sábado, 22 de septiembre de 2012

Perfecta Cap: 2

1978
–Soy la señora Borowski, del servicio público de hogares adoptivos LaSalle –anunció la mujer de mediana edad, mientras cruzaba la alfombra oriental rumbo a la recepcionista, con una bolsa de compras en el brazo. Señaló a la jovencita de once años que iba tras ella y aclaró con frialdad–: Y ésta es Miley Smith. Ha venido a ver a la doctora Theresa Wilmer. Volveré a buscarla cuando termine de hacer mis compras.

La recepcionista le sonrió a la pequeña.
–La doctora Wilmer estará contigo en un ratito, Miley. Mientras tanto siéntate allí y llena esta tarjeta. Me olvidé de dártela la vez pasada, cuando viniste.

Muy consciente de sus jeans andrajosos y de la gastada chaqueta que llevaba puesta, Miley miró con expresión inquieta la elegante sala de espera donde frágiles figuritas de porcelana reposaban sobre una antigua mesa baja y valiosas esculturas de bronce se apoyaban en pies de mármol. Apartándose todo lo posible de la mesa llena de esos objetos, Miley se encaminó a una silla junto a un enorme acuario donde exóticos peces de colores nadaban entre ramas verdes. A sus espaldas, la señora Borowski volvió a asomar la cabeza para prevenir a la recepcionista:

–Miley es capaz de robar cualquier cosa que no esté atornillada. Es escurridiza y rápida, así que será mejor que la vigile de cerca.

Sofocando su furia y su humillación, Miley se dejó caer en una silla, estiró las piernas hacia adelante en un esfuerzo consciente de adoptar la actitud de persona aburrida y nada afectada por los horrible comentarios de la señora Borowski, pero los colores que teñían sus mejillas estropearon el efecto, aparte de que sus piernas no llegaban al piso.

Instantes después cambió de postura y miró aterrorizada la tarjeta que acababa de entregarle la recepcionista para que la llenara. Aunque sabía que no podría deletrear las palabras, no tenía más remedio que intentarlo. Apretando los dientes, se concentró en las letras que aparecían en la tarjeta. La primera palabra empezaba con una letra N como la de No en los carteles de «No Estacionar» que se alineaban por la calle. Sabía lo que decían esos carteles porque sus amigos se lo habían dicho. La segunda letra era una a como la de gato, pero la palabra no era gato. Apretó los dedos alrededor del lápiz amarillo, mientras luchaba contra la familiar sensación de frustración y de furiosa desesperación que la agobiaba cada vez que se esperaba que leyera algo. Había aprendido la palabra gato en primer grado ¡pero nadie escribía jamás esa palabra en ninguna parte! Mientras observaba las palabras incomprensibles de la tarjeta, se preguntó con furia por qué sería que las maestras les enseñaban a leer palabras tontas como gato cuando nadie escribía jamás la palabra gato fuera de los estúpidos libros de primer grado.

Pero los libros no son tontos, se recordó Miley, y las maestras tampoco. Otros chicos de su edad hubieran leído esa tonta tarjeta en un abrir y cerrar de ojos. Ella era la que no podía leerla, la tonta era ella.

Pero, por otra parte, se dijo que sabía una cantidad de cosas que los otros chicos ignoraban por completo, porque ella se obligaba a prestar atención a las cosas. Y había notado que cuando le entregaban a uno algo que debía llenar, casi siempre se suponía que había que empezar por escribir su propio nombre...

Con cuidadosa prolijidad, escribió J-u-l-i-e-S-m-i-t-h a lo largo de la parte superior de la tarjeta; después se detuvo incapaz de escribir nada más. Sintió que empezaba a enojarse de nuevo, y antes de permitir que ese tonto pedazo de papel le estropeara el día, decidió pensar en algo agradable, como la sensación del viento sobre la cara, en primavera. Conjuraba la visión de sí misma bajo un gran árbol lleno de hojas, observando a las ardillas que correteaban por las ramas cuando la voz de la recepcionista la sacó de su ensoñación, llenándola de alarma y de culpa.
–¿Tienes algún problema con el lápiz, Miley?
Miley clavó la punta del lápiz en el género de sus jeans y la -rompió.
–Tiene la punta rota.
–Aquí tienes otro... .
–Hoy tengo la mano dolorida –mintió, poniéndose de pie–. No tengo ganas de escribir. Y debo ir al baño. ¿Dónde queda?
–Justo al lado de los ascensores. La doctora Wilmer te recibirá muy pronto, así qué no tardes.
–No tardaré –contestó respetuosamente Miley.

Después de cerrar la puerta de la oficina a sus espaldas, se volvió a mirar lo que tenía escrito y estudió con cuidado las primeras letras, para poder reconocerlas a la vuelta. “P”, susurró en voz alta para no olvidarse, “S-I”, Satisfecha, recorrió el largo corredor alfombrado, dobló a la izquierda al llegar al final y a la derecha al ver el surtidor de agua, pero cuando por fin llegó a los ascensores, vio que allí había dos puertas, sin ninguna letra en ellas. Estaba casi segura de que debían ser las puertas de los baños, porque, entre otra serie de conocimientos almacenados, estaba el hecho de que por lo general, en los grandes edificios, las puertas de los baños tenían picaportes distintos de los de las oficinas. El problema era que ninguna de esas puertas decía Hombres o Mujeres, dos palabras que reconocía, ni tenían esas figuritas de un hombre y una mujer que indicaban a la gente como ella qué baño debían usar. Con mucha calma, Miley apoyó la mano en una de las puertas entreabrió y espió. Retrocedió al ver esos extraños inodoros de pared, porque había otras dos cosas que sabía y que dudaba que las demás chicas supieran: los hombres utilizaban inodoros muy raros. Y volvían locos si alguna chica abría la puerta mientras lo hacían. Miley abrió la otra puerta y entró en baño correcto.

Consciente de que el tiempo pasaba con rapidez salió del baño y se apresuró a desandar sus pasos, hasta llegar a la parte del corredor donde debía estar; el consultorio de la doctora Wilmer. Allí empezó a estudiar laboriosamente los nombres de las puertas. La de la doctora Wilmer empezaba con una P-S-I, Leyó la P-E-T de la primera puerta y decidió que debía haber memorizado mal las letras, así que la abrió. Una desconocida, de pelo gris, levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Sí?
–Perdón, me equivoqué de puerta –murmuró Miley, poniéndose colorada–. ¿Sabe dónde está el consultorio de la doctora Wilmer?
–¿La doctora Wilmer?
–Sí, usted sabe... Wilmer... ¡empieza con P-S-I!
–P-S-I-... ¡Ah! Te debes de referir a “Psiquiatras Asociados”. Ésa es la oficina dos mil quinientos dieciséis, en el otro extremo del corredor.

Normalmente, Miley hubiera simulado comprender y continuado asomándose a todas las oficinas hasta encontrar la que buscaba, pero estaba demasiado preocupada por su tardanza como para demorarse más.
–¿Me los deletrea, por favor?
–¿Cómo?
–¡Los números! –exclamó ella con desesperación–. Deletréelos así: tres-seis-nueve-cuatro-dos. Dígamelo así.

La mujer la miró como si se tratara de una idi/ota, cosa que Miley sabía que era, pero le resultaba odioso que el resto de la gente se diera cuenta. Después de lanzar un suspiro de irritación, la mujer le hizo el gusto.
– El consultorio de la doctora Wilmer es el dos-cinco-uno-seis.
–Dos-cinco-uno-seis –repitió Miley.
–Es la cuarta puerta a la izquierda –agregó la mujer.
–¡Bueno! –exclamó Miley, llena de frustración–. ¿Por qué no empezó por decirme eso?.
Al oirla entrar, la recepcionista de la doctora Wilmer levantó la cabeza.
–¿Te perdiste, Miley?
–¿Yo? ¿Cómo me voy a perder? –mintió la pequeña con un enfático movimiento de la cabeza rizada, mientras regresaba a su asiento. Sin saber que le observaban a través de algo que parecía un espejo común, volvió su atención al acuario. Lo primero que notó fue que uno de los hermosos pececitos acababa de morir y que otros dos nadaban a su alrededor como si contemplaran la posibilidad de comérselo. Automáticamente golpeó el vidrio con un dedo para ahuyentarlos, pero a los pocos instantes los vio regresar–. Aquí hay un pescadito muerto –le comunicó a la recepcionista, tratando de no sonar demasiado preocupada–. Si quiere, lo puedo sacar del agua.

–Esta noche lo sacará la gente de limpieza, pero gracias por el ofrecimiento.
Miley se tragó la airada protesta por lo que sentía era una innecesaria crueldad hacia el pez muerto. No estaba bien que dejaran allí a un ser tan hermoso y tan indefenso. Tomó una revista de la mesa baja y simuló mirarla, pero por el rabillo del ojo seguía vigilando los dos peces depredadores. Cada vez que se acercaban a molestar a su camarada muerto, Miley miraba a la recepcionista para asegurarse que no la estuviera vigilando, y con el aire indiferente del mundo, golpeaba el vidrio para ahuyentarlos.

A pocos pasos de distancia, en su consultorio y frente al espejo de doble faz, la doctora Theresa Wilmer observaba la escena con los ojos iluminados por una sonrisa ante el intento de Miley de proteger al pez muerto, mientras mantenía una fachada de total indiferencia para beneficio de la recepcionista. Miró al colega que estaba a su lado y dijo:
–Allí tienes a “Miley la terrible”, la adolescente que algunos padres adoptivos oficiales han considerado no sólo “incapaz de aprender” sino inmanejable una mala influencia para sus compañeros y una alborotadora que terminará siendo delincuente juvenil, ¿Sabías –preguntó con tono de admiración en la voz– que fue capaz de organizar una huelga de hambre en LaSalle? Convenció a cuarenta y cinco chicos, casi todos mayores que ella, de que la siguieran en su exigencia de mejor comida.

El doctor John Frazier miró a la chiquilla por el espejo de doble faz.
–Supongo que lo habrá hecho por una secreta necesidad de desafiar a la autoridad.
–No –contestó con sequedad la doctora Wilmer–. Lo hizo por una profunda necesidad de recibir mejor comida. En LaSalle la comida es nutritiva, pero no tiene gusto. Te lo aseguro, porque yo misma la probé.
Frazier dirigió una mirada de sorpresa a su colega.
–¿Y qué me dices de sus robos? No puedes ignorar ese problema.
–¿Alguna vez has oído hablar de Robin Hood?
–Por supuesto. ¿Por qué?
–Porque estás mirando una versión adolescente actual de Robin Hood. Miley es tan rápida, que es capaz de robarle una corona de oro de una muela sin que te des cuenta.
–No me parece que ésa sea una recomendación para enviarla a vivir con tus inocentes parientes de Texas, que es lo que entiendo piensas hacer.
La doctora Wilmer se encogió de hombros.
–Miley roba comida, ropa o juguetes, pero nunca se queda con nada. Siempre les entrega el botín a los chicos más pequeños de LaSalle.
–¿Estás segura?
–Absolutamente segura. Lo he comprobado.
Con una pequeña sonrisa renuente, John Frazier estudió a la pequeña.
–Se parece más a Peter Pan que a Robin Hood. No es lo que yo esperaba, después de leer su historia clínica.
–A mí también me sorprendió –admitió la doctora Wilmer.

Según el legajo de Miley, el director del orfelinato LaSalle, donde en ese momento residía, la consideraba «un problema disciplinario, con predilección por hacerse la rabona, crear problemas, robar y vagar en compañía de jovencitos de mala repu/tación del sexo contrario». En base a todos esos comentarios desfavorables, la doctora Wilmer esperaba encontrarse con una criatura dura y beligerante, cuyo constante contacto con jovencitos del sexo opuesto posiblemente indicara un temprano desarrollo físico y quizás hasta una precoz actividad sexual. Por ese motivo quedó estupefacta al ver entrar a la criatura en su consultorio, dos meses antes, con aspecto de duendecito travieso, vistiendo jeans y una remera gastada, con el pelo corto y rizado. En lugar del proyecto de mujer fatal que la doctora esperaba, Miley Smith tenía el rostro de un pilluelo encantador, dominado por un par de enormes ojos de espesas pestañas y de un azul sorprendente. En contraste con esa carita y esos ojos inocentes, se paró frente al escritorio de la doctora en una postura masculina y desafiante, sacando el mentón y con las manos metidas en los bolsillos traseros del jean.

La chiquita cautivó a Theresa en ese primer encuentro, pero la fascinación que sentía por Miley comenzó aún antes de eso, casi desde el momento que, una noche, en su casa, abrió el legajo de Miley empezó a leer sus respuestas a la batería de tests formaban parte del proceso de evaluación que la misma Theresa había desarrollado. Cuando terminó de leer, Theresa comprendía a fondo el funcionamiento de esa mente infantil, así como la profundidad de su pena y los detalles de su problema: abandonada al nacer por sus padres biológicos, y dos veces rechazada por padres adoptivos, Miley no tuvo más remedio que pasar su infancia dentro de los límites de los barrios pobres de Chicago en una sucesión de casas superpobladas de matrimonios que acogían huérfanos a cambio de un arancel. Como resultado, su única fuente de verdadero cariño y calidez humana eran sus compañeros, chicos desaliñados, sucios y descuidados, igual que ella, a quienes Miley filosóficamente consideraba de “su misma clase”; chicos que le enseñaban a robar objetos de las tiendas y después a hacerse la rabona con ellos. Su mente rápida y sus dedos aún más veloces lograron que Miley fuera tan hábil para ambas cosas que, por grande que fuera la frecuencia con que la enviaran a un nuevo hogar para huérfanos, de inmediato adquiría cierta popularidad y respeto entre sus pares, hasta el punto de que, algunos meses antes, un grupo de chicos condescendió a demostrarle las distintas técnicas que usaban para robar autos, poniéndolos en marcha por medio de puentes, una demostración que tuvo como resultado que todo el grupo fuera encarcelado, incluyendo a Miley, que sólo era una observadora.
Ese día marcó el primer arresto de Miley y, aunque ella lo ignorara, su primera verdadera “oportunidad” porque en definitida fue eso lo que la llevó a ser tratada por la doctora Wilmer. Después de ser –de alguna manera injustamente– arrestada por intento de robo de automóviles, Miley fue anotada en el programa de la doctora Wilmer, que incluía uan intensa batería de tests psicológicos y de inteligencia, entrevistas personales y evaluaciones conducidas por el grupo de psiquiatras y psicólogos voluntarios de la doctora Wilmer. La finalidad del programa consistía en apartar a esos jóvenes, que se encontraban al cuidado del estado, de una vida de delincuencia o de cosas aún peores.

En el caso de Miley, la doctora Wilmer estaba absolutamente decidida a lograrlo, y cuando a Terry Wilmer se le metía algo en la cabeza, lo lograba. Con tal de llegar a su meta, la doctora Wilmer estaba dispuesta a explotar todos los medios que tuviera a su disposición, incluyendo la posibilidad de reclutar el apoyo de algunos de sus colegas, como Joe Frazier. En el caso de Miley, hasta recurrió a la ayuda de primos lejanos, que estaban lejos de ser ricos pero tenían lugar en su casa y, con un poco de suerte, en sus corazones, para recibir a una jovencita muy especial.
–Quería que la vieras –dijo Terry, y corrió las cortinas que cubrían el espejo de doble faz. Justo en ese momento, Miley se puso de pie, miró la pecera y metió ambas manos en el agua.
–¡Qué diablos...! –empezó a decir Joe Frazier, pero se interrumpió y observó en un silencio lleno de asombro a la chiquita que se acercaba a la distraída recepcionista, con el pez muerto entre las manos empapadas.

Miley sabía que no estaba bien que mojara la alfombra, pero no pudo tolerar que ese hermoso pescadito fuera picoteado por los demás. Sin saber con seguridad si la recepcionista no había advertido que se acercaba o si simplemente había decidido ignorarla, se detuvo junto a ella.
–Discúlpeme –dijo en voz demasiado alta, extendiendo las manos.
La recepcionista, que estaba totalmente enfrascada en su tarea, se sobresaltó, hizo girar su silla y lanzó una sorda exclamación ante ese pez muerto y empapado que le ponían debajo de la nariz.
Con cautela, Miley dio un paso atrás, pero insistió.
–Está muerto –repitió, luchando para que no se le notara en la voz la pena que sentía–. Los otros peces se lo van a comer, y es algo que no soporto ver. Si me presta un pedazo de papel, lo envolveré para que pueda ponerlo en su papelero.

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