Noviembre de 1989
En Chicago una multitud deambulaba por la avenida Michigan. Caminaban lentamente, debido en parte a la suavidad de aquel día de noviembre, pero también a gran cantidad de compradores arremolinados ante escaparates de los grandes almacenes Bancroft & Company, espectacularmente adornados para las fiestas navideñas.
Desde su inauguración en 1891, Bancroft había pasado de un pintoresco edificio de dos plantas, con marquesinas abovedadas de color amarillo en las ventanas, a una estructura de catorce pisos de mármol y cristal que ocupaba toda una manzana. Un detalle había permanecido inalterable desde el principio: los dos porteros uniformados hacían guardia a ambos hados de la entrada principal. Este pequeño toque de lujosa elegancia constituía el símbolo visible de la insistencia de Bancroft en ofrecer dignidad y gracia a sus clientes.
Los dos ancianos porteros, en tan fiera competencia que apenas se habían hablado durante los treinta años que llevaban trabajando juntos, observaron la llegada de un BMW negro. Ambos hombres estaban deseando que el chófer detuviera el vehículo en su respectiva zona.
El coche pareció detenerse en la curva, ante Leon, que contuvo el aliento; pero cuando el BMW se deslizó hasta el otro extremo de la puerta, el viejo portero lanzó un suspiro de irritación. Su adversario le ganaba la partida.. «Viejo miserable», se dijo Leon, pensando en Ernest.
–Buenos días, señorita Bancroft –saludó Ernest solícito, abriendo la portezuela del coche con una reverencia. Veinticinco años atrás había abierto la del coche del padre de Miley, había visto a la joven por primera vez y le había dicho exactamente las mismas palabras y con la misma reverencia.
–Buenos días, Ernest –le contestó Miley con una sonrisa. Al salir del vehículo, tendió las llaves al portero–. ¿Quiere rogarle a Carl que me aparque coche? Hoy tenía que cargar muchas cosas y no habría podido llevarlas en brazos desde el aparcamiento. –Esta clase de servicio era otro detalle con que Bancroft obsequiaba a su clientela.
–Por supuesto, señorita Bancroft.
–Transmítale mis saludos a Amelia –añadió la joven, refiriéndose a la esposa del portero. Miley conocía bien a muchos de los antiguos empleados de casa, que eran ya como de la familia para ella. En cuanto a los almacenes (el establecimiento principal de una cadena de la que formaban parte otras siete tiendas repartidas en varias ciudades del país), para Miley era como si estuviera en la mansión en que había crecido o en su propio apartamento.
De pie en la acera, Miley contempló el gentío agolpado frente a los escaparates. En su rostro apareció una sonrisa y su corazón se inundó de calor. Era un sentimiento que surgía cada vez que miraba la elegante fachada de Bancroft; un sentimiento de orgullo, de entusiasmo y furiosa protección. Sin embargo, hoy su felicidad era mucho mayor, ilimitada, pues la noche anterior Parker la había tomado entre sus brazos y le había dichocon tierna solemnidad que la amaba y quería casarse con ella. Después le deslizó en el dedo el anillo de compromiso.
–Este año los escaparates están mejor que nunca –comentó a Ernest, admirando entre la multitud los asombrosos resultados del talento y la destreza de Demi. Gracias a su trabajo en Bancroft, Demi Pontini era ya conocida y aclamada en su profesión. Estaba previsto que dentro de un año se jubilara el jefe del departamento de diseño, la joven ocupara su puesto.
Ansiosa por encontrar a Demi y contarle la noticia de su compromiso, Miley abrió la portezuela trasera del coche, sacó dos maletas y varios montones de carpetas llenas de documentos. Luego se dirigió al interior del edificio. En cuanto cruzó la puerta, un guardia de seguridad acudió en su auxilio.
–¿Puedo ayudarla, señorita Bancroft?
Miley se dispuso a rechazar el ofrecimiento, pero lo cierto es que ya le dolían los brazos. Además sentía el vivo deseo de pasear un poco por los almacenes antes de ir a ver a Demi y gozar de lo que al parecer iba a convertirse en un día cuyo volumen de ventas marcaría un nuevo hito, ante la multitud de compradores que se agolpaba en los pasillos y frente los mostradores.
–Gracias, Dan, se lo agradeceré –aceptó por fin, mientras se desprendía de su carga.
Al dirigirse hacia los ascensores, se alisó instintivamente la bufanda de seda que cruzaba las solapas de su abrigo blanco, se metió las manos en los bolsillos y pasó por la sección de cosméticos. Sufrió los empujones de la numerosa clientela, que se encaminaba hacia el centro de la nave en busca de los ascensores. Sin embargo, el gentío y la algarabía le complacieron.
Inclinó la cabeza y miró los árboles blancos de Navidad, de una altura de diez metros. Estaban decorados con brillantes luces rojas, grandes lazos de terciopelo y enormes adornos de cristal del mismo color. Alegres guirnaldas decoradas con trineos y campanas pendían de los pilares espejados que sostenían las naves, y el sistema de megafonía desgranaba alegremente las notas de Deck the Halles. Una mujer, de pie ante una cristalera de carteras, vio a Miley y propinó un codazo a su acompañante. Luego musitó:
–¿No es esa Miley Bancroft?
La otra mujer miró a su vez hacia donde le indicaba y confirmó:
–Sí que lo es Y el periodista que dijo que se parecía a Grace Kelly de joven estaba en lo cierto.
Miley las oyó, aunque apenas escuchó. En los últimos años se había acostumbrado a ser foco de atención de la gente y de los medios de comunicación. La revista Women’s Wear Daily la había definido como «la personificación de la elegancia serena» y Cosmopolitan como «totalmente chic». En cuanto al Wall Street Journal se refería a ella como a «la princesa reinante de Bancroft». Por el contrario, los miembros del consejo de administración solían llamarla «el dolor de muelas».
Esta última opinión era la única que le importaba a Miley. Lo que revistas y periódicos dijeran de ella le era indiferente, a menos que tuviera relación con los grandes almacenes. Sin embargo, lo que pensaran los miembros del directorio era harina de otro costal, ya que podían cerrarle el paso y cortar las alas de su sueño: la continua expansión de Bancroft por otras ciudades. En cuanto al presidente, su padre, no la trataba con mayor entusiasmo o afecto que los directores.
Pero aquel día, ni siquiera la batalla con su padre y el resto del equipo directivo podían ensombrecer su dicha. Era tan feliz que le resultó difícil contenerse y no ponerse a tararear el villancico que sonaba por los altavoces. En lugar de eso, hizo una travesura que de niña le encantaba. Se acercó a una de las columnas de espejos y, mirándose, fingió remeterse detrás de la oreja un mechón de pelo, después sonrió e hizo una mueca al agente de seguridad que sabía estaba dentro, en el hueco, al acecho de rateros.
Se volvió y se encaminó hacia las escaleras mecánicas. Demi había tenido la idea de decorar cada planta con un color distinto y de armonizar los matices en función del género a la venta. En opinión de Miley era una idea muy efectiva, como comprobó al llegar a la segunda planta, donde estaba la sección de peletería y de los modelos exclusivos. Allí todos los árboles de Navidad estaban ornamentados con un malva suave y relucientes lazos de oro. Frente a las escaleras mecánicas, sentado ante una reproducción de su casa, estaba un Papá Noel vestido en blanco y oro. Tenía un maniquí sobre la rodilla: una hermosa mujer envuelta en un magnífico camisón francés, que con un dedo apuntaba a un abrigo de armiño forrado a malva, cuyo precio era de veinticinco mil dólares.
Miley sonrió al admirar la atmósfera de lujo desbordante, una provocación para los compradores que se aventuraran en aquella sección. A juzgar por el gran número de hombres que estaban mirando las pieles y de las mujeres que se estaban probando los vestidos de grandes diseñadores, el señuelo era acertado. En aquella sección, todo diseñador que trabajara para la empresa tenía su propio salón para despliegue de sus colecciones. Miley recorrió el pasillo principal saludando aquí y allá con una inclinación de la cabeza a empleados conocidos. En el salón de Geoffrey Beene dos rollizas mujeres, luciendo abrigos de armiño, admiraban un ceñido vestido adornado con abalorios azules. La etiqueta del precio marcaba siete mil dólares.
–Con ese vestido parecerás una bolsa de patatas, Margaret –advertía una a la otra.
Haciendo caso omiso, la mujer se volvió hacia la vendedora y preguntó:
–Supongo que no tendrá la talla veinte de este vestido, ¿verdad?
En el salón contiguo una señora apremiaba a su hija, una adolescente de unos dieciocho años, para que se probara un traje de terciopelo de Valentino, mientras una vendedora permanecía discretamente atenta unos pasos más allá, esperando ser útil.
–Si te gusta –protestaba la chica, dejándose caer en el sofá–, póntelo tú. No voy a ir a tu est/úpida fiesta. Ya te dije que quería pasar la Navidad en Suiza.
–Ya lo sé, querida –le replicó la madre con expresión culpable y arrepentida–, pero pensamos que esta vez sería agradable que pasáramos juntos las fiestas. –La malhumorada adolescente no parecía dispuesta a dar su brazo a torcer.
Miley miró su reloj y advirtió que ya era la una y se dirigió a los ascensores, ansiosa por encontrar a Demi y darle la buena noticia. Se había pasado la mañana en la oficina del arquitecto revisando los planos del edificio de Houston. Y le esperaba una tarde muy ocupada.
El cuarto de diseño era, en realidad, un enorme almacén situado en el sótano. El lugar estaba atestado de mesas de dibujo, maniquíes desmembrados, gigantescas piezas de tela y los accesorios de todo tipo utilizados en los escaparates de exhibición durante la última década.
Miley se abrió paso en aquel caos que le resultaba tan familiar. Como parte de su primer aprendizaje había trabajado en todos los departamentos de los almacenes.
–Demi –llamó, y una docena de ayudantes de su amiga levantaron la cabeza–. ¿Demi?
–¡Aquí! –respondió una voz amortiguada. Una de las mesas fue desplazada y de debajo emergió la cabeza de Demi–. ¿Qué pasa ahora? –preguntó irritada, clavando la mirada en las piernas de Miley- . ¿Cómo se puede trabajar con tantas interrupciones?
–Eso digo yo –convino Miley al tiempo que se sentaba sobre la mesa y sonreía ante el sorprendido rostro de su amiga–. Nunca he sabido cómo encuentras aquí las cosas, y menos todavía cómo eres capaz de crearlas.
–¡Hola! –saludó Demi, arrastrándose por debajo de la mesa–. He estado intentando instalar unos alambres aquí abajo para tener la lista para la representación de la cena de Navidad que llevaremos a cabo en la sección de muebles. ¿Cómo te fue anoche con Parker?
–Oh, bien. Más o menos como de costumbre. –mintió Miley , y con la mano izquierda empezó a juguetear con la solapa de su abrigo, moviéndola ostensiblemente. Llevaba puesto el anillo de compromiso, un zafiro. El día anterior, le había dicho a Demi que tenía el presentimiento de que Parker iba a declararse.
Demi puso los brazos en jarras.
–¿Cómo de costumbre...? Por dios, Miley, se divorció hace dos años y has estado saliendo con él desde hace nueve meses. Pasas con sus hijas tanto tiempo como con él. Eres hermosa e inteligente, los hombres se enamoran de ti en cuanto te ven, pero Parker ha estado frecuentándote durante mucho tiempo y muy de cerca. Me parece que pierdes el tiempo con ese hombre. Si el muy idi/ota quisiera casarse contigo, hace tiempo que lo habría dicho.
–Me lo ha dicho –confirmó Miley con una sonrisa triunfal, pero Demi había iniciado su crítica habitual y tardó un poco en reaccionar.
–De todos modos, no es tu tipo. Lo que tú necesitas es un hombre que te saque de esa corteza conservadora en que vives encerrada. Alguien que te obligue a hacer cosas impulsivas, locuras, como votar a un demócrata una vez o ir a la Ópera los viernes en lugar de los sábados. Parker se parece demasiado a ti, es demasiado metódico, demasiado estable, demasiado prudente, demasiado... ¿Bromeas? ¿Se te ha declarado?
Miley asintió, y la mirada de Demi reparó por fin en el zafiro negro engastado en su anticuada montura.
–¿Tu anillo de compromiso? –preguntó cogiéndole la mano, y al examinar el anillo dejó de sonreír y frunció el entrecejo–. ¿Qué es esto?
–Es un zafiro –le contestó Miley , impasible ante la falta de entusiasmo de su amiga. En primer lugar, siempre le había gustado la franqueza de Demi, pero además, ni siquiera ella, que amaba a Parker, podía convencerse de que el anillo era deslumbrantemente hermoso. Se trataba de una bonita reliquia familiar. La complacía, eso era todo.
–Supuse que era un zafiro, pero ¿qué son esas piedras más pequeñas? No brillan como los buenos diamantes.
–Tienen un corte antiguo, sin muchas facetas. El anillo también es antiguo. Perteneció a la bisabuela de Parker.
–No podía permitirse uno nuevo, ¿eh? –bromeó Demi, y agregó–: ¿Sabes, Miley? Hasta que te conocí creía que los ricos compraban cosas magníficas sin mirar el precio.
–Eso hacen los nuevos ricos –puntualizó Miley – El dinero viejo es dinero tranquilo.
–Bueno, pues, entonces el dinero viejo podría aprender algo del nuevo. Vosotros, guardáis las cosas hasta que se estropean. Si me comprometo alguna vez y el tipo intenta regalarme el viejo anillo de su bisabuela, lo mando al diablo. ¿Y de qué está hecho el engarce? No es que reluzca mucho –concluyó con voz escandalizada.
–Es platino –le replicó Miley, sofocando la risa.
–Lo sabía. Supongo que ese material no se gasta y por eso alguien lo encargó de platino, hace un par de siglos.
–Así es –confirmó Miley, y por fin se echó a reír.
–De veras, Miley –añadió Demi, riendo con su amiga–, si no fuera porque te sientes obligada a ser un anuncio viviente de Bancroft, todavía vestirías las prendas de la universidad.
–Solo si fueran muy resistentes. –Sin fingir más, Demi abrazó a su amiga.
–No te llega a la suela de los zapatos. Nadie te llega a la suela de los zapatos.
–Es perfecto para mí –aseguró Miley- . Mañana por la noche se celebra el baile a beneficio de la ópera. Te daré dos entradas, una para ti y otra para Phil. –Miley se refería al fotógrafo comercial con quien salía Demi–. Después habrá una fiesta en que anunciaremos nuestro compromiso.
–Phil está en Nueva York, pero yo iré igualmente. Después de todo, si Parker va a formar parte de nuestra familia, tengo que aprender a quererlo. –Con una sonrisa incontenible, añadió–: Aunque sonría a las viudas...
–Demi –dijo Miley con tono más serio–, a Parker no le gustan tus bromas sobre banqueros y tú lo sabes. Ahora que estamos comprometidos, ¿me harás el favor de dejar de incordiarlo?
–Lo intentaré –prometió Demi–. No más peleas ni chistes de banqueros.
–¿También dejarás de llamarlo señor Drysdale?
–Dejaré de ver las reposiciones de Beverly Hillbillies –aseguró Demi.
–Gracias –le contestó Miley, y se puso de pie. Demi se apartó de pronto, muy preocupada por las arrugas de una gran pieza de terciopelo rojo.
–¿Pasa algo?
–¿Que si pasa algo? –replicó Demi volviendo el rostro, en el que lucía una sonrisa demasiado amplia–. ¿Qué iba a pasar? Mi mejor amiga se ha comprometido con el hombre de sus sueños. ¿Qué vas a ponerte mañana por la noche? –preguntó súbitamente para cambiar de tema.
–Todavía no lo sé. Mañana pasaré por la segunda planta y elegiré algo impactante. Aprovecharé para mirar también los vestidos de novia. Parker quiere un casamiento importante, sin que le falte un solo detalle. Por el hecho de que ya pasó por una boda formal a lo grande, no quiere dejarme a mí sin ella.
–¿Sabe lo de tu otro...? Me refiero a lo de tu otro matrimonio.
–Lo sabe –contestó Miley con voz más bien sombría–. Se mostró muy amable y comprensivo... –Se interrumpió cuando por el sistema de megafonía sonaron insistentemente unas campanadas. Los clientes estaban acostumbrados y no hacían caso, pero los jefes de departamento sabían que se trataba de un código y se detenían a escuchar por si se trataba del suyo, en cuyo caso se apresuraban a responder. Miley oyó dos campanadas cortas seguida de otra tras una breve pausa.
–Es mi código –dijo suspirando y poniéndose de pie–. Tengo que ir enseguida. Dentro de una hora hay una reunión de directivos y todavía tengo que leer unas notas.
–¡No les facilites nada! –dijo Demi, mientras se agachaba para meterse de nuevo debajo de la mesa.
A Miley le recordó a una niña pelirroja y desgreñada que jugaba en una tienda improvisada en el comedor familiar. Miley se dirigió al teléfono colgado de la pared, cerca de la puerta, y llamó a la operadora de los almacenes.
–Miley Bancroft –dijo–. Acaba de tocar mi código.
–Sí, señorita Bancroft –confirmó la operadora–. El señor Braden, del departamento de seguridad, pregunta si puede usted acudir a la oficina con urgencia. Se trata de algo importante.
Las oficinas de seguridad estaban situadas en la planta sexta, discretamente escondidas tras una falsa pared. Como vicepresidenta de operaciones, el departamento de seguridad estaba bajo la jurisdicción de Miley.
Rodeada de trenes eléctricos y victorianas casas de muñecas, abriéndose paso entre el gentío, Miley avanzó pensando en quién habían atrapado esta vez. Si requerían su presencia, debía de tratarse de alguien importante, pues por un simple ratero no la llamarían. Tal vez se tratara de un empleado. Desde los ejecutivos hasta los vendedores eran sometidos a la más estricta vigilancia. Aunque los rateros cometían el ochenta por ciento de los hurtos, los mayores perjuicios económicos los causaba el otro veinte por ciento. A diferencia de aquellos, que solo podían robar lo que lograban esconder, los empleados tenían muchas oportunidades y métodos para saquear diariamente las tiendas. El mes anterior, el departamento de seguridad había atrapado a un vendedor que había estado extendiendo créditos falsos a amigos, por inexistentes devoluciones de mercancía. Y dos meses atrás un comprador de joyería fue despedido por aceptar sobornos, hasta una suma de diez mil dólares, para adquirir artículos de inferior calidad, cosa que hizo en connivencia con tres proveedores.
Miley siempre creyó que había algo muy sórdido y enfermizo en un empleado ladrón o estafador de la empresa en que prestaba sus servicios. A ella le resultaba difícil no sentirse traicionada. Tensa, se detuvo ante una puerta sobre la que se leía: «Mark Braden, Director de Seguridad y Prevención de Pérdidas». Entró en la sala de espera anexa a la oficina de Mark.
Dos mujeres se hallaban sentadas en sendas sillas de vinilo y aluminio, pegadas a la pared. Una era joven, de poco más de veinte años; la otra, una anciana de más de setenta. Ambas estaban vigiladas por un guardia de seguridad uniformado. La joven se acurrucaba en la silla, con los brazos cruzados sobre el pecho y rastros de lágrimas en sus mejillas. Parecía pobre y asustada, una ruina humana. En agudo contraste, la anciana era el vivo retrato de la alegría y la elegancia: una muñeca antigua de porcelana, vestida con un traje Chanel rojo y negro. Se sentaba muy erguida, con el bolso de mano pegado a las rodillas.
––Buenos días, querida –gorjeó con voz aguda al ver a Miley–. ¿Cómo te encuentras hoy?
–Muy bien, señora Fiorenza –contestó Miley ahogando su sentimiento de frustración al reconocer a la dama. El marido de Agnes Fiorenza no solo era un respetado pilar de la comunidad, padre de un senador del estado, sino también miembro del equipo directivo de Bancroft. Esto último hacía que la situación fuera muy delicada, razón por la cual Miley había sido convocada por el jefe de seguridad–. ¿Cómo está usted? –le preguntó Miley espontáneamente.
–Muy desdichada. Hace media hora que me tienen aquí, aunque le he dicho al señor Braden que se me está haciendo tarde. Dentro de media hora tengo que asistir a un almuerzo en honor del senador Fiorenza, que se sentirá contrariado sino me ve.
Después tengo que hablar ante la Junior League. ¿Crees que podrías instar al señor Braden?
–Veré qué puedo hacer –le contestó Miley pero en su rostro no se reflejaba más que la indiferencia cuando abrió la puerta de Mark. Lo encontró bebiendo café, inclinado sobre su escritorio y hablando con el agente que había sorprendido a la joven ladronzuela.
Mark Braden eran un hombre atractivo, de cuarenta y cinco años, pelo rojizo y ojos castaños. Había sido especialista de seguridad en las fuerzas aéreas, y ahora, en Bancroft, se tomaba el trabajo tan a pecho como en su antiguo empleo. Miley lo respetaba y confiaba en él, además de resultarle simpático.
–He visto a Agnes Fiorenza en la sala de espera. Quiere que te diga que por tu culpa va a llegar tarde a un almuerzo muy importante –comentó con tono irónico.
Braden levantó una mano con gesto de desesperanzado disgusto; luego la dejó caer y repuso:
–Mis instrucciones son que te las arregles tú con ese viejo murciélago.
–¿Qué ha robado esta vez?
–Un cinturón Lieber, un bolso Givenchy y esto. –Le mostró a Miley unos grandes pendientes de cristal azul. Habrían quedado ridículos colgando de las orejas de la diminuta y anciana mujer.
–¿Cuánto crédito le queda? –preguntó Miley refiriéndose a la cuenta que el resignado marido de la dama mantenía abierta en los grandes almacenes para cubrir los hurtos de su mujer.
–Cuatrocientos dólares. No cubren lo robado.
–Hablaré con ella, pero primero me gustaría que me ofrecieras una taza de café. –Miley estaba harta de pasar por alto la actitud de la anciana, mientras que otros, como la joven sentada a su lado, sentía sobre sus hombros todo el peso de la ley–. Le diré a los porteros que no dejen entrar a la señora Fiorenza –decidió Miley conciente de que podría despertar las iras del marido de la mujer–. ¿Qué se llevaba la joven?
–Un traje de esquí de niño, mitones y un par de suéteres. Lo niega –añadió encogiéndose de hombros un gesto fatalista, al tiempo que le tendía a Miley la taza de café–. La hemos grabado en vídeo. El valor total es de doscientos dólares.
Miley asintió y bebió un sorbo de café. Le habría gustado de todo corazón que la pobre mujer hubiera confesado. Negando el hurto, obligaba a Bancroft a probarlo y a llevarla a los tribunales. De lo contrario, la empresa corría el riesgo de enfrentarse a una querella por detención injusta.
–¿Tiene antecedentes penales?
–Según mi contacto en el departamento de policía, no.
–¿La dejarías ir sin cargos si firma una confesión?
–¿Para qué?
–Llevarla ante el juez es caro, y además no está fichada. Por otra parte, me parece muy desagradable que una vez más, la señora Fiorenza salga de esta con una simple reprimenda por robar artículos de lujo que muy bien puede pagar, mientras que una pobre mujer es denunciada por hurtar ropa para su hijo.
–Te propongo un trato. Tú destierras a Fiorenza y yo dejo ir a la otra con tal que confiese su hurto. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –aceptó Miley enfáticamente.
–Que entre la anciana –ordenó Mark al agente de seguridad.
La señora hizo su entrada envuelta en una nube de perfume Joy, sonriendo pero con una ligera expresión de turbación.
–Dios mío, cuánto me ha hecho esperar, señor Braden.
–Señora Fiorenza –dijo Miley, tomando las riendas del asunto–, ya son muchas las veces que nos pone usted en un compromiso a causa de su insistencia de llevarse cosas sin pagar por ellas.
–Oh, Miley se que puedo resultar fastidiosa, pero eso no justifica tu tono de censura.
–¡Señora Fiorenza! –exclamó Miley irritada, al ver que la mujer le hablaba como si se estuviera dirigiendo a un niño mal educado–. Hay gente que se pasa años en la cárcel por robar cosas de menor valor que esas. –Señaló el cinturón, el bolso y los pendientes–. Ahí fuera hay una joven que ha robado ropa de abrigo para un niño, y corre el peligro de terminar en la cárcel. En cambio usted... usted roba tonterías que no necesita...
–Por el amor de Dios, Miley –interrumpió la señora Fiorenza, asombrada–, No irás a pensar que tomé esos pendientes para mi uso personal. No soy tan egoísta, lo sabes muy bien. También hago obras de caridad.
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:c siguen sin comentar eso no me hace sentir mejor pero gracias a Dany y Male por hacerlo
Me ecantoooo espero el siguiente capo ): ♡♡♡♡♡♡
ResponderEliminaroooooh yo no queria que esto terminara asi
ResponderEliminarpense que no pasaria nada malo o por lo menos al bebe
es muy triste y el padre de miley es una mierda por lo que hizo
esto definitivamente no puede quedar asi
SIGUELA!!!!!
BESOS...<3
D= tus novelas me ponen triste bitch, asdfghjk siguela pronto
ResponderEliminarYo se que hace muchooooooooo no comento pero dios la universidad me consume todo el tiempo! Amo la novela, ya quiero que se vean de nuevo va a ser tan asdfgkhj SIGUELA♡ Pdt: ya sali de semana de parciales ya puedo comentar más.
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