sábado, 22 de septiembre de 2012

Perfecta Cap: 1

Prólogo
1976
Margaret Stanhope estaba de pie en las puertas que daban a la terraza. Sus facciones aristocráticas eran una máscara gélida mientras observaba al criado que en ese momento pasaba una bandeja de bebidas a sus nietos, quienes acababan de regresar de distintos colegios privados, para pasar allí las vacaciones de verano. Más allá de la terraza, en el valle, era claramente visible la ciudad de Ridgemont, Pennsylvania, con sus calles serpenteantes flanqueadas de árboles, su prolijo parque, la agradable zona comercial y, hacia la derecha, el Club de Campo. Exactamente en el centro de Ridgemont había una serie de edificios de ladrillo; eran las Industrias Stanhope, la empresa directa o indirectamente responsable de la prosperidad económica de casi todas las familias que vivían en el lugar. Como la mayoría de las ciudades pequeñas, Ridgemont poseía una rígida jerarquía social, y la familia Stanhope ocupaba el pináculo de esa estructura, así como la mansión Stanhope se erigía sobre la colina más alta de la zona. Sin embargo, ese día Margaret Stanhope estaba lejos de pensar en el paisaje que se divisaba desde su terraza, ni en el elevado nivel social que poseía desde su nacimiento y que aumentó con su casamiento; sólo podía pensar en el golpe que se disponía a asestar a sus tres odiosos nietos. Alex, el menor, de dieciséis años, notó que los miraba y, a regañadientes, tomó una taza de té helado de la bandeja que le ofrecía el criado, en lugar de la copa de champaña que hubiera preferido. Alex y su hermana son idénticos, pensó Margaret con desprecio, mientras los estudiaba. Ambos eran malcriados, promiscuos e irresponsables; bebían demasiado, gastaban demasiado y jugaban demasiado; no eran más que chiquilines consentidos que ignoraban por completo lo que era la autodisciplina. Pero eso estaba por llegar a su fin.

Su mirada se posó en el criado, que en ese momento le ofrecía la bandeja a Elizabeth. Al ver que su abuela la observaba, la chiquilina de diecisiete años le dirigió una mirada desafiante y en un gesto infantil se sirvió dos copas de champaña. Margaret Stanhope la miró sin hacer ningún comentario. Esa chica era la viva imagen de su madre, una mujer superficial, frivola y excesivamente excitada sexualmente, muerta ocho años antes cuando el auto deportivo que conducía el hijo de Margaret patinó y volcó sobre la ruta helada. En ese accidente murieron ambos, y quedaron huérfanos los cuatro hijos. El informe policial indicaba que los dos estaban borrachos y que viajaban a excesiva velocidad.

Seis meses antes, sin hacer caso de su edad avanzada ni del mal tiempo reinante, el marido de Margaret murió en un accidente aéreo, mientras piloteaba su avión rumbo a Cozumel, para ir a pescar. La modelo de veinticinco años que viajaba con él en el avión debía de ser su carnada, pensó Margaret con poco habitual crudeza y completo desinterés. Esos accidentes fatales eran una prueba elocuente del libertinaje y del descuido que durante generaciones caracterizó la vida de todos los hombres de la familia Stanhope. Todos ellos, apuestos, arrogantes y temerarios, vivieron cada día de sus vidas como si fuesen seres indestructibles y que no debían dar cuenta a nadie de sus actos; El resultado fue que Margaret se pasó toda una vida aferrándose a su maltrecha dignidad y a su autocontrol, mientras el marido gastaba su fortuna a manos llenas en sus vicios y enseñaba a sus nietos a vivir exactamente de la misma manera. El año anterior, mientras ella dormía en el piso superior, su marido llevó prostitutas a esa casa y las compartió con sus nietos. Las compartió con todos, con excepción de Justin. Su querido Justin...
Suave, inteligente y trabajador, Justin fue el único de sus tres nietos que no se parecía a los hombres de su familia, y Margaret lo quiso con toda el alma. Y ahora Justin estaba muerto, mientras su hermano Nicholas seguía vivo y saludable, amargándola con su vitalidad. Margaret volvió la cabeza y lo vio subir con agilidad los escalones de piedra que conducían a la terraza, y la explosión de odio que la recorrió al ver a ese muchacho alto y morocho de dieciocho años fue casi insoportable.

Nicholas Jonas Stanhope III, que llevaba el nombre del marido de Margaret, era idéntico a lo que fue su abuelo a la misma edad, pero no era por eso que lo odiaba. Su motivo era mucho más fuerte y Nicholas lo conocía muy bien. Sin embargo, faltaban pocos minutos para que por fin pagara por lo que había hecho... aunque ningún castigo sería bastante. Margaret no se sentía capaz de infligirle todo el castigo que merecía y se despreciaba por su debilidad casi tanto como despreciaba a su nieto.
Esperó hasta que el criado terminó de servirles el champaña, después avanzó hacia la terraza.

–Sin duda deben de estar preguntándose por qué he organizado esta pequeña reunión familiar –dijo. Nicholas la observaba en silencio, apoyado contra la balaustrada, pero Margaret alcanzó a interceptar la mirada de aburrimiento que intercambiaron Alex y Elizabeth, sin duda ansiosos por huir de allí y reunirse con sus amigos, adolescentes idénticos a ellos: amorales de carácter débil que hacían lo que se les daba la gana porque sabían que el dinero de sus familias les evitaría cualquier consecuencia desagradable. –Veo que están impacientes –agregó la abuela, dirigiéndose a los que acababan de mirarse–, así que iré al grano. 

Estoy segura de que a ninguno de los dos se les ha ocurrido pensar en algo tan banal como su estado financiero; sin embargo, la realidad es que su abuelo estaba muy ocupado por sus “actividades sociales”, y demasiado convencido de su inmortalidad, para establecer fondos fiduciarios para ustedes después de la muerte de sus padres. El resultado es que yo tengo el pleno control de la fortuna de la familia. Y por si se preguntan qué significa eso, me apresuraré a explicarlo. –Sonrió satisfecha antes de continuar hablando. –En tanto ustedes dos continúen estudiando en sus respectivos colegios, y se comporten de una manera que yo considere aceptable, seguiré pagando sus estudios y les permitiré conservar sus autos. Punto.

La primera reacción de Elizabeth fue más de curiosidad que de alarma.
–¿y qué me dices del dinero para mis gastos personales y del que me hará falta cuando ingrese el año que viene en la Universidad?
–No tendrás “gastos personales”. Vivirás aquí y asistirás a la Universidad del pueblo durante los primeros años. Si a lo largo de ese tiempo demuestras que mereces mi confianza, entonces, y sólo entonces, permitiré que ingreses en otra Universidad.
–¡La Universidad del pueblo! –exclamó Elizabeth, furiosa–. ¡No es posible que hables en serio!
–Ponme a prueba, Elizabeth. Desafíame y verás que corto todo lazo contigo y entonces quedarás sin un solo centavo. Y te advierto que si me llego a enterar de que has vuelto a asistir a alguna de esas fiestas llenas de borrachos, drogadictos y promiscuos, no volverás ver un sólo dólar. –Se volvió a mirar a Alexander. –Y, por si tienes alguna duda, eso también va por ti. 

Tampoco volverás a Exeter el otoño que viene. Terminarás tus estudios preuniversitarios aquí mismo.
–¡No nos puedes hacer eso! –explotó Alex–. ¡Abuelo jamás lo hubiera permitido!
–¡No tienes derecho a decirnos cómo debemos vivir nuestras vidas! –lloriqueó Elizabeth.
–Si mi ofrecimiento no te gusta –informó Margaret con voz de acero–, te sugiero que consigas trabajo de camarera en algún restaurante, o que te busques un tratante de blancas, porque ésas son las dos carreras para las que, por el momento, estás preparada.
Notó que palidecían y asintió, satisfecha. De repente, Alex preguntó:

–¿Y qué pasa con Nick? Él tiene notas estupendas en Yale. Supongo que no lo obligarás a vivir aquí.
Acababa de llegar el momento tan esperado.
–No –contestó–. No lo haré vivir aquí, –Se volvió hacia Nicholas para poder verle la cara y espetó: –¡Vete! ¡Vete de esta casa y no vuelvas nunca más! Jamás quiero volver a verte ni oírte nombrar.
A no ser porque notó que el muchacho apretaba los dientes, hubiera creído que sus palabras no tenían ningún efecto sobre él. No pidió explicaciones, porque no las necesitaba. En realidad, desde que la oyó hablar con sus hermanos, él sin duda suponía lo que le esperaba. Se irguió en silencio y estiró una mano para tomar las llaves del auto que había arrojado sobre la mesa. Pero antes de que llegara a tocarlas, la voz de Margaret lo detuvo en seco.
–¡Deja esas llaves! Aparte de la ropa que tienes puesta, no te llevarás nada de esta casa.
Nick retiró la mano y miró a sus hermanos, como si esperara que dijeran algo, pero ellos estaban demasiado inmersos en su propia desgracia para poder hablar, y tenían miedo de verse obligados a compartir su destino si desafiaban de alguna manera a la abuela.

Margaret detestaba a los dos menores por su cobardía y su falta de lealtad, pero al mismo tiempo trató de que quedara claro que ninguno de ellos podía dar la menor muestra de coraje.
–Si alguno de ustedes dos se pone en contacto con él, o permite que él se ponga en contacto con ustedes –advirtió cuando Nicholas empezó a bajar los escalones de piedra de la terraza–, aunque sólo sea que asistan a una fiesta a la que también asiste él, sufrirán su mismo destino, ¿han comprendido? –Hacia el nieto que se alejaba, su advertencia fue distinta. –Nicholas: si estás pensando en refugiarte en la compasión de tus amigos, no te molestes. En Ridgemont, las Industrias Stanhope son la principal fuente de trabajo, y yo soy su propietaria absoluta. Nadie querrá ayudarte a riesgo de incurrir en mi desagrado... y en la pérdida de su trabajo.
La advertencia de su abuela lo hizo volverse al llegar al pie de los escalones, desde donde la miró con tanto desprecio que recién entonces Margaret comprendió que su nieto jamás hubiera considerado siquiera la posibilidad de refugiarse en la caridad de sus amigos. Pero lo que más le interesó fue la expresión que vislumbró en la cara de su nieto antes de que él volviera la cabeza. ¿Sería angustia lo que veía? ¿O furia? ¿O temor? Esperaba de todo corazón que fueran las tres cosas.


El camión se detuvo junto al muchacho solitario que caminaba por la banquina de la ruta, con la chaqueta sport sobre un hombro y la cabeza inclinada como si luchara contra el viento.
–¡Eh! –gritó Charlie Murdock. –¿Quieres que te lleve?
Un par de ojos color ámbar, de expresión aturdida se clavaron en Charlie y durante algunos instantes el muchacho pareció desorientado por completo, como si hubiera estado caminando en estado de sonambulismo. Después asintió. Cuando trepó a la cabina del camión, Charle notó el par de pantalones costosos que llevaban su pasajero, los zapatos perfectamente lustrados, las medias al tono, el corte de pelo perfecto, y supuso que había levantado a un estudiante que por algún motivo hacía dedo. Confiando en su intuición y sus poderes de observación, Charle decidió conversar con el desconocido.
–¿En qué universidad estudias?
El muchacho tragó, como si tuviera un nudo en la garganta, y volvió la cabeza hacia la ventanilla, pero cuando habló su voz era fría y cortante.
–No voy a la universidad.
–¿Se te descompuso el auto?
–No.
–¿Tu familia vive por los alrededores?
–No tengo familia.
A pesar del tono brusco de su pasajero, Charle, que tenía tres hijos adolescentes, tuvo la sensación de que el muchacho hacía tremendos esfuerzos por controlarse y mantener a raya sus emociones.
–¿Por casualidad tienes nombre?
–Nick... –contestó el joven, y después de una breve vacilación, agregó–:...Jonas.
–¿Adónde te diriges?
–Adonde usted vaya.
–Yo voy hasta la Costa Oeste. Los Ángeles.
–Perfecto –contestó el muchacho en un tono que desalentaba todo intento posterior de conversación–. El lugar no tiene importancia.
Recién cuatro horas después, el desconocido habló por primera vez por voluntad propia.
–¿Necesitará ayuda para descargar el camión cuando llegue a Los Ángeles?
Charlie lo miró de soslayo, analizando sus conclusiones iniciales acerca de Nick Jonas.

 Estaba vestido como un muchacho rico y tenía la dicción de los ricos, pero ese muchacho rico en particular se hallaba sin dinero, alejado de su ambiente y en un momento de mala suerte. Además estaba dispuesto a tragarse su orgullo y a hacer trabajos manuales, cosa que, desde el punto de vista de Charlie suponía bastante coraje.
–Por tu aspecto diría que eres capaz de levantar cosas pesadas –dijo, estudiando el cuerpo alto y musculoso de Jonas–. ¿Has estado trabajando con pesas o algo así?
–Antes boxeaba en... Boxeaba –se corrigió.
«En la universidad», terminó Charlie mentalmente la frase. Tal vez porque Jonas le recordaba a sus propios hijos a esa edad, cuando decidían ganarse la vida por su cuenta, o quizá porque presintió que los problemas de Nick Jonas debían de ser bastante desesperados, Charlie decidió que le daría trabajo. Habiendo llegado a esa conclusión, le tendió la mano.
–Me llamo Murdock, Charlie Murdock. No puedo pagarte mucho, pero por lo menos, cuando lleguemos a Los Ángeles, tendrás la oportunidad de ver mucho cine. Este camión está cargado de películas de los Estudios Empire. Me contrataron para transportarlas y en eso estamos.

La indiferencia de Jonas ante esa información de alguna manera aumentó la convicción de Charlie de que su pasajero no sólo estaba confundido sino que no tenía la menor idea acerca de cómo solucionar ese problema.
–Si haces un buen trabajo, tal vez pueda recomendarte a la oficina de personal de los Estudios, es decir, siempre que no te moleste empuñar una escoba o romperte el lomo.
El pasajero volvió nuevamente la cabeza hacia la ventanilla. Justo en el momento en que Charlie cambiaba de idea y decidía que Nick se consideraba demasiado bueno para hacer trabajos físicos, el joven volvió a hablar con una voz enronquecida por el alivio y la gratitud.
–Gracias. Se lo agradezco mucho.

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