Prólogo
1976
Margaret
Stanhope estaba de pie en las puertas que daban a la terraza. Sus
facciones aristocráticas eran una máscara gélida mientras observaba al
criado que en ese momento pasaba una bandeja de bebidas a sus nietos,
quienes acababan de regresar de distintos colegios privados, para pasar
allí las vacaciones de verano. Más allá de la terraza, en el valle, era
claramente visible la ciudad de Ridgemont, Pennsylvania, con sus calles
serpenteantes flanqueadas de árboles, su prolijo parque, la agradable
zona comercial y, hacia la derecha, el Club de Campo. Exactamente en el
centro de Ridgemont había una serie de edificios de ladrillo; eran las
Industrias Stanhope, la empresa directa o indirectamente responsable de
la prosperidad económica de casi todas las familias que vivían en el
lugar. Como la mayoría de las ciudades pequeñas, Ridgemont poseía una
rígida jerarquía social, y la familia Stanhope ocupaba el pináculo de
esa estructura, así como la mansión Stanhope se erigía sobre la colina
más alta de la zona. Sin embargo, ese día Margaret Stanhope estaba lejos
de pensar en el paisaje que se divisaba desde su terraza, ni en el
elevado nivel social que poseía desde su nacimiento y que aumentó con su
casamiento; sólo podía pensar en el golpe que se disponía a asestar a
sus tres odiosos nietos. Alex, el menor, de dieciséis años, notó que los
miraba y, a regañadientes, tomó una taza de té helado de la bandeja que
le ofrecía el criado, en lugar de la copa de champaña que hubiera
preferido. Alex y su hermana son idénticos, pensó Margaret con
desprecio, mientras los estudiaba. Ambos eran malcriados, promiscuos e
irresponsables; bebían demasiado, gastaban demasiado y jugaban
demasiado; no eran más que chiquilines consentidos que ignoraban por
completo lo que era la autodisciplina. Pero eso estaba por llegar a su
fin.
Su mirada se posó
en el criado, que en ese momento le ofrecía la bandeja a Elizabeth. Al
ver que su abuela la observaba, la chiquilina de diecisiete años le
dirigió una mirada desafiante y en un gesto infantil se sirvió dos copas
de champaña. Margaret Stanhope la miró sin hacer ningún comentario. Esa
chica era la viva imagen de su madre, una mujer superficial, frivola y
excesivamente excitada sexualmente, muerta ocho años antes cuando el
auto deportivo que conducía el hijo de Margaret patinó y volcó sobre la
ruta helada. En ese accidente murieron ambos, y quedaron huérfanos los
cuatro hijos. El informe policial indicaba que los dos estaban borrachos
y que viajaban a excesiva velocidad.
Seis
meses antes, sin hacer caso de su edad avanzada ni del mal tiempo
reinante, el marido de Margaret murió en un accidente aéreo, mientras
piloteaba su avión rumbo a Cozumel, para ir a pescar. La modelo de
veinticinco años que viajaba con él en el avión debía de ser su carnada,
pensó Margaret con poco habitual crudeza y completo desinterés. Esos
accidentes fatales eran una prueba elocuente del libertinaje y del
descuido que durante generaciones caracterizó la vida de todos los
hombres de la familia Stanhope. Todos ellos, apuestos, arrogantes y
temerarios, vivieron cada día de sus vidas como si fuesen seres
indestructibles y que no debían dar cuenta a nadie de sus actos; El
resultado fue que Margaret se pasó toda una vida aferrándose a su
maltrecha dignidad y a su autocontrol, mientras el marido gastaba su
fortuna a manos llenas en sus vicios y enseñaba a sus nietos a vivir
exactamente de la misma manera. El año anterior, mientras ella dormía en
el piso superior, su marido llevó prostitutas a esa casa y las
compartió con sus nietos. Las compartió con todos, con excepción de
Justin. Su querido Justin...
Suave,
inteligente y trabajador, Justin fue el único de sus tres nietos que no
se parecía a los hombres de su familia, y Margaret lo quiso con toda el
alma. Y ahora Justin estaba muerto, mientras su hermano Nicholas seguía
vivo y saludable, amargándola con su vitalidad. Margaret volvió la
cabeza y lo vio subir con agilidad los escalones de piedra que conducían
a la terraza, y la explosión de odio que la recorrió al ver a ese
muchacho alto y morocho de dieciocho años fue casi insoportable.
Nicholas
Jonas Stanhope III, que llevaba el nombre del marido de Margaret, era
idéntico a lo que fue su abuelo a la misma edad, pero no era por eso que
lo odiaba. Su motivo era mucho más fuerte y Nicholas lo conocía muy
bien. Sin embargo, faltaban pocos minutos para que por fin pagara por lo
que había hecho... aunque ningún castigo sería bastante. Margaret no se
sentía capaz de infligirle todo el castigo que merecía y se despreciaba
por su debilidad casi tanto como despreciaba a su nieto.
Esperó hasta que el criado terminó de servirles el champaña, después avanzó hacia la terraza.
–Sin
duda deben de estar preguntándose por qué he organizado esta pequeña
reunión familiar –dijo. Nicholas la observaba en silencio, apoyado
contra la balaustrada, pero Margaret alcanzó a interceptar la mirada de
aburrimiento que intercambiaron Alex y Elizabeth, sin duda ansiosos por
huir de allí y reunirse con sus amigos, adolescentes idénticos a ellos:
amorales de carácter débil que hacían lo que se les daba la gana porque
sabían que el dinero de sus familias les evitaría cualquier consecuencia
desagradable. –Veo que están impacientes –agregó la abuela,
dirigiéndose a los que acababan de mirarse–, así que iré al grano.
Estoy
segura de que a ninguno de los dos se les ha ocurrido pensar en algo
tan banal como su estado financiero; sin embargo, la realidad es que su
abuelo estaba muy ocupado por sus “actividades sociales”, y demasiado
convencido de su inmortalidad, para establecer fondos fiduciarios para
ustedes después de la muerte de sus padres. El resultado es que yo tengo
el pleno control de la fortuna de la familia. Y por si se preguntan qué
significa eso, me apresuraré a explicarlo. –Sonrió satisfecha antes de
continuar hablando. –En tanto ustedes dos continúen estudiando en sus
respectivos colegios, y se comporten de una manera que yo considere
aceptable, seguiré pagando sus estudios y les permitiré conservar sus
autos. Punto.
La primera reacción de Elizabeth fue más de curiosidad que de alarma.
–¿y
qué me dices del dinero para mis gastos personales y del que me hará
falta cuando ingrese el año que viene en la Universidad?
–No
tendrás “gastos personales”. Vivirás aquí y asistirás a la Universidad
del pueblo durante los primeros años. Si a lo largo de ese tiempo
demuestras que mereces mi confianza, entonces, y sólo entonces,
permitiré que ingreses en otra Universidad.
–¡La Universidad del pueblo! –exclamó Elizabeth, furiosa–. ¡No es posible que hables en serio!
–Ponme
a prueba, Elizabeth. Desafíame y verás que corto todo lazo contigo y
entonces quedarás sin un solo centavo. Y te advierto que si me llego a
enterar de que has vuelto a asistir a alguna de esas fiestas llenas de
borrachos, drogadictos y promiscuos, no volverás ver un sólo dólar. –Se
volvió a mirar a Alexander. –Y, por si tienes alguna duda, eso también
va por ti.
Tampoco volverás a Exeter el otoño que viene. Terminarás tus
estudios preuniversitarios aquí mismo.
–¡No nos puedes hacer eso! –explotó Alex–. ¡Abuelo jamás lo hubiera permitido!
–¡No tienes derecho a decirnos cómo debemos vivir nuestras vidas! –lloriqueó Elizabeth.
–Si
mi ofrecimiento no te gusta –informó Margaret con voz de acero–, te
sugiero que consigas trabajo de camarera en algún restaurante, o que te
busques un tratante de blancas, porque ésas son las dos carreras para
las que, por el momento, estás preparada.
Notó que palidecían y asintió, satisfecha. De repente, Alex preguntó:
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