1978
–Soy
la señora Borowski, del servicio público de hogares adoptivos LaSalle
–anunció la mujer de mediana edad, mientras cruzaba la alfombra oriental
rumbo a la recepcionista, con una bolsa de compras en el brazo. Señaló a
la jovencita de once años que iba tras ella y aclaró con frialdad–: Y
ésta es Miley Smith. Ha venido a ver a la doctora Theresa Wilmer.
Volveré a buscarla cuando termine de hacer mis compras.
La recepcionista le sonrió a la pequeña.
–La
doctora Wilmer estará contigo en un ratito, Miley. Mientras tanto
siéntate allí y llena esta tarjeta. Me olvidé de dártela la vez pasada,
cuando viniste.
Muy
consciente de sus jeans andrajosos y de la gastada chaqueta que llevaba
puesta, Miley miró con expresión inquieta la elegante sala de espera
donde frágiles figuritas de porcelana reposaban sobre una antigua mesa
baja y valiosas esculturas de bronce se apoyaban en pies de mármol.
Apartándose todo lo posible de la mesa llena de esos objetos, Miley se
encaminó a una silla junto a un enorme acuario donde exóticos peces de
colores nadaban entre ramas verdes. A sus espaldas, la señora Borowski
volvió a asomar la cabeza para prevenir a la recepcionista:
–Miley
es capaz de robar cualquier cosa que no esté atornillada. Es
escurridiza y rápida, así que será mejor que la vigile de cerca.
Sofocando
su furia y su humillación, Miley se dejó caer en una silla, estiró
las piernas hacia adelante en un esfuerzo consciente de adoptar la
actitud de persona aburrida y nada afectada por los horrible comentarios
de la señora Borowski, pero los colores que teñían sus mejillas
estropearon el efecto, aparte de que sus piernas no llegaban al piso.
Instantes
después cambió de postura y miró aterrorizada la tarjeta que acababa de
entregarle la recepcionista para que la llenara. Aunque sabía que no
podría deletrear las palabras, no tenía más remedio que intentarlo.
Apretando los dientes, se concentró en las letras que aparecían en la
tarjeta. La primera palabra empezaba con una letra N como la de No en
los carteles de «No Estacionar» que se alineaban por la calle. Sabía lo
que decían esos carteles porque sus amigos se lo habían dicho. La
segunda letra era una a como la de gato, pero la palabra no era
gato. Apretó los dedos alrededor del lápiz amarillo, mientras luchaba
contra la familiar sensación de frustración y de furiosa desesperación
que la agobiaba cada vez que se esperaba que leyera algo. Había
aprendido la palabra gato en primer grado ¡pero nadie escribía jamás esa
palabra en ninguna parte! Mientras observaba las palabras
incomprensibles de la tarjeta, se preguntó con furia por qué sería que
las maestras les enseñaban a leer palabras tontas como gato cuando nadie
escribía jamás la palabra gato fuera de los estúpidos libros de primer
grado.
Pero los libros
no son tontos, se recordó Miley, y las maestras tampoco. Otros chicos
de su edad hubieran leído esa tonta tarjeta en un abrir y cerrar de
ojos. Ella era la que no podía leerla, la tonta era ella.
Pero,
por otra parte, se dijo que sabía una cantidad de cosas que los otros
chicos ignoraban por completo, porque ella se obligaba a prestar
atención a las cosas. Y había notado que cuando le entregaban a uno algo
que debía llenar, casi siempre se suponía que había que empezar por
escribir su propio nombre...
Con cuidadosa prolijidad, escribió J-u-l-i-e-S-m-i-t-h
a lo largo de la parte superior de la tarjeta; después se detuvo
incapaz de escribir nada más. Sintió que empezaba a enojarse de nuevo, y
antes de permitir que ese tonto pedazo de papel le estropeara el día,
decidió pensar en algo agradable, como la sensación del viento sobre la
cara, en primavera. Conjuraba la visión de sí misma bajo un gran árbol
lleno de hojas, observando a las ardillas que correteaban por las ramas
cuando la voz de la recepcionista la sacó de su ensoñación, llenándola
de alarma y de culpa.
–¿Tienes algún problema con el lápiz, Miley?
Miley clavó la punta del lápiz en el género de sus jeans y la -rompió.
–Tiene la punta rota.
–Aquí tienes otro... .
–Hoy tengo la mano dolorida –mintió, poniéndose de pie–. No tengo ganas de escribir. Y debo ir al baño. ¿Dónde queda?
–Justo al lado de los ascensores. La doctora Wilmer te recibirá muy pronto, así qué no tardes.
–No tardaré –contestó respetuosamente Miley.
Después
de cerrar la puerta de la oficina a sus espaldas, se volvió a mirar lo
que tenía escrito y estudió con cuidado las primeras letras, para poder
reconocerlas a la vuelta. “P”, susurró en voz alta para no olvidarse,
“S-I”, Satisfecha, recorrió el largo corredor alfombrado, dobló a la
izquierda al llegar al final y a la derecha al ver el surtidor de agua,
pero cuando por fin llegó a los ascensores, vio que allí había dos
puertas, sin ninguna letra en ellas. Estaba casi segura de que debían
ser las puertas de los baños, porque, entre otra serie de conocimientos
almacenados, estaba el hecho de que por lo general, en los grandes
edificios, las puertas de los baños tenían picaportes distintos de los
de las oficinas. El problema era que ninguna de esas puertas decía
Hombres o Mujeres, dos palabras que reconocía, ni tenían esas figuritas
de un hombre y una mujer que indicaban a la gente como ella qué baño
debían usar. Con mucha calma, Miley apoyó la mano en una de las
puertas entreabrió y espió. Retrocedió al ver esos extraños inodoros de
pared, porque había otras dos cosas que sabía y que dudaba que las demás
chicas supieran: los hombres utilizaban inodoros muy raros. Y volvían
locos si alguna chica abría la puerta mientras lo hacían. Miley abrió
la otra puerta y entró en baño correcto.
Consciente
de que el tiempo pasaba con rapidez salió del baño y se apresuró a
desandar sus pasos, hasta llegar a la parte del corredor donde debía
estar; el consultorio de la doctora Wilmer. Allí empezó a estudiar
laboriosamente los nombres de las puertas. La de la doctora Wilmer
empezaba con una P-S-I, Leyó la P-E-T de la primera puerta y decidió que
debía haber memorizado mal las letras, así que la abrió. Una
desconocida, de pelo gris, levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Sí?
–Perdón, me equivoqué de puerta –murmuró Miley, poniéndose colorada–. ¿Sabe dónde está el consultorio de la doctora Wilmer?
–¿La doctora Wilmer?
–Sí, usted sabe... Wilmer... ¡empieza con P-S-I!
–P-S-I-...
¡Ah! Te debes de referir a “Psiquiatras Asociados”. Ésa es la oficina
dos mil quinientos dieciséis, en el otro extremo del corredor.
Normalmente, Miley hubiera simulado comprender y continuado asomándose a todas las
oficinas hasta encontrar la que buscaba, pero estaba demasiado
preocupada por su tardanza como para demorarse más.
–¿Me los deletrea, por favor?
–¿Cómo?
–¡Los números! –exclamó ella con desesperación–. Deletréelos así: tres-seis-nueve-cuatro-dos. Dígamelo así.
La
mujer la miró como si se tratara de una idi/ota, cosa que Miley sabía
que era, pero le resultaba odioso que el resto de la gente se diera
cuenta. Después de lanzar un suspiro de irritación, la mujer le hizo el
gusto.
– El consultorio de la doctora Wilmer es el dos-cinco-uno-seis.
–Dos-cinco-uno-seis –repitió Miley.
–Es la cuarta puerta a la izquierda –agregó la mujer.
–¡Bueno! –exclamó Miley, llena de frustración–. ¿Por qué no empezó por decirme eso?.
Al oirla entrar, la recepcionista de la doctora Wilmer levantó la cabeza.
–¿Te perdiste, Miley?
–¿Yo?
¿Cómo me voy a perder? –mintió la pequeña con un enfático movimiento de
la cabeza rizada, mientras regresaba a su asiento. Sin saber que le
observaban a través de algo que parecía un espejo común, volvió su
atención al acuario. Lo primero que notó fue que uno de los hermosos
pececitos acababa de morir y que otros dos nadaban a su alrededor como
si contemplaran la posibilidad de comérselo. Automáticamente golpeó el
vidrio con un dedo para ahuyentarlos, pero a los pocos instantes los vio
regresar–. Aquí hay un pescadito muerto –le comunicó a la
recepcionista, tratando de no sonar demasiado preocupada–. Si quiere, lo
puedo sacar del agua.
–Esta noche lo sacará la gente de limpieza, pero gracias por el ofrecimiento.
Miley se tragó la airada protesta por lo que sentía era una innecesaria
crueldad hacia el pez muerto. No estaba bien que dejaran allí a un ser
tan hermoso y tan indefenso. Tomó una revista de la mesa baja y simuló
mirarla, pero por el rabillo del ojo seguía vigilando los dos peces
depredadores. Cada vez que se acercaban a molestar a su camarada muerto, Miley miraba a la recepcionista para asegurarse que no la estuviera
vigilando, y con el aire indiferente del mundo, golpeaba el vidrio para
ahuyentarlos.
A pocos
pasos de distancia, en su consultorio y frente al espejo de doble faz,
la doctora Theresa Wilmer observaba la escena con los ojos iluminados
por una sonrisa ante el intento de Miley de proteger al pez muerto,
mientras mantenía una fachada de total indiferencia para beneficio de la
recepcionista. Miró al colega que estaba a su lado y dijo:
–Allí
tienes a “Miley la terrible”, la adolescente que algunos padres
adoptivos oficiales han considerado no sólo “incapaz de aprender” sino
inmanejable una mala influencia para sus compañeros y una alborotadora
que terminará siendo delincuente juvenil, ¿Sabías –preguntó con tono de
admiración en la voz– que fue capaz de organizar una huelga de hambre en
LaSalle? Convenció a cuarenta y cinco chicos, casi todos mayores que
ella, de que la siguieran en su exigencia de mejor comida.
El doctor John Frazier miró a la chiquilla por el espejo de doble faz.
–Supongo que lo habrá hecho por una secreta necesidad de desafiar a la autoridad.
–No
–contestó con sequedad la doctora Wilmer–. Lo hizo por una profunda
necesidad de recibir mejor comida. En LaSalle la comida es nutritiva,
pero no tiene gusto. Te lo aseguro, porque yo misma la probé.
Frazier dirigió una mirada de sorpresa a su colega.
–¿Y qué me dices de sus robos? No puedes ignorar ese problema.
–¿Alguna vez has oído hablar de Robin Hood?
–Por supuesto. ¿Por qué?
–Porque
estás mirando una versión adolescente actual de Robin Hood. Miley es
tan rápida, que es capaz de robarle una corona de oro de una muela sin
que te des cuenta.
–No
me parece que ésa sea una recomendación para enviarla a vivir con tus
inocentes parientes de Texas, que es lo que entiendo piensas hacer.
La doctora Wilmer se encogió de hombros.
–Miley
roba comida, ropa o juguetes, pero nunca se queda con nada. Siempre les
entrega el botín a los chicos más pequeños de LaSalle.
–¿Estás segura?
–Absolutamente segura. Lo he comprobado.
Con una pequeña sonrisa renuente, John Frazier estudió a la pequeña.
–Se parece más a Peter Pan que a Robin Hood. No es lo que yo esperaba, después de leer su historia clínica.
–A mí también me sorprendió –admitió la doctora Wilmer.
Según
el legajo de Miley, el director del orfelinato LaSalle, donde en ese
momento residía, la consideraba «un problema disciplinario, con
predilección por hacerse la rabona, crear problemas, robar y vagar en
compañía de jovencitos de mala repu/tación del sexo contrario». En base a
todos esos comentarios desfavorables, la doctora Wilmer esperaba
encontrarse con una criatura dura y beligerante, cuyo constante contacto
con jovencitos del sexo opuesto posiblemente indicara un temprano
desarrollo físico y quizás hasta una precoz actividad sexual. Por ese
motivo quedó estupefacta al ver entrar a la criatura en su consultorio,
dos meses antes, con aspecto de duendecito travieso, vistiendo jeans y
una remera gastada, con el pelo corto y rizado. En lugar del proyecto de
mujer fatal que la doctora esperaba, Miley Smith tenía el rostro de
un pilluelo encantador, dominado por un par de enormes ojos de espesas
pestañas y de un azul sorprendente. En contraste con esa carita y esos
ojos inocentes, se paró frente al escritorio de la doctora en una
postura masculina y desafiante, sacando el mentón y con las manos
metidas en los bolsillos traseros del jean.
La
chiquita cautivó a Theresa en ese primer encuentro, pero la fascinación
que sentía por Miley comenzó aún antes de eso, casi desde el momento
que, una noche, en su casa, abrió el legajo de Miley empezó a leer sus
respuestas a la batería de tests formaban parte del proceso de
evaluación que la misma Theresa había desarrollado. Cuando terminó de
leer, Theresa comprendía a fondo el funcionamiento de esa mente
infantil, así como la profundidad de su pena y los detalles de su
problema: abandonada al nacer por sus padres biológicos, y dos veces
rechazada por padres adoptivos, Miley no tuvo más remedio que pasar su
infancia dentro de los límites de los barrios pobres de Chicago en una
sucesión de casas superpobladas de matrimonios que acogían huérfanos a
cambio de un arancel. Como resultado, su única fuente de verdadero
cariño y calidez humana eran sus compañeros, chicos desaliñados, sucios y
descuidados, igual que ella, a quienes Miley filosóficamente
consideraba de “su misma clase”; chicos que le enseñaban a robar objetos
de las tiendas y después a hacerse la rabona con ellos. Su mente rápida
y sus dedos aún más veloces lograron que Miley fuera tan hábil para
ambas cosas que, por grande que fuera la frecuencia con que la enviaran a
un nuevo hogar para huérfanos, de inmediato adquiría cierta popularidad
y respeto entre sus pares, hasta el punto de que, algunos meses antes,
un grupo de chicos condescendió a demostrarle las distintas técnicas que
usaban para robar autos, poniéndolos en marcha por medio de puentes,
una demostración que tuvo como resultado que todo el grupo fuera
encarcelado, incluyendo a Miley, que sólo era una observadora.
Ese
día marcó el primer arresto de Miley y, aunque ella lo ignorara, su
primera verdadera “oportunidad” porque en definitida fue eso lo que la
llevó a ser tratada por la doctora Wilmer. Después de ser –de alguna
manera injustamente– arrestada por intento de robo de automóviles, Miley fue anotada en el programa de la doctora Wilmer, que incluía uan
intensa batería de tests psicológicos y de inteligencia, entrevistas
personales y evaluaciones conducidas por el grupo de psiquiatras y
psicólogos voluntarios de la doctora Wilmer. La finalidad del programa
consistía en apartar a esos jóvenes, que se encontraban al cuidado del
estado, de una vida de delincuencia o de cosas aún peores.
En
el caso de Miley, la doctora Wilmer estaba absolutamente decidida a
lograrlo, y cuando a Terry Wilmer se le metía algo en la cabeza, lo
lograba. Con tal de llegar a su meta, la doctora Wilmer estaba dispuesta
a explotar todos los medios que tuviera a su disposición, incluyendo la
posibilidad de reclutar el apoyo de algunos de sus colegas, como Joe
Frazier. En el caso de Miley, hasta recurrió a la ayuda de primos
lejanos, que estaban lejos de ser ricos pero tenían lugar en su casa y,
con un poco de suerte, en sus corazones, para recibir a una jovencita
muy especial.
–Quería
que la vieras –dijo Terry, y corrió las cortinas que cubrían el espejo
de doble faz. Justo en ese momento, Miley se puso de pie, miró la
pecera y metió ambas manos en el agua.
–¡Qué
diablos...! –empezó a decir Joe Frazier, pero se interrumpió y observó
en un silencio lleno de asombro a la chiquita que se acercaba a la
distraída recepcionista, con el pez muerto entre las manos empapadas.
Miley sabía que no estaba bien que mojara la alfombra, pero no pudo tolerar
que ese hermoso pescadito fuera picoteado por los demás. Sin saber con
seguridad si la recepcionista no había advertido que se acercaba o si
simplemente había decidido ignorarla, se detuvo junto a ella.
–Discúlpeme –dijo en voz demasiado alta, extendiendo las manos.
La
recepcionista, que estaba totalmente enfrascada en su tarea, se
sobresaltó, hizo girar su silla y lanzó una sorda exclamación ante ese
pez muerto y empapado que le ponían debajo de la nariz.
Con cautela, Miley dio un paso atrás, pero insistió.
–Está
muerto –repitió, luchando para que no se le notara en la voz la pena
que sentía–. Los otros peces se lo van a comer, y es algo que no soporto
ver. Si me presta un pedazo de papel, lo envolveré para que pueda
ponerlo en su papelero.
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