jueves, 17 de octubre de 2013

Paraíso Robado- Cap: 23


Confusa, Miley vaciló.
–¿Insinúa que dona las cosas que hurta? ¿Cosas como estos pendientes?
–¡Qué graciosa! –replicó la anciana alzando su cara de muñeca china con expresión escandalizada–. ¿Qué caridad sería esa? Estos pendientes son horribles. Los cogí para dárselos a mi doncella. Tiene un gusto detestable y la harán feliz. Aunque en mi opinión deberías decirle a quien los compró para Bancroft que artículos así no favorecen en nada la imagen del negocio. Están bien para Goldblatt, pero...
–Señora Fiorenza –le interrumpió Miley sin hacer caso de las absurdas palabras de la señora–, el mes pasado le advertí que si volvíamos a sorprenderla llevándose algo no tendría más remedio que prohibirle entrada.
–No hablas en serio.
–Muy en serio.
–¿Vas a prohibirme la entrada?
–Sí.
–¡Es un ultraje!
–Lo siento.
–Mí marido lo sabrá –declaró la anciana, con voz más bien tímida y patética.
–Se enterará si usted se lo dice –puntualizó Miley  intuyendo que la dama sentía más miedo que ira.

La señora Fiorenza irguió la cabeza y habló, pero su tono desmentía el desdén de sus palabras:
–No tengo el menor deseo de volver a hacer compras aquí. En lo sucesivo, lo haré en I. Magnin. Allí no se les ocurriría, ni remotamente, tener en el mostrador unos pendientes tan horrorosos como estos.

Cogió el bolso que momentos antes había dejado sobre el escritorio, se arregló el suave y blanco pelo con las manos y salió con aire altivo. Apoyada contra la pared, Miley miró a los dos empleados de seguridad y bebió un sorbo de café. Se sentía triste e incómoda como si hubiera abofeteado a una anciana. Después de todo, el marido de la señora Fiorenza desembolsaba el valor de los robos de su mujer. En consecuencia, Bancroft no perdía dinero... excepto cuando la ladrona escapaba impune.
Al cabo de unos segundos Miley se dirigió a Mark.
–¿No te parece que tenía un aspecto... patético? A mí me dio esa impresión.
–A mí no.
–Es por su propio bien, supongo –prosiguió Miley al tiempo que escrutaba la extraña mirada del jefe de seguridad–. Tal vez al castigarla en lugar de hacer la vista gorda le hayamos dado una lección. ¿De acuerdo?

Braden sonrió con lentitud, como si estuviera divirtiéndose. Luego, sin responder a Miley, tomó el teléfono y apretó cuatro botones.
–Dan –dijo a uno de los agentes de seguridad de la planta principal–, la señora Fiorenza va a salir. Detenla e insiste en que te entregue el cinturón Lieber que lleva en el bolso. Exacto –prosiguió sonriendo ante la sorprendida expresión de Miley -, el mismo cinturón por cuyo robo la has detenido antes. Se lo acaba de llevar de mi escritorio.

Cuando colgó, Miley se había sacudido su asombrada pesadumbre. Miró su reloj y pensó en la reunión de directivos.
–Te veré más tarde en la reunión. ¿Tienes listo tu informe?
–Sí. Mi departamento marcha bien. Hemos reducido las pérdidas aproximadamente en un ocho por ciento en relación con el año pasado.

–Eso es maravilloso –comentó Miley con sinceridad.
Ahora más que nunca, Miley deseaba que su división resplandeciera. El cardiólogo de su padre insistía en que este debería retirarse de Bancroft o, en el peor de los casos, tomarse seis meses de vacaciones. Philip se había decidido por la última opción y, el día anterior, se había entrevistado con el directorio para discutir quién lo sustituiría en la presidencia mientras él estaba ausente. Más allá de eso, Miley solo sabía que aspiraba ardientemente a ser ella la presidenta en funciones. Al menos cuatro de los otros vicepresidentes votarían a su favor. Había trabajado muy duro, más que nadie, y aunque no durante tanto tiempo como dos de los vicepresidentes, lo había hecho con una diligencia feroz y con un éxito que nadie podía negarle.

Además, la presidencia de la compañía la había ostentado siempre un Bancroft y, de no ser ella una mujer, sin duda habría sustituido inmediatamente a su padre, con el beneplácito de todos. Su abuelo era más joven que ella cuando se hizo cargo de la presidencia, pero no había tenido que luchar contra el prejuicio paterno según el cual las mujeres estaban descartadas, ni tampoco contra un consejo de administración todopoderoso.

El poder del consejo era, en parte, producto de la política de la propia Miley que, con arduos esfuerzos, consiguió su objetivo de expansión. Se había necesitado mucho capital para instalar sucursales en otras ciudades, y tanto dinero solo se obtuvo cotizando en bolsa. Hubo que vender acciones del paquete de Bancroft, y ahora cualquiera podía tener una participación, equivalente a un voto. Como resultado, los integrantes de la junta eran elegidos por los accionistas –a los que tenían que rendir cuentas de su gestión–, en lugar de ser títeres escogidos y controlados por Philip Bancroft. Lo peor para Miley era que todos los miembros de la junta poseían grandes paquetes de acciones, lo que les otorgaba mayor poder de voto. No obstante, había un aspecto positivo, y era que muchos de ellos habían figurado entre los doce miembros del antiguo consejo; eran viejos amigos o conocidos del mundo de los negocios del padre y del abuelo de Miley.  Estos tendían a obrar todavía según las indicaciones de Philip Bancroft.

Miley necesitaba la presidencia interina para demostrarle a su padre y al directorio que, cuando él se jubilara, ella podía sustituirlo con toda solvencia.
Si su padre la recomendaba como presidenta interina, sin duda los miembros de la junta la aceptarían. Sin embargo, Philip no se había mostrado entusiasmado ante la idea de que Miley lo sustituyera. En realidad no había dicho nada en un sentido ni en otro, lo que a su hija le resultaba indignante. De la reunión de Philip con la junta no había trascendido nada, ni siquiera la fecha del nombramiento de un presidente interino.


Miley dejó la taza de café sobre la mesa de Mark y observó el pequeño traje de invierno hurtado por la joven que estaba sentada en la sala de espera. La prenda le recordó que nunca podría ser madre y sintió la punzada de tristeza que este pensamiento solía provocarle. No obstante, hacía tiempo que había aprendido a ocultar sus emociones en el trabajo. Sonrió con normalidad y, dirigiéndose a la puerta, dijo:
–Hablaré con la mujer ahí fuera. ¿Cómo se llama?
Mark le dio el nombre y Miley salió de la oficina.
–Soy Miley Bancroft, señora Jordan.
La ladrona, una joven madre de tez pálida, se puso de pie.
–He visto su fotografía en los diarios –musitó Sandra Jordan–. Sé quién es usted. ¿Y qué?
–Bueno, si usted sigue negando haber cometido estos robos, la empresa no tendrá más alternativas que acusarla judicialmente.

Tan hostil era la actitud de la señora Jordan, que si Miley no hubiera sabido lo que se había llevado y no hubiera advertido el brillo de las lágrimas en sus ojos, habría renunciado a ayudarla.
–Escúcheme con atención, señora Jordan, porque quiero ayudarla. Si no sigue mi consejo tendrá que cargar con las consecuencias. Supongamos que usted se empeña en negar el robo y que la dejamos ir sin denunciarla y sin demostrar su culpabilidad. En tal caso, usted podría acusarnos de detención y retención ilegal. La empresa no puede arriesgarse a ser objeto de una querella judicial de esta índole, por lo que si usted insiste en su actitud, nos obligará a pasar por todo el proceso jurídico, puesto que la hemos detenido. ¿Me he explicado bien? Hay un vídeo en que se la ve hurtando prendas de niño. Fue filmado por una de las cámaras de seguridad. Se lo mostraremos al tribunal, no solo para probar que usted es culpable, sino sobre todo para probar que nosotros somos inocentes del delito de acusarla sin razón. ¿Comprende?

Miley hizo una pausa y miró fijamente el rostro rígido de la joven, incapaz de adivinar si esta se daba cuenta de que le estaba tendiendo un cable.
–¿Debo creer que ustedes sueltan a los ladrones de tiendas con tal que admitan su culpabilidad? –inquirió entre incrédula y desdeñosa.
–¿Es usted una ladrona, señora Jordan? –le replicó Miley- . ¿Una vulgar ladrona? –Antes de que la mujer contestara, añadió–: Las ladronas de su edad suelen llevarse vestidos para ellas, o joyas y perfumes. Usted ha robado ropa de niño. Prefiero pensar que es una madre desesperada, que actúa por la necesidad de que su niño no pase frío.

La joven, más acostumbrada a enfrentarse con un mundo cruel que con uno amable, se derrumbó ante Miley. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
–He visto en la tele que nunca se debe admitir nada sin la presencia de un abogado.
–¿Tiene abogado?
–No.
–Si no admite el robo necesitará uno.
Sandra Jordan tragó saliva y dijo:
–Antes de confesar, ¿firmaría usted un escrito... un papel legal, renunciando a acusarme ante la policía?
Aquella propuesta era nueva para Miley.  Sin consultar con los abogados de la empresa no podía estar segura de que tan inusual procedimiento no acarreara luego complicaciones jurídicas como por ejemplo un soborno o algo parecido. Así pues, meneó la cabeza.
–Complica usted las cosas innecesariamente, señora Jordan.

La joven madre se estremeció entre el miedo y la duda. Exhaló un hondo y tembloroso suspiro y luego preguntó a Miley:
–Si confieso haber robado esas prendas, ¿me da usted al menos su palabra de que luego no me echará a la policía encima?
–¿Aceptaría mi palabra? –inquirió Miley a su vez.
La señora Jordan contempló un instante el rostro de Miley.
–¿Debería hacerlo? –preguntó por fin, con voz temblorosa a causa del miedo.
–Sí –respondió. Miley asintió con una expresión dulce en el rostro

Tras vacilar de nuevo un instante, volvió a suspirar y finalmente susurró, asintiendo con la cabeza.
–Sí. Yo... robé esas cosas.
Mark Braden había salido del despacho y Miley le miró de reojo.
–La señora Jordan admite los hechos.
–Está bien –dijo Mark con tono inexpresivo. Llevaba en la mano un impreso, que le tendió a la triste mujer junto con un bolígrafo.
–Usted no mencionó –dijo Sandra, mirando a Miley-  que tendría que firmar una confesión.
–Cuando la haya firmado, podrá marcharse –le aclaró Miley con voz amable, y la mujer volvió a mirarla fijamente. Luego, con mano temblorosa, firmó y le devolvió el papel impreso a Mark Braden.
–Puede marcharse, señora Jordan –dijo Braden. La joven se agarró al respaldo de la silla, apunto de sufrir un desmayo de alivio. Clavó la mirada en Miley.
–Gracias, señorita Bancroft.
–De nada.
Miley caminaba ya por el pasillo y estaba a punto de llegar a la sección de juguetería cuando la alcanzó Sandra Jordan.
–¿Señorita Bancroft? –Miley se volvió y la joven siguió hablando–. La he visto... en las noticias de la tele varias veces, aunque en sitios lujosos, vestida con pieles y trajes a medida. Bueno, quiero decirle que en persona es aún más bonita.
–Gracias –le contestó Miley, sonriendo con cierta timidez.
–Y... quiero que sepa que nunca hasta hoy había robado nada. –Sus ojos parecían suplicar a Miley que la creyera–. Mire –dijo sacando una billetera de la cartera y mostrándole una fotografía. Era el rostro de un bebé de enormes ojos azules y una encantadora sonrisa desdentada–. Es mi hija Jenny –anunció Sandra con voz sombría y tierna–. Enfermó gravemente la semana pasada. Según el médico, necesita más calor, pero no puedo pagar la electricidad. Pensé que si tenía prendas de abrigo... –Se le llenaron los ojos de lágrimas–. Cuando quedé embarazada el padre me abandonó, pero no importa porque Jenny y yo estamos juntas y es todo lo que necesitamos. Pero si perdiera a Jenny... no podría resistirlo.

Abrió la boca como para añadir algo, pero luego echó a correr por el pasillo entre cientos de osos de peluche. Miley la siguió con la mirada, pero en su mente solo había sitio para el bebe de la fotografía, con su moño rosa en el pelo y su sonrisa de querubín.
Poco después, un agente de seguridad detenía a Sandra Jordan cuando esta alcanzaba la puerta del establecimiento.
–Señora Jordan, espere un momento al señor Braden –le ordenó el agente
Sandra se echó a temblar al comprender que le habían tendido una trampa al firmar la confesión. Sin duda sería detenida por la policía. Vio venir a Braden, que llevaba una gran bolsa transparente de Bancroft en la mano. Sandra clavó la mirada en el trajecito de invierno, en los suéteres, en todo cuanto había robado. Por si fuera poco, habían añadido un osito de peluche, algo que ella no intentó llevarse.
–¡Me han mentido! –exclamó con voz estrangulada cuando Mark Braden le tendió la bolsa.
–Estas cosas son para usted, señora Jordan –le informó el jefe de seguridad, con una sonrisa impersonal y con el tono de quien está lanzando un discurso y cumpliendo órdenes. Inmersa en una bruma de gratitud e incredulidad, Sandra cogió la bolsa y se la llevó protectoramente al pecho–. Feliz Navidad de parte de Bancroft –añadió Mark con voz queda.

Pero Sandra sabía que aquellos regalos no procedían de él ni de la empresa. Elevó la mirada al techo y, con los ojos llenos de lágrimas, trató de encontrar a la hermosa joven que había contemplado la foto de Jenny con sonrisa tan cariñosa. Creyó verla, a Miley Bancroft, de pie, con su abrigo blanco, allá arriba, sonriéndole. Creyó verla, pero no estaba segura porque la emoción la cegaba.
–Dígale –susurró con voz ahogada a Braden– que Jenny y yo le damos las gracias.

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