sábado, 9 de noviembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 26


–No es malo. En realidad es bastante bueno. El porcentaje de empleados de grupos minoritarios es un poco bajo, pero no lo bastante como para que la prensa nos dedique titulares o el gobierno no nos pase pedidos. Recursos humanos ha hecho un buen trabajo en lo que se refiere a la contratación de personal, a los ascensos y cosas así. Lloyd Waldrup, el vicepresidente de la división, es un hombre agudo y posee buenas credenciales para el cargo.
–Es un reaccionario aunque lo disimule –intervino Tom Anderson, inclinándose para servirse una taza de café del servicio de plata que había sobre la mesa.
–Es una acusación ridícula –objetó David Talbot, irritado–. Lloyd Waldrup me dio el fichero donde figura el número de mujeres y de empleados de los distintos grupos étnicos que prestan su servicio en todos los departamentos y en las distintas categorías. El número de personas de estos grupos que ostentan el cargo de director es justo.
–No creo en ese informe.
–Dios, ¿qué te pasa, Tom? –replicó David, volviéndose en la silla y encarándose indignado con Anderson, cuyas facciones no se alteraron en lo más mínimo–. Cada vez que adquirimos una compañía te metes con los encargados de recursos humanos. ¿Por qué razón los desdeñas casi siempre?
–Supongo que porque casi siempre son chupatintas hambrientos de poder.
–¿Incluido Waldrup?
–Especialmente Waldrup.
–¿Y cuál, entre tus aclamados instintos, te induce a pensar así de este hombre?
–Ponderó mi indumentaria durante dos días seguidos. No me fío de quienes alaban mi ropa, sobre todo si ellos mismos llevan puesto un clásico traje gris.
Risitas ahogadas rompieron la tensión surgida en la sala. El mismo David pareció relajarse.
–Aparte de esa intuición, ¿hay algún otro motivo que te lleve a creer que Waldrup miente con respecto a sus prácticas de contratación y ascenso?
–Sí, lo hay –respondió Tom, cuidando de que la manga de su chaqueta a cuadros no tocara el café cuando alargó la mano para coger la azucarera–. Hace ya un par de semanas que me paseo por su edificio mientras tú te ocupabas de tu trabajo en recursos humanos. Lo cierto es que no he podido evitar reparar en un pequeño detalle. –Hizo una pausa para remover el café, lo que enojó a todos excepto a Nick, que seguía mirándolo con tranquilo interés. Por fin, Tom se reclinó en el asiento, cogió la taza y cruzó las piernas.
–¡Tom! –exclamó David, malhumorado–. ¿Responderás de una vez para que podamos seguir con la reunión? ¿Qué notaste mientras rondabas por el edificio?
Imperturbable, Tom arqueó sus pobladas cejas y respondió:
–Vi hombres sentados en despachos privados.
–¿Y qué?
–No vi mujeres, excepto en contabilidad, donde siempre las ha habido. Y solo dos de esas mujeres con despacho propio tenían secretarias. Eso hace que me pregunte si tu amigo Waldrup está improvisando algunos títulos altisonantes para que las señoras se sientan felices... y para que él mismo dé una buena imagen en sus ficheros de empleo. Si esas mujeres tienen en realidad cargos directivos, ¿dónde están sus secretarias? ¿Dónde están sus oficinas?
–Lo comprobaré –aseguró David, y exhaló un suspiro de irritación–. Tarde o temprano lo habría descubierto, pero es mejor saberlo ahora. –Se volvió hacia Nick y prosiguió–: Algún día tendremos que situar la política de salarios y vacaciones de Haskell en línea con la de Intercorp. Haskell daba a sus empleados tres semanas de vacaciones después de tres años en la empresa, y cuatro semanas a los ocho años. Esta política le está costando a la empresa una fortuna en tiempo perdido y la constante necesidad de contratar empleados suplentes.
–¿Cómo se comparan los salarios?
–Son inferiores a los nuestros. La filosofía de Haskell es dar más tiempo libre y menos dinero. Me reuniré contigo cuando tenga más detalles. Haré números y escribiré mis recomendaciones.

Durante otras dos horas, Nick escuchó los informes del resto del equipo y debatió soluciones. Cuando terminaron de hablar de Haskell, Nick les puso al corriente de los acontecimientos de otras divisiones de InterCorp que podrían ser objeto de su preocupación inmediata o futura. Desde una amenaza de huelga en una factoría textil en Georgia hasta el diseño y la capacidad de la nueva instalación de Haskell en el amplio terreno que acababan de adquirir en Southville.

Durante toda la reunión, un hombre, Peter Vanderbilt, había permanecido en silencio y atento como un brillante y algo sorprendido graduado que conociera los elementos básicos, pero que estuviera aprendiendo las sutilezas de boca de un grupo de expertos. A sus veintiocho años, Peter era una antigua «promesa» de Harvard, con el coeficiente mental de un genio. Se especializaba en el examen de firmas, presumibles adquisiciones de Intercorp, analizando su potencial de beneficios para después hacerle a Nick las recomendaciones oportunas. Haskell Electronics había sido una de las elecciones de Peter, e iba a convertirse en su tercer triunfo consecutivo. Nick lo había enviado a Chicago con el equipo para que adquiriera experiencia de primera mano de lo que ocurría después de la compra. El jefe quería que aquel joven talento observara lo que no podía ser visto en los datos financieros sobre los que se apoyaba cuando hacía sus recomendaciones a favor o en contra de una nueva adquisición; como por ejemplo, interventores blandos a la hora de realizar los cobros o directores de recursos humanos reaccionarios.

Nick lo había traído para que observara y fuera observado. A pesar del indiscutible éxito de Peter hasta el momento, Nick sabía que el joven aún necesitaba ser guiado. Además, según las circunstancias, era engreído e hipersensible, insolente o tímido. Eso debía cambiar. Peter Vanderbilt poseía un enorme talento en bruto. Había que canalizarlo.
–¿Peter? –dijo Nick–. ¿Algo en tu jurisdicción que tengamos que saber?
–Tengo varias firmas que serían buenas adquisiciones –informó Peter–. No de la envergadura de Haskell, pero rentables. Una de ellas fabrica software en Silicon Valley.
–No quiero compañías de software –le interrumpió Nick.
–Pero JHL es...
–No quiero compañías de software, Peter –repuso Nick con firmeza–. Son un maldito riesgo en estos momentos. –Advirtió que Peter enrojecía. Al recordar que su misión era encauzar el gran talento del joven y no aplastar su entusiasmo, Nick refrenó su impaciencia–. No lo tomes como un juicio de tu capacidad, Peter. Nunca te había dicho lo que siento con respecto a los fabricantes de software. ¿Qué más quieres recomendar?
–Usted mencionó que deseaba ampliar nuestra división comercial de bienes inmobiliarios –dijo Peter con tono vacilante–. Hay una compañía en Atlanta, otra aquí en Chicago y una tercera en Houston. Las tres buscan comprador. Las dos primeras poseen edificios para oficinas de tamaño medio o grande. La tercera, es decir, la de Houston, posee sobre todo tierras. Se trata de una firma familiar, y los dos propietarios, los hermanos Thorp, que la administran, están en malas relaciones desde la muerte del padre, hace unos años. –Todavía acobardado por el inmediato rechazo de su primera recomendación, Peter se apresuró a poner sobre el tapete los inconvenientes que presentaba esta última recomendación–. Houston ha estado sumido en una prolongada crisis y supongo que no hay razones para dar por sentado que la reciente recuperación será duradera. Por otra parte, como los hermanos Thorp no parecen ponerse de acuerdo en nada, es probable que las negociaciones nos causen más problemas de lo que el asunto merece...
–Veamos. ¿Me estás diciendo que debemos comprar o que no debemos comprar? –le preguntó Nick, sonriendo para tratar de paliar su brusquedad anterior–. Tú limítate a elegir tus opciones, basándote en tu mejor juicio, y el resto déjamelo a mí. Se trata de mi trabajo, y si además del tuyo quieres hacer también el mío, me sentiré inútil.
Varios miembros del equipo volvieron a reír. Peter se puso de pie y le entregó a Nick una carpeta con la etiqueta «Adquisiciones recomendadas. Compañías de bienes inmuebles comerciales». En ella estaban los datos sobre las tres firmas que el joven había recomendado más otra docena de empresas de menor interés. Más relajado, Peter volvió a sentarse.
Nick abrió la carpeta. Los dossieres eran voluminosos y los análisis de Peter –lo comprobó con solo echar un vistazo–, de una extrema complejidad. Para no retener innecesariamente a sus hombres, Nick se dirigió a ellos.
–Caballeros –anunció–, Peter ha sido tan minucioso como de costumbre y su documentación me llevará largo tiempo de examen. Creo que por el momento hemos cubierto los puntos más urgentes. La semana que viene me reuniré individualmente con cada uno de ustedes. –Se volvió hacia Peter–. Vamos a mi despacho, y echaremos un vistazo a tus documentos.

Acababa de sentarse cuando por el intercomunicador la señorita Stern le anunció la llamada de Bruselas. Con el auricular apoyado en el hombro, Nick esperaba oír la voz al otro lado del Atlántico mientras leía el primer informe de la carpeta de Peter.
–¡Nick! –gritó Josef Hendrik para hacerse oír por encima de las interferencias–. La conexión es mala, pero mis buenas noticias no pueden esperar. Aquí mi gente está de acuerdo con la idea de sociedad limitada que te propuse el mes pasado. No se oponen a ninguna de tus estipulaciones.
–¡Magnífico, Josef! –exclamó Nick, pero su voz sonó un tanto apagada por el sueño que le provocaba el desajuste horario del viaje en avión, y también porque se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía. Más allá de los ventanales de su oficina, las luces pestañeaban en los rascacielos mientras el firmamento se envolvía en tinieblas. Abajo, en la avenida Michigan, sonaban los cláxones. Era el cotidiano embotellamiento de la hora punta, cuando todo el mundo volvía a casa. Nick encendió la lámpara de su escritorio y Peter, respondiendo a una mirada, se levantó y encendió también las del techo.
–Es tarde –dijo Nick–. Y todavía tengo que hacer varias llamadas. Me llevaré a casa tu carpeta y la estudiaré durante el fin de semana. Ya hablaremos el lunes por la mañana, a las diez.
La sauna y la ducha lo hicieron sentirse como nuevo. Se envolvió una toalla a la cintura y tendió la mano hacia el reloj de pulsera que había dejado sobre la barra de mármol negro que rodeaba el cuarto de baño de forma circular. Sonó el teléfono.
–¿Estás desnudo? –le preguntó Alicia Avery con voz sensual e insinuante.
–¿A qué número llama? –respondió Nick, fingidamente confuso.
–Al tuyo, querido. ¿Estás desnudo?
–Casi –dijo él–. Se me hace tarde.
–Me alegro muchísimo de que finalmente estés en Chicago. ¿Cuándo llegaste?
–Ayer.
–¡Ahora te tengo en mis garras! –Se oyó su risa seductora, contagiosa–. No imaginas los pensamientos eróticos que he tenido para esta noche, cuando regresemos del baile a beneficio de la ópera. Te he echado de menos –añadió, tan franca y directa como de costumbre.
–Nos veremos dentro de una hora –le prometió Nick–. Es decir, si me permites vestirme.
–Está bien. En realidad, es papá quien ha llamado. Temía que te olvidaras de lo de esta noche. Desea verte casi tanto como yo... aunque por razones distintas, claro.
–Claro –bromeó Nick.
–Por cierto, será mejor que te diga que mi padre piensa proponerte como socio del club de campo de Glenmoor. El baile es el lugar perfecto para presentarte a algunos de los otros socios y ganarte su voto. Claro está que todo eso es innecesario –aclaró Alicia–. Será pan comido para ti. –Y antes de pasarle el auricular a su padre, se le ocurrió otra idea–: Ah, la prensa acudirá en masa esta noche, así que prepárate para ser zarandeado. ¡Qué humillación, señor Farrell! –bromeó–, saber que mi acompañante va a causar más sensación que yo...

La mención del club de campo de Glenmoor, donde hacía ya tanto tiempo había conocido a Miley, causó tal impacto a Nick que apenas oyó el resto de la perorata de Alicia. Ya era socio de dos clubes de campo, ambos de élite, tanto como Glenmoor. Pero, por supuesto, raramente frecuentaba esos lugares. Si se asociaba a un club de Chicago, y no sentía el menor deseo de hacerlo, no sería Glenmoor.
–Dile a tu padre que le agradezco su intención, pero que no se moleste. –Iba a añadir algo cuando sonó la voz del propio Stanton Avery.
–Nick –dijo con su voz franca y cordial–. No habrás olvidado la fiesta de esta noche a beneficio de la ópera.
–No la he olvidado, Stanton.
–Oh, bien. Pensé que podríamos pasar a buscarte a las nueve, parar en el Yatch Club a tomar unas copas y luego ir al hotel. De este modo no tendremos que soportar La Traviata antes de que empiece en serio la fiesta. ¿O acaso te gusta La Traviata?
–Odio la ópera –bromeó Nick, y Stanton respondió con una risita de complicidad. En los últimos años Nick había asistido a docenas de óperas y conciertos, porque en su posición, y siempre pensando en los negocios, el patrocinio y la asistencia a los actos culturales eran una necesidad. Ahora que conocía, contra su voluntad, las sinfonías y las óperas más importantes, su gusto musical no había experimentado cambio alguno. Le aburrían soberanamente y, sobre todo, le parecían demasiado largas–. A las nueve es buena hora –aceptó.
A pesar de que la ópera le aburría y de que la idea de ser acorralado por la prensa no le resultaba agradable, Nick deseaba asistir a la velada, como descubrió al empezar a afeitarse. Había conocido a Stanton Avery hacía cuatro años, en California, y siempre que iba a Chicago –o Stanton a Los Ángeles–, ambos hacían lo posible por verse. A diferencia de otros miembros pedantes de la alta sociedad, conocidos de Nick, Stanton era un hombre de negocios luchador y honesto, con los pies en el suelo. Por estas cualidades, a Nick le resultaba simpático. De poder elegir un suegro, Stanton Avery sería sin duda el ideal. Por su parte, Alicia se parecía mucho a su padre; era sofisticada y refinada, pero cuando quería alcanzar algo iba directo al grano. Ambos, padre e hija, habían querido que esa noche Nick los acompañase al baile a beneficio de la ópera, y se negaban a aceptar una negativa. Nick no solo había terminado por aceptar, sino que además había contribuido con cinco mil dólares a la obra patrocinadora.

Cuando dos meses antes Alicia se había reunido con él en California y su padre insinuó que ella y Nick deberían casarse, él sintió el impulso de aceptar, pero le duró poco. Le gustaba Alicia, en la cama y fuera de ella, y también le gustaba su estilo. Pero Nick arrastraba la triste experiencia de una unión desastrosa, el matrimonio con una rica y mimada hija de la alta sociedad de Chicago, y no quería repetir el episodio. Había huido de la posibilidad de un nuevo casamiento, porque nunca volvió a sentir lo mismo que por Miley (aquella pasión incontenible, la necesidad enfermiza de verla, de tocarla, de oír su risa; aquel sentimiento avasallador que lo convertía en un esclavo y que nunca se saciaba). Ninguna otra mujer lo había mirado y lo había hecho sentirse poderoso y humilde a la vez, ninguna le había inspirado el furioso deseo de ser más y mejor de lo que era. Casarse con alguien que no despertara en él los mismos sentimientos era contentarse con el segundo premio, con un sucedáneo. Y desde luego, en ninguna dimensión de la vida él era un hombre que se contentara con menos. Sin embargo, tampoco tenía deseos de pasar de nuevo por aquellas turbulentas y mortificantes emociones. Habían sido tan dolorosas como placenteras, y tras la ruptura del matrimonio, el recuerdo de la esposa traicionera lo había perseguido dolorosamente durante años, convirtiendo su vida en un verdadero infierno.

La verdad era que si Alicia hubiera calado tan hondo en su corazón como Miley,  Nick habría escapado lo antes posible. No estaba dispuesto a permitir que nada ni nadie lo convirtiera una vez más en un ser vulnerable. Nunca. Sabía que ahora que estaba en Chicago Alicia lo presionaría. Si lo hacía, no tendría más remedio que aclararle que el matrimonio no entraba en sus planes, o tendría que poner fin a aquellas deliciosas relaciones.

Nick salió del cuarto de baño con la chaqueta del esmoquin puesta. Se encogió de hombros. Aún faltaban quince minutos para la llegada de Alicia y su padre, así que se encaminó al otro extremo del apartamento y subió a la plataforma donde estaba el bar junto a varios sofás. Era un espacio ideal para improvisar reuniones. Había elegido ese edificio y ese apartamento porque las paredes exteriores eran una sucesión de ventanales de vidrio curvado, que ofrecían una vista impresionante de Lake Shore Drive y del perfil de la ciudad. Se quedó mirando por un momento el paisaje, luego se volvió con la intención de servirse un coñac. Al hacerlo, rozó con la chaqueta un diario cuidadosamente doblado que la mujer de la limpieza había dejado sobre una mesita. El diario cayó al suelo, desparramándose.
Nick vio a Miley.

La fotografía de la que había sido su esposa lo contemplaba desde la última página de la primera sección. Como siempre, lucía una sonrisa perfecta, un pelo perfecto, una mirada perfecta. Típico de Miley  pensó Nick al tiempo que recogía el periódico y miraba con rabia el rostro antes adorado. Miley había sido una adolescente preciosa, pero el fotógrafo se desvivía, consiguiendo su propósito, para que la hermosa criatura se pareciera a Grace Kelly de joven.

La mirada de Nick pasó de la fotografía al texto del artículo. Se sorprendió. Según la periodista, Sally Mansfield, Miley se había comprometido en matrimonio con el «amor de su niñez», Parker Reynolds III; y Bancroft & Company celebraría la boda –en febrero– con unas grandes rebajas en Chicago y en todas las sucursales del país.
Nick arrojó el periódico y se dirigió al ventanal. En sus labios apareció una sonrisa irónica. Había estado casado con aquella pequeña zo/rra, pérfida y traidora, y ni siquiera se había enterado de que ella tenía un viejo amor, un amor de juventud. Tuvo que admitir que él y su mujer no habían llegado a conocerse. No obstante, lo que ahora sabía de ella, le resultaba despreciable.

Al pensar en eso Nick se dio cuenta de que sus ideas no estaban de acuerdo con sus sentimientos. Era evidente que reaccionaba así por costumbre, puesto que en realidad ya no despreciaba a Miley.  No sentía por ella más que un frío disgusto. Lo ocurrido entre ambos era historia, una historia tan lejana que el tiempo había erosionado toda emoción intensa, incluso el sentimiento de desprecio. En el vacío no había nada... nada, excepto desagrado y lástima. Miley había sido demasiado pusilánime para ser perversa; pusilánime y completamente dominada por su padre. A los seis meses de embarazo abortó y después le envió un telegrama para informarle de lo que había hecho, dándole la noticia del divorcio. Y a pesar de todo, él estaba tan locamente enamorado que tomó un avión para verla y persuadirla de que no pidiera el divorcio. Cuando llegó al hospital, en el vestíbulo del ala Bancroft lo detuvieron sin dejarlo pasar, obedeciendo órdenes de Miley.  Pensando que quizá fuera cosa de Philip, había vuelto al hospital el día siguiente, pero entonces se topó con un policía que le pasó por la cara un mandato judicial en que se decía que le quedaba prohibido aproximarse a Miley.

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