navideño.

En el apartamento de 
Miley , varias horas después y a algunos kilómetros de allí, Nick miró su reloj, se puso de pie y ayudó a su esposa a limpiar los restos de la comida que habían devorado después de hacer el amor una vez más, en esta ocasión frente a la chimenea. Habían salido para probar el Jaguar y se detuvieron en un pequeño restaurante italiano donde servían comida para llevar. Querían comer en casa, solos, juntos.
Miley colocaba el último plato en el lavavajillas cuando él se situó silenciosamente a su espalda. Ella sintió su presencia antes de que la tocara. Cuando le rodeó la cintura, la joven echó la espalda atrás para notar su contacto.

–¿Feliz? –preguntó Nick con voz ronca, y luego le rozó una sien con los labios.

–Muy feliz –murmuró 
Miley, sonriente.

–Son las diez.

–Lo sé. –Vaciló porque se preparaba para lo que veía venir. Y estaba en lo cierto.

–Mi cama es más grande que la tuya, y también lo es mi apartamento. Por la mañana puedo enviar el camión de la mudanza.

Ella suspiró, se volvió sin salirse del abrazo de su marido y le tocó la cara como para suavizar lo que iba a decir.

–No puedo ir a vivir contigo. Todavía no.

Bajo sus dedos, 
Miley notó que la mandíbula de Nick se tensaba.

–¿No puedes o no quieres?

–No puedo.

Si hizo un gesto como de asentimiento y dejó caer los brazos.

–Oigamos por qué crees que no puedes.
Miley metió las manos en los bolsillos del albornoz, retrocedió un paso y explicó:

–Para empezar, hace apenas una semana que le permití a Parker leer una declaración ante la prensa, en la que se decía que nos casaríamos tan pronto corno yo estuviera divorciada. Si ahora me voy a vivir contigo, Parker quedará como un idi/ota a ojos del mundo... y yo como una infeliz incapaz de decidirse por una cosa o la otra, una mujer tan est/úpida y superficial que se va con el vencedor de una pelea de taberna.



Esperó a que Nick se pronunciara en favor o en contra de este argumento, pero él no hizo más que apoyarse en la mesa, y mirándola impasiblemente, quedarse callado. 
Miley se dio cuenta de que la indiferencia que él sentía por la opinión pública le hacía pensar que el argumento era pura trivialidad. Así pues, la joven expuso un obstáculo más serio.

–Nick, no he querido pensar en las consecuencias de la reyerta de anoche, pero ahora empiezo a hacerlo y creo que hay un noventa por ciento de probabilidades de que el directorio me convoque para pedirme explicaciones. ¿Te das cuenta del compromiso? Bancroft & Company es una firma antigua y muy seria; los del consejo son gente estricta que, para empezar, no querían verme sentada en el sillón de la presidencia. Hace unos días, en el transcurso de una conferencia de prensa dada en Bancroft, dije a los cuatro vientos que tú y yo apenas nos conocíamos y que no había posibilidad alguna de reconciliación. Si ahora me voy a vivir contigo, mi credibilidad profesional sufrirá tanto como mi honradez personal. Y eso no es todo. Anoche fui parte y causa de una reyerta pública, un fiasco que no acabó con nuestros huesos en la cárcel porque nadie llamó a la policía. Tendré suerte si el directorio no invoca la cláusula moral de mi contrato para obligarme a renunciar.

–¡No se atreverían a invocar esa cláusula por algo como lo de anoche! –exclamó Nick, con evidente desprecio.

–Claro que pueden atreverse.

–Yo nombraría a otro directorio –sugirió él.

–Me gustaría poder hacerlo –replicó ella con una sonrisa irónica–. Doy por sentado que tu directorio hace lo que a ti te da la gana. –Como Nick hizo un breve gesto de asentimiento, la joven lanzó un suspiro y añadió–: Por desgracia, ni mi padre ni yo controlamos al nuestro. El caso es que soy mujer y joven, y los ejecutivos no estaban locamente entusiasmados ante la perspectiva de tenerme a mí de presidenta interina. ¿Comprendes ahora que me preocupe lo que piensen de todo esto?

–¡Eres una ejecutiva competente y eso es lo único que debe preocuparles, maldita sea! Si convocan una reunión y te piden explicaciones, si te amenazan con la dichosa cláusula si no presentas la dimisión, pasa a la ofensiva, no te refugies en una postura defensiva. No estabas traficando con drogas ni eres la cabecilla de una red de prostitución. Estabas presente cuando se produjo una pelea, eso es todo.

–¿Eso es lo que tú les dirías? ¿Que no has estado metido en el negocio del narcotráfico ni cosas semejantes? –le preguntó ella, fascinada por sus métodos profesionales.

–No –repuso él con brusquedad–. Yo los mandaría al demonio.
Miley reprimió la risa ante la loca idea de plantarse ante el consejo y mandarlos al diablo.

–¿No estarás sugiriendo en serio que les diga una cosa así? –inquirió al ver que él no compartía su humor.

–¡Por supuesto que te lo sugiero! Puedes cambiar las palabras si lo crees oportuno, pero no el significado. 
Miley  no puedes hacer de tu vida un instrumento en manos ajenas. De lo contrario, cuanto más intentes complacerles, más te apretarán las tuercas, solo por darse el gusto de oprimirte.
Miley sabía que su marido tenía razón, pero no en este caso ni en sus circunstancias específicas. Por una parte, ella no tenía ningún interés en provocar las iras del directorio; por otra, utilizaba su situación como pretexto para ganar tiempo antes de comprometerse en firme, como quería hacer él de inmediato. Lo amaba, pero había demasiadas cosas de él que todavía no conocía, era para ella un completo extraño. No estaba preparada para atarse a él para siempre, todavía no. Tenía que asegurarse de que una parte del paraíso que él le había prometido, la doméstica, realmente existía. Y por la expresión del rostro de Nick, Miley tuvo el horrible presentimiento de que él adivinaba sus vacilaciones. Cuando su marido habló, su intuición se confirmó.

Nick adivinaba lo que sentía... y no le gustaba.

–Tarde o temprano, 
Miley  tendrás que arriesgarte y confiar en mí. Hasta entonces, me engañas y te engañas a ti misma. No puedes burlar el destino quedándote en la platea para ver pasar la vida. O cruzas el río y lo arriesgas todo, o lo ves pasar desde la orilla. Si eso es lo que quieres hacer, bueno, no te ahogarás, pero tampoco obtendrás una victoria. No vivirás.

Era una hermosa filosofía, pensó 
Miley  pero no dejaba de ser también aterradora. Sin duda se adaptaba más a la personalidad de Nick que a la suya.

–¿Y un compromiso...? –sugirió ella, sonriendo de un modo que Nick encontró irresistible–. ¿Por qué no permites que me detenga en aguas poco profundas durante un tiempo hasta acostumbrarme?

Tras un tenso momento Nick asintió.

–¿Cuánto tiempo?

–Una temporadita.

–Y mientras te debates preguntándote hasta dónde te atreves a llegar ¿qué hago yo? ¿Pasearme arriba y abajo preguntándome si tu padre podrá convencerte de que desistas de vivir conmigo y que te divorcies?

–Me sobra valor para enfrentarme a mi padre sea cual sea su postura con respecto a nosotros –aseguró 
Miley con tal firmeza que Nick tuvo que esbozar una sonrisa–. De lo que no estoy tan segura es de si tú estarás dispuesto a dialogar si él iniciara el acercamiento... ¿Lo harías, por mí?

En realidad, 
Miley apenas dudaba que él aceptaría hacer las paces con Philip por ella, pero había juzgado mal la intensidad del odio de Nick.

–Primero tu padre y yo tenemos un asunto que saldar, y lo haremos a mi manera.

–Está enfermo, Nick –le advirtió ella, sacudida por un sombrío presentimiento–. No podrá resistir mucha más tensión.

–Intentaré recordarlo –concedió Nick, sin comprometerse. Su expresión se dulcificó un poco y cambió de tema–. Bueno, ¿dónde dormimos esta noche?

–Crees que alguno de los reporteros que has visto esta mañana al subir estarán todavía ahí abajo?

–Tal vez solo los más tenaces.

Ella se mordió un labio. No le gustaba que él se marchara, pero sabía que no debía quedarse.

–Entonces no puedes quedarte toda la noche. ¿Cierto?

–Es obvio que no –convino Nick con un tono que a ella le hizo sentirse cobarde.

Él vio que los ojos de su mujer se oscurecían porque estaba consternada.

–Está bien, me iré a casa y dormiré solo –cedió al fin–. Es lo que merezco por haber participado anoche en esa pelea propia de adolescentes. Por cierto –añadió con tono más amable–, quiero que sepas que aunque me confieso culpable de haber dicho algo que provocó al borracho de tu novio, no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que todo hubo concluido. Fue cuestión de segundos. Yo te estaba mirando y, de pronto, por el rabillo del ojo vi que alguien me lanzaba un ****azo y pensé que se trataba de algún borracho pendenciero que buscaba pelea. Mi reacción fue instintiva.

Miley se estremeció al recordar la fácil brutalidad con que Nick había abatido a Parker. Por su mente cruzó la salvaje mirada de su marido en el instante en que se vio atacado. La joven se sacudió este pensamiento. Nick no era ni sería nunca la clase de hombre educado y refinado que ella solía frecuentar. Había crecido en un medio duro, se había adaptado a él para sobrevivir, y era el más duro entre los duros. Pero no con ella, pensó sonriendo con ternura.

–Si crees –comentó él con cierta ironía– que puedes sonreírme así y conseguir que esté de acuerdo con casi todo lo que me pidas, no te equivocas. Sin embargo, aunque estoy dispuesto a comportarme con extrema discreción en nuestras relaciones, es decir, a obrar furtivamente, también estoy decidido a que pases conmigo todo el tiempo que sea posible, lo que incluye algunas noches juntos. Obtendré un pase para que aparques el coche en mi edificio. Si es necesario, me plantaré en la puerta y me encararé a los periodistas, para distraerlos cada vez que vengas.

Parecía tan molesto por tener que complacer a la opinión pública que 
Miley le dijo con exagerado tono de gratitud:

–¿Harías eso? ¿Por mí?

En lugar de reír, Nick se tomó la pregunta en serio y, atrayéndola hacia sí, le contestó con fiereza:

–No tienes idea de lo que haría por ti. –Le dio un beso tan ardiente que, por un momento, 
Miley perdió la capacidad de pensar. Se aferró a él–. Ahora que te sientes casi tan infeliz como yo con nuestro acuerdo sobre esta noche –le dijo con triste humor–, me iré antes de que los reporteros que están en la calle decidan alejarse y luego escriban que hemos pasado la noche juntos.
Miley lo acompañó a la puerta, exasperada, pues él tenía razón y ella deseaba pasar la noche en sus brazos. Lo vio ponerse la chaqueta y la corbata. Y a a punto de salir, Nick la miró y se dio cuenta de que algo le rondaba la mente. Arqueó una ceja y preguntó:

–¿En qué piensas?

En realidad, más que pensar sentía... deseos de volver a ser besada. La inundó el recuerdo de las horas pasadas en la cama con él. Y entonces, con una sonrisa provocativa, 
Miley Bancroft tendió una mano y apresó la corbata de su marido. Tiró de ella con lentitud, sonriendo mientras miraba aquellos ojos grises. Sonreía maliciosamente y cuando lo tuvo bastante cerca se puso de puntillas, le echó los brazos al cuello y le dio un beso que lo dejó jadeante.





A sesenta kilómetros de Belleville, Illinois, dirección nordeste, un coche policial se detuvo con un rechinar de ruedas tras otros vehículos estacionados frente a un pinar que flanqueaba una solitaria carretera vecinal. Sus luces giratorias, rojas y azules, ponían una nota de misterio a la noche. Desde el cielo, la luz cegadora del proyector de un helicóptero de la policía se deslizaba de un lado a otro por el bosque, alumbrando a los rastreadores que, ayudados de perros, peinaban la zona en busca de pistas. Al lado de la carretera, en una zanja poco profunda, el juez de primera instancia se agazapaba junto al cadáver de un hombre de mediana edad. Elevando la voz para ser oído por encima del rugido del helicóptero, llamó al sheriff local.

–Estás perdiendo el tiempo, Emmett. Incluso a la luz del día no encontrarás nada en esa arboleda. Este individuo fue arrojado de una furgoneta en marcha y llegó rodando hasta aquí.

–¡Te equivocas! –replicó el sheriff con voz triunfal. Dirigió la luz de su reflector a un objeto que había en la zanja y luego se inclinó para recogerlo.

–¡No me equivoco! Te aseguro que alguien le dio una paliza a este hombre y después lo arrojó de un vehículo en marcha.

–No, no –insistió el sheriff, avanzando hacia el juez–. He encontrado algo. Una cartera.

El juez señaló el cuerpo con un gesto.

–¿La suya?

–Veámoslo. –Sacó de la cartera el permiso de conducir y comparó la foto con el rostro de la víctima–. Es él. Es su cartera –sentenció. Acercándose el carnet a los ojos, añadió–: Tiene uno de esos nombres extranjeros que son casi impronunciables. Stanislaus... Spyzhalski.

–Stanis... –dijo el juez–. ¿No es ese el falso abogado que apresaron en Belleville?

–¡Dios, tienes razón!

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