Recuperada de la impresión, la
recepcionista ocultó una sonrisa, abrió un cajón del escritorio y sacó
varios pañuelos de papel, que entregó a Mile3y.
–¿Te gustaría llevártelo para enterrarlo en tu casa?
Era
exactamente lo que Miley tenía ganas de hacer, pero le pareció
percibir un tono divertido en la voz de la mujer, de manera que envolvió
al pez con rapidez y se lo entregó.
–No soy tan tonta, ¿sabe? No es más que un pescado. No es como si fuera un conejo o un animal especial como ésos.
Desde el otro lado del espejo, Frazier lanzó una risita y meneó la cabeza.
–Se
muere por hacerle un entierro con todas las de la ley a ese pececito,
pero su orgullo le impide admitirlo. –Se puso serio y preguntó–: ¿Y qué
me dices de sus dificultades de aprendizaje? Según los informes, sólo
posee nivel de segundo grado.
Con
un bufido muy poco profesional, la doctora Wilmer tomó el sobre de
papel manila que contenía el resultado de los tests de Miley. Se lo
pasó y dijo sonriendo:
–¿Por qué no estudias su nivel de inteligencia cuando las pruebas son orales y no tiene necesidad de leer?
Joe Frazier lo hizo y lanzó una carcajada.
–¡Esa criatura tiene un coeficiente intelectual más alto que el mío!
–Miley
es una criatura especial en muchos sentidos Joe. Lo noté en cuanto vi
su legajo, pero cuando la conocí supe que era así. Es valiente, sensible
y muy inteligente.
Bajo sus bravuconadas, tiene una extraña ternura,
una enorme esperanza y un optimismo quijotesco al que se aferra aunque
la desagradable realidad se encargue de tratar de destruirlo. Ella no
puede mejorar la suerte que le ha tocado en la vida, de modo que
inconscientemente se ha dedicado a proteger a los chicos del hogar en
que se la interne. Roba para ellos, miente por ellos, y los organiza
para que hagan huelgas de hambre, y ellos la siguen sin chistar. A los
once años es una líder nata, pero si no la alejamos con rapidez de ese
ambiente, algunos de sus métodos la harán aterrizar en un reformatorio y
con el tiempo en una cárcel. Y en este momento, ése no es el peor de
sus problemas.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero
decir que, pese a todos sus maravillosos atributos, la autoestima de
esa chica es tan baja, que te diría que es casi inexistente. Como nunca
ha sido adoptada, está convencida de que no vale nada, de que no merece
que la quieran. Y como no sabe leer como los demás chicos de su edad,
cree que es tonta incapaz de aprender. Y lo más aterrorizante de todo es
que se encuentra a punto de darse por vencida. Es una soñadora, pero
sus sueños penden de un hilo. Y no estoy dispuesta a permitir que el
potencial, las esperanzas y el optimismo de Miley se desperdicien
–terminó diciendo Theresa con innecesaria vehemencia.
Ante su tono, el doctor Frazier no pudo meno que alzar las cejas.
–Perdóname por decirlo, Terry, ¿pero no eras tú la que predicaba que nunca había que dejarse involucrar con un paciente?
La doctora Wilmer esbozó una sonrisa triste, pero no lo negó.
–Era
mucho más fácil seguir esa regla cuando todos mis pacientes eran chicos
de familias pudientes que se consideraban “poco privilegiados” si no
les regalaban un auto de cincuenta mil dólares el día que cumplían
dieciséis años. Espera hasta haber trabajado más con chicos como Miley, chicos que dependen del “sistema” que les hemos organizado y
que de alguna manera se han deslizado por entre los resquicios de ese
mismo sistema. Entonces empezarás a no poder dormir, aunque nunca te
haya sucedido antes.
–Supongo
que tienes razón –dijo el doctor Frazier, devolviéndole el sobre de
papel manila–. Por pura curiosidad, me gustaría Saber: ¿por qué fue que
nadie adoptó a Miley?
Theresa se encogió de hombros.
–Fue
una combinación de mala suerte y desaciertos. Según su legajo del
Departamento de Servicios Infantiles y Familiares, la abandonaron en un
callejón a las pocas horas de nacer.
Su historia clínica indica que fue
un bebé prematuro, nació diez semanas antes de tiempo. Debido a eso y a
las malas condiciones en que se encontraba cuando la llevaron al
hospital, hasta los siete años tuvo una larga serie de problemas de
salud. Durante todo ese tiempo fue hospitalizada con frecuencia y era
muy débil. El Servicio Familiar le encontró padres adoptivos cuando
tenía dos años –continuó diciendo Theresa–, pero cuando se realizaban
los procedimientos de adopción, la pareja decidió divorciarse y la
devolvieron. Algunos años después, la volvieron a colocar con otra
pareja, que había sido estudiada en forma cuidadosa, pero Miley
contrajo una neumonía y sus nuevos padres adoptivos, que habían perdido a
su propia hija cuando tenía la edad de Miley en ese momento, quedaron
emocionalmente destrozados y renunciaron a la adopción. Después la
ubicaron con una familia paga, donde debía permanecer poco tiempo, pero
algunas semanas después la asistente social que se ocupaba del caso de Miley resultó gravemente herida en un accidente y nunca reanudó su
trabajo. A partir de ese momento se inicia la proverbial “comedia de
errores”: el legajo de Miley se extravió...
–¿Cómo?
–No
juzgues con demasiada severidad a la gente del Servicio Familiar. Casi
todas son personas muy dedicadas y concienzudas, pero no son más que
seres humanos. Considerando el exceso de trabajo y los problemas
financieros que tienen, es sorprendente que logren hacer todo lo que
hacen. De todos modos, para abreviar, los padres con quienes vivía Miley tenían la casa llena de chicos que alimentar y supusieron que el
Servicio Familiar no conseguía ubicar una pareja que quisiera a Miley
porque la chiquita no tenía buena salud. Y cuando el Servicio Familiar
se dio cuenta de que habían traspapelado el legajo, Miley ya tenía
cinco años y había pasado la edad más atractiva para ser adoptada.
Además tenía un largo historial de enfermedades y, cuando la sacaron de
esa casa para colocarla en otra, empezó a tener ataques de asma. A raíz
de eso perdió muchos días de clase en primero y segundo grados, pero
como era “una chiquita tan buena” las maestras la hacían pasar de grado
de todas maneras. El matrimonio en cuya casa vivía ya tenía a su cargo
otros tres chicos con problemas físicos, y estaba tan ocupado cuidando
de ellos que no notaron que el aprendizaje de Miley no avanzaba, sobre
todo porque de todos modos pasaba de grado. Pero al llegar a cuarto
grado, la misma Miley se dio cuenta de que no estaba a la altura de
sus compañeros, y entonces empezó a simular enfermedades para faltar al
colegio. Cuando el matrimonio que la tenía a su cargo insistió en que
asistiera a clases, Miley tomó el único camino que le quedaba para
evitarlo: cada vez que podía se hacía la rabona y vagaba con un grupo de
chicos de la calle. Como ya te dije, es rápida, valiente y decidida...
asi que ellos le enseñaron a robar mercadería de los negocios y a evitar
que la descubrieran.
»Prácticamente
conoces el resto: con el tiempo la pescaron robando y la mandaron al
instituto LaSalle, que es adonde envían a los chicos que no andan bien
en el sistema de hogares pagos. Hace algunos meses la apresaron,
injustamente, junto Con un grupo de chicos mayores que le estaban
enseñando a hacer arrancar un auto mediante un puente. –Terry lanzó una
carcajada ahogada y finalizó diciendo–;Miley no era más que una
observadora fascinada, pero sabe hacerlo. Se ofreció a demostrármelo.
¿Te das cuenta? ¡Esa chiquita de enormes ojos inocentes sabe poner en
marcha tu coche sin necesidad de una llave! Sin embargo jamás trataría
de robar un auto. Como te dije, sólo roba cosas que pueden ser útiles
para sus compañeros del LaSalle.
Con una sonrisa, Frazier indicó la pared espejo con la cabeza.
–Entonces supongo que un lápiz colorado, un bolígrafo y un puñado de caramelos les serán útiles.
–¿Qué?
–Mientras hablabas conmigo, tu paciente se ha apropiado de todo eso en la sala de espera.
–¡Dios Santo! –exclamó la doctora Wilmer, pero sin experimentar verdadera preocupación.
–¡Es
rapidísima! –observó Frazier con un dejo de admiración–. Yo la sacaría
de allí antes de que descubra la manera de sacar el acuario por la
puerta. Apuesto a que a los chicos del LaSalle les encantaría tener
algunos pececitos tropicales.
La doctora Wilmer consultó su reloj.
–En
cualquier momento me llamarán los Mathison desde Texas para decirme
cuándo estarán listos para recibirla. Quiero poder explicarle todo a
Mileycuando la haga pasar. –Mientras hablaba, sonó el comunicador y
se oyó la voz de la secretaria.
–La llama la señora Mathison, doctora Wilmer.
–¡Ese es el llamado que esperaba! –exclamó con alegría la doctora Wilmer.
Cuando
terminó de hablar, se puso de pie y se encaminó a la puerta, feliz al
pensar en la sorpresa que le tenía reservada a Miley.
sábado, 22 de septiembre de 2012
Perfecta Cap: 2
1978
–Soy la señora Borowski, del servicio público de hogares adoptivos LaSalle –anunció la mujer de mediana edad, mientras cruzaba la alfombra oriental rumbo a la recepcionista, con una bolsa de compras en el brazo. Señaló a la jovencita de once años que iba tras ella y aclaró con frialdad–: Y ésta es Miley Smith. Ha venido a ver a la doctora Theresa Wilmer. Volveré a buscarla cuando termine de hacer mis compras.
La recepcionista le sonrió a la pequeña.
–La doctora Wilmer estará contigo en un ratito, Miley. Mientras tanto siéntate allí y llena esta tarjeta. Me olvidé de dártela la vez pasada, cuando viniste.
Muy consciente de sus jeans andrajosos y de la gastada chaqueta que llevaba puesta, Miley miró con expresión inquieta la elegante sala de espera donde frágiles figuritas de porcelana reposaban sobre una antigua mesa baja y valiosas esculturas de bronce se apoyaban en pies de mármol. Apartándose todo lo posible de la mesa llena de esos objetos, Miley se encaminó a una silla junto a un enorme acuario donde exóticos peces de colores nadaban entre ramas verdes. A sus espaldas, la señora Borowski volvió a asomar la cabeza para prevenir a la recepcionista:
–Miley es capaz de robar cualquier cosa que no esté atornillada. Es escurridiza y rápida, así que será mejor que la vigile de cerca.
Sofocando su furia y su humillación, Miley se dejó caer en una silla, estiró las piernas hacia adelante en un esfuerzo consciente de adoptar la actitud de persona aburrida y nada afectada por los horrible comentarios de la señora Borowski, pero los colores que teñían sus mejillas estropearon el efecto, aparte de que sus piernas no llegaban al piso.
Instantes después cambió de postura y miró aterrorizada la tarjeta que acababa de entregarle la recepcionista para que la llenara. Aunque sabía que no podría deletrear las palabras, no tenía más remedio que intentarlo. Apretando los dientes, se concentró en las letras que aparecían en la tarjeta. La primera palabra empezaba con una letra N como la de No en los carteles de «No Estacionar» que se alineaban por la calle. Sabía lo que decían esos carteles porque sus amigos se lo habían dicho. La segunda letra era una a como la de gato, pero la palabra no era gato. Apretó los dedos alrededor del lápiz amarillo, mientras luchaba contra la familiar sensación de frustración y de furiosa desesperación que la agobiaba cada vez que se esperaba que leyera algo. Había aprendido la palabra gato en primer grado ¡pero nadie escribía jamás esa palabra en ninguna parte! Mientras observaba las palabras incomprensibles de la tarjeta, se preguntó con furia por qué sería que las maestras les enseñaban a leer palabras tontas como gato cuando nadie escribía jamás la palabra gato fuera de los estúpidos libros de primer grado.
Pero los libros no son tontos, se recordó Miley, y las maestras tampoco. Otros chicos de su edad hubieran leído esa tonta tarjeta en un abrir y cerrar de ojos. Ella era la que no podía leerla, la tonta era ella.
Pero, por otra parte, se dijo que sabía una cantidad de cosas que los otros chicos ignoraban por completo, porque ella se obligaba a prestar atención a las cosas. Y había notado que cuando le entregaban a uno algo que debía llenar, casi siempre se suponía que había que empezar por escribir su propio nombre...
Con cuidadosa prolijidad, escribió J-u-l-i-e-S-m-i-t-h a lo largo de la parte superior de la tarjeta; después se detuvo incapaz de escribir nada más. Sintió que empezaba a enojarse de nuevo, y antes de permitir que ese tonto pedazo de papel le estropeara el día, decidió pensar en algo agradable, como la sensación del viento sobre la cara, en primavera. Conjuraba la visión de sí misma bajo un gran árbol lleno de hojas, observando a las ardillas que correteaban por las ramas cuando la voz de la recepcionista la sacó de su ensoñación, llenándola de alarma y de culpa.
–¿Tienes algún problema con el lápiz, Miley?
Miley clavó la punta del lápiz en el género de sus jeans y la -rompió.
–Tiene la punta rota.
–Aquí tienes otro... .
–Hoy tengo la mano dolorida –mintió, poniéndose de pie–. No tengo ganas de escribir. Y debo ir al baño. ¿Dónde queda?
–Justo al lado de los ascensores. La doctora Wilmer te recibirá muy pronto, así qué no tardes.
–No tardaré –contestó respetuosamente Miley.
Después de cerrar la puerta de la oficina a sus espaldas, se volvió a mirar lo que tenía escrito y estudió con cuidado las primeras letras, para poder reconocerlas a la vuelta. “P”, susurró en voz alta para no olvidarse, “S-I”, Satisfecha, recorrió el largo corredor alfombrado, dobló a la izquierda al llegar al final y a la derecha al ver el surtidor de agua, pero cuando por fin llegó a los ascensores, vio que allí había dos puertas, sin ninguna letra en ellas. Estaba casi segura de que debían ser las puertas de los baños, porque, entre otra serie de conocimientos almacenados, estaba el hecho de que por lo general, en los grandes edificios, las puertas de los baños tenían picaportes distintos de los de las oficinas. El problema era que ninguna de esas puertas decía Hombres o Mujeres, dos palabras que reconocía, ni tenían esas figuritas de un hombre y una mujer que indicaban a la gente como ella qué baño debían usar. Con mucha calma, Miley apoyó la mano en una de las puertas entreabrió y espió. Retrocedió al ver esos extraños inodoros de pared, porque había otras dos cosas que sabía y que dudaba que las demás chicas supieran: los hombres utilizaban inodoros muy raros. Y volvían locos si alguna chica abría la puerta mientras lo hacían. Miley abrió la otra puerta y entró en baño correcto.
Consciente de que el tiempo pasaba con rapidez salió del baño y se apresuró a desandar sus pasos, hasta llegar a la parte del corredor donde debía estar; el consultorio de la doctora Wilmer. Allí empezó a estudiar laboriosamente los nombres de las puertas. La de la doctora Wilmer empezaba con una P-S-I, Leyó la P-E-T de la primera puerta y decidió que debía haber memorizado mal las letras, así que la abrió. Una desconocida, de pelo gris, levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Sí?
–Perdón, me equivoqué de puerta –murmuró Miley, poniéndose colorada–. ¿Sabe dónde está el consultorio de la doctora Wilmer?
–¿La doctora Wilmer?
–Sí, usted sabe... Wilmer... ¡empieza con P-S-I!
–P-S-I-... ¡Ah! Te debes de referir a “Psiquiatras Asociados”. Ésa es la oficina dos mil quinientos dieciséis, en el otro extremo del corredor.
Normalmente, Miley hubiera simulado comprender y continuado asomándose a todas las oficinas hasta encontrar la que buscaba, pero estaba demasiado preocupada por su tardanza como para demorarse más.
–¿Me los deletrea, por favor?
–¿Cómo?
–¡Los números! –exclamó ella con desesperación–. Deletréelos así: tres-seis-nueve-cuatro-dos. Dígamelo así.
La mujer la miró como si se tratara de una idi/ota, cosa que Miley sabía que era, pero le resultaba odioso que el resto de la gente se diera cuenta. Después de lanzar un suspiro de irritación, la mujer le hizo el gusto.
– El consultorio de la doctora Wilmer es el dos-cinco-uno-seis.
–Dos-cinco-uno-seis –repitió Miley.
–Es la cuarta puerta a la izquierda –agregó la mujer.
–¡Bueno! –exclamó Miley, llena de frustración–. ¿Por qué no empezó por decirme eso?.
Al oirla entrar, la recepcionista de la doctora Wilmer levantó la cabeza.
–¿Te perdiste, Miley?
–¿Yo? ¿Cómo me voy a perder? –mintió la pequeña con un enfático movimiento de la cabeza rizada, mientras regresaba a su asiento. Sin saber que le observaban a través de algo que parecía un espejo común, volvió su atención al acuario. Lo primero que notó fue que uno de los hermosos pececitos acababa de morir y que otros dos nadaban a su alrededor como si contemplaran la posibilidad de comérselo. Automáticamente golpeó el vidrio con un dedo para ahuyentarlos, pero a los pocos instantes los vio regresar–. Aquí hay un pescadito muerto –le comunicó a la recepcionista, tratando de no sonar demasiado preocupada–. Si quiere, lo puedo sacar del agua.
–Esta noche lo sacará la gente de limpieza, pero gracias por el ofrecimiento.
Miley se tragó la airada protesta por lo que sentía era una innecesaria crueldad hacia el pez muerto. No estaba bien que dejaran allí a un ser tan hermoso y tan indefenso. Tomó una revista de la mesa baja y simuló mirarla, pero por el rabillo del ojo seguía vigilando los dos peces depredadores. Cada vez que se acercaban a molestar a su camarada muerto, Miley miraba a la recepcionista para asegurarse que no la estuviera vigilando, y con el aire indiferente del mundo, golpeaba el vidrio para ahuyentarlos.
A pocos pasos de distancia, en su consultorio y frente al espejo de doble faz, la doctora Theresa Wilmer observaba la escena con los ojos iluminados por una sonrisa ante el intento de Miley de proteger al pez muerto, mientras mantenía una fachada de total indiferencia para beneficio de la recepcionista. Miró al colega que estaba a su lado y dijo:
–Allí tienes a “Miley la terrible”, la adolescente que algunos padres adoptivos oficiales han considerado no sólo “incapaz de aprender” sino inmanejable una mala influencia para sus compañeros y una alborotadora que terminará siendo delincuente juvenil, ¿Sabías –preguntó con tono de admiración en la voz– que fue capaz de organizar una huelga de hambre en LaSalle? Convenció a cuarenta y cinco chicos, casi todos mayores que ella, de que la siguieran en su exigencia de mejor comida.
El doctor John Frazier miró a la chiquilla por el espejo de doble faz.
–Supongo que lo habrá hecho por una secreta necesidad de desafiar a la autoridad.
–No –contestó con sequedad la doctora Wilmer–. Lo hizo por una profunda necesidad de recibir mejor comida. En LaSalle la comida es nutritiva, pero no tiene gusto. Te lo aseguro, porque yo misma la probé.
Frazier dirigió una mirada de sorpresa a su colega.
–¿Y qué me dices de sus robos? No puedes ignorar ese problema.
–¿Alguna vez has oído hablar de Robin Hood?
–Por supuesto. ¿Por qué?
–Porque estás mirando una versión adolescente actual de Robin Hood. Miley es tan rápida, que es capaz de robarle una corona de oro de una muela sin que te des cuenta.
–No me parece que ésa sea una recomendación para enviarla a vivir con tus inocentes parientes de Texas, que es lo que entiendo piensas hacer.
La doctora Wilmer se encogió de hombros.
–Miley roba comida, ropa o juguetes, pero nunca se queda con nada. Siempre les entrega el botín a los chicos más pequeños de LaSalle.
–¿Estás segura?
–Absolutamente segura. Lo he comprobado.
Con una pequeña sonrisa renuente, John Frazier estudió a la pequeña.
–Se parece más a Peter Pan que a Robin Hood. No es lo que yo esperaba, después de leer su historia clínica.
–A mí también me sorprendió –admitió la doctora Wilmer.
Según el legajo de Miley, el director del orfelinato LaSalle, donde en ese momento residía, la consideraba «un problema disciplinario, con predilección por hacerse la rabona, crear problemas, robar y vagar en compañía de jovencitos de mala repu/tación del sexo contrario». En base a todos esos comentarios desfavorables, la doctora Wilmer esperaba encontrarse con una criatura dura y beligerante, cuyo constante contacto con jovencitos del sexo opuesto posiblemente indicara un temprano desarrollo físico y quizás hasta una precoz actividad sexual. Por ese motivo quedó estupefacta al ver entrar a la criatura en su consultorio, dos meses antes, con aspecto de duendecito travieso, vistiendo jeans y una remera gastada, con el pelo corto y rizado. En lugar del proyecto de mujer fatal que la doctora esperaba, Miley Smith tenía el rostro de un pilluelo encantador, dominado por un par de enormes ojos de espesas pestañas y de un azul sorprendente. En contraste con esa carita y esos ojos inocentes, se paró frente al escritorio de la doctora en una postura masculina y desafiante, sacando el mentón y con las manos metidas en los bolsillos traseros del jean.
La chiquita cautivó a Theresa en ese primer encuentro, pero la fascinación que sentía por Miley comenzó aún antes de eso, casi desde el momento que, una noche, en su casa, abrió el legajo de Miley empezó a leer sus respuestas a la batería de tests formaban parte del proceso de evaluación que la misma Theresa había desarrollado. Cuando terminó de leer, Theresa comprendía a fondo el funcionamiento de esa mente infantil, así como la profundidad de su pena y los detalles de su problema: abandonada al nacer por sus padres biológicos, y dos veces rechazada por padres adoptivos, Miley no tuvo más remedio que pasar su infancia dentro de los límites de los barrios pobres de Chicago en una sucesión de casas superpobladas de matrimonios que acogían huérfanos a cambio de un arancel. Como resultado, su única fuente de verdadero cariño y calidez humana eran sus compañeros, chicos desaliñados, sucios y descuidados, igual que ella, a quienes Miley filosóficamente consideraba de “su misma clase”; chicos que le enseñaban a robar objetos de las tiendas y después a hacerse la rabona con ellos. Su mente rápida y sus dedos aún más veloces lograron que Miley fuera tan hábil para ambas cosas que, por grande que fuera la frecuencia con que la enviaran a un nuevo hogar para huérfanos, de inmediato adquiría cierta popularidad y respeto entre sus pares, hasta el punto de que, algunos meses antes, un grupo de chicos condescendió a demostrarle las distintas técnicas que usaban para robar autos, poniéndolos en marcha por medio de puentes, una demostración que tuvo como resultado que todo el grupo fuera encarcelado, incluyendo a Miley, que sólo era una observadora.
Ese día marcó el primer arresto de Miley y, aunque ella lo ignorara, su primera verdadera “oportunidad” porque en definitida fue eso lo que la llevó a ser tratada por la doctora Wilmer. Después de ser –de alguna manera injustamente– arrestada por intento de robo de automóviles, Miley fue anotada en el programa de la doctora Wilmer, que incluía uan intensa batería de tests psicológicos y de inteligencia, entrevistas personales y evaluaciones conducidas por el grupo de psiquiatras y psicólogos voluntarios de la doctora Wilmer. La finalidad del programa consistía en apartar a esos jóvenes, que se encontraban al cuidado del estado, de una vida de delincuencia o de cosas aún peores.
En el caso de Miley, la doctora Wilmer estaba absolutamente decidida a lograrlo, y cuando a Terry Wilmer se le metía algo en la cabeza, lo lograba. Con tal de llegar a su meta, la doctora Wilmer estaba dispuesta a explotar todos los medios que tuviera a su disposición, incluyendo la posibilidad de reclutar el apoyo de algunos de sus colegas, como Joe Frazier. En el caso de Miley, hasta recurrió a la ayuda de primos lejanos, que estaban lejos de ser ricos pero tenían lugar en su casa y, con un poco de suerte, en sus corazones, para recibir a una jovencita muy especial.
–Quería que la vieras –dijo Terry, y corrió las cortinas que cubrían el espejo de doble faz. Justo en ese momento, Miley se puso de pie, miró la pecera y metió ambas manos en el agua.
–¡Qué diablos...! –empezó a decir Joe Frazier, pero se interrumpió y observó en un silencio lleno de asombro a la chiquita que se acercaba a la distraída recepcionista, con el pez muerto entre las manos empapadas.
Miley sabía que no estaba bien que mojara la alfombra, pero no pudo tolerar que ese hermoso pescadito fuera picoteado por los demás. Sin saber con seguridad si la recepcionista no había advertido que se acercaba o si simplemente había decidido ignorarla, se detuvo junto a ella.
–Discúlpeme –dijo en voz demasiado alta, extendiendo las manos.
La recepcionista, que estaba totalmente enfrascada en su tarea, se sobresaltó, hizo girar su silla y lanzó una sorda exclamación ante ese pez muerto y empapado que le ponían debajo de la nariz.
Con cautela, Miley dio un paso atrás, pero insistió.
–Está muerto –repitió, luchando para que no se le notara en la voz la pena que sentía–. Los otros peces se lo van a comer, y es algo que no soporto ver. Si me presta un pedazo de papel, lo envolveré para que pueda ponerlo en su papelero.
–Soy la señora Borowski, del servicio público de hogares adoptivos LaSalle –anunció la mujer de mediana edad, mientras cruzaba la alfombra oriental rumbo a la recepcionista, con una bolsa de compras en el brazo. Señaló a la jovencita de once años que iba tras ella y aclaró con frialdad–: Y ésta es Miley Smith. Ha venido a ver a la doctora Theresa Wilmer. Volveré a buscarla cuando termine de hacer mis compras.
La recepcionista le sonrió a la pequeña.
–La doctora Wilmer estará contigo en un ratito, Miley. Mientras tanto siéntate allí y llena esta tarjeta. Me olvidé de dártela la vez pasada, cuando viniste.
Muy consciente de sus jeans andrajosos y de la gastada chaqueta que llevaba puesta, Miley miró con expresión inquieta la elegante sala de espera donde frágiles figuritas de porcelana reposaban sobre una antigua mesa baja y valiosas esculturas de bronce se apoyaban en pies de mármol. Apartándose todo lo posible de la mesa llena de esos objetos, Miley se encaminó a una silla junto a un enorme acuario donde exóticos peces de colores nadaban entre ramas verdes. A sus espaldas, la señora Borowski volvió a asomar la cabeza para prevenir a la recepcionista:
–Miley es capaz de robar cualquier cosa que no esté atornillada. Es escurridiza y rápida, así que será mejor que la vigile de cerca.
Sofocando su furia y su humillación, Miley se dejó caer en una silla, estiró las piernas hacia adelante en un esfuerzo consciente de adoptar la actitud de persona aburrida y nada afectada por los horrible comentarios de la señora Borowski, pero los colores que teñían sus mejillas estropearon el efecto, aparte de que sus piernas no llegaban al piso.
Instantes después cambió de postura y miró aterrorizada la tarjeta que acababa de entregarle la recepcionista para que la llenara. Aunque sabía que no podría deletrear las palabras, no tenía más remedio que intentarlo. Apretando los dientes, se concentró en las letras que aparecían en la tarjeta. La primera palabra empezaba con una letra N como la de No en los carteles de «No Estacionar» que se alineaban por la calle. Sabía lo que decían esos carteles porque sus amigos se lo habían dicho. La segunda letra era una a como la de gato, pero la palabra no era gato. Apretó los dedos alrededor del lápiz amarillo, mientras luchaba contra la familiar sensación de frustración y de furiosa desesperación que la agobiaba cada vez que se esperaba que leyera algo. Había aprendido la palabra gato en primer grado ¡pero nadie escribía jamás esa palabra en ninguna parte! Mientras observaba las palabras incomprensibles de la tarjeta, se preguntó con furia por qué sería que las maestras les enseñaban a leer palabras tontas como gato cuando nadie escribía jamás la palabra gato fuera de los estúpidos libros de primer grado.
Pero los libros no son tontos, se recordó Miley, y las maestras tampoco. Otros chicos de su edad hubieran leído esa tonta tarjeta en un abrir y cerrar de ojos. Ella era la que no podía leerla, la tonta era ella.
Pero, por otra parte, se dijo que sabía una cantidad de cosas que los otros chicos ignoraban por completo, porque ella se obligaba a prestar atención a las cosas. Y había notado que cuando le entregaban a uno algo que debía llenar, casi siempre se suponía que había que empezar por escribir su propio nombre...
Con cuidadosa prolijidad, escribió J-u-l-i-e-S-m-i-t-h a lo largo de la parte superior de la tarjeta; después se detuvo incapaz de escribir nada más. Sintió que empezaba a enojarse de nuevo, y antes de permitir que ese tonto pedazo de papel le estropeara el día, decidió pensar en algo agradable, como la sensación del viento sobre la cara, en primavera. Conjuraba la visión de sí misma bajo un gran árbol lleno de hojas, observando a las ardillas que correteaban por las ramas cuando la voz de la recepcionista la sacó de su ensoñación, llenándola de alarma y de culpa.
–¿Tienes algún problema con el lápiz, Miley?
Miley clavó la punta del lápiz en el género de sus jeans y la -rompió.
–Tiene la punta rota.
–Aquí tienes otro... .
–Hoy tengo la mano dolorida –mintió, poniéndose de pie–. No tengo ganas de escribir. Y debo ir al baño. ¿Dónde queda?
–Justo al lado de los ascensores. La doctora Wilmer te recibirá muy pronto, así qué no tardes.
–No tardaré –contestó respetuosamente Miley.
Después de cerrar la puerta de la oficina a sus espaldas, se volvió a mirar lo que tenía escrito y estudió con cuidado las primeras letras, para poder reconocerlas a la vuelta. “P”, susurró en voz alta para no olvidarse, “S-I”, Satisfecha, recorrió el largo corredor alfombrado, dobló a la izquierda al llegar al final y a la derecha al ver el surtidor de agua, pero cuando por fin llegó a los ascensores, vio que allí había dos puertas, sin ninguna letra en ellas. Estaba casi segura de que debían ser las puertas de los baños, porque, entre otra serie de conocimientos almacenados, estaba el hecho de que por lo general, en los grandes edificios, las puertas de los baños tenían picaportes distintos de los de las oficinas. El problema era que ninguna de esas puertas decía Hombres o Mujeres, dos palabras que reconocía, ni tenían esas figuritas de un hombre y una mujer que indicaban a la gente como ella qué baño debían usar. Con mucha calma, Miley apoyó la mano en una de las puertas entreabrió y espió. Retrocedió al ver esos extraños inodoros de pared, porque había otras dos cosas que sabía y que dudaba que las demás chicas supieran: los hombres utilizaban inodoros muy raros. Y volvían locos si alguna chica abría la puerta mientras lo hacían. Miley abrió la otra puerta y entró en baño correcto.
Consciente de que el tiempo pasaba con rapidez salió del baño y se apresuró a desandar sus pasos, hasta llegar a la parte del corredor donde debía estar; el consultorio de la doctora Wilmer. Allí empezó a estudiar laboriosamente los nombres de las puertas. La de la doctora Wilmer empezaba con una P-S-I, Leyó la P-E-T de la primera puerta y decidió que debía haber memorizado mal las letras, así que la abrió. Una desconocida, de pelo gris, levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Sí?
–Perdón, me equivoqué de puerta –murmuró Miley, poniéndose colorada–. ¿Sabe dónde está el consultorio de la doctora Wilmer?
–¿La doctora Wilmer?
–Sí, usted sabe... Wilmer... ¡empieza con P-S-I!
–P-S-I-... ¡Ah! Te debes de referir a “Psiquiatras Asociados”. Ésa es la oficina dos mil quinientos dieciséis, en el otro extremo del corredor.
Normalmente, Miley hubiera simulado comprender y continuado asomándose a todas las oficinas hasta encontrar la que buscaba, pero estaba demasiado preocupada por su tardanza como para demorarse más.
–¿Me los deletrea, por favor?
–¿Cómo?
–¡Los números! –exclamó ella con desesperación–. Deletréelos así: tres-seis-nueve-cuatro-dos. Dígamelo así.
La mujer la miró como si se tratara de una idi/ota, cosa que Miley sabía que era, pero le resultaba odioso que el resto de la gente se diera cuenta. Después de lanzar un suspiro de irritación, la mujer le hizo el gusto.
– El consultorio de la doctora Wilmer es el dos-cinco-uno-seis.
–Dos-cinco-uno-seis –repitió Miley.
–Es la cuarta puerta a la izquierda –agregó la mujer.
–¡Bueno! –exclamó Miley, llena de frustración–. ¿Por qué no empezó por decirme eso?.
Al oirla entrar, la recepcionista de la doctora Wilmer levantó la cabeza.
–¿Te perdiste, Miley?
–¿Yo? ¿Cómo me voy a perder? –mintió la pequeña con un enfático movimiento de la cabeza rizada, mientras regresaba a su asiento. Sin saber que le observaban a través de algo que parecía un espejo común, volvió su atención al acuario. Lo primero que notó fue que uno de los hermosos pececitos acababa de morir y que otros dos nadaban a su alrededor como si contemplaran la posibilidad de comérselo. Automáticamente golpeó el vidrio con un dedo para ahuyentarlos, pero a los pocos instantes los vio regresar–. Aquí hay un pescadito muerto –le comunicó a la recepcionista, tratando de no sonar demasiado preocupada–. Si quiere, lo puedo sacar del agua.
–Esta noche lo sacará la gente de limpieza, pero gracias por el ofrecimiento.
Miley se tragó la airada protesta por lo que sentía era una innecesaria crueldad hacia el pez muerto. No estaba bien que dejaran allí a un ser tan hermoso y tan indefenso. Tomó una revista de la mesa baja y simuló mirarla, pero por el rabillo del ojo seguía vigilando los dos peces depredadores. Cada vez que se acercaban a molestar a su camarada muerto, Miley miraba a la recepcionista para asegurarse que no la estuviera vigilando, y con el aire indiferente del mundo, golpeaba el vidrio para ahuyentarlos.
A pocos pasos de distancia, en su consultorio y frente al espejo de doble faz, la doctora Theresa Wilmer observaba la escena con los ojos iluminados por una sonrisa ante el intento de Miley de proteger al pez muerto, mientras mantenía una fachada de total indiferencia para beneficio de la recepcionista. Miró al colega que estaba a su lado y dijo:
–Allí tienes a “Miley la terrible”, la adolescente que algunos padres adoptivos oficiales han considerado no sólo “incapaz de aprender” sino inmanejable una mala influencia para sus compañeros y una alborotadora que terminará siendo delincuente juvenil, ¿Sabías –preguntó con tono de admiración en la voz– que fue capaz de organizar una huelga de hambre en LaSalle? Convenció a cuarenta y cinco chicos, casi todos mayores que ella, de que la siguieran en su exigencia de mejor comida.
El doctor John Frazier miró a la chiquilla por el espejo de doble faz.
–Supongo que lo habrá hecho por una secreta necesidad de desafiar a la autoridad.
–No –contestó con sequedad la doctora Wilmer–. Lo hizo por una profunda necesidad de recibir mejor comida. En LaSalle la comida es nutritiva, pero no tiene gusto. Te lo aseguro, porque yo misma la probé.
Frazier dirigió una mirada de sorpresa a su colega.
–¿Y qué me dices de sus robos? No puedes ignorar ese problema.
–¿Alguna vez has oído hablar de Robin Hood?
–Por supuesto. ¿Por qué?
–Porque estás mirando una versión adolescente actual de Robin Hood. Miley es tan rápida, que es capaz de robarle una corona de oro de una muela sin que te des cuenta.
–No me parece que ésa sea una recomendación para enviarla a vivir con tus inocentes parientes de Texas, que es lo que entiendo piensas hacer.
La doctora Wilmer se encogió de hombros.
–Miley roba comida, ropa o juguetes, pero nunca se queda con nada. Siempre les entrega el botín a los chicos más pequeños de LaSalle.
–¿Estás segura?
–Absolutamente segura. Lo he comprobado.
Con una pequeña sonrisa renuente, John Frazier estudió a la pequeña.
–Se parece más a Peter Pan que a Robin Hood. No es lo que yo esperaba, después de leer su historia clínica.
–A mí también me sorprendió –admitió la doctora Wilmer.
Según el legajo de Miley, el director del orfelinato LaSalle, donde en ese momento residía, la consideraba «un problema disciplinario, con predilección por hacerse la rabona, crear problemas, robar y vagar en compañía de jovencitos de mala repu/tación del sexo contrario». En base a todos esos comentarios desfavorables, la doctora Wilmer esperaba encontrarse con una criatura dura y beligerante, cuyo constante contacto con jovencitos del sexo opuesto posiblemente indicara un temprano desarrollo físico y quizás hasta una precoz actividad sexual. Por ese motivo quedó estupefacta al ver entrar a la criatura en su consultorio, dos meses antes, con aspecto de duendecito travieso, vistiendo jeans y una remera gastada, con el pelo corto y rizado. En lugar del proyecto de mujer fatal que la doctora esperaba, Miley Smith tenía el rostro de un pilluelo encantador, dominado por un par de enormes ojos de espesas pestañas y de un azul sorprendente. En contraste con esa carita y esos ojos inocentes, se paró frente al escritorio de la doctora en una postura masculina y desafiante, sacando el mentón y con las manos metidas en los bolsillos traseros del jean.
La chiquita cautivó a Theresa en ese primer encuentro, pero la fascinación que sentía por Miley comenzó aún antes de eso, casi desde el momento que, una noche, en su casa, abrió el legajo de Miley empezó a leer sus respuestas a la batería de tests formaban parte del proceso de evaluación que la misma Theresa había desarrollado. Cuando terminó de leer, Theresa comprendía a fondo el funcionamiento de esa mente infantil, así como la profundidad de su pena y los detalles de su problema: abandonada al nacer por sus padres biológicos, y dos veces rechazada por padres adoptivos, Miley no tuvo más remedio que pasar su infancia dentro de los límites de los barrios pobres de Chicago en una sucesión de casas superpobladas de matrimonios que acogían huérfanos a cambio de un arancel. Como resultado, su única fuente de verdadero cariño y calidez humana eran sus compañeros, chicos desaliñados, sucios y descuidados, igual que ella, a quienes Miley filosóficamente consideraba de “su misma clase”; chicos que le enseñaban a robar objetos de las tiendas y después a hacerse la rabona con ellos. Su mente rápida y sus dedos aún más veloces lograron que Miley fuera tan hábil para ambas cosas que, por grande que fuera la frecuencia con que la enviaran a un nuevo hogar para huérfanos, de inmediato adquiría cierta popularidad y respeto entre sus pares, hasta el punto de que, algunos meses antes, un grupo de chicos condescendió a demostrarle las distintas técnicas que usaban para robar autos, poniéndolos en marcha por medio de puentes, una demostración que tuvo como resultado que todo el grupo fuera encarcelado, incluyendo a Miley, que sólo era una observadora.
Ese día marcó el primer arresto de Miley y, aunque ella lo ignorara, su primera verdadera “oportunidad” porque en definitida fue eso lo que la llevó a ser tratada por la doctora Wilmer. Después de ser –de alguna manera injustamente– arrestada por intento de robo de automóviles, Miley fue anotada en el programa de la doctora Wilmer, que incluía uan intensa batería de tests psicológicos y de inteligencia, entrevistas personales y evaluaciones conducidas por el grupo de psiquiatras y psicólogos voluntarios de la doctora Wilmer. La finalidad del programa consistía en apartar a esos jóvenes, que se encontraban al cuidado del estado, de una vida de delincuencia o de cosas aún peores.
En el caso de Miley, la doctora Wilmer estaba absolutamente decidida a lograrlo, y cuando a Terry Wilmer se le metía algo en la cabeza, lo lograba. Con tal de llegar a su meta, la doctora Wilmer estaba dispuesta a explotar todos los medios que tuviera a su disposición, incluyendo la posibilidad de reclutar el apoyo de algunos de sus colegas, como Joe Frazier. En el caso de Miley, hasta recurrió a la ayuda de primos lejanos, que estaban lejos de ser ricos pero tenían lugar en su casa y, con un poco de suerte, en sus corazones, para recibir a una jovencita muy especial.
–Quería que la vieras –dijo Terry, y corrió las cortinas que cubrían el espejo de doble faz. Justo en ese momento, Miley se puso de pie, miró la pecera y metió ambas manos en el agua.
–¡Qué diablos...! –empezó a decir Joe Frazier, pero se interrumpió y observó en un silencio lleno de asombro a la chiquita que se acercaba a la distraída recepcionista, con el pez muerto entre las manos empapadas.
Miley sabía que no estaba bien que mojara la alfombra, pero no pudo tolerar que ese hermoso pescadito fuera picoteado por los demás. Sin saber con seguridad si la recepcionista no había advertido que se acercaba o si simplemente había decidido ignorarla, se detuvo junto a ella.
–Discúlpeme –dijo en voz demasiado alta, extendiendo las manos.
La recepcionista, que estaba totalmente enfrascada en su tarea, se sobresaltó, hizo girar su silla y lanzó una sorda exclamación ante ese pez muerto y empapado que le ponían debajo de la nariz.
Con cautela, Miley dio un paso atrás, pero insistió.
–Está muerto –repitió, luchando para que no se le notara en la voz la pena que sentía–. Los otros peces se lo van a comer, y es algo que no soporto ver. Si me presta un pedazo de papel, lo envolveré para que pueda ponerlo en su papelero.
Perfecta Cap: 1
Prólogo
1976
Margaret Stanhope estaba de pie en las puertas que daban a la terraza. Sus facciones aristocráticas eran una máscara gélida mientras observaba al criado que en ese momento pasaba una bandeja de bebidas a sus nietos, quienes acababan de regresar de distintos colegios privados, para pasar allí las vacaciones de verano. Más allá de la terraza, en el valle, era claramente visible la ciudad de Ridgemont, Pennsylvania, con sus calles serpenteantes flanqueadas de árboles, su prolijo parque, la agradable zona comercial y, hacia la derecha, el Club de Campo. Exactamente en el centro de Ridgemont había una serie de edificios de ladrillo; eran las Industrias Stanhope, la empresa directa o indirectamente responsable de la prosperidad económica de casi todas las familias que vivían en el lugar. Como la mayoría de las ciudades pequeñas, Ridgemont poseía una rígida jerarquía social, y la familia Stanhope ocupaba el pináculo de esa estructura, así como la mansión Stanhope se erigía sobre la colina más alta de la zona. Sin embargo, ese día Margaret Stanhope estaba lejos de pensar en el paisaje que se divisaba desde su terraza, ni en el elevado nivel social que poseía desde su nacimiento y que aumentó con su casamiento; sólo podía pensar en el golpe que se disponía a asestar a sus tres odiosos nietos. Alex, el menor, de dieciséis años, notó que los miraba y, a regañadientes, tomó una taza de té helado de la bandeja que le ofrecía el criado, en lugar de la copa de champaña que hubiera preferido. Alex y su hermana son idénticos, pensó Margaret con desprecio, mientras los estudiaba. Ambos eran malcriados, promiscuos e irresponsables; bebían demasiado, gastaban demasiado y jugaban demasiado; no eran más que chiquilines consentidos que ignoraban por completo lo que era la autodisciplina. Pero eso estaba por llegar a su fin.
Su mirada se posó en el criado, que en ese momento le ofrecía la bandeja a Elizabeth. Al ver que su abuela la observaba, la chiquilina de diecisiete años le dirigió una mirada desafiante y en un gesto infantil se sirvió dos copas de champaña. Margaret Stanhope la miró sin hacer ningún comentario. Esa chica era la viva imagen de su madre, una mujer superficial, frivola y excesivamente excitada sexualmente, muerta ocho años antes cuando el auto deportivo que conducía el hijo de Margaret patinó y volcó sobre la ruta helada. En ese accidente murieron ambos, y quedaron huérfanos los cuatro hijos. El informe policial indicaba que los dos estaban borrachos y que viajaban a excesiva velocidad.
Seis meses antes, sin hacer caso de su edad avanzada ni del mal tiempo reinante, el marido de Margaret murió en un accidente aéreo, mientras piloteaba su avión rumbo a Cozumel, para ir a pescar. La modelo de veinticinco años que viajaba con él en el avión debía de ser su carnada, pensó Margaret con poco habitual crudeza y completo desinterés. Esos accidentes fatales eran una prueba elocuente del libertinaje y del descuido que durante generaciones caracterizó la vida de todos los hombres de la familia Stanhope. Todos ellos, apuestos, arrogantes y temerarios, vivieron cada día de sus vidas como si fuesen seres indestructibles y que no debían dar cuenta a nadie de sus actos; El resultado fue que Margaret se pasó toda una vida aferrándose a su maltrecha dignidad y a su autocontrol, mientras el marido gastaba su fortuna a manos llenas en sus vicios y enseñaba a sus nietos a vivir exactamente de la misma manera. El año anterior, mientras ella dormía en el piso superior, su marido llevó prostitutas a esa casa y las compartió con sus nietos. Las compartió con todos, con excepción de Justin. Su querido Justin...
Suave, inteligente y trabajador, Justin fue el único de sus tres nietos que no se parecía a los hombres de su familia, y Margaret lo quiso con toda el alma. Y ahora Justin estaba muerto, mientras su hermano Nicholas seguía vivo y saludable, amargándola con su vitalidad. Margaret volvió la cabeza y lo vio subir con agilidad los escalones de piedra que conducían a la terraza, y la explosión de odio que la recorrió al ver a ese muchacho alto y morocho de dieciocho años fue casi insoportable.
Nicholas Jonas Stanhope III, que llevaba el nombre del marido de Margaret, era idéntico a lo que fue su abuelo a la misma edad, pero no era por eso que lo odiaba. Su motivo era mucho más fuerte y Nicholas lo conocía muy bien. Sin embargo, faltaban pocos minutos para que por fin pagara por lo que había hecho... aunque ningún castigo sería bastante. Margaret no se sentía capaz de infligirle todo el castigo que merecía y se despreciaba por su debilidad casi tanto como despreciaba a su nieto.
Esperó hasta que el criado terminó de servirles el champaña, después avanzó hacia la terraza.
–Sin duda deben de estar preguntándose por qué he organizado esta pequeña reunión familiar –dijo. Nicholas la observaba en silencio, apoyado contra la balaustrada, pero Margaret alcanzó a interceptar la mirada de aburrimiento que intercambiaron Alex y Elizabeth, sin duda ansiosos por huir de allí y reunirse con sus amigos, adolescentes idénticos a ellos: amorales de carácter débil que hacían lo que se les daba la gana porque sabían que el dinero de sus familias les evitaría cualquier consecuencia desagradable. –Veo que están impacientes –agregó la abuela, dirigiéndose a los que acababan de mirarse–, así que iré al grano.
Estoy segura de que a ninguno de los dos se les ha ocurrido pensar en algo tan banal como su estado financiero; sin embargo, la realidad es que su abuelo estaba muy ocupado por sus “actividades sociales”, y demasiado convencido de su inmortalidad, para establecer fondos fiduciarios para ustedes después de la muerte de sus padres. El resultado es que yo tengo el pleno control de la fortuna de la familia. Y por si se preguntan qué significa eso, me apresuraré a explicarlo. –Sonrió satisfecha antes de continuar hablando. –En tanto ustedes dos continúen estudiando en sus respectivos colegios, y se comporten de una manera que yo considere aceptable, seguiré pagando sus estudios y les permitiré conservar sus autos. Punto.
La primera reacción de Elizabeth fue más de curiosidad que de alarma.
–¿y qué me dices del dinero para mis gastos personales y del que me hará falta cuando ingrese el año que viene en la Universidad?
–No tendrás “gastos personales”. Vivirás aquí y asistirás a la Universidad del pueblo durante los primeros años. Si a lo largo de ese tiempo demuestras que mereces mi confianza, entonces, y sólo entonces, permitiré que ingreses en otra Universidad.
–¡La Universidad del pueblo! –exclamó Elizabeth, furiosa–. ¡No es posible que hables en serio!
–Ponme a prueba, Elizabeth. Desafíame y verás que corto todo lazo contigo y entonces quedarás sin un solo centavo. Y te advierto que si me llego a enterar de que has vuelto a asistir a alguna de esas fiestas llenas de borrachos, drogadictos y promiscuos, no volverás ver un sólo dólar. –Se volvió a mirar a Alexander. –Y, por si tienes alguna duda, eso también va por ti.
Tampoco volverás a Exeter el otoño que viene. Terminarás tus estudios preuniversitarios aquí mismo.
–¡No nos puedes hacer eso! –explotó Alex–. ¡Abuelo jamás lo hubiera permitido!
–¡No tienes derecho a decirnos cómo debemos vivir nuestras vidas! –lloriqueó Elizabeth.
–Si mi ofrecimiento no te gusta –informó Margaret con voz de acero–, te sugiero que consigas trabajo de camarera en algún restaurante, o que te busques un tratante de blancas, porque ésas son las dos carreras para las que, por el momento, estás preparada.
Notó que palidecían y asintió, satisfecha. De repente, Alex preguntó:
–¿Y qué pasa con Nick? Él tiene notas estupendas en Yale. Supongo que no lo obligarás a vivir aquí.
Acababa de llegar el momento tan esperado.
–No –contestó–. No lo haré vivir aquí, –Se volvió hacia Nicholas para poder verle la cara y espetó: –¡Vete! ¡Vete de esta casa y no vuelvas nunca más! Jamás quiero volver a verte ni oírte nombrar.
A no ser porque notó que el muchacho apretaba los dientes, hubiera creído que sus palabras no tenían ningún efecto sobre él. No pidió explicaciones, porque no las necesitaba. En realidad, desde que la oyó hablar con sus hermanos, él sin duda suponía lo que le esperaba. Se irguió en silencio y estiró una mano para tomar las llaves del auto que había arrojado sobre la mesa. Pero antes de que llegara a tocarlas, la voz de Margaret lo detuvo en seco.
–¡Deja esas llaves! Aparte de la ropa que tienes puesta, no te llevarás nada de esta casa.
Nick retiró la mano y miró a sus hermanos, como si esperara que dijeran algo, pero ellos estaban demasiado inmersos en su propia desgracia para poder hablar, y tenían miedo de verse obligados a compartir su destino si desafiaban de alguna manera a la abuela.
Margaret detestaba a los dos menores por su cobardía y su falta de lealtad, pero al mismo tiempo trató de que quedara claro que ninguno de ellos podía dar la menor muestra de coraje.
–Si alguno de ustedes dos se pone en contacto con él, o permite que él se ponga en contacto con ustedes –advirtió cuando Nicholas empezó a bajar los escalones de piedra de la terraza–, aunque sólo sea que asistan a una fiesta a la que también asiste él, sufrirán su mismo destino, ¿han comprendido? –Hacia el nieto que se alejaba, su advertencia fue distinta. –Nicholas: si estás pensando en refugiarte en la compasión de tus amigos, no te molestes. En Ridgemont, las Industrias Stanhope son la principal fuente de trabajo, y yo soy su propietaria absoluta. Nadie querrá ayudarte a riesgo de incurrir en mi desagrado... y en la pérdida de su trabajo.
La advertencia de su abuela lo hizo volverse al llegar al pie de los escalones, desde donde la miró con tanto desprecio que recién entonces Margaret comprendió que su nieto jamás hubiera considerado siquiera la posibilidad de refugiarse en la caridad de sus amigos. Pero lo que más le interesó fue la expresión que vislumbró en la cara de su nieto antes de que él volviera la cabeza. ¿Sería angustia lo que veía? ¿O furia? ¿O temor? Esperaba de todo corazón que fueran las tres cosas.
El camión se detuvo junto al muchacho solitario que caminaba por la banquina de la ruta, con la chaqueta sport sobre un hombro y la cabeza inclinada como si luchara contra el viento.
–¡Eh! –gritó Charlie Murdock. –¿Quieres que te lleve?
Un par de ojos color ámbar, de expresión aturdida se clavaron en Charlie y durante algunos instantes el muchacho pareció desorientado por completo, como si hubiera estado caminando en estado de sonambulismo. Después asintió. Cuando trepó a la cabina del camión, Charle notó el par de pantalones costosos que llevaban su pasajero, los zapatos perfectamente lustrados, las medias al tono, el corte de pelo perfecto, y supuso que había levantado a un estudiante que por algún motivo hacía dedo. Confiando en su intuición y sus poderes de observación, Charle decidió conversar con el desconocido.
–¿En qué universidad estudias?
El muchacho tragó, como si tuviera un nudo en la garganta, y volvió la cabeza hacia la ventanilla, pero cuando habló su voz era fría y cortante.
–No voy a la universidad.
–¿Se te descompuso el auto?
–No.
–¿Tu familia vive por los alrededores?
–No tengo familia.
A pesar del tono brusco de su pasajero, Charle, que tenía tres hijos adolescentes, tuvo la sensación de que el muchacho hacía tremendos esfuerzos por controlarse y mantener a raya sus emociones.
–¿Por casualidad tienes nombre?
–Nick... –contestó el joven, y después de una breve vacilación, agregó–:...Jonas.
–¿Adónde te diriges?
–Adonde usted vaya.
–Yo voy hasta la Costa Oeste. Los Ángeles.
–Perfecto –contestó el muchacho en un tono que desalentaba todo intento posterior de conversación–. El lugar no tiene importancia.
Recién cuatro horas después, el desconocido habló por primera vez por voluntad propia.
–¿Necesitará ayuda para descargar el camión cuando llegue a Los Ángeles?
Charlie lo miró de soslayo, analizando sus conclusiones iniciales acerca de Nick Jonas.
Estaba vestido como un muchacho rico y tenía la dicción de los ricos, pero ese muchacho rico en particular se hallaba sin dinero, alejado de su ambiente y en un momento de mala suerte. Además estaba dispuesto a tragarse su orgullo y a hacer trabajos manuales, cosa que, desde el punto de vista de Charlie suponía bastante coraje.
–Por tu aspecto diría que eres capaz de levantar cosas pesadas –dijo, estudiando el cuerpo alto y musculoso de Jonas–. ¿Has estado trabajando con pesas o algo así?
–Antes boxeaba en... Boxeaba –se corrigió.
«En la universidad», terminó Charlie mentalmente la frase. Tal vez porque Jonas le recordaba a sus propios hijos a esa edad, cuando decidían ganarse la vida por su cuenta, o quizá porque presintió que los problemas de Nick Jonas debían de ser bastante desesperados, Charlie decidió que le daría trabajo. Habiendo llegado a esa conclusión, le tendió la mano.
–Me llamo Murdock, Charlie Murdock. No puedo pagarte mucho, pero por lo menos, cuando lleguemos a Los Ángeles, tendrás la oportunidad de ver mucho cine. Este camión está cargado de películas de los Estudios Empire. Me contrataron para transportarlas y en eso estamos.
La indiferencia de Jonas ante esa información de alguna manera aumentó la convicción de Charlie de que su pasajero no sólo estaba confundido sino que no tenía la menor idea acerca de cómo solucionar ese problema.
–Si haces un buen trabajo, tal vez pueda recomendarte a la oficina de personal de los Estudios, es decir, siempre que no te moleste empuñar una escoba o romperte el lomo.
El pasajero volvió nuevamente la cabeza hacia la ventanilla. Justo en el momento en que Charlie cambiaba de idea y decidía que Nick se consideraba demasiado bueno para hacer trabajos físicos, el joven volvió a hablar con una voz enronquecida por el alivio y la gratitud.
–Gracias. Se lo agradezco mucho.
1976
Margaret Stanhope estaba de pie en las puertas que daban a la terraza. Sus facciones aristocráticas eran una máscara gélida mientras observaba al criado que en ese momento pasaba una bandeja de bebidas a sus nietos, quienes acababan de regresar de distintos colegios privados, para pasar allí las vacaciones de verano. Más allá de la terraza, en el valle, era claramente visible la ciudad de Ridgemont, Pennsylvania, con sus calles serpenteantes flanqueadas de árboles, su prolijo parque, la agradable zona comercial y, hacia la derecha, el Club de Campo. Exactamente en el centro de Ridgemont había una serie de edificios de ladrillo; eran las Industrias Stanhope, la empresa directa o indirectamente responsable de la prosperidad económica de casi todas las familias que vivían en el lugar. Como la mayoría de las ciudades pequeñas, Ridgemont poseía una rígida jerarquía social, y la familia Stanhope ocupaba el pináculo de esa estructura, así como la mansión Stanhope se erigía sobre la colina más alta de la zona. Sin embargo, ese día Margaret Stanhope estaba lejos de pensar en el paisaje que se divisaba desde su terraza, ni en el elevado nivel social que poseía desde su nacimiento y que aumentó con su casamiento; sólo podía pensar en el golpe que se disponía a asestar a sus tres odiosos nietos. Alex, el menor, de dieciséis años, notó que los miraba y, a regañadientes, tomó una taza de té helado de la bandeja que le ofrecía el criado, en lugar de la copa de champaña que hubiera preferido. Alex y su hermana son idénticos, pensó Margaret con desprecio, mientras los estudiaba. Ambos eran malcriados, promiscuos e irresponsables; bebían demasiado, gastaban demasiado y jugaban demasiado; no eran más que chiquilines consentidos que ignoraban por completo lo que era la autodisciplina. Pero eso estaba por llegar a su fin.
Su mirada se posó en el criado, que en ese momento le ofrecía la bandeja a Elizabeth. Al ver que su abuela la observaba, la chiquilina de diecisiete años le dirigió una mirada desafiante y en un gesto infantil se sirvió dos copas de champaña. Margaret Stanhope la miró sin hacer ningún comentario. Esa chica era la viva imagen de su madre, una mujer superficial, frivola y excesivamente excitada sexualmente, muerta ocho años antes cuando el auto deportivo que conducía el hijo de Margaret patinó y volcó sobre la ruta helada. En ese accidente murieron ambos, y quedaron huérfanos los cuatro hijos. El informe policial indicaba que los dos estaban borrachos y que viajaban a excesiva velocidad.
Seis meses antes, sin hacer caso de su edad avanzada ni del mal tiempo reinante, el marido de Margaret murió en un accidente aéreo, mientras piloteaba su avión rumbo a Cozumel, para ir a pescar. La modelo de veinticinco años que viajaba con él en el avión debía de ser su carnada, pensó Margaret con poco habitual crudeza y completo desinterés. Esos accidentes fatales eran una prueba elocuente del libertinaje y del descuido que durante generaciones caracterizó la vida de todos los hombres de la familia Stanhope. Todos ellos, apuestos, arrogantes y temerarios, vivieron cada día de sus vidas como si fuesen seres indestructibles y que no debían dar cuenta a nadie de sus actos; El resultado fue que Margaret se pasó toda una vida aferrándose a su maltrecha dignidad y a su autocontrol, mientras el marido gastaba su fortuna a manos llenas en sus vicios y enseñaba a sus nietos a vivir exactamente de la misma manera. El año anterior, mientras ella dormía en el piso superior, su marido llevó prostitutas a esa casa y las compartió con sus nietos. Las compartió con todos, con excepción de Justin. Su querido Justin...
Suave, inteligente y trabajador, Justin fue el único de sus tres nietos que no se parecía a los hombres de su familia, y Margaret lo quiso con toda el alma. Y ahora Justin estaba muerto, mientras su hermano Nicholas seguía vivo y saludable, amargándola con su vitalidad. Margaret volvió la cabeza y lo vio subir con agilidad los escalones de piedra que conducían a la terraza, y la explosión de odio que la recorrió al ver a ese muchacho alto y morocho de dieciocho años fue casi insoportable.
Nicholas Jonas Stanhope III, que llevaba el nombre del marido de Margaret, era idéntico a lo que fue su abuelo a la misma edad, pero no era por eso que lo odiaba. Su motivo era mucho más fuerte y Nicholas lo conocía muy bien. Sin embargo, faltaban pocos minutos para que por fin pagara por lo que había hecho... aunque ningún castigo sería bastante. Margaret no se sentía capaz de infligirle todo el castigo que merecía y se despreciaba por su debilidad casi tanto como despreciaba a su nieto.
Esperó hasta que el criado terminó de servirles el champaña, después avanzó hacia la terraza.
–Sin duda deben de estar preguntándose por qué he organizado esta pequeña reunión familiar –dijo. Nicholas la observaba en silencio, apoyado contra la balaustrada, pero Margaret alcanzó a interceptar la mirada de aburrimiento que intercambiaron Alex y Elizabeth, sin duda ansiosos por huir de allí y reunirse con sus amigos, adolescentes idénticos a ellos: amorales de carácter débil que hacían lo que se les daba la gana porque sabían que el dinero de sus familias les evitaría cualquier consecuencia desagradable. –Veo que están impacientes –agregó la abuela, dirigiéndose a los que acababan de mirarse–, así que iré al grano.
Estoy segura de que a ninguno de los dos se les ha ocurrido pensar en algo tan banal como su estado financiero; sin embargo, la realidad es que su abuelo estaba muy ocupado por sus “actividades sociales”, y demasiado convencido de su inmortalidad, para establecer fondos fiduciarios para ustedes después de la muerte de sus padres. El resultado es que yo tengo el pleno control de la fortuna de la familia. Y por si se preguntan qué significa eso, me apresuraré a explicarlo. –Sonrió satisfecha antes de continuar hablando. –En tanto ustedes dos continúen estudiando en sus respectivos colegios, y se comporten de una manera que yo considere aceptable, seguiré pagando sus estudios y les permitiré conservar sus autos. Punto.
La primera reacción de Elizabeth fue más de curiosidad que de alarma.
–¿y qué me dices del dinero para mis gastos personales y del que me hará falta cuando ingrese el año que viene en la Universidad?
–No tendrás “gastos personales”. Vivirás aquí y asistirás a la Universidad del pueblo durante los primeros años. Si a lo largo de ese tiempo demuestras que mereces mi confianza, entonces, y sólo entonces, permitiré que ingreses en otra Universidad.
–¡La Universidad del pueblo! –exclamó Elizabeth, furiosa–. ¡No es posible que hables en serio!
–Ponme a prueba, Elizabeth. Desafíame y verás que corto todo lazo contigo y entonces quedarás sin un solo centavo. Y te advierto que si me llego a enterar de que has vuelto a asistir a alguna de esas fiestas llenas de borrachos, drogadictos y promiscuos, no volverás ver un sólo dólar. –Se volvió a mirar a Alexander. –Y, por si tienes alguna duda, eso también va por ti.
Tampoco volverás a Exeter el otoño que viene. Terminarás tus estudios preuniversitarios aquí mismo.
–¡No nos puedes hacer eso! –explotó Alex–. ¡Abuelo jamás lo hubiera permitido!
–¡No tienes derecho a decirnos cómo debemos vivir nuestras vidas! –lloriqueó Elizabeth.
–Si mi ofrecimiento no te gusta –informó Margaret con voz de acero–, te sugiero que consigas trabajo de camarera en algún restaurante, o que te busques un tratante de blancas, porque ésas son las dos carreras para las que, por el momento, estás preparada.
Notó que palidecían y asintió, satisfecha. De repente, Alex preguntó:
–¿Y qué pasa con Nick? Él tiene notas estupendas en Yale. Supongo que no lo obligarás a vivir aquí.
Acababa de llegar el momento tan esperado.
–No –contestó–. No lo haré vivir aquí, –Se volvió hacia Nicholas para poder verle la cara y espetó: –¡Vete! ¡Vete de esta casa y no vuelvas nunca más! Jamás quiero volver a verte ni oírte nombrar.
A no ser porque notó que el muchacho apretaba los dientes, hubiera creído que sus palabras no tenían ningún efecto sobre él. No pidió explicaciones, porque no las necesitaba. En realidad, desde que la oyó hablar con sus hermanos, él sin duda suponía lo que le esperaba. Se irguió en silencio y estiró una mano para tomar las llaves del auto que había arrojado sobre la mesa. Pero antes de que llegara a tocarlas, la voz de Margaret lo detuvo en seco.
–¡Deja esas llaves! Aparte de la ropa que tienes puesta, no te llevarás nada de esta casa.
Nick retiró la mano y miró a sus hermanos, como si esperara que dijeran algo, pero ellos estaban demasiado inmersos en su propia desgracia para poder hablar, y tenían miedo de verse obligados a compartir su destino si desafiaban de alguna manera a la abuela.
Margaret detestaba a los dos menores por su cobardía y su falta de lealtad, pero al mismo tiempo trató de que quedara claro que ninguno de ellos podía dar la menor muestra de coraje.
–Si alguno de ustedes dos se pone en contacto con él, o permite que él se ponga en contacto con ustedes –advirtió cuando Nicholas empezó a bajar los escalones de piedra de la terraza–, aunque sólo sea que asistan a una fiesta a la que también asiste él, sufrirán su mismo destino, ¿han comprendido? –Hacia el nieto que se alejaba, su advertencia fue distinta. –Nicholas: si estás pensando en refugiarte en la compasión de tus amigos, no te molestes. En Ridgemont, las Industrias Stanhope son la principal fuente de trabajo, y yo soy su propietaria absoluta. Nadie querrá ayudarte a riesgo de incurrir en mi desagrado... y en la pérdida de su trabajo.
La advertencia de su abuela lo hizo volverse al llegar al pie de los escalones, desde donde la miró con tanto desprecio que recién entonces Margaret comprendió que su nieto jamás hubiera considerado siquiera la posibilidad de refugiarse en la caridad de sus amigos. Pero lo que más le interesó fue la expresión que vislumbró en la cara de su nieto antes de que él volviera la cabeza. ¿Sería angustia lo que veía? ¿O furia? ¿O temor? Esperaba de todo corazón que fueran las tres cosas.
El camión se detuvo junto al muchacho solitario que caminaba por la banquina de la ruta, con la chaqueta sport sobre un hombro y la cabeza inclinada como si luchara contra el viento.
–¡Eh! –gritó Charlie Murdock. –¿Quieres que te lleve?
Un par de ojos color ámbar, de expresión aturdida se clavaron en Charlie y durante algunos instantes el muchacho pareció desorientado por completo, como si hubiera estado caminando en estado de sonambulismo. Después asintió. Cuando trepó a la cabina del camión, Charle notó el par de pantalones costosos que llevaban su pasajero, los zapatos perfectamente lustrados, las medias al tono, el corte de pelo perfecto, y supuso que había levantado a un estudiante que por algún motivo hacía dedo. Confiando en su intuición y sus poderes de observación, Charle decidió conversar con el desconocido.
–¿En qué universidad estudias?
El muchacho tragó, como si tuviera un nudo en la garganta, y volvió la cabeza hacia la ventanilla, pero cuando habló su voz era fría y cortante.
–No voy a la universidad.
–¿Se te descompuso el auto?
–No.
–¿Tu familia vive por los alrededores?
–No tengo familia.
A pesar del tono brusco de su pasajero, Charle, que tenía tres hijos adolescentes, tuvo la sensación de que el muchacho hacía tremendos esfuerzos por controlarse y mantener a raya sus emociones.
–¿Por casualidad tienes nombre?
–Nick... –contestó el joven, y después de una breve vacilación, agregó–:...Jonas.
–¿Adónde te diriges?
–Adonde usted vaya.
–Yo voy hasta la Costa Oeste. Los Ángeles.
–Perfecto –contestó el muchacho en un tono que desalentaba todo intento posterior de conversación–. El lugar no tiene importancia.
Recién cuatro horas después, el desconocido habló por primera vez por voluntad propia.
–¿Necesitará ayuda para descargar el camión cuando llegue a Los Ángeles?
Charlie lo miró de soslayo, analizando sus conclusiones iniciales acerca de Nick Jonas.
Estaba vestido como un muchacho rico y tenía la dicción de los ricos, pero ese muchacho rico en particular se hallaba sin dinero, alejado de su ambiente y en un momento de mala suerte. Además estaba dispuesto a tragarse su orgullo y a hacer trabajos manuales, cosa que, desde el punto de vista de Charlie suponía bastante coraje.
–Por tu aspecto diría que eres capaz de levantar cosas pesadas –dijo, estudiando el cuerpo alto y musculoso de Jonas–. ¿Has estado trabajando con pesas o algo así?
–Antes boxeaba en... Boxeaba –se corrigió.
«En la universidad», terminó Charlie mentalmente la frase. Tal vez porque Jonas le recordaba a sus propios hijos a esa edad, cuando decidían ganarse la vida por su cuenta, o quizá porque presintió que los problemas de Nick Jonas debían de ser bastante desesperados, Charlie decidió que le daría trabajo. Habiendo llegado a esa conclusión, le tendió la mano.
–Me llamo Murdock, Charlie Murdock. No puedo pagarte mucho, pero por lo menos, cuando lleguemos a Los Ángeles, tendrás la oportunidad de ver mucho cine. Este camión está cargado de películas de los Estudios Empire. Me contrataron para transportarlas y en eso estamos.
La indiferencia de Jonas ante esa información de alguna manera aumentó la convicción de Charlie de que su pasajero no sólo estaba confundido sino que no tenía la menor idea acerca de cómo solucionar ese problema.
–Si haces un buen trabajo, tal vez pueda recomendarte a la oficina de personal de los Estudios, es decir, siempre que no te moleste empuñar una escoba o romperte el lomo.
El pasajero volvió nuevamente la cabeza hacia la ventanilla. Justo en el momento en que Charlie cambiaba de idea y decidía que Nick se consideraba demasiado bueno para hacer trabajos físicos, el joven volvió a hablar con una voz enronquecida por el alivio y la gratitud.
–Gracias. Se lo agradezco mucho.
Perfecta Sipnosis
Miley Mathison es una
joven y hermosa maestra que, tras haber superado una infancia dramática,
ha logrado el respeto de todos en la pequeña ciudad de Texas donde
habita.
Siente que nada ni nadie destruirá esa vida perfecta que se ha forjado con su propio esfuerzo. Jonas es un famoso actor y director cinematográfico. Su carisma personal cautiva a todas las mujeres del país, hasta que es acusado y condenado por asesinato.
El apuesto convicto huye de la prisión, convencido de que es su única oportunidad para demostrar su inocencia y encontrar al verdadero asesino, que le ha robado su felicidad y su futuro. En su huida secuestra a la bella Miley. La joven experimentará emociones encontradas, que pasarán del miedo a un deseo silencioso y desconocido, y de allí a una pasión irrefrenable...
Siente que nada ni nadie destruirá esa vida perfecta que se ha forjado con su propio esfuerzo. Jonas es un famoso actor y director cinematográfico. Su carisma personal cautiva a todas las mujeres del país, hasta que es acusado y condenado por asesinato.
El apuesto convicto huye de la prisión, convencido de que es su única oportunidad para demostrar su inocencia y encontrar al verdadero asesino, que le ha robado su felicidad y su futuro. En su huida secuestra a la bella Miley. La joven experimentará emociones encontradas, que pasarán del miedo a un deseo silencioso y desconocido, y de allí a una pasión irrefrenable...
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