–Tienes la distinción, Miley,
de ser la única mujer que ha conseguido hacerme sentir como un yo-yo
emocional, bailando en una maldita cuerda que tienes atada a un dedo.
Miley se mordió el labio inferior para no sonreír, porque le pareció
maravilloso y significativo eso de afectarlo de una manera distinta de
todas las demás mujeres. Aunque a él no le gustara.
–Lo... siento –dijo por fin con total falta de honestidad.
–¡Qué lo vas a sentir! –retrucó él, pero la tensión había desaparecido de su voz–. Estás haciendo todo lo posible para no reír.
Miley levantó su dedo índice y lo inspeccionó con cuidado.
–A mí me parece un dedo común y corriente –bromeó.
–No
hay absolutamente nada común en ti, señorita Mathison –contestó él
entre irritado y divertido–. ¡Que Dios ayude a quienquiera se case
contigo, porque el pobre tipo envejecerá antes de tiempo!
La
conclusión obvia y despreocupada de Nick de que ella terminaría
casándose con alguien que no fuera él, y para peor con alguien a quien
compadecía, sofocó el brote de felicidad de Miley la hizo volver a
la tierra. Se prometió que a partir de ese momento nunca volvería a ver
en las palabras y los actos de Nick más de lo que realmente había en
ellos.
Pero pese a que
simuló indiferencia, Nick tuvo la desagradable sensación de que acababa
de herirla. Instantes después se reunió con ella junto al armario del
vestíbulo, donde Miley se estaba poniendo el traje para nieve que
había usado el día anterior.
–Me
había olvidado por completo de la existencia de este traje –explicó–.
Protegerá la ropa que tengo debajo. Saqué otro para ti del armario
–agregó, señalando con la cabeza uno del tamaño de Nick.
Mientras
se lo ponía, Nick llegó a la conclusión de que la conversación que
acababan de mantener en el dormitorio todavía necesitaba más
aclaraciones.
–No
quiero discutir contigo, te aseguro que es lo último en el mundo que
querría. Y decididamente no quiero hablar contigo de mis planes futuros
ni de mis preocupaciones actuales. Yo mismo estoy haciendo todo lo
posible por no preocuparme y por disfrutar simplemente la sorpresa que
significa tenerte aquí. Trata de comprender que los próximos días, aquí,
en esta casa, contigo, serán los últimos días “normales” de mi vida.
Aunque debo confesarte que no tengo la menor idea de lo que quiere decir
“normal”.. Pero la cuestión es que aunque los dos sepamos que ésta es
una fantasía que va a tener un final abrupto, todavía gozo con ella...
unos cuantos días idílicos vividos aquí arriba contigo para recordar
después. Y no quiero arruinarlos pensando en el futuro. ¿Comprendes lo
que trato de decirte?
çMiley ocultó tras una sonrisa la compasión y la pena que sus palabras le provocaban.
–¿Me está permitido saber cuánto tiempo vamos a estar aquí juntos?
–Yo... todavía no lo he decidido. No más de una semana.
Miley trató de no pensar en lo breve que era ese tiempo y resolvió hacer lo
que él le pedía, pero planteó la pregunta que la angustiaba desde que
salieron del dormitorio.
–Antes de que terminemos con ese tema de la policía y todo lo demás, debo preguntarte algo. Es decir, quiero aclarar algo.
Nick
observó que un maravilloso rubor le trepaba por las mejillas y Miley
inclinó presurosa la cabeza, concentrándose en la tarea de meterse el
pelo dentro de una gorra tejida.
–Dijiste
que querías que le dijera todo a la policía. Supongo que no habrás
querido decir que esperas que les cuente que nosotros... yo... tú...
–Ya
me has proporcionado todos los pronombres –bromeó Nick, que sabía muy
bien adonde quería llegar Miley–, ¿te parece que me podrías dar un
verbo que los acompañe?
Ella se puso los guantes, colocó las manos en jarras y le dirigió una mirada de cómica desaprobación.
–Tienes demasiada labia, señor Jonas.
–Trato de mantenerme a tu altura.
Ella meneó la cabeza en actitud de falso disgusto y se volvió hacia la puerta trasera. Nick la alcanzó justo cuando salía.
–No quise tratar tu última pregunta con indiferencia –explicó.
Cerró
la puerta tras él, se puso los guantes y pisó con cuidado un sendero
trazado por el viento y rodeado de un metro y medio de nieve. Ella se
volvió a esperarlo, y al mirarla Nick perdió el hilo de lo que pensaba
decir. Con el pelo metido bajo el gorro y la cara lavada con excepción
de un toque de lápiz labial, Miley era una maravilla con piel de
porcelana y ojos color zafiro enmarcados por oscuras pestañas y
graciosas cejas.
–Por
supuesto que no quise decir que debías informarles que hemos tenido
relaciones íntimas; eso es sólo cosa nuestra. Pero por otra parte
–agregó, recuperando la compostura–, considerando que soy un asesino
convicto, lo lógico es que supongan que no vacilaría en forzarte a
mantener una relación sexual conmigo. Considerando la mentalidad de
cloaca de la mayoría de los policías, cuando niegues que te violé te
someterán a toda clase de preguntas y tratarán de conseguir que les
reveles que tal vez quisiste que me acostara contigo y que por eso lo
hice.
–¡No lo digas así! –exclamó ella con expresión de virgen ultrajada, cosa que, comprendió Nick, en realidad era.
–Lo
estoy diciendo de la manera en que ellos lo pensarán –explicó–.
Abordarán el tema de una docena de maneras diferentes, y que no
aparentarán tener relación entre sí, como pedirte que describas la casa
que utilicé como escondite, ostensiblemente para poder localizarla y
revisarla en busca de pistas. Después te harán preguntas sobre los
dormitorios y la decoración de esos cuartos. Sólo Dios sabe las
preguntas que te harán, pero en el instante mismo en que reveles
demasiados conocimientos, o demasiados sentimientos, acerca de algo que
me concierna personalmente, supondrán lo peor y saltarán sobre ti.
Cuando te traje a este lugar, nunca imaginé que tendrían tan buenos
motivos para creerte una aliada mía. Y no los tendrían, si ese maldito
camionero no hubiera... –Se interrumpió y meneó la cabeza–. Cuando
estuviste a punto de huir en esa plaza de estacionamiento para camiones,
no pensé en nada aparte de la necesidad inmediata de detenerte. No creí
que el camionero hubiera alcanzado a vernos lo suficientemente bien
como para reconocernos después. De todos modos, el mal ya está hecho y
no tiene sentido hablar sobre algo que ya no tiene solución. Cuando la
policía te interrogue sobre ese episodio, diles exactamente lo que
sucedió. Te considerarán heroica. Y lo fuiste. –Le colocó las manos
sobre los brazos para enfatizar sus palabras–. Escúchame con cuidado... y
después quiero que no volvamos a hablar del tema. Cuando la policía te
esté interrogando acerca de nuestra relación mientras estuvimos aquí, si
de alguna manera se te escapa algo que revele que tuvimos relaciones
íntimas, quiero que me prometas una cosa.
–¿Qué? –preguntó Miley, desesperada por dejar de hablar del tema antes de que influyera en el estado de ánimo de ambos.
–Quiero
que me prometas que les dirás que te violé. –Ella se quedó mirándolo
con la boca abierta–. Ya he sido convicto de asesinato –agregó Nick–, y
créeme que mi reputación no empeorará agregándole el cargo de violación.
Pero en cambio eso puede salvar tu reputación, y es lo único que
importa. Lo comprendes, ¿verdad? –preguntó, estudiando la mirada extraña
que le dirigía Miley.
Pero enseguida le contestó con voz muy suave y muy, muy dulce.
–Sí, Nick –dijo con poco común docilidad–. Comprendo. Comprendo que ¡te... has... vuelto... loco!
Dicho
lo cual le apoyó ambas manos en los hombros y le dio un fuerte empujón,
haciéndolo caer sobre más de un metro y medio de nieve.
–¿Por
qué diablos hiciste eso? –preguntó Nick mientras luchaba por salir del
pozo que su cuerpo había formado en la nieve blanda.
–Eso
–contestó ella con su sonrisa más angelical, las manos en las caderas,
las piernas levemente separadas–, ¡fue por haber osado sugerir que yo
siquiera consideraría la posibilidad de decirle a alguien que me
violaste!
En lo alto
de la cima de una apartada montaña de Colorado, las risas resonaron casi
constantemente a lo largo de una tarde de invierno, sobresaltando a las
ardillas que observaban desde los árboles, mientras dos seres humanos
interrumpían la paz del lugar jugando como chicos en la nieve,
persiguiéndose por entre los árboles, tirándose bolas de nieve, y luego
dedicándose a completar la construcción del muñeco de nieve que, ya
terminado, no se parecía a ningún otro muñeco de nieve de los anales de
la historia...
Sentados juntos en el sofá, con
las piernas estiradas, los pies apoyados sobre la mesa baja y cubiertos
por una manta tejida, Miley miró la pared de vidrio del otro lado del
living. Estaba deliciosamente extenuada después de la tarde al aire
libre, de una comida deliciosa y de haber hecho el amor con Nick sobre
el sofá. Aun en ese momento, mucho después de haber terminado de hacer
el amor y cuando él estaba enfrascado en sus pensamientos, con la mirada
clavada en el fuego, la tenía abrazada, con la cabeza apoyada sobre su
hombro como si disfrutara de tenerla cerca y tocarla.
En
tanto, Nick pensaba que nunca se cansaba de estar con Miley, en la
cama o fuera de ella, y para él ésa era una experiencia sin precedentes. Miley calzaba en la curva de su brazo como si hubiera sido hecha para
él; en la cama era a la vez un ángel y una cortesana. Era capaz de
hacerlo remontar hasta alturas increíbles de pasión con un sonido, una
mirada, un contacto. Fuera de la cama era divertida, fascinante,
ingeniosa, terca e inteligente. Lo enfurecía con una palabra y enseguida
lo desarmaba con una sonrisa. Era inconscientemente sofisticada, nada
pretenciosa, y estaba tan llena de vida y de amor que lo hipnotizaba.
Él
era nueve años mayor y mil veces más duro que ella, y sin embargo había
algo en Miley que lo suavizaba y lograba que le gustara ser suave, y
ambas cosas eran también experiencias novedosas para él. Antes de ser
condenado, las mujeres lo acusaban de ser cualquier cosa, desde distante
e inalcanzable hasta frío y cruel. Varias mujeres le habían dicho que
parecía una máquina y una de ellas llevó la analogía a una definición:
dijo que el sexo lo encendía y que luego se apagaba para todo, excepto
su trabajo. Durante una de las frecuentes discusiones que mantenía con
Rachel, ella le dijo que era capaz de encantar a una serpiente y que era
tan frío como uno de esos ofidios.
–¿Nick?
El simple sonido de la voz de Miley tenía un efecto mágico sobre él; en boca de ella su nombre sonaba especial, diferente.
–¿Hmmm?
–¿Te
das cuenta de lo poco que sé acerca de ti, a pesar de que hemos...
este... hemos sido...? –Miley se interrumpió, sin saber si usar la
palabra amantes sería pretender demasiado.
Nick
percibió su tímida incertidumbre y sonrió porque pensó que posiblemente
estuviera buscando alguna palabra formal y decorosa –y por lo tanto
completamente inapropiada– para describir la pasión que compartían, o
bien una palabra que definiera lo que eran el uno para el otro.
–¿Qué preferirías –preguntó sonriendo–, una palabra o una frase completa?
–No
seas tan pagado de tí mismo. Da la casualidad de que estoy calificada
para enseñar educación sexual en todos los niveles educativos.
–¿Entonces dónde está el problema? –preguntó Nick, riendo.
La respuesta de Miley hizo desaparecer su risa, lo dejó sin aliento y lo derritió por completo.
–De
alguna manera –dijo ella, estudiando las manos que tenía entrelazadas
sobre la falda–, un término clínico como intercambio sexual me parece
equivocado para describir algo que es tan... tan dulce cuando lo hacemos
nosotros. Y tan profundo.
Nick
apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y cerró los ojos, en un
esfuerzo por tranquilizarse, mientras pensaba por qué sería que ella
ejercía un efecto tan tremendo sobre él. Instantes después logró hablar
en voz casi normal.
–¿Y qué te parece la palabra amantes?
–Amantes
–aceptó ella, asintiendo repetidas veces–. Lo que estaba tratando de
explicarte era que, aunque hemos sido amantes, no sé nada acerca ti.
–¿Qué te gustaría saber?
–Bueno, para empezar: ¿Nicholas Jonas es tu verdadero nombre o te lo pusiste cuando empezaste a ser actor?
–Me
llamo realmente Nicholas Jonas no es mi apellido sino mi segundo
nombre. Recién lo convertí legalmente en mi apellido a los dieciocho
años.
–¿En serio?
Ella
volvió la cabeza y su mejilla suave le acarició el brazo cuando levantó
la cara para mirarlo. Hasta con los ojos cerrados él percibía esa
mirada, adivinaba su sonrisa llena de curiosidad, y mientras esperaba la
pregunta inevitable, Nick recordó otras cosas.
«Yo
nunca te habría rechazado, Nick. ¡Cómo te atreves a sugerir que yo
consideraría la posibilidad de decirle a alguien que me violaste!».
«Intercambio sexual me parece un término equivocado para describir algo
que es tan... tan dulce cuando lo hacemos nosotros. Y tan profundo».
La voz de Miley se interpuso en sus recuerdos.
–¿Cuál era tu apellido antes de que lo cambiaras por Jonas?
Era exactamente la pregunta que Nick esperaba, la que jamás había contestado.
–Stanhope.
–¡Qué
apellido tan lindo! ¿Por qué lo cambiaste? –Miley notó que Nick
tensaba la mandíbula, y cuando abrió los ojos le sorprendió la expresión
de dureza que vio en ellos.
–Es una larga historia –contestó.
–¡Ah!
–exclamó ella. Y decidió que debía de ser una historia desagradable, de
manera que por el momento era mejor no insistir en el asunto. Decidida a
distraerlo, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza–. Ya sé una
cantidad de cosas sobre tu juventud, porque en esa época mis hermanos
mayores era admiradores tuyos.
Nick
la miró, con plena conciencia de que Miley había sofocado su natural
curiosidad con respecto a su “larga historia”, y eso puso un manto de
calidez sobre el frío que lo recorrió al pronunciar el apellido
Stanhope.
–¡Ah! ¿Así que eran admiradores míos? –preguntó en tono de broma.
Miley asintió, aliviada al ver que su cambio de tema había dado tan buenos resultados.
–Y
como lo eran, sé que creciste solo, que viajaste por el país con rodeos
y enlazando novillos, que viviste en ranchos y que eras domador de
caballos... ¿Dije algo gracioso?
–A
riesgo de arruinar tus ilusiones, princesa –dijo Nick, muerto de risa–,
debo decirte que esas historias fueron producto del departamento de
publicidad del estudio, integrado por gente de una imaginación
desenfrenada. La verdad es que prefiero pasar dos días sentado en un
ómnibus antes que dos horas sobre el lomo de un caballo. Y que si hay
algo en el mundo que me disgusta más que los caballos, son las vacas. Es
decir, los novillos.
–¡Vacas!
–exclamó ella, y su risa contagiosa resonó como música, y le caldeó el
corazón. Miley levantó las rodillas hasta su pecho, se las tomó con
los brazos y lo miró, absorta y fascinada.
–¿Y
tú? –preguntó Nick, tomando su copa de vino, en un intento de
distraerla y evitar la siguiente pregunta inevitable–. ¿Naciste con el
apellido Mathison o te lo cambiaste?
–Yo no nací con apellido.
Nick detuvo la copa que estaba por llevarse a la boca.
–¿Qué?
–En
realidad me encontraron dentro de una caja de cartón, colocada sobre un
tacho de basura en un callejón, envuelta en una toalla. El portero que
me encontró me llevó adentro y me entregó a su esposa para que me
hiciera entrar en calor y pudieran llevarme a un hospital. Al hombre le
pareció que era justo que llevara el nombre de su esposa, que me cuidó
ese día, y por eso me pusieron Miley.
–¡Mi Dios! –dijo Nick, tratando de no demostrar lo horrorizado que estaba.
–¡Tuve
suerte! Pudo haber sido muchísimo peor. –Nick estaba tan espantado que
no alcanzó a ver el brillo divertido de los ojos de Miley.
–¿Cómo?
–La mujer del portero pudo haberse llamado Mathilda. O Gertrude. O Wilhimena.
Él
sintió que le volvía a suceder, esa manera tan peculiar en que se le
estrujaba el corazón, ese extraño dolor que sentía dentro del pecho cada
vez que ella le sonreía así.
–De
todos modos la historia tuvo un final feliz –dijo, tratando de
tranquilizarse, cosa que a esa altura de las circunstancias era
ridicula, hasta en él–. Te adoptaron los Mathison, ¿verdad? –Y al ver
que ella asentía, concluyó–: Y ellos consiguieron una hermosa bebita a
quien amar.
–No exactamente.
–¿Cómo? –volvió a preguntar él, sintiéndose est/úpido y atontado.
–Lo
que los Mathison recibieron fue una chica de once años que ya había
tratado de embarcarse en una vida de crimen en las calles de Chicago...
ayudada y alentada por algunos chicos un poco mayores que ella que le
enseñaron ciertas... tretas. En realidad –agregó alegremente–, es
probable que hubiera tenido una carrera muy ilustre. –Levantó una mano y
meneó uno de sus largos dedos antes de explicar–. Tenía dedos muy
veloces. Pegajosos.
–¿Robabas?
–Sí, y me arrestaron cuando tenía once años.
–¿Por robar? –preguntó Nick con incredulidad.
–¡Por supuesto que no! –exclamó Miley con aire ofendido–. Era demasiado rápida para que me
sorprendieran robando. Me enjaularon acusada de vagancia.
Nick
se quedó mirándola. Al oírla hablar en la jerga de la calle, tuvo ganas
de sacudir la cabeza para aclararse las ideas. Y sin embargo, su
imaginación, que le había permitido convertirse en un excelente director
de cine, ya empezaba a trabajar, visualizándola como probablemente
debía de haber sido de chica: pequeña y delgada por la mala
alimentación, con una cara de pilluelo dominada por esos ojos enormes...
el mentón tozudo... el pelo oscuro, corto y mal cuidado... Dispuesta a
enfrentar el mundo duro y cruel... Dispuesta a desafiar a un ex
convicto... Dispuesta a cambiar de idea y quedarse a su lado, desafiando
todo lo que era y había aprendido, porque ahora creía en él...
Tironeado por la risa, la ternura y la sorpresa, Nick le dirigió una mirada de arrepentimiento.
–Me acabo de dejar llevar por la imaginación.
–¡No me cabe duda! –contestó ella, sonriendo.
–¿Qué estabas haciendo cuando te pescó la policía? –Ella le dirigió una mirada larga, divertida.
–Algunos
chicos mayores que yo me estaban haciendo el favor de enseñarme una
técnica que me habría sido útil para habérmelas contigo. Pero ayer,
cuando lo intenté con el Blazer, no conseguí recordar qué iba dónde.
–¿Perdón? –dijo Nick, sin entender.
–Ayer traté de hacer arrancar el Blazer haciéndole un puente.
La
carcajada de Nick rebotó en el cielo raso y antes de qué Miley
pudiera reaccionar, la tomó en sus brazos y enterró la cara en su pelo,
muerto de risa.
–¡Dios
me ayude! –susurró–. ¡Sólo a mí se me podía ocurrir secuestrar a la
hija de un pastor que ademas supiera arrancar un auto haciéndole un
puente!
–Estoy
segura de que podría haberlo hecho, si no fuera que cada dos minutos
tenía que aparecer frente a esa ventana –informó Miley, y las
carcajadas de Nick se intensificaron–. ¡Dios mío! –exclamó ella de
repente–. ¡En lugar de tanto lío, debí tratar de robarte lo que llevabas
en el bolsillo! –La carcajada de Nick casi ahogó su frase siguiente–.
Si hubiera adivinado que tenías las llaves del auto en el bolsillo del
pantalón, te aseguro que lo habría hecho en un segundo.
Feliz
de comprobar que era capaz de hacerlo reír tanto, Miley apoyó la
cabeza contra el pecho de Nick y en cuanto él dejó de reír, dijo:
–Ahora te toca a ti. ¿Donde creciste en realidad, si no fue en ranchos y esas cosas?
Nick le levantó la cara para que lo mirara.
–En Ridgemont, Pennsylvania.
–¿Y?
–preguntó Miley, confusa y con la extraña impresión de que para él
significaba algo especial haber contestado esa pregunta.
–Y
–agregó él, mirando los ojos intrigados de Miley–, los Stanhope son
dueños de una importante fábrica que, desde hace más de un siglo,
constituye la columna vertebral de la economía de Ridgemont y de varias
comunidades cercanas.
Ella meneó la cabeza, disgustada.
–¡Eras
rico! Todas esas historias acerca de tu infancia solitaria, de que
tuvieras que ganarte la vida en el circuito de los rodeos... son
completamente deshonestas. ¡Y mis hermanos las creyeron!
–Me
disculpo por haber engañado a tus hermanos –dijo él, riendo de su
mirada de indignación– La verdad es que, hasta que lo leí en una
revista, no me enteré de lo que había inventado sobre mí el departamento
de publicidad, y entonces era demasiado tarde para desdecirlos y... en
esa época eso no me habría hecho ningún bien. De todos modos, me fui de
Ridgemont antes de cumplir diecinueve años, y desde entonces me las
arreglé solo.
Miley se moría por preguntarle por qué se había ido de su casa, pero por el momento se concretó a preguntar lo más importante.
–¿Tienes hermanos y hermanas?
–Tuve dos hermanos y una hermana.
–¿Por qué dices “tuve”?
–Supongo que por una cantidad de cosas –contestó Nick con un suspiro, volviendo a apoyar la cabeza contra el respaldo del sofá.
–Si por algún motivo prefieres no hablar de eso, no es necesario que lo hagas –dijo Miley, sensible a sus cambios de ánimo.
Nick
sabía que se lo iba a contar todo, pero prefería no analizar los mil
sentimientos que lo obligaban a hacerlo. Nunca sintió necesidad ni ganas
de contestar esas mismas preguntas cuando se las hizo Rachel. Pero
nunca les había confiado a ella o a ningún otro, algo que podía causarle
dolor. Tal vez tuviera la sensación de que a Miley le debía esas
respuestas, puesto que ella ya le había dado tanto. La abrazó con más
fuerza y ella se le acercó, apoyando la cabeza contra su pecho.
–Hasta
hoy, nunca he hablado de esto con nadie, aunque Dios sabe que me lo han
preguntado infinidad de veces. No es una historia demasiado larga ni
interesante, pero si mi voz te suena extraña, es porque me resulta muy
desagradable y porque me siento un poco raro hablando de esto por
primera vez en diecisiete años.
Miley permaneció en silencio, sorprendida y halagada al comprobar que confiaba tanto en ella.
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