Con el maletín en la mano y el abrigo sobre un brazo, Nick se detuvo ante la mesa de la secretaria que le había ayudado a preparar la sala de conferencias el día de la reunión con Miley.
–Buenos días, señor Farrell –saludó la joven.
Contrariado por la hostilidad de su tono y la expresión de su rostro, Nick tomó nota de que la chica debía ser destinada a otra planta. En lugar de preguntarle si había pasado un buen fin de semana, le dijo con frialdad y sin preámbulos:
–Eleanor Stern me ha llamado esta mañana a casa para decirme que no se encuentra bien. ¿Quiere usted sustituirla?
Era una orden, y ambos lo sabían.
–Claro, claro –se apresuró a contestar Joanna Simons al tiempo que le dedicaba una sonrisa tan sincera y alegre que él dudó de su anterior impresión. Quizá había juzgado mal a la muchacha.
Joanna esperó a que el nuevo presidente de Haskell entrara en su despacho para precipitarse a la mesa de la recepcionista. Había tenido la esperanza de holgazanear en la oficina mientras Farrell estuviera ausente de la ciudad, pero la ocasión de trabajar directamente para él le ofrecía una oportunidad inesperada y excitante.
–Vale –murmuró a la recepcionista–, ¿retuviste el nombre y el teléfono de aquel reportero del Tattler que te llamó para obtener información sobre Farrell?
–Sí, ¿por qué?
–Porque –dijo Joanna con tono triunfal– Farrell acaba de comunicarme que Cara de Palo está enferma y tengo que sustituirla. Eso significa que tendré las llaves de su escritorio. –Miró por encima del hombro para asegurarse de que las demás secretarias estaban ocupadas y absortas en su trabajo. La mayoría no compartía la animosidad de Joanna hacia Nicholas Farrell, porque eran menos veteranas en la empresa y su lealtad al antiguo equipo era lo bastante débil como para ser transferida con facilidad al nuevo–. Dime qué quería saber el reportero.
–Me preguntó cuáles eran nuestros sentimientos hacia Nicholas Farrell, y le contesté que algunas de nosotras no lo soportamos. También preguntó si yo le pongo en contacto telefónico con Miley Bancroft o si esta viene por aquí. Le interesaba sobre todo enterarse de si las relaciones entre ambos son tan amistosas como dieron a entender durante la conferencia de prensa. Yo le contesté que no atiendo las llamadas personales de Farrell y que Miley Bancroft solo ha venido por aquí una vez, para entrevistarse con él y con sus abogados. Me preguntó si alguien más había estado presente en esa reunión y le dije que Cara de Palo, puesto que tuve que retenerle las llamadas. ¿Opinaba yo que Cara de Palo había estado presente en la reunión con el fin de tomar notas? Le contesté que sí, que ella toma notas prácticamente en todas las reuniones de Farrell. Entonces me preguntó si podría yo husmear en las notas de aquel día. Naturalmente, cualquier informacion al respecto nos sería pagada, aunque no se especificaron cifras.
–No importa. ¡Lo haría gratis! –repuso Joanna con resentimiento–. Tendrá que abrir el escritorio de la bruja para que yo pueda sustituirla. Quizá también abra los archivos. Las notas de esa reunión estarán en uno de esos dos sitios.
–Si puedo ayudarte, no dejes de decírmelo –se ofreció Valerie.
Cuando Joanna entró en la oficina de Eleanor Stern vio que el jefe ya había abierto el escritorio de su secretaria, pero no los archivos. La joven buscó superficialmente en los cajones y no halló nada de interés. En uno de ellos había muchas fichas referentes a la administración de Haskell, pero se trataba de información no confidencial. De Bancroft, nada, pensó Joanna, y volviéndose en el sillón giratorio clavó la mirada en la puerta que comunicaba esa oficina con la del jefe. Farrell estaba de pie frente a los ordenadores, sin duda repasando la información que sobre la marcha de las diversas fábricas Haskell le había llegado durante el fin de semana. O tal vez se recreara con los beneficios de sus montañas de acciones... Pensando en ello, crecía el odio de Joanna hacia el hombre que ni siquiera se había molestado en aprender su nombre; el hombre que había echado a la calle a los antiguos jefes y había establecido nuevas condiciones de trabajo y de sueldos.
Reclinándose más en el sillón, Joanna divisaba la parte delantera de la mesa de Farrell. De la cerradura del cajón del centro colgaban las llaves, y entre ellas estaría la de los archivos de Cara de Palo. Y si no estaban allí, en alguno de los cajones del jefe...
–Buenos días –dijo Phyllis, siguiendo a Miley al interior del despacho de esta–. ¿Cómo has pasado el fin de semana? –preguntó, y enseguida se mordió un labio, mortificada por su propia pregunta. Miley se dio cuenta de que Phyllis estaba al corriente de lo sucedido el sábado en el restaurante, pero en aquel momento no le importaba lo mas mínimo. Se sentía tan feliz que su aspecto era impactante.
–¿Cómo crees que lo he pasado? –preguntó a su vez a Phyllis.
–¿Excitante sería la palabra exacta?
Miley pensó en el fin de semana con Nick, en las cosas que él le había dicho y hecho... y de pronto su cuerpo se vio invadido por una oleada de delicioso calor.
–Sería una palabra muy apropiada, sí –contestó, con la esperanza de que su voz no sonara tan soñadora como sus sentimientos. Haciendo un esfuerzo, se sacudió el recuerdo de los dos últimos días y se obligó a concentrarse en el trabajo que tenía que hacer antes de reunirse de nuevo con Nick al caer la noche–. ¿Ha habido alguna llamada telefónica?
–Solo una, de Nolan Wilder. Pidió que lo llamaras en cuanto llegaras.
Miley se quedó atónita. Nolan Wilder era el presidente de la junta de administración de Bancroft, y no le cabía duda de que llamaba para pedir explicaciones sobre la turbulenta noche en el Manchester House. Sin embargo, lejos de enojarse, la llamada fue como un gesto de monumental frescura, pues el divorcio de Wilder había constituido un episodio tan amargo y desagradable que se había arrastrado durante dos años por los tribunales.
–Ponme en contacto con él, por favor.
Al cabo de un minuto, sonó el intercomunicador.
–Wilder –dijo Phyllis.
Miley se entretuvo un momento para reunir fuerzas, y luego su voz sonó viva y firme.
–Buenos días, Nolan. ¿Qué hay de nuevo?
–Eso mismo iba a preguntarte –respondió él con idéntica frialdad e ironía que solía mostrar en las reuniones del directorio y que a Miley le disgustaba–. Algunos ejecutivos me han llamado durante el fin de semana para pedirme explicaciones por lo sucedido el sábado. No tendría que recordarte, Miley , que la clave del éxito de Bancroft es su imagen, la dignidad de su nombre.
–No creo necesario que lo hagas –replicó Miley , esforzándose por disimular su enojo–. Es... –se interrumpió ante la apresurada llegada de Phyllis, con el rostro visiblemente alterado.
–En la línea dos tienes una llamada de emergencia de MacIntire, de Nueva Orleans.
–Espera, Nolan –dijo Miley –. Me llaman urgentemente de Nueva Orleans. –Cuando se ocupó de la línea dos, su cuerpo estaba sacudido por la alarma. La voz de MacIntire sonaba tensa.
–Otra amenaza de bomba, Miley. Hace unos minutos llamaron a la policía adviniendo que el artefacto estallará pasadas seis horas. He ordenado el desalojo de los almacenes, y mientras tanto el equipo de desactivación de la ciudad está en camino. Seguimos la pauta habitual de evacuación, como lo hicimos la vez pasada. En mi opinión, la hizo el mismo loco de la vez pasada.
–Es muy posible –convino Miley , esforzándose en mantener la voz firme y las ideas claras–. En cuanto puedas quiero una lista de todos los que pueden tener una razón para desearnos algo así. Que tu jefe de seguridad elabore una lista de los detenidos por hurto en Bancroft y que el jefe de la oficina de crédito haga lo mismo con todos a los que se les haya denegado un crédito en los seis últimos meses. Mark Braden, jefe de nuestra división, viajará hacia allá mañana para trabajar con tu gente. Y ahora sal de ahí por si acaso no se trata de un loco.
–Bueno –contestó él con renuencia.
–Llámame desde donde estés y dame tu número en ese lugar para mantenernos en contacto.
–Entendido –dijo MacIntire, y añadió–: Miley lo siento de veras. No tengo idea de por qué los almacenes Bancroft de esta ciudad se han convertido de pronto en un objetivo. Te aseguro que nos matamos por atender bien a los clientes, según la política de la empresa y...
–Adam –lo interrumpió–. Abandona de inmediato el edificio.
Miley volvió entonces a Nolan.
–Nolan –dijo–, no tengo tiempo para hablar ahora con el consejo, porque acaban de comunicarme que en Nueva Orleans se ha producido otra amenaza de bomba.
–Será una catástrofe para las ventas navideñas –profetizó furiosamente Wilder–. Tenme al corriente, Miley ya sabes dónde encontrarme.
Miley murmuró una distraída promesa y luego se lanzó a la acción. Al ver a Phyllis todavía en el umbral, ansiosa, le ordenó:
–Dile a la operadora de localización de personal que emita el código de emergencia. Retén mis llamadas a menos que sean importantes, y si lo son, me las pasas a la sala de conferencias.
Cuando su secretaria salió, Miley se puso de pie y empezó a deambular por la oficina, diciéndose que solo se trataba de una falsa alarma. Oyó la llamada de emergencia –tres campanadas breves seguidas de tres largas– por la que se notificaba a todos los jefes de departamento que se dirigieran a la sala de conferencias contigua al despacho de Miley , lugar designado para las reuniones de emergencia. La última vez que hubo que apelar a ese recurso fue dos años antes, cuando un cliente murió de infarto en las tiendas. Entonces, como ahora, el propósito de reunir a los jefes de departamento no era otro que informarles de la situación, para impedir un ataque generalizado de histeria entre los empleados; y también planear la información que se daría a la prensa. Como la mayoría de las grandes empresas, Bancroft había establecido una serie de normas a seguir en todos los casos de emergencia posible: accidente personales, incendios... y también amenazas de bomba.
La posibilidad de que estallase una bomba en Nueva Orleans e hiriese o matase gente era más de lo que Miley podía imaginar. Si el artefacto hacía explosión una vez desalojado el edificio la cosa sería menos grave, pero grave de todos modos. Como todas las sucursales de Bancroft, la de Nueva Orleans era hermosa, distinguida... flamante. En su mente apareció aquella espléndida fachada brillando a la luz del sol, y de pronto se producía un estallido y todo se venia abajo. Tembló. Intentó convencerse de que no había tal bomba, que solo era otra falsa alarma; una alarma que, eso sí, le costaría mucho dinero a la sucursal, puesto que las ventas descenderían espectacularmente... y en pleno período navideño.
Los ejecutivos desfilaban presurosos ante el umbral de su despacho y tomaban asiento en la sala de conferencias. No obstante, Mark Braden, de acuerdo con las normas, entró en el despacho presidencial.
–¿Qué ocurre, Miley?
Miley lo puso al corriente. Mark masculló una maldición y la miró con rabiosa consternación. Cuando ella terminó de contarle las instrucciones que le había dado a MacIntire, Braden asintió.
–Tomaré un avión dentro de unas horas. En esa sucursal tenemos un buen jefe de seguridad y entre nosotros y la policía es posible que demos con algo.
En la atestada sala de conferencias la atmósfera era tensa. Había también mucha curiosidad. En lugar de sentarse a la mesa, Miley se encaminó al centro de la sala, desde donde podía ser mejor vista y oída.
–Hemos tenido otra amenaza de bomba en Nueva Orleans –empezó–. El equipo de desactivación está en camino. Como se trata de la segunda amenaza, la prensa no cesará de llamarnos. Nadie, absolutamente nadie, dirá una sola palabra. Todas las preguntas han de ser transferidas a nuestra sección de relaciones públicas. –Miró al director de ese departamento–. Bien, tú y yo redactaremos una declaración después de esta reunión, y... –Se interrumpió al sonar el teléfono de la mesa de conferencias.
El director de la sucursal de Dallas parecía presa de pánico.
–¡Tenemos amenaza de bomba, Miley! Una voz le dijo a la policía que la bomba estallará dentro de seis horas. El equipo de desactivación está de camino y entretanto nosotros vamos evacuando el edificio. –Miley le dio las mismas instrucciones que a MacIntire y colgó. Actuaba de forma instintiva y por un momento pareció perder el control. Poco a poco recuperó la compostura–. Hay una nueva amenaza de bomba, esta vez en Dallas. Están evacuando. Como en Nueva Orleans, la policía recibió el aviso por teléfono.
En la sala se armó un pequeño revuelo. Improperios, maldiciones, exclamaciones. Pero cuando el teléfono volvió a sonar se produjo un silencio sepulcral. Miley sintió que el corazón se le aceleraba. Levantó el auricular.
–Señorita Bancroft –le dijo el policía con tono apremiante, soy el capitán Mathison, del primer distrito. Acabamos de recibir la llamada anónima de un hombre que asegura haber colocado una bomba en la tienda y afirma que estallará dentro de seis horas.
–Espere –contestó Miley , al tiempo que le pasaba el auricular a Mark Braden, siguiendo el procedimiento establecido. Es Mathison –susurró visiblemente consternada.
Mark hizo varias preguntas al capitán, de quien era buen amigo. Cuando colgó, se volvió hacia los demás y con voz tensa empezó a hablar:
–Señoras y señores, tenemos una amenaza de bomba aquí, en este edificio. Utilizaremos el mismo procedimiento establecido para caso de incendio. Ustedes saben qué hacer y qué decirle al personal a sus órdenes. Manos a la obra y a evacuar. –Se dirigió a Gordon, que frenéticamente murmuraba algo ininteligible. Si sientes pánico –le dijo al problemático vicepresidente–, disimula hasta que tu personal esté fuera del edificio. –Arrojó una rápida mirada al resto de los ejecutivos y vio que estaban tensos pero enteros. Asintió brevemente y se volvió para marcharse y dar instrucciones a su propio personal, que seria el encargado de supervisar la evacuación–. En caso de que no lo hagan como norma –advirtió en voz alta encaminándose a la puerta–, no olviden llevar consigo sus localizadores personales.
Diez minutos más tarde, Miley era el único ejecutivo todavía presente en la planta. Junto a una ventana oía el aullido de las sirenas y veía llegar coches de bomberos y de la policía. Desde la planta catorce observó como la policía acordonaba la zona y los clientes salían en tromba del edificio. Sintió una opresión en el pecho que le impedía respirar con comodidad. A los jefes de las sucursales les había ordenado abandonar los respectivos edificios, pero ella no pensaba hacer lo mismo. No hasta que fuera absolutamente necesario. Sus almacenes suponían demasiado para ella. Aquí estaban su herencia y su futuro. No abandonaría su puesto hasta que la brigada de investigación le dijera que tenía que hacerlo. Por otra parte, ni por un solo momento creyó en la existencia de las bombas, pero la alarma bastaba para causar grandes perjuicios económicos a la compañía. Navidad era, de lejos, la época más rentable del año. Hasta un cuarenta por ciento de las ventas anuales se realizaban durante la misma.
Todo saldrá bien, se dijo. Se apartó de la ventana y centro su atención en los dos ordenadores, en cuyas pantallas aparecían, actualizadas, las cifras de ventas de las sucursales de Phoenix y Palm Beach. Miley tecleó la combinación y las pantallas mostraron las cantidades relativas al mismo día del año anterior. Ambas sucursales estaban superando ampliamente esos resultados. Miley trató de consolarse con eso.
Pensó en Nick. Si estaba cerca de una radio tendría noticias de lo que ocurría. Lo llamó para tranquilizarlo. Curiosamente, la idea de que pudiera estar preocupado fue un sedante para sus nervios.
Cuando le conté lo ocurrido, Nick no se mostró preocupado, sino frenético.
–¡Sal de ahí, Miley ! –ordenó–. Lo digo en serio, querida. ¡Cuelga y sal del edificio a toda prisa!
–No –se negó élla con voz suave. Su tono autoritario y el miedo la hicieron sonreír. Él la amaba y ella adoraba su voz, sublime al llamarla «querida» y dándole órdenes– Se trata de una falsa alarma, Nick, como la de hace unas semanas.
–Si no sales del edificio –le advirtió él–, yo mismo te sacaré a la fuerza en cuanto llegue.
–No puedo –replicó ella con voz firme–. Soy como el capitán de un barco. No me iré hasta que todos estén seguros, en la calle. –Hizo una pausa durante la cual Nick expresó su opinión con una prolongada y elocuente maldición–. No me des órdenes que tú mismo no seguirías –añadió ella sin rencor–. En menos de media hora habrán evacuado el edificio. Entonces me marcharé.
Nick exhaló un hondo suspiro, pero no intentó seguir persuadiéndola, pues sabía que era inútil. Además media hora era tiempo insuficiente para presentarse en Bancroft y sacarla él mismo de allí.
–Está bien –dijo, y poniéndose de pie miró furioso alrededor– Pero llámame cuando estés fuera porque hasta entonces me estaré volviendo loco.
–Lo haré –le prometió Miley y bromeando, agregó–. Mi padre dejó su teléfono móvil en el despacho. ¿Quieres el número por si deseas llamarme si tus nervios no te permiten esperar?
–¡Claro que quiero el número!
Miley sacó una libretita de un cajón y le dio el número.
Cuando colgó, Nick empezó a dar vueltas por su despacho como un león enjaulado. Estaba demasiado nervioso para sentarse y esperar, sin saber qué le estaba sucediendo a su mujer. Se mesó el pelo, se acercó a una ventana y, sin éxito, trató de divisar la azotea del edificio en el que Miley estaba voluntariamente prisionera. La masa de rascacielos se interponía.
Ella era tan cauta por naturaleza que Nick apenas podía creer en su terca insistencia en permanecer en el interior de aquel maldito edificio. No esperaba tal cosa de Miley.
Se le ocurrió que si tuviera una radio podría saber lo que estaba ocurriendo doce manzanas más arriba, en el edificio de Miley y en las sucursales. Recordó que Tom Anderson sí tenía una radio en su despacho...
Casi corrió hacia la oficina de la secretaria.
–Estaré con Tom Anderson –informó a Joanna–. Extensión 4114. Si llama Miley Bancroft, páseme ahí la llamada, ¿Está claro? Se trata de una emergencia. –le advirtió, deseando de todo corazón que Eleanor Stern estuviera allí.
–Perfectamente claro, señor –le contestó la joven, y Nick no se percató de la hostilidad con que lo dijo. Estaba demasiado preocupado por Miley para notar la existencia de una secretaria; demasiado preocupado para recordar que las llaves colgaban de un cajón de su escritorio.
Joanna esperó a que las puertas del ascensor se cerraran tras él, después se volvió y clavó la mirada en las llaves. Probó con dos sin éxito, pero la tercera abrió el archivo de Cara de Palo. El dossier de Miley Bancroft, tan pulcro como los otros, estaba en el sitio adecuado, bajo la letra «B». Joanna abrió la carpeta con manos húmedas a causa de los nervios. Había algunas notas en taquigrafía pero Joanna carecía de tiempo para descifrarlas. También encontró un contrato de dos páginas firmado por Miley Bancroft. A medida que lo leía, sus ojos se agrandaban y su boca se curvaba en una maliciosa y alegre sonrisa. El hombre al que la revista Cosmopolitan elegía como a uno de los diez solteros de oro del país, el mismo que salía con estrellas de cine y con modelos famosas y por quien las mujeres enloquecian... ese hombre tenía que pagarle a su mujer cinco millones de dólares solo por verla cuatro noches a la semana durante un período de once semanas. También tenía que venderle un terreno que evidentemente ella quería, en Houston...
–Necesito una radio –dijo Nick en cuanto entró en el despacho de Tom Anderson. Miró alrededor, atolondrado, y vio la radio de Tom en el alféizar de la ventana. Se apresuró a encenderla–. El equipo de desactivación está escudriñando todos los rincones de los almacenes Bancroft en Chicago, que ya han sido evacuados, así como las sucursales de Nueva Orleans y Dallas –informó a Tom, con voz ahogada.
El martes posterior a su tumultuosa reunión con Miley y los abogados, Nick había cenado con Anderson y le había puesto al corriente de la situación entre él y su mujer. Ahora miró distraídamente a su hombre de confianza y amigo y le dijo:
–¡Miley se niega a abandonar el lugar!
Tom casi saltó de la silla al oír estas palabras.
–¡Dios mío! ¿Por qué?
Poco después sonó el teléfono; era Miley, que deseaba tranquilizar a Nick. Estaba sana y salva, fuera del edificio, y su marido, inmensamente aliviado, hablaba todavía con ella cuando el locutor de la radio anunció que en la sucursal de Bancroft en Nueva Orleans había sido localizada una bomba que los especialistas estaban desactivando. Nick se lo comunicó a Miley. En el transcurso de la siguiente hora descubrieron otra bomba en Dallas, y una tercera en la sección de juguetes de la central de Bancroft en Chicago.