sábado, 12 de octubre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 21


Noviembre de 1989
El viento se llevaba las gorras de los cámaras que iban a parar a la arena de la playa, unos metros más abajo. Barbara Walters y Nicholas Farrell paseaban ante el acantilado mientras la cámara los seguía con su gran ojo negro, enmarcándolos: a la izquierda de la pareja, el turbulento océano Pacífico; a la derecha, y también como trasfondo, el palaciego Carmel, la propiedad de Nick en California.

La bruma ondulante, un manto gris que iba avanzando desde el mar empujada por el viento, hacía estragos en el peinado de Barbara Walters y arrojaba arena a la lente de la cámara. La periodista se detuvo en el lugar acordado de antemano, se volvió de espaldas al mar y empezó a formular una nueva pregunta a Farrell. También giró la lente de la cámara, que solo captaba como trasfondo de la pareja una cortina de bruma gris. El viento rizaba los cabellos de Barbara, que trataba de apartárselos del rostro.
–¡Corten! –gritó irritada, intentando despegarse unos mechones de los labios. Se volvió hacia la mujer encargada del maquillaje.
–Tracy, ¿tienes algo para sujetarme el pelo con este viento?
–¿Algo así como pegamento Elmer? –bromeo Tracy, y se dirigió a la furgoneta aparcada bajo los cipreses, en un extenso prado de la hacienda de Farrell. Walters siguió a su compañera de trabajo.
–¡Odio la niebla! –masculló el cámara, contemplando con evidente irritación la espesa cortina gris que envolvía la costa de la bahía de Half Moon, elegida por él como marco de la entrevista–. ¡Odio la niebla! –maldijo elevando su rostro al cielo–. ¡Odio el jodido viento!

Como respuesta a sus imprecaciones, un puñado de arena se alzó del suelo como un torbellino y, fue a estrellarse contra el pecho y la cara del operador.
El auxiliar lanzó una risita ahogada.
–Es obvio que tampoco Dios te quiere mucho –comentó, mientras el airado cámara se sacudía la arena del rostro–. ¿Tal vez una taza de café? –le ofreció, tendiéndole una taza humeante.
–¡También odio el café! –murmuró el hombre, pero no rechazó el ofrecimiento.

El auxiliar de cámara señaló con un gesto la alta figura que se erguía a poca distancia de ellos, con la vista en el ancho mar.
–¿Por qué no le pides a Farrell que pare los vientos y despeje la bruma? Por lo que he oído decir, Dios es solo un mediador suyo.
–En mi opinión –intervino Alice Champion, que se unió a ellos–, os diré que Nicholas Farrell es Dios. –Ambos hombres dirigieron una irónica mirada a la secretaria de rodaje, pero no contestaron. Alice intuyó que, a pesar de ellos, sus compañeros estaban impresionados por el gran hombre de negocios y conquistador.

Bebiendo un sorbo de café, Alice contempló a Farrell; a aquel solitario y algo enigmático dirigente de un imperio financiero llamado Intercorp, creado con su propio sudor y audacia. Salido de las fundiciones de Indiana, aquel alto y cortés monarca se había librado de características que podrían haberlo identificado con sus modestos orígenes. No había en él nada que delatara su baja extracción social.
Ahora, de pie en el acantilado, esperando la reanudación de la entrevista, Alice advirtió que aquel hombre era la viva encarnación del éxito, de la confianza en uno mismo y de la virilidad, pero también del poder, sobre todo del poder, puro y duro. De piel bronceada, tenía un aspecto plácido, iba impecablemente vestido, pero había algo en él que ni sus trajes hechos a medida ni su cortés sonrisa podían ocultar. De su figura se desprendía una sensación de peligro e inflexibilidad, algo que impulsaba a cualquiera a intentar caerle bien antes de enojarle. «No te cruces en mi camino», he ahí el mensaje que irradiaba aquel hombre.
–¿Señor Farrell? –dijo Barbara Walters, que salía la furgoneta sujetándose el pelo con las manos–. Con este tiempo es imposible hacer ha entrevista aquí fuera, tendremos que hacerla en su casa. Será cuestión de media hora. ¿Podemos utilizar su cuarto de estar?
–Claro –respondió Nick, y tras su fugaz sonrisa ocultó el enojo que le producía el aplazamiento.
No le gustaban los periodistas ni los medios de comunicación. Si había accedido a la entrevista con Barbara Walters solo fue por razones pragmáticas. Últimamente se había hablado y escrito mucho sobre su vida privada y sus hazañas amorosas, y había llegado el momento de que el mundo viera al presidente de Intercorp en su papel de financiero y empresario. Por Intercorp, Nick haría cualquier sacrificio. Nueve años atrás, a su regreso de Venezuela, invirtió el dinero obtenido más el aportado por Sommers en la compra de una pequeña fábrica de accesorios para la industria del automóvil que se hallaba al borde de la quiebra. Un año más tarde, la vendió por el doble de lo que había pagado por ella. Con los beneficios y el dinero que le prestaron bancos e inversores privados, fundó Intercorp, y durante los años siguientes se dedicó a la compra de empresas al borde de la quiebra (por falta de capital), que luego reflotaba y vendía con grandes beneficios.

Más tarde, en lugar de vender las empresas, inició un cuidado programa de adquisiciones. El resultado fue que en un período de diez años Intercorp se convirtió en el imperio financiero con que había soñado durante sus tristes tiempos de operario de una fundición en Edmunton y de una explotación petrolífera después. En la actualidad Intercorp era un gran conglomerado con sede en Los Ángeles y negocios tan diversos como laboratorios de investigación farmacéutica y fábricas textiles.
Hasta hacía poco, para Nick había sido fundamental la adquisición de compañías seleccionadas y que estaban ya en venta. Pero unos meses atrás había negociado la compra de una empresa de electrónica gigantesca, con sede en Chicago. La compañía se había dirigido a ellos, preguntando si Intercorp estaría dispuesto a absorberla.

A Nick le gustó la idea, pero tras muchos meses de gastos y negociaciones, los directivos de Haskell Electronics se habían echado atrás repentinamente, rechazando los acuerdos iniciales. Furioso por la pérdida de tiempo y dinero que eso significaba para Intercorp, decidió adquirir la empresa con o sin el consentimiento de sus accionistas. El resultado fue una feroz –y muy comentada– batalla, de la que los propietarios dirigentes de Haskell salieron mal parados. Así pues, Intercorp incorporó a sus activos una muy rentable empresa de electrónica. Pero si Nick salió victorioso, también se ganó la reputación de tiburón de las finanzas, lo no le molestaba especialmente (no más que su fama de seductor creada por la prensa). La publicidad adversa y la pérdida de su intimidad personal eran el precio del éxito, y lo aceptaba con la misma indiferencia que sentía hacia la servil hipocresía social y la traición de sus rivales en el mundo de los negocios. Con el éxito surgían por igual los calumniadores y los enemigos, y el trato con unos y otros había hecho de Nick un hombre extremadamente cínico y cauteloso. Era otro precio a pagar.

Nada de eso le molestaba tanto como el hecho de que ya le aburrían sus éxitos. El gozo que sentía al principio, cuando se enfrentaba a una difícil transacción, se había desvanecido, tal vez porque el triunfo se había convertido en rutina. Ya no tenía retos ante sí; o no los tenido hasta que decidió adquirir el control de Haskell Electronics. Ahora, por primera vez desde hacía años, había sentido parte de la excitación inicial. Haskell suponía un gran reto, pues la enorme empresa debía ser reestructurada desde su misma base. Demasiados administradores, instalaciones anticuadas, estrategias de mercado superadas. Todo eso tendría que modificarse antes de que la empresa empezara a rendir a plena capacidad y Nick estaba ansioso por viajar a Chicago y poner manos a la obra de inmediato. En el pasado, cuando se hacía con una compañía, enviaba por delante su avanzadilla, seis hombres a los que la revista Business Week había apodado el «equipo de la Opa», que evaluaba y efectuaba recomendaciones. Hacía dos semanas que el equipo se encontraba en Chicago, trabajando en el edificio de seis plantas de Haskell y esperando a que Nick se les uniera. Como este tenía previsto viajar a menudo a Chicago, durante el próximo año más o menos, compró un apartamento en la ciudad. Todo estaba listo y él no deseaba más que emprender el viaje.

Había regresado de Grecia la noche anterior, después de cuatro frustrantes semanas –en lugar de las dos previstas– negociando la adquisición de una flota de cargueros. Ahora no lo detenía nada más que aquella condenada entrevista. Maldiciendo en silencio la tardanza, se dirigió a la casa. En la enorme extensión de césped de la finca lo esperaba su helicóptero, que debía llevarlo al aeropuerto. Allí, el Lear que había comprado estaba preparado para volar a Chicago.
El piloto del helicóptero le devolvió a Nick el saludo que este le hizo con la mano, y a continuación levantó un pulgar para indicar que el aparato estaba listo para el despegue. A lo lejos, vio con preocupación las nubes amenazadoras que se acercaban con rapidez. Nick sabía que su piloto deseaba tanto como él levantar vuelo.
Cruzó la terraza embaldosada y entró en la casa por las puertas correderas que conducían a su estudio privado. Iba a descolgar el auricular para llamar a su oficina de Los Ángeles cuando se abrió la puerta del estudio.

–Eh, Nick. –Spencer O’Hara asomó la cabeza. Su voz ronca e inculta, su aspecto descuidado, suponían un fuerte contraste con el esplendor de aquella estancia de suelo de mármol, con su tupida alfombra de color crema y el escritorio cubierto de cristal. Oficialmente, O’Hara era el chófer de Nick; extraoficialmente, su guardaespaldas. Para el último cometido resultaba más apropiado que el primero, pues al volante era una amenaza pública; conducía como si estuviera dispu/tando el Grand Prix. –¿Cuándo salimos? –quiso saber O’Hara.
–Tan pronto como me haya librado de los perodistas.
–Bueno. He telefoneado y la limusina nos estará esperando en la pista de Midway. Pero no he venido a hablarle de eso –prosiguió O’Hara. Se encaminó a la ventana y corrió las cortinas. Su rostro curtido se dulcificó al mirar fijamente algo en el exterior. Le hizo un gesto a Nick de que se acercara y luego señaló con el dedo el camino que serpenteaba entre los cipreses frente de la mansión–. ¡Mira qué bombón hay ahí! ¡Qué elegancia! –musitó maliciosamente.

Nick se acercó a la ventana sin esperar ver una hermosa mujer, sino lo que vio realmente, un automóvil. Desde la muerte de su esposa, el único amor de O’Hara eran los coches.
–Es de uno de los cámaras del equipo de Barbara Walters.
Se refería a un Cadillac rojo, modelo de 1959, descapotable, admirablemente conservado.
–¡Mira qué faros! –agregó O’Hara, con el mismo tono y la actitud lasciva con que un adolescente ve la fotografía de una bella mujer desnuda–. ¡Y esas curvas! Elegante, Nick, muy elegante. Dan ganas de acariciarlo. –Le dio un codazo al hombre silencioso que tenía al lado–. ¿Has visto una cosa más bonita?
La llegada de la secretaria de rodaje le ahorró a Nick la respuesta. Alice anunció cortésmente que en el cuarto de estar la escena estaba ya dispuesta.




Llevaban ya casi una hora de entrevista cuando de repente se abrió la puerta y apareció una joven, que se adelantó esbozando una amplia sonrisa.
–Nick, querido, has vuelto...
Todas las cabezas se volvieron al unísono y la grabación quedó momentáneamente olvidada. La recién llegada era Meryl Saunders, la gran estrella de la pantalla. Vestía un salto de cama rojo, tan transparente que habría ruborizado a cualquier comprador de ropa interior de Frederick, en Hollywood.
El equipo de la cadena ABC había enmudecido no solo ante su cuerpo, sino también ante el rostro de Meryl, que había iluminado innumerables pantallas de cine y televisión a lo largo y ancho del mundo. Meryl declaraba abiertamente sus creencias mormonas. Esta sinceridad, y el aspecto adolescente de su cara, la habían convertido en la preferida de América. A los chicos les gustaba por ser tan bonita y parecer tan joven; a los padres, porque ofrecía a sus hijos una imagen saludable; a los productores, porque era una gran actriz, y película en que ella interviniera tenía garantizado el éxito y, por lo tanto, unos beneficios millonarios. Por más que Meryl tuviera veintitrés años y un fuerte apetito sexual, durante el instante de asombrado silencio que recibió su llegada, Nick se sintió como si hubiera sido sorprendido seduciendo a un mosquetero, un mosquetero mormón.

Como el valiente soldadito que era en escena, Meryl sonrió a todos los presentes, se excusó ante Nick por haberlo interrumpido y, volviéndose, salió de la habitación con la modesta dignidad de una estudiante interna de un colegio de monjas, aunque sabía que su escandaloso salto de cama dejaba bien visibles los encantos de su cuerpo.
Toda una exhibición de sus dotes de actriz.
El rostro de Barbara Walters reflejaba confusión. Era obvio que no sabía qué hacer. Nick se preparó para una andanada de preguntas sobre Meryl, molesto por el hecho de que su imagen pública, tan cuidadosamente construida, fuese a quedar destrozada. Pero la periodista se limitó a preguntarle si Meryl Saunders era una huésped habitual. Nick contestó que, en efecto a la actriz le gustaba quedarse allí cuando la casa estaba vacía, lo que ocurría con frecuencia. Para su sorpresa, Walters aceptó la evasiva respuesta y volvió sobre el tema del que habían estado hablando antes de la llegada de Meryl. Rechinándose ligeramente en la silla, preguntó:
–¿Qué opina del creciente número de compras hostiles de empresas que se está produciendo en el país?
–Según mi parecer, es una tendencia que proseguirá hasta que el gobierno establezca normas para controlarlas –contestó Nick.
–¿Intercorp planea devorar otras compañías? –Una pregunta clave, pero no inesperada. Nick la sorteó hábilmente.
–Intercorp siempre tiene interés en absorber buenas empresas, en beneficio de ambas partes.
–¿Incluso cuando la compañía no desea ser adquirida?
–Es un riesgo que todos corremos, Intercorp incluido –respondió Nick con una cortés sonrisa.
–Pero haría falta un gigante de la talla de Intercorp o aun mayor para absorber a la propia Intercorp. ¿Hay alguien inmune a una fusión forzada con su empresa? Quiero decir, incluso amigos y... Hablando con franqueza, ¿es posible que nuestra propia cadena pueda convertirse en su próxima presa?
–El objeto de un intento de compra se llama «blanco» –matizó Nick secamente–. No se llama «presa». Sin embargo –bromeó–, si eso la tranquiliza, puedo asegurarle que en este momento Intercorp no tiene puesta la mirada en ABC.
Barbara Walters rió y luego le dedicó su mejor sonrisa profesional.
–¿Le importaría que habláramos un poco acerca de su vida personal? Solo unas preguntas.
–¿Acaso podría impedírselo? –dijo Nick, ocultando su irritación tras una cortés sonrisa.
Barbara Walters también sonrió. Meneó la cabeza y fue directa al grano.
–Al parecer durante los últimos años usted ha vivido tórridas aventuras con varias estrellas de la pantalla, con una princesa y, más recientemente, con una joven griega, heredera de una gran flota mercante. Su nombre es María Calvaris. Todos estos amores, difundidos ampliamente por los medios de comunicación, ¿han sido realidad o simplemente un invento de periodistas chismosos?
–Sí –contestó Nick con deliberada ambigüedad.
Barbara Walters se echó a reír ante la astucia del entrevistado. Por fin, recobró la compostura e inquirió:
–¿Y qué me dice de su matrimonio? ¿Podríamos hablar de él?
A Nick esta pregunta lo tomó tan desprevenido que, por un momento, se quedó sin habla.
–¿Mi qué? –masculló.
No podía creerlo. No quería creerlo. Nadie había descubierto su breve y mal concebido matrimonio con Miley Bancroft. Hacía once años de eso. Hacía once años...
–Usted nunca se ha casado –añadió la periodista–, y me preguntaba si tiene intenciones de hacerlo algún día...
Nick se relajó al oír aquellas palabras.
–No descarto el matrimonio –declaró concisamente.

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