miércoles, 20 de noviembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 31


–Ese terreno ha estado en venta durante años –comentó Sam con una sonrisa–. Aún estará disponible dentro de un par de semanas. Además, cuanto más tiempo esperemos, más acorralados estarán los Thorp y más dispuestos a aceptar nuestra ruinosa oferta. –Como Miley todavía parecía preocupada, Sam añadió–: Intentaré que mi gente se apresure con el asunto Wilson. Viajaré a Houston en cuanto lo tengamos arreglado.

Poco después de las seis de la tarde Miley levantó la vista de los contratos que había estado leyendo y vio a Phyllis que se dirigía hacia ella con el abrigo puesto y el diario vespertino en la mano.
–Siento lo de Houston. Me refiero a que no hayan aprobado la construcción de todo el complejo.
Miley se reclinó en el asiento y sonrió con cansancio.
–Gracias, Phyllis.
–¿Por sentirlo?
–No –respondió Miley  cogiendo el diario–. Por preocuparte. Bueno, una cosa va por la otra. Supongo que en conjunto ha sido un buen día.
Phyllis señaló el diario que Miley se disponía a ojear.
–Espero que eso no te haga cambiar de idea
Desconcertada, Miley abrió el periódico y en la segunda página vio una gran fotografía de Nicholas Farrell junto a una chica, aspirante a estrella de la pantalla, que había viajado a Chicago en el avión privado del financiero para asistir con él a la fiesta de un amigo la noche anterior. En la mente de Miley se agolparon recuerdos de recortes de prensa mientras echaba un vistazo al entusiasta artículo sobre el más reciente empresario de Chicago y soltero de oro. Sin embargo, cuando Miley alzó la mirada, su rostro no revelaba emoción alguna.
–¿Por qué tendría que alterarme esto?
–Echa una ojeada a la sección de economía –aconsejó la secretaria.
Miley estuvo a punto de decirle que se estaba tomando demasiadas libertades, pero se contuvo. Aquella joven había sido su primera y única secretaria, al igual que ella había sido su primer jefe. En los seis años que llevaban juntas habían trabajado codo con codo cientos de noches y docenas de fines de semana.

En la primera página de la sección de economía había otra fotografía de Nick, acompañada de otro artículo laudatorio, en este caso referido a su actividad en Intercorp y también a su propósito de instalar una fabulosa planta industrial en Southville. No faltaba una nota más íntima: Nicholas Farrell había adquirido un ático en las Berkeley Towers. Era un lujoso apartamento que Nick mismo había hecho amueblar.

Junto a la fotografía de Nick, un poco más abajo, aparecía otra de Miley  acompañada de un texto en que se recogían sus proyectos de expansión para Bancroft, siempre en la línea del comercio al por menor.
–Le han dado preferencia –comentó Phyllis, apoyando la cintura en el borde de la mesa de Miley sin dejar de mirar el diario–. No hace ni dos semanas que está en Chicago y la prensa local no para de hablar de él.
–En la prensa también abundan las noticias sobre ladrones y violadores –le recordó Miley.  Detestaba tanta alabanza del liderazgo de Nick, y estaba furiosa consigo misma porque, por alguna extraña razón, al ver su fotografía había sentido un temblor en las manos. Sin duda aquella reacción se debía al hecho de que Nick estuviera en Chicago y no a miles de kilómetros de distancia, que era donde debería estar.
–¿De veras es tan atractivo como parece en las fotos?
–¿Atractivo? –susurró Miley con estudiada indiferencia, al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al armario para recoger su abrigo–. A mí no me lo parece.
–Es un pelmazo, ¿verdad? –inquirió Phyllis con una irreprimible sonrisa.

Miley también sonrió y se dispuso a cerrar con llave el escritorio.
–¿Ni más ni menos?
–Leí la sección de Sally Mansfield –contestó Phyllis–. Cuando me enteré de que le habías parado los pies delante de todo el mundo, pensé que ese tipo tenía que ser un auténtico pelmazo. Miley  te he visto tratar con hombres que te resultaban intolerables, y siempre lo hiciste cortésmente, con una sonrisa.
–En realidad, Sally Mansfield malinterpretó lo ocurrido. Apenas conozco a ese tipo. –Cambió deliberadamente de tema–. ¿Todavía tienes el coche en el taller? Puedo llevarte a casa.
–No, Miley  muchas gracias –repuso la joven–. Voy a cenar a casa de mi hermana, que vive en dirección opuesta a la tuya.
–Te llevaría de todos modos, pero se ha hecho tarde y hoy es miércoles...
–Y los miércoles Parker y tú coméis en tu apartamento.
–Así es.
–Es una suerte para ti que te guste la rutina, Miley  A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite lo mismo en los mismos días y horas. Y así una semana y otra, año tras año...
Miley se echó a reír. Luego dijo:
–Para, por favor. Estás consiguiendo que me deprima. Además, me gusta la rutina, el orden, la dependencia.
–En cambio, a mí no. Me gusta la espontaneidad.
–Por eso tus citas rara vez aparecen la noche indicada y no digamos ya a la hora indicada –bromeó Miley.
–Es cierto.


Miley hubiera deseado olvidarse de Nick Farrell, pero Parker llegó a su casa con el diario en la mano.
–¿Has visto el artículo sobre Farrell? –le preguntó su novio después de darle un beso.
–Sí. ¿Quieres beber algo?
–Por favor.
–¿Qué te apetece? –inquirió Miley, encaminándose al viejo armario que había convertido en mueble bar.
–Lo de siempre.
Miley se disponía a coger un vaso cuando se detuvo. Se acordó de las palabras de Demi y de las que acababa de pronunciar Phyllis. Ambas se referían más o menos a lo mismo: «Necesitas a alguien que te haga sentir algo distinto, obrar de un modo distinto, como votar a un demócrata...». «A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite las mismas cosas en los mismos días y horas...»
–¿Estás seguro de que no te gustaría tomar algo distinto a lo de siempre? –dijo Miley con voz vacilante, mirando a Parker por encima del hombro–: Un gin–tonic, por ejemplo.
–No seas tonta. Siempre bebo whisky con agua, cariño. Y tú vino blanco. Es lo que se llama una costumbre.
–Parker –masculló Miley- , Phyllis me ha comentado algo, y Demi dijo lo mismo hace una semana... Algo que me obliga a preguntarme si estaremos... –Se le quebró la voz, y entonces decidió tomar un gin–tonic en lugar de vino.
–Te obliga a preguntarte ¿qué? –inquirió Parker, advirtiendo el desánimo de su novia y situándose detrás de ella.
–Me pregunto si habremos caído en la rutina.
Parker le rodeó la cintura con los brazos.
–Me gusta la rutina –musitó, y le dio un beso en la sien–. Me gusta la repetición, lo profetizable. Y a ti también.
–Ya sé que a mí también. Pero me pregunto si con el paso de los años tanta rutina acabará aburriéndonos y aburrirá a los demás. ¿No crees que un poco de excitación también puede ser agradable?
–No mucho –replicó él. La hizo volverse y añadió con amable firmeza–: Miley  si estás enojada conmigo por haber pedido esas condiciones especiales para el préstamo de Houston, entonces dímelo. Si estás decepcionada, dímelo. Pero no te escapes por la tangente con razones que no tienen nada que ver.
–No estoy haciendo eso –aseguró Miley con sinceridad–. De hecho, he sacado de la caja fuerte los certificados de mis acciones para entregártelos. Ahí están, en aquel sobre grande que ves sobre el escritorio. –Por el momento Parker ignoró el sobre y clavó la mirada en ella. Miley prosiguió–: Admito que me asusta entregar todo lo que poseo, pero te creo cuando dices que la junta de tu banco no ha querido conceder el préstamo en condiciones más favorables.
–¿Estás segura? –le preguntó Parker con seria y preocupada expresión.
–Del todo –afirmó Miley con una sonrisa. Le dio la espalda para prepararle la bebida–. ¿Por qué no echas un vistazo a los certificados y te aseguras de que están en orden? Mientras, veré qué nos ha preparado la señora Ellis y pondré la mesa. –La señora Ellis ya no trabajaba para el padre de Miley pero los miércoles limpiaba el apartamento de la joven, hacía las compras de la semana y dejaba preparada la comida de ese día.
Parker se encaminó al escritorio mientras Miley extendía un mantel de hilo sobre la mesa del comedor.
–¿Están aquí dentro? –le preguntó Parker, levantando un sobre de papel manila.
Miley miró el sobre por encima del hombro.
–No. Ahí están mi pasaporte, mi partida de nacimiento y algunos otros papeles. Los certificados de las acciones están en un sobre más grande.
Parker cogió otro sobre, leyó el remite y frunció el entrecejo, confuso.
–¿Es este?
–No –le respondió Miley- . Ahí están los documentos de mi divorcio.
–Este sobre no ha sido abierto. ¿Es que nunca has leído el contenido?
Ella se encogió de hombros al tiempo que cogía servilletas de tela de la mesita auxiliar.
–Desde que los firmé no he vuelto a mirarlos. Pero recuerdo el contenido. Dicen que a cambio de una recompensa de diez mil dólares Nicholas Farrell me concede el divorcio y renuncia a todo derecho sobre mi persona y mis propiedades.
–Seguro que la redacción no se parece mucho a lo que acabas de decir –comentó Parker, sonriendo y girando el sobre–. ¿Te importa si le echo una ojeada?
–No, pero no sé por qué quieres hacerlo.
Parker sonrió irónicamente.
–Curiosidad profesional. Soy abogado, ¿recuerdas? Además del aburrido y enojoso banquero que tu amiga Demi cree que soy. No deja de incordiarme a toda hora, como habrás visto.
No era la primera vez que Parker hacía una observación que delataba que las bromas de Lisa le resultaban pesadas. Miley trató de recordarlo. Le diría a su amiga, esta vez en serio, que dejase de meterse con Parker. Si al fin y al cabo este tenía motivos para estar orgulloso, era innecesario y torpe herirlo en su orgullo. Miley decidió no recordarle en aquel momento que se había especializado en leyes fiscales, no en civiles.
–Mira lo que quieras –replicó ella, e inclinándose lo besó en la mejilla–. Me gustaría que no tuvieras que viajar a Suiza. Te echaré de menos.
–Son dos semanas. Podrías acompañarme.
Tenía que dar una conferencia ante la Reunión Mundial de la Banca y a Miley le habría gustado asistir, pero no era posible.
–Sabes que me encantaría, pero esta época es...
–La época de más trabajo del año –concluyó él, sin resentimiento–. Lo sé.

La señora Ellis había dejado en la nevera una fuente maravillosamente presentada de pollo marinado y ensalada de corazones de palmito. Como de costumbre, Miley no tenía nada que hacer excepto abrir la botella de vino blanco y llevar la comida a la mesa. De todos modos sus habilidades culinarias no llegaban más lejos. Había intentado aprender a cocinar en más de una ocasión, pero sin éxito. Y como era una actividad que no le divertía, se contentaba con trabajar largas jornadas y dejar las tareas domésticas en manos de la señora Ellis. Si la comida no podía ir a parar a la mesa directamente desde el horno o el microondas, Miley no sentía el menor deseo de molestarse por ella.
–La comida está servida –dijo acercándose a Parker.
Por un momento, su prometido pareció no haberla oído. Luego, frunciendo el entrecejo, levantó la mirada de los documentos que estaba leyendo.
–¿Ocurre algo?
–No estoy seguro –respondió Parker, como si hubiera descubierto un error–. ¿Quién se encargó de tu divorcio?

Despreocupadamente, Miley se sentó en un brazo del sillón que ocupaba Parker. Miró con fastidio los papeles, que llevaban el encabezamiento: «Sentencia de divorcio». En la segunda línea se leía: «Miley Alexandra Bancroft contra Nicholas Allan Farrell».
–Mi padre se encargó de todo. ¿Por qué lo preguntas?

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