miércoles, 20 de noviembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 32


–Porque desde el punto de vista jurídico estos documentos son muy irregulares.
–¿En qué sentido? –preguntó Miley, advirtiendo que el abogado había escrito mal el segundo nombre de Nick, que era Allen, no Allan.
–En cualquier sentido –sentenció Parker, mientras repasaba una y otra vez las páginas, presa de verdadera agitación.

También nerviosa, y como no quería pensar en Nick ni en el divorcio, Miley trató de tranquilizar a Parker (y a sí misma) diciéndole que lo que le preocupaba no tenía la menor importancia, aunque en realidad no tenía la menor idea de lo que inquietaba a su novio.
–Estoy segura de que todo se hizo legal y correctamente. Mi padre se encargó del asunto y ya sabes lo minucioso que es para estas cosas.
–Puede que él lo sea, pero su abogado, ese tal Stanislaus Spyzhalski, no estaba nada preocupado por los detalles. Mira –dijo señalando la carta adjunta dirigida a Philip–. En esta carta afirma que le ha enviado el expediente y que el tribunal ha decretado el secreto del juicio, según los deseos de tu padre.
–¿Qué hay de malo en eso?
–Lo que hay de malo es que en «todo el expediente» no aparece noticia alguna de que a Farrell le fuera presentada una petición de divorcio, ni de que jamás se presentara ante el juez o declinara su derecho a aparecer. Y eso solo es una parte de lo que me inquieta.

Realmente alarmada, Miley se opuso firmemente a seguir hablando del tema.
–A estas alturas, ¿qué más da? Estamos divorciados y eso es lo único que importa.
En lugar de responder, Parker se remitió a la primera página de la sentencia y empezó a leerla con lentitud. A medida que lo hacía, fruncía más el entrecejo. Por su parte, cuando ya fue incapaz de soportar la tensión, Miley se puso de pie.
–¿Qué te angustia tanto? –preguntó con voz serena.
–Todo este documento –replicó Parker con involuntaria sequedad–. Las sentencias de divorcio son redactadas por un abogado y firmadas por su juez. Pero esta sentencia está escrita de un modo insólito, que no tiene nada que ver con las que he visto hasta ahora. Un abogado razonablemente bueno no escribiría así. ¡Fíjate en esta redacción! –señaló con el dedo el último párrafo de la página y leyó en voz alta–: «A cambio de diez mil dólares y otra consideración valiosa, pagados a Nicholas A. Farrell, Nicholas Farrell renuncia a todo derecho sobre las propiedades o posesiones presentes y futuras de Miley Bancroft Farrell. Además, este tribunal concede, adjunto, una sentencia de divorcio a Miley Bancroft Farrell».

Incluso ahora, el recuerdo de lo que había sentido once años atrás, cuando supo que Nick había aceptado dinero de su padre, hizo estremecer a Miley.  Cuando se casaron, aquel maldito embustero e hipócrita le había jurado que nunca tocaría un céntimo de su dinero.
–¡No puedo creerlo! ¡Qué texto! –La voz airada y furiosa de Parker la sacó de sus reflexiones–. Parece un contrato de venta de un inmueble. «A cambio de diez mil dólares y otra consideración valiosa» –repitió–. ¿Quién diablos es este individuo? –le preguntó a Miley –. ¡Mira la dirección! ¿Por qué contrató tu padre a un abogado con el despacho en South Side, es decir, prácticamente en los suburbios?
–Para que guardara el secreto –contestó Miley  satisfecha de tener alguna respuesta–. Mi padre me dijo que había contratado los servicios de un don nadie del South Side a propósito. Un abogado que no sabría quién era yo ni quién era mi padre. Estaba muy alterado por todo el asunto, ya te lo dije. Pero ¿qué haces?
–Voy a llamar a tu padre –respondió Parker. Luego sonrió sobriamente para tranquilizar a Miley- . No te preocupes. En primer lugar, no estoy seguro de que haya motivos de alarma. –Fiel a su palabra, Parker inició la conversación con Philip con algunas trivialidades, para finalmente mencionar que había estado repasando los papeles del divorcio de Miley.  Bromeando por haber escogido a un abogado en los barrios bajos, le preguntó quién le había recomendado al señor Stanislaus Spyzhalski. Rió al oír la respuesta de Philip, pero cuando colgó el auricular no había el menor atisbo de alegría en su rostro.
–¿Qué te ha dicho?
–Sacó el nombre de las páginas amarillas.
–¿Y qué? –replicó Miley  intentando desesperadamente no dejarse arrastrar por el pánico. Se sentía como arrojada a una tierra oscura y peligrosa, amenazada por algo vago, no identificable–. ¿A quién llamas ahora? –preguntó al ver que Parker, después de consultar su agenda de direcciones, se disponía a hacer una nueva llamada.
–A Howard Turnbill.
Dividida entre la angustia y la ira que le causaba la inexplicable reserva de Parker, Miley le preguntó:
–¿Por qué a él?
–Estudiamos juntos en Princeton –se limitó a responder Parker.
–Parker, si quieres que me enfade estás a punto de conseguirlo –le advirtió Miley mientras él marcaba otro número–. ¿Por qué llamas a tu compañero de universidad?
Inexplicablemente, Parker sonrió y dijo:
–Adoro ese tono de voz cuando te enfadas. Me recuerda a mi maestra del jardín de infancia. Estaba enamorado de ella. –Antes de que Miley lo estrangulara, como parecía dispuesta a hacer, Parker se apresuró a añadir–: Llamo a Howard porque es el presidente del Colegio de Abogados de Illinois. Y... –Se interrumpió cuando oyó una voz al otro lado de la línea–. Howard, soy Parker Reynolds –empezó a decir, y luego hizo una pausa, esperando que su interlocutor terminara de hablar–. Es cierto, te debo la revancha del partido de squash. Llámame mañana a la oficina y fijaremos la fecha. –Se rió de la respuesta de Howard y luego continuó–: ¿Tienes a mano una lista de los miembros del Colegio de Abogados de Illinois? No estoy en casa en este momento y tengo curiosidad por saber si cierto individuo es miembro del colegio. ¿Puedes informarme? –Al parecer Howard contestó afirmativamente, pues Parker añadió–: Está bien. El nombre es Stanislaus Spyzhalski. S–p–y–z–h–a–l–s–k–i. Espero.

Cubriendo el auricular con la mano, Parker volvió a sonreír a Miley para tranquilizarla.
–Es probable que mi preocupación no tenga fundamento. Por el hecho de que el tipo sea poco profesional no hay que suponer que no es abogado.
Pero al cabo de un momento, la sonrisa desapareció del rostro de Parker.
–¿Qué no está en la lista? ¿Seguro? –Parker dudó un instante y después volvió a hablar–. ¿Podrías conseguir la lista de los que figuran en el Colegio de Abogados de Estados Unidos? Tal vez encuentres allí el nombre. –Escuchó atentamente a Howard y añadió con jovialidad forzada–: No, no es una emergencia. Puedo esperar hasta mañana. Llámame a la oficina y de paso fijaremos la fecha para ese partido. Gracias, Howard. Saluda a Helen de mi parte.
Pensativo, Parker colgó.
–No comprendo qué te preocupa –dijo Miley.
–Creo que me vendría bien otro trago –comentó él, y se encaminó al bar para servirse otra copa.
–Parker –insistió Miley con voz firme–, ya que el asunto me concierne, me parece que tengo derecho a saber en qué estás pensando.
–Verás, recuerdo varios casos de individuos que se hicieron pasar por abogados, generalmente en barrios pobres, y que aceptaron dinero de clientes crédulos. Uno de estos casos es el de un tipo que en realidad era abogado, pero que se embolsaba los costos exigidos por el tribunal y luego les concedía a sus clientes un falso divorcio. Era muy sencillo: él mismo firmaba los documentos.
–¿Cómo podía hacer eso?
–Son los abogados quienes redactan las peticiones de divorcio. Los jueces se limitan a firmarlas. Este individuo las firmaba por el juez.
–¿Impunemente? Parece increíble.
–No tanto, si se piensa que solo firmaba asuntos incontestados, divorcios incluidos.
Inconscientemente, Miley bebió de un trago la mitad de su copa. De inmediato pareció más animada.
–Pero seguro que en casos así, cuando las dos partes actuaron de buena fe, los tribunales darían por buenas las sentencias de divorcio aunque estas nunca hayan ido a parar a los archivos legales.
–¡Nunca!
–No me gusta el tono de esta conversación –repuso Miley  que se sentía un poco mareada a causa del alcohol–. ¿Qué hizo el tribunal con los que estaban convencidos de haberse divorciado?
–Bueno, si habían vuelto a casarse, el tribunal los absolvía del delito de bigamia.
–Ya.
–Pero eso no es todo. En esos casos el segundo matrimonio se declara nulo y el primero debe ser disuelto por medio de los cauces apropiados.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Miley  derrumbándose en una silla. No podía creerlo. Era incapaz de aceptar las implicaciones de aquella historia. En el fondo de su corazón sabía que su divorcio era legal, que era perfectamente válido. Y lo sabía por la sencilla razón de que la alternativa le resultaba impensable.
Parker tardó en darse cuenta de hasta qué punto estaba alterada. Cuando lo advirtió, tendió una mano y le tocó el pelo con dulzura.
–Aunque ese hombre no pertenezca al colegio, aunque nunca haya asistido a la facultad de derecho, tu divorcio aun podría considerarse legítimo... si le presentó a un juez esa absurda petición de divorcio y de algún modo consiguió que él la firmara. –Miley le lanzó una mirada implorante. Parker trató de tranquilizarla–: Mañana enviaré a alguien al juzgado para que intente averiguar si el divorcio fue presentado y archivado. Si fue así, no hay de qué preocuparse.

–¿Has pasado una mala noche? –le preguntó Phyllis a la mañana siguiente, cuando Miley entró en la oficina con aire ausente y se limitó a saludarla inclinando la cabeza.
–No ha sido la mejor de mi vida. ¿Qué tengo en la agenda para esta mañana?
–A las diez una reunión aquí mismo con el departamento de publicidad. Se trata de discutir la inauguración de los grandes almacenes de Nueva Orleans. Además, Jerry Keaton, de personal, quiere verte para hablar de ciertos aumentos de sueldo que necesitan tu aprobación. Le dije que a las once. ¿Te parece bien?
–Sí.
–A las once y media Ellen Perkvale, del departamento jurídico, estará aquí para hablarte de un juicio que han iniciado contra nosotros. Se trata de una señora que dice haberse roto un diente en la sala Clarendon.
Miley elevó los ojos al cielo con expresión de hastío.
–¿Nos denuncia por haberse roto un diente mientras comía en nuestro comedor?
–No exactamente. Nos denuncia porque se lo rompió con un fragmento de cáscara de nuez que había en su trucha amandine.
–¡Cielos! –exclamó Miley.  Mientras abría su escritorio, pensaba en la posibilidad de tener que llegar a un acuerdo–. Eso cambia las cosas.
–Cierto. ¿Está bien la reunión a las once y media?
–Sí, claro –contestó Miley  y en aquel momento sonó el teléfono de su escritorio.
–Yo contestaré –dijo Phyllis.
Empezaba un nuevo día de frenético trabajo en los grandes almacenes, un trabajo que a Miley a veces le resultaba agotador, pero siempre estimulante. En ocasiones gozaba de una pausa, como sucedió ese día. Miró ansiosa el teléfono, pues esperaba que Parker la llamara para comunicarle que no había problema en el asunto del divorcio.


Eran casi las cinco cuando Phyllis le anunció la llamada de Parker. Sobrecogida por una repentina tensión, Miley contestó.
–¿Qué has sacado en claro?
–Todavía nada concluyente –repuso Parker, con voz extrañamente tensa–. Ese individuo no pertenece al colegio americano de abogacía. Espero una llamada de alguien, desde el juzgado del condado de Cook. Me llamará tan pronto como consiga la información que le he pedido. Dentro de unas horas sabré qué terreno pisamos. ¿Estarás en tu casa esta noche?
–No –musitó ella–. En casa de mi padre. Una pequeña fiesta de cumpleaños para el senador Davies. Llámame allí.
–Lo haré.
–¿En cuanto sepas algo?
–Te lo prometo.
–La fiesta terminará temprano porque el senador sale hacia Washington en un vuelo de medianoche. Llámame a casa si ya no estoy en la de mi padre.
–Te encontraré, no te preocupes.

A medida que transcurría la velada, sus esfuerzos por calmarse se hacían cada vez más difíciles. Medio convencida de que no habría de qué preocuparse, pero incapaz de poner freno a su creciente nerviosismo, Miley se las arregló de todos modos para actuar con razonable soltura entre los invitados de su padre. Hacía ya más de una hora que habían terminado de comer y Parker todavía no había llamado.
Alguien encendió la televisión y varios hombres escuchaban las noticias.
–¡Qué reunión tan agradable! –exclamó la esposa del senador, dirigiéndose a Miley.  Siguió hablando, pero ella no la escuchaba, atenta a la voz del locutor.
«Otro ciudadano de Chicago ha sido hoy noticia. Se trata de Nicholas Farrell, que esta tarde fue entrevistado para la televisión por Barbara Walters. Entre otras cosas, Farrell aludió a la reciente ola de compras hostiles de empresas. He aquí un extracto de la entrevista...»

Los huéspedes, que habían leído el artículo de Sally Mansfield, dieron por sentado que a Miley le interesaría escuchar las palabras de Farrell. Después de mirarla con curiosidad, fijaron la vista en la pantalla donde aparecía Nick.
«–¿Qué opinión le merece el creciente número de compras hostiles que se están produciendo en el país?
»–Creo que es una tendencia que proseguirá hasta que el gobierno establezca normas para controlarlas –replicó Nick.
»–¿Hay alguien inmune a una fusión forzada con su empresa? Quiero decir, incluso amigos y... hablando con franqueza: ¿es posible que nuestra propia cadena pueda convertirse en su próxima presa?
»–El objeto de un intento de compra se llama blanco –puntualizó Nick con frialdad–. No se llama presa. Sin embargo, si eso la tranquiliza, puedo asegurarle que en este momento Intercorp no tiene puesta la mirada en ABC.»
Todos los presentes se echaron a reír ante la respuesta de Nick. Miley no permitió que se alteraran sus facciones.
«–¿Podríamos hablar ahora un poco acerca de su vida personal? Al parecer, durante los últimos años usted ha vivido tórridas aventuras con varias estrellas de la pantalla, con una princesa y, más recientemente, con una joven griega, heredera de una gran flota mercante. Su nombre es Maria Calvaris. Todos estos amoríos, difundidos ampliamente por los medios de comunicación, ¿han sido realidad o simplemente un invento de periodistas chismosos?
»–Sí.»

Miley volvió a oír las risas de admiración de los huéspedes de su padre, sin duda fascinados por la sangre fría de Nick. Los ojos de la joven reflejaron el resentimiento que le producía comprobar la facilidad con que su ex marido se ganaba la simpatía de todo el mundo.
«–Usted nunca se ha casado y me preguntaba si tiene intenciones de hacerlo algún día...
»–No descarto el matrimonio.»
Su fugaz sonrisa ponía de relieve la impertinencia de la pregunta y Miley apretó los dientes al recordar que aquella sonrisa un día había acelerado los latidos de su corazón.
De repente Nick desapareció de la pantalla, que volvió a ocupar el locutor local. Pero el alivio que experimentó Miley se disipó por culpa del senador, que se volvió hacia ella con amistosa curiosidad.
–Supongo que todos los que estamos aquí hemos leído la columna de Sally Mansfield, Miley.  ¿Te molestaría explicarnos por qué no te cae bien Farrell?
Miley se las arregló para imitar la sonrisa indiferente de Nick.
–Sí.
Todos rieron, pero ella advirtió que sus rostros estaban iluminados por la curiosidad. Escapó del trance fingiendo interés en arreglar los almohadones del sofá, mientras el senador se dirigía a Philip.
–Stanton Avery ha solicitado el ingreso de Nick Farrell en el club de campo.
Maldiciendo a Nick por haber venido a Chicago, Miley lanzó una mirada de advertencia a su padre, cuyo mal genio se había impuesto a su buen juicio.
–Estoy seguro de que todos nosotros tenemos bastante influencia para impedir la entrada de Farrell en Glenmoor, aun en el caso de que el resto de los socios se muestre favorable a su ingreso.
El juez Northrup le oyó e interrumpió su conversación con otro invitado.
–¿Eso es lo que quieres que hagamos, Philip? ¿Impedir su admisión?
–Exactamente.
–Si estás convencido de que es un indeseable, a mí eso me basta –declaró el juez, y miró a todos los demás.

Lenta pero enfáticamente, los amigos de Philip fueron asintiendo con la cabeza. Miley se dijo que las posibilidades de Nick quedaban reducidas a cero.
–Farrell ha comprado un enorme terreno urbanizable en Southville –comentó el juez a Philip–. Quiere recalificarla para construir allí un gran complejo industrial de tecnología avanzada.
–¿De veras? –inquirió Philip, y Miley supo que, si podía, su padre impediría también aquel proyecto–. ¿A quién conocemos en la comisión de calificación de terrenos en Southville?
–A varios. A Paulson, a...
–¡Por el amor de Dios! –interrumpió Miley , con una sonrisa forzada y dirigiendo una mirada de súplica a su padre–. No hay necesidad de desplegar la artillería pesada porque a mí no me gusta Nick Farrell.
–Estoy seguro de que tu padre y tú tenéis excelentes razones para sentir lo que sentís hacia ese hombre.
–Tienes toda la...
–¡De ningún modo! –exclamó Miley , tratando de poner fin a la venganza que se estaba fraguando. Con una falsa sonrisa, se dirigió a todos–: La verdad es que Nick Farrell intentó conquistarme hace años, cuando yo tenía dieciocho. Mi padre nunca se lo ha perdonado.
–¡Ahora sé dónde conocí a Farrell! –intervino la señora Foster, mirando a su marido. Luego se volvió hacia Miley y añadió–: ¡Ocurrió años atrás en Glenmoor! Recuerdo haber pensado en lo extraordinariamente atractivo que era ese joven... Y Miley, tú fuiste quien nos lo presentó.

Quizá fue obra del destino o una casualidad, pero el senador le ahorró a Miley la respuesta.
–Bien, lamento interrumpir mi fiesta de cumpleaños, pero tengo que tomar un avión hacia Washington...
Media hora más tarde se marchaban los últimos invitados y Miley los estaba despidiendo junto a su padre cuando vio aparecer un automóvil en el camino de entrada.
–¿Quién diablos puede ser? –preguntó Philip, frunciendo el entrecejo cuando los faros los alumbraron a ambos.
Miley se fijó en el vehículo cuando este cruzaba bajo una de las luces del camino de entrada. Era un Mercedes azul pálido.
–¡Es Parker!
–¿A las once de la noche?
Miley tuvo un mal presentimiento, que se incrementó cuando a la luz del porche distinguió el rostro tenso y sombrío de su novio.
–Creí que la fiesta habría terminado ya. Tengo que hablar con vosotros –anunció Parker.
–Parker –empezó a decir Miley –, no olvides que mi padre ha estado enfermo...
–No voy a inquietarlo sin necesidad –prometió el banquero, casi empujándolos hacia el interior de la casa–. Pero debe estar al corriente de los hechos para que podamos enfrentarnos a ellos del modo apropiado.
–¡Deja de hablar como si yo no estuviera presente! –le espetó Philip cuando entraban en la biblioteca–. ¿De qué hablas? ¿Qué diablos está ocurriendo?
Parker se detuvo para cerrar la puerta. Luego se dirigió a los dos:
–Creo que deberíais sentaros.
–¡Maldita sea Parker, nada me altera más que me mantengan en vilo...!
–Muy bien. Philip, anoche tuve ocasión de leer la sentencia de divorcio de Miley , y vi que contiene varias irregularidades. ¿Te acuerdas de que hace unos ocho años apareció la noticia sobre un abogado de Chicago que aceptaba honorarios de clientes y luego se los embolsaba sin ni siquiera llenar los documentos del caso?
–Sí. ¿Y qué?
–Y hace unos cinco años se produjeron otras historias en torno a un supuesto abogado del South Side, de nombre Joseph Grandola, convicto de más de cincuenta casos de suplantación del cargo. Este hombre se hacía pasar por abogado, se embolsaba los honorarios y sus casos nunca llegaban al tribunal de justicia. –Parker esperó a que se produjera algún comentario, pero Philip se puso rígido y guardó silencio. En vista de ello, Parker prosiguió–: Grandola estudió un año de derecho antes de que la universidad lo expulsara. Unos años después abrió un bufete en un barrio pobre, en el que casi todos sus clientes eran gente poco menos que analfabeta. Durante más de diez años salió adelante con su basura porque solo aceptaba casos en los que el juicio era innecesario y que, además, raramente requerían la presencia de un abogado del bando contrario. Divorcios incontestados, testamentos a redactar y asuntos de ese estilo.


Miley se hundió en el sofá, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. Aceptaba la evidencia de lo que Parker iba a decirle a Philip, aunque su corazón negaba la veracidad de la historia. La voz de Parker sonó como desde la lejanía:


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