La limusina de Nick se abría paso entre el denso tráfico de un viernes por la tarde en el centro de Chicago. Desde el asiento trasero, Nick levantó la mirada del informe que estaba leyendo cuando Spencer O’Hara sorteó atrevidamente un taxi, se saltó un semáforo en rojo, hizo sonar el claxon con insistencia y obligó a un grupo de intrépidos peatones a apartarse a toda prisa del camino. A menos de tres metros del aparcamiento subterráneo de Haskell Electronics, Spencer frenó en seco y enfiló el camino de entrada después de un brusco trayecto.
–Lo siento, Nick –dijo sonriendo. Por el retrovisor vio que el jefe frunció el entrecejo.
–Uno de estos días –le replicó Nick, exasperado– quiero que me expliques por qué te empeñas en convertir a los peatones en adornos del capó. –Su voz quedó ahogada cuando el morro de la limusina se inclinó hacia abajo y las ruedas chirriaron.
Descendían por la laberíntica rampa, hasta el estacionamiento reservado a los ejecutivos de la compañía. La rampa era más bien estrecha y la limusina casi rozaba la pared. A Spencer O’Hara le importaba un bledo qué clase de automóvil llevaba entre manos, siempre conducía como un adolescente ajeno al peligro, como si llevara una rubia sobre las rodillas y un paquete de seis cervezas en el asiento. Si los reflejos de O’Hara no siguieran siendo los de un joven, hacía tiempo que habría perdido su carnet de conducir y probablemente hasta su propia vida.
Spencer O’Hara era tan leal como atrevido. Gracias a ambas cosas, diez años atrás le había salvado la vida a Nick en Sudamérica, arriesgando la propia. El camión conducido por Nick se quedó sin frenos, precipitándose por un terraplén e incendiándose. Spencer sacó a Nick de entre los hierros y las llamas y, como recompensa, recibió una caja de whisky y la gratitud eterna de aquel joven que ahora era el propietario de un gran imperio económico.
Bajo la chaqueta, colgando del hombro, Spencer llevaba una automática, la misma que había comprado años atrás, cuando con Nick tuvo que pasar con el coche ante los piquetes de huelga de los camioneros de una compañía de transportes que Intercorp acababa de adquirir. Nick pensaba que la pistola era innecesaria. Aunque Spencer no medía más de un metro setenta, tenía una masa corporal de cien kilos de músculo sólido como la roca, un rostro belicoso nada agraciado y un ceño francamente amenazador. El empleo de guardaespaldas le venía mejor que el de chófer, pues tenía aspecto de boxeador y conducía como un maníaco.
–Hemos llegado –informó Spencer, arreglándoselas para detenerse sin brusquedad ante el ascensor privado de los grandes ejecutivos–. Hogar, dulce hogar.
–Solo por un año –puntualizó Nick mientras cerraba el maletín.
Cuando Nicholas Farrell adquiría una compañía, solía permanecer durante un par de meses en la sede, tiempo suficiente para consultar con sus propios hombres la valoración presentada por los dirigentes de la empresa en cuestión. Pero hasta ahora solo habían comprado firmas fundamentalmente sanas, que no obstante se encontraban en el atolladero por estar descapitalizadas. Nick se limitaba a introducir cambios menores, con el fin de adaptar las operaciones de la empresa al esquema de Intercorp.
Con Haskell el problema era muy distinto. Habría que desterrar los antiguos métodos y procedimientos, redefinir los beneficios, ajustar salarios, alterar lealtades. Habría que levantar una gran planta industrial en la suburbana Southville, donde Nick ya había adquirido las tierras. Entre la flota mercante que acababa de comprar y Haskell, tenía ante sí un período de actividad frenética, de largas jornadas que le ocuparían el día y a menudo parte de la noche. Pero eso era lo que había hecho durante años. Al principio, impulsado por el ansia desesperada de triunfo, para probarse y demostrar que podía hacerlo; y ahora, cuando su éxito había superado sus más ambiciosos sueños, seguía trabajando con igual énfasis, pero ya no por amor al trabajo o al éxito, sino por inercia. Y porque tampoco veía alternativa más placentera. Cuando se divertía, lo hacía con la misma intensidad que cuando trabajaba, aunque ni una cosa ni la otra daban demasiado sentido a su existencia.
Sin embargo, el reto de Haskell parecía haber despertado en él cierta excitación, porque el desafío era grande. Al introducir la llave en el ascensor directo pensaba que tal vez en ese punto se hubiera equivocado. Había creado un conglomerado enorme comprando firmas bien administradas, apetecibles, que necesitaban el apoyo financiero de Intercorp. Tal vez debería haber adquirido unas cuantas que necesitaran algo más de dinero y unos simples retoques. Su equipo de compra se había pasado dos semanas en Haskell, evaluando. Se encontraban arriba reunidos, esperándolo, y él se sentía deseoso de empezar.
En la planta dieciséis la recepcionista contestó el teléfono y escuchó la información que le daba el guardia uniformado de la planta baja, que también actuaba como recepcionista. Cuando colgó, Valerie se dirigió a la mesa de una secretaria.
–Dice Peter Duncan que una limusina plateada acaba de entrar en el aparcamiento –le susurró a su compañera–. Cree que es Farrell.
–El plateado debe de ser su color favorito –ironizó Joanna, dirigiendo la mirada hacia la placa de plata, de unos dos metros cuadrados, con la insignia de Intercorp, que colgaba de la pared de detrás de su mesa.
Dos semanas después del triunfo definitivo de la compra hostil por parte de Intercorp, había llegado una legión de carpinteros a cuyo frente iba un hombre que se identificó como director de diseño de interiores del conglomerado. Cuando al cabo de otras dos semanas se marchó, toda la zona de recepción de la planta cien, así como la sala de reuniones y el futuro despacho de Nick Farrell habían sido completamente redecorados. Donde antes había alfombras orientales raídas por el tiempo y muebles de madera oscura con las suaves huellas de su edad, ahora se veían alfombras plateadas que cubrían hasta el último milímetro del suelo y modernos sofás de piel, con pequeñas mesas de café enfrente y a los lados. Aquellos cambios obedecían a un rasgo muy conocido de Nick Farrell: cada nueva adquisición de Intercorp sufría de inmediato una metamorfosis física, para presentar el mismo aspecto que el resto de las empresas de la sociedad.
Valerie, Joanna y otra secretaria de esta planta estaban ya familiarizadas no solo con la fama y las rarezas de Nick Farrell, sino también con su falta de tacto. A los pocos días de la compra de Haskell, el presidente de la firma, Vern Haskell, había sido obligado a retirarse prematuramente. Igual destino corrieron dos de los vicepresidentes, uno de ellos hijo del propio Vern, el otro su yerno. Un vicepresidente que rehusó retirarse fue despedido.
Los despachos de estos hombres –situados en esa planta, pero al otro lado del edificio– estaban ahora ocupados por tres verdugos de Farrell. Otros tantos ocupaban despachos en otras zonas del edificio. Según la vox populi espiaban a todos, hacían preguntas curiosas y componían listas, sin duda de las futuras víctimas.
Por si fuera poco, los despidos no se limitaban a los altos cargos. La secretaria del mismísimo señor Haskell tuvo que elegir entre marcharse o trabajar para un ejecutivo de rango menor. El señor Farrell insistió en traer a su propia secretaria de California, lo que había provocado una ola de resentimiento entre las secretarias de los ejecutivos que aún se mantenían en sus cargos. Sin embargo, eso no fue nada comparado con lo que tuvieron que afrontar: la presencia de la secretaria de California. Eleanor Stern era una mujer de pelo blanco, erguida y extremadamente flaca; una tirana entrometida que las observaba a todas como un halcón, y que todavía utilizaba términos como «impertinencia» y «propiedad». Llegaba a la oficina antes que nadie y era la última en marcharse. Cuando la puerta de su despacho estaba abierta, podía oír la más callada risa femenina o cualquier susurro. Entonces se situaba en el umbral como un furioso sargento, hasta que se extinguía todo sonido que no tuviera nada que ver con el trabajo. Por esa razón, Valerie contuvo el impulso de llamar a varias de las secretarias para decirles que había llegado Farrell y pudieran ausentarse de sus puestos con cualquier pretexto para echarle un vistazo al ogro.
Las revistas y los periódicos sensacionalistas lo presentaban como a un hombre atractivo, apuesto y sofisticado, que salía con estrellas de cine y con señoritas de la realeza europea. En cuanto al Wall Street Journal aseguraba que era «un genio de las finanzas con un toque de Midas». El señor Vern Haskell, en cambio, tuvo palabras menos amables para Nick el día en que abandonó su despacho de presidente: «Es un cretino arrogante e inhumano con los instintos de un tiburón y la moral de un lobo merodeador». Valerie y Joanna, mientras esperaban que apareciera para verlo, tenían el ánimo predispuesto en su contra. Pensaban que lo despreciarían en cuanto lo vieran. Y así fue.
El suave tintineo de la campana del ascensor sonó en la zona de recepción como un martillazo contra un gong. Salió Nicholas Farrell, el aire pareció extinguirse ante la ahogada energía de su presencia. Atlético y muy bronceado, caminaba hacia las empleadas, leyendo un informe y llevando un maletín en la mano y un abrigo beige de cachemir colgado del antebrazo. Valerie se puso de pie, vacilante.
–Buenas tardes, señor Farrell.
Por respuesta a su cortesía, recibió la mirada penetrante de unos fríos ojos grises y una breve inclinación de la cabeza. Pasó por su lado como el viento: poderoso, inquietante y del todo indiferente a meros mortales como Valerie y Joanna.
Nick había estado allí ya una vez, para asistir a una reunión a última hora de la tarde. Se encaminó con paso firme, como quien pisa terreno conocido, a los despachos que habían pertenecido a Haskell y a su secretaria. Hasta que cerró tras de sí la puerta del despacho de esta última no levantó la mirada del informe, y cuando lo hizo, fue para mirar un momento a su propia secretaria, la señorita Stern, que había trabajado con él desde el principio. Llevaban juntos nueve años. No se saludaron ni se detuvieron a hablar de cosas intrascendentes. Nunca lo hacían.
–¿Cómo va todo?
–Bastante bien –respondió Eleanor Stern.
–¿Está lista la agenda de la reunión? –inquirió Nick, encaminandose hacia la puerta doble de palisandro de su propio despacho.
–Naturalmente –contestó ella, con la misma firmeza de su jefe. Desde el primer día, ambos habían formado una pareja de trabajo ideal. Eleanor se presentó en la oficina de Nick junto con otras veinte candidatas al cargo de secretaria. Casi todas ellas eran jóvenes y bonitas, y todas habían sido enviadas por una oficina de empleo. Aquel mismo día, Nick había visto una fotografía de Miley en Town and Country. Alguien había abandonado u olvidado el ejemplar de la revista en la cafetería en que desayunaba el incipiente financiero. Miley estaba acostada en la arena de una playa de Jamaica con un joven universitario jugador de polo. En el artículo se decía que la muchacha estaba de vacaciones con amigos de la universidad. Aquella fotografía colmó a Nick de amargura y le insufló una decisión aún más fuerte de triunfar. Y en este estado de ánimo empezó a entrevistar a las candidatas. La mayoría le parecieron est/úpidas, algunas incluso coquetearon.
Era lo último que buscaba. Quería, necesitaba alguien inteligente y de confianza, alguien que pudiera seguir el ritmo que a él le inspiraba su recién renovado impulso de llegar a la cumbre. Había arrojado a la papelera el currículo de la última candidata, cuando al levantar la mirada vio a Eleanor Stern, que con paso firme se dirigía hacia él.
La mujer llevaba unos zapatos de tacón bajo, un sencillo vestido negro y el pelo gris recogido. Le entregó a Nick su currículo con cierta brusquedad, y esperó impertérrita a que él lo leyera. El documento decía que Eleanor Stern tenía cincuenta años y era soltera; que escribía a máquina a ciento veinte pulsaciones por minuto y que era también taquígrafa, con ciento sesenta palabras de velocidad. Nick se disponía a hacerle algunas preguntas adicionales, pero la mujer se le anticipó. Con voz fría y como a la defensiva, dijo:
–Sé que soy mucho mayor que las otras candidatas y, por supuesto, incomparablemente menos atractiva. Sin embargo, como nunca he sido una mujer hermosa, he tenido que potenciar al máximo mis otras cualidades.
Sorprendido, Nick le preguntó:
–¿Cuáles son esas cualidades?
–Mi mente, mis habilidades. Además de mecanógrafa y taquígrafa, soy experta contable y entiendo de leyes. Además, puedo hacer algo que la mayoría de los jóvenes ya no saben hacer.
–¿Y qué es...?
–¡Escribir sin faltas de ortografía!
Esta observación, impregnada de un sentimiento de superioridad y de desdén hacia todo lo que no fuera perfecto, sedujo a Nick. Había en la mujer cierto orgullo distante que el joven admiró de inmediato. Además, presintió que ella poseía la misma rígida determinación que él sentía. Basándose en la creencia instintiva de que había encontrado a la persona idónea para el cargo, Nick le previno:
–La jornada es larga y el salario bajo, por ahora. Estoy empezando. Si subo, usted subirá conmigo. Su salario aumentará en proporción a su rendimiento.
–De acuerdo.
–Yo tengo que viajar mucho. Pasado un tiempo, tal vez habrá ocasiones en que deberá acompañarme.
Para asombro de Nick, los pálidos ojos de la mujer se estrecharon.
–Quizá debería usted ser más concreto en lo que respecta a mis obligaciones, señor Farrell. Seguro que las mujeres lo encuentran atractivo, sin embargo...
Sorprendido de que la mujer creyera que él exigía algo más que su trabajo y enojado por su crítica e indiferencia con respecto a su atractivo personal, Nick le contestó con un tono aún más frío que el de ella:
–Sus obligaciones serán puramente laborales. No estoy interesado en una aventura ni en coqueteos; no quiero regalos de cumpleaños, ni alabanzas, ni su opinión sobre materias personales que solo a mí me interesan. Lo que de usted necesito es su tiempo y sus habilidades.
La inusual dureza de su tono se debía, más que a la actitud de la señorita Stern, al recuerdo de la fotografía de Miley. Pero a Eleanor no pareció importarle. En realidad, fue como si le gustaran las condiciones.
–Me parece del todo aceptable –declaró.
–¿Cuándo podrá empezar?
–Ahora.
Nunca lamentó esta decisión. En el transcurso de una semana se había dado cuenta de que Eleanor Stern era capaz de afrontar interminables jornadas a un ritmo frenético, sin jamás parecer cansada. Y cuanto mayor era la responsabilidad que él delegaba sobre ella, más airosamente cumplía. No obstante, nunca cerraron el abismo que se había abierto entre ambos a causa de aquel malentendido inicial. Al principio estaban demasiado enfrascados en sus respectivos trabajos para pensar en ello. Después ya no parecía importar. Se hallaban inmersos en una rutina que a los dos les gustaba. Nick se había encumbrado y la señorita Stern trabajó junto a él hombro con hombro, día y noche, sin emitir jamás la menor queja. De hecho, aquella mujer se convirtió en un bagaje poco menos que imprescindible para la actividad empresarial y financiera de Nick, que, fiel a su palabra, le pagaba generosamente. Su secretaria tenía un salario anual de sesenta y cinco mil dólares, es decir, más alto que el de muchos ejecutivos de rango medio de Intercorp.
Ahora lo siguió a la oficina, y esperó mientras él dejaba el maletín sobre la mesa de palisandro recién adquirida. Por lo general, Nick le entregaba por lo menos un microcasete lleno de instrucciones y dictados para su trascripción.
–No he dictado nada –informó Nick al tiempo que abría el maletín y sacaba un puñado de carpetas con documentos para la señorita Stern–. Tampoco he tenido tiempo de estudiar el contrato de Simpson en el avión. El Lear tenía un problema mecánico y he llegado hasta aquí en un avión comercial. El bebé del asiento de delante sufría del oído, al parecer. No dejó de berrear durante todo el viaje.
Puesto que Nick había iniciado una conversación, la señorita Stern se sintió obligada a seguirla.
–Alguien tendría que haber ayudado.
–El hombre que iba a mi lado se ofreció, pensando que podía calmar a la criatura, pero la madre no se mostró más receptiva a esta solución que a la que yo le había ofrecido.
–¿Qué le propuso usted?
–Un trago de vodka. Y luego otro de coñac. –Cerró el maletín–. ¿ Qué tal los oficinistas por aquí?
–Algunos de ellos son concienzudos. Sin embargo, Joanna Simmons, ante la que usted pasó en su camino hacia aquí, no vale mucho. Se dice que era algo más que una secretaria del señor Morrisey, cosa que me inclino a creer. Puesto que sus habilidades son nulas, es obvio que justificaría el sueldo con otra clase de destrezas.
Nick apenas advirtió el gesto de desaprobación de la señorita Stern. Señaló con la cabeza la sala de reuniones contigua al despacho.
–¿Hay alguien ahí dentro?
–Por supuesto.
–¿Todos tienen copia de la orden del día?
–Por supuesto.
–Espero una llamada de Bruselas dentro de una hora –dijo Nick, encaminándose a la sala de reuniones–. Me la pasa, pero retenga cualquier otra.
El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa baja de mármol y cristal. Flanqueándola, había dos grandes sofás de ante en los que en aquel momento se hallaban sentados seis de los más brillantes vicepresidentes de Intercorp. Todos se pusieron en pie cuando entró Nick y le estrecharon la mano. Los vicepresidentes estudiaban el rostro de su jefe, intentando adivinar si el viaje a Grecia había sido un éxito.
–Es bueno tenerte de vuelta, Nick –dijo Tom Anderson, el último a quien el jefe dio la mano–. Bueno, no nos tengas en suspenso. ¿Cómo te fue en Atenas?
–Fue muy agradable –respondió Nick mientras se situaban ante la mesa–. Ahora Intercorp es dueña de una flota de petroleros.
Un ambiente triunfal recorrió la sala de reuniones. Todos hablaban y empezaban a discutir planes de utilización de la más reciente «rama de la familia» Intercorp.
Reclinándose en el sillón, Nick observó a sus seis poderosos ejecutivos, hombres dinámicos y dedicados, los mejores en sus respectivos campos. Cinco de ellos procedían de universidades de gran prestigio, Harvard, Yale, Princeton, Berkeley y MIT, y poseían títulos que iban desde banca internacional hasta marketing. Cinco de ellos vestían trajes de ochocientos dólares hechos a medida, típicos de los hombres de negocios. Llevaban camisas de algodón egipcio discretamente monogramadas y corbatas de seda elegida con sumo cuidado. En contraste con ellos, el sexto hombre era una figura discordante. Tom Anderson llevaba puesta una chaqueta verde y marrón a cuadros, pantalones verdes y corbata de cachemir. La pasión de Anderson por los colores vivos era objeto de regocijo entre los otros miembros del equipo, siempre impecablemente ataviados, pero rara vez se metían con él. Para empezar, era arriesgado aguijonear a un individuo de un metro ochenta y siete de estatura y ciento veinte kilos de peso.
Anderson tenía un título equivalente al de bachillerato y no había pasado por la universidad. Estaba agresivamente orgulloso de ello. «Mi escuela ha sido la vida», solía decir. Lo que no mencionaba era que poseía un misterioso talento que ningún centro de enseñanza podía impartir: un prodigioso instinto, un olfato que le hacía detectar todos los matices de la naturaleza humana. Le bastaban unos minutos de charla con un hombre para saber qué lo motivaba: la vanidad, la codicia, la ambición o algo diferente.
Superficialmente, Tom era un hombre llano, un oso enorme al que le gustaba trabajar en mangas de camisa. Por debajo de esa apariencia tosca, brillaban sus cualidades. Era el mejor negociador, y poseía una facilidad extrema para llegar al núcleo de los problemas. Estos rasgos no tenían precio, sobre todo a la hora de enfrentarse a los sindicatos en defensa de Intercorp.
No obstante, la cualidad que Nick más valoraba en Tom era su indestructible lealtad. En realidad, era el único hombre en aquella sala cuyo talento no estaba en venta al mejor postor. Había trabajado para la primera firma adquirida por Nick. Cuando este la vendió, trataron de llevarse a Tom, ofreciéndole una excelente posición y un mejor salario del que Farrell podía pagarle entonces. Pero prefirió quedarse.
Nick pagaba a los otros miembros del equipo lo suficiente para que no se sintieran tentados por una empresa rival. A Anderson le pagaba más porque estaba dedicado de lleno a él y a Intercorp. Nick nunca se lamentaba de lo que le costaban aquellos hombres, porque formaban un equipo insuperable. Sin embargo, él personalmente canalizaba las energías de cada uno de ellos en la dirección adecuada. Suya era la estrategia general de crecimiento de Intercorp y era él quien la cambiaba cuando lo creía conveniente.
–Caballeros –dijo, interrumpiendo la discusión acerca de los petroleros–. Hablaremos de los barcos en otra ocasión. Ahora trataremos los problemas de Haskell.
Los métodos de Nick, después de una adquisición, eran únicos y muy eficaces. Más que derrochar meses clasificando los problemas de la nueva compañía, más que encontrar las causas y las soluciones y despedir a los ejecutivos cuyo rendimiento no estaba a la altura exigida en Intercorp, Nick hacía algo muy distinto. Enviaba al grupo de hombres que en aquel momento se hallaban en la sala de reuniones para que empezaran a trabajar junto a los vicepresidentes de la firma adquirida. Cada uno de sus seis hombres era un experto en una determinada área y en cuestión de semanas se familiarizaba del todo, evaluaba la competencia del vicepresidente a cargo y localizaba los puntos flacos y fuertes de la sección.
–Elliot –dijo Nick, dirigiéndose a Elliot Jamison–. Empecemos por ti. En conjunto, ¿cómo es la división de marketing de Haskell?
–Ni buena ni mala. Demasiados directores en la central y en las sucursales. Muy pocos vendedores de campo. Los clientes fijos son objeto de grandes atenciones, pero los representantes carecen de tiempo para aumentar la clientela. Si tenemos en cuenta la alta calidad de los productos Haskell, el número de clientes debería ser en la actualidad tres o cuatro veces mayor. Hoy por hoy yo sugeriría que, como prueba, añadiéramos cincuenta comerciales al equipo de ventas. Cuando la planta de Southville esté operando, sugiero que se sumen otros cincuenta.
Nick hizo una anotación en su bloc y dirigió de nuevo la mirada a Jamison.
–¿Qué más?
–Paul Cranshaw, el vicepresidente de marketing, debe ser despedido, Nick. Ha estado en la casa veinticinco años, y su idea del marketing es anticuada y est/úpida. Además, es un hombre inflexible y rígido, al que no hay manera de hacer cambiar.
–¿Qué edad tiene?
–Según su ficha, cincuenta y seis.
–¿Aceptará la jubilación anticipada si se la ofrecemos?
–Quizá. Lo que puedo asegurarte es que no se irá si no se le obliga. Es un arrogante hijo de pu/ta, abiertamente hostil a Intercorp.
Tom Anderson, que parecía estar admirando su corbata, alzó la cabeza y comentó:
–Eso no tiene nada de sorprendente. Es primo lejano del viejo Haskell.
Elliot le lanzó una mirada de sorpresa.
–¿De veras? –Muy a su pesar, se sentía fascinado por la habilidad de Tom para obtener información sin ni siquiera parecer que lo intentaba–. Ese dato no figura en su ficha personal. ¿De dónde lo has sacado?
–Mantuve una deliciosa conversación con una muchacha de la sección de archivos. Es la empleada más antigua de la empresa y, en parte por eso, es un diario viviente.
–No es extraño entonces que Cranshaw se haya mostrado tan agresivo. Tendrá que despedirse del cargo y de la firma. Entre otras cosas, constituye un problema moral. Nick, todo esto no son más que generalidades. La semana que viene hablaremos tú y yo de los detalles específicos.
Nick se volvió hacia John Lambert, el experto en información financiera.
Obedeciendo la señal del jefe, Lambert consultó su cuaderno de notas y empezó a hablar.
–Los beneficios son buenos, cosa que ya sabíamos; pero todavía hay mucho margen de maniobra en la reducción de los costos. Además, en lo referente a cobros, operan muy mal. La mitad de la clientela atrasa el pago medio año, debido al hecho de que Haskell no ha llevado a cabo una política de cobros más agresiva.
–¿Tendremos que sustituir al interventor?
Lambert vaciló.
–Difícil decisión. El interventor afirma que fue Haskell quien insistía en que no se apremiara al cliente. Según nuestro hombre, él ha estado intentado durante años poner en práctica una política más rígida, pero el viejo Haskell no quería ni oír hablar de eso. Aparte de los cobros, el equipo de la división es disciplinado, con la moral muy alta. Y él personalmente sabe delegar funciones. Tiene el número suficiente de supervisores, que hacen bien su trabajo. El departamento no está sobrecargado de personal.
–¿Cómo reaccionó ante tu invasión de su zona? ¿Pareció dispuesto a adaptarse al cambio?
–Es un seguidor, no un líder; pero un seguidor concienzudo. Dile qué hay que hacer y lo hará bien. Por otra parte, si pides innovaciones y procedimientos contables más agresivos, no es probable que sepa planearlos por sí mismo.
–Enderézalo y ponlo en el buen camino –ordenó Nick, tras un momento de vacilación–. Cuando nombremos un presidente, le encargaremos que lo vigile. El departamento de finanzas es muy grande y parece estar en buena forma. Si la moral es alta, me gustaría dejarlo tal como está.
–Estoy de acuerdo. Dentro de un mes estaré en situación de presentarte un nuevo presupuesto y una nueva estructura de precios.
–Muy bien. –Nick centró su atención en un hombre rubio y de baja estatura, especialista en política de personal.
–David, ¿qué me dices del departamento de recursos humanos?